Liahona Junio 1987
Los deseos de, nuestro corazón
Por el élder Dallin H. Oaks
Del Quorum de los Doce Apóstoles
Discurso pronunciado en la Universidad Brigham Young el 8 de octubre de 1985.
Todos deseamos recibir la bendición suprema de la exaltación en el reino celestial. Aun cuando a veces fracasamos en vivir de la manera en que debemos, nunca dejamos de desear Jo bueno, y este tema es precisamente del que quiero hablar, de “los deseos de nuestro corazón”.
Me interesa este tema por el hecho de que muestra el contraste entre las leyes de Dios, según se nos han revelado por medio de las Escrituras, y lo que llamaré las leyes del hombre, según se estipulan en los códigos nacionales y estatales con los cuales traté durante los treinta años de mi profesión jurídica.
Las leyes de Dios y las del hombre
Las leyes de Dios se refieren a las cosas espirituales, y tanto nuestros pensamientos y deseos como nuestras obras traen consecuencias espirituales. Sin embargo, las leyes del hombre se basan más que todo con nuestras obras.
Me gustaría ilustrar con un sencillo ejemplo el contraste al que me he referido. Supongamos que uno de vuestros vecinos tiene un flamante automóvil y que cada vez que lo estaciona enfrente de su casa, vosotros añoráis tener uno como ése y empezáis a codiciarlo, sin ejecutar ninguna acción concreta. Con el solo hecho de haberlo codiciado, aun cuando no hayáis procedido a hacer nada, ya habéis quebrantado uno de los Diez Mandamientos (véase Éxodo 20:17), lo que tendrá repercusiones espirituales.
Hasta este punto no habéis quebrantado ninguna ley humana; sin embargo, si decidieseis apropiaros de ese vehículo, estaríais cometiendo un delito del cual se os podría castigar según las leyes del hombre. Para imputaros el castigo correspondiente, la ley trataría de averiguar la intención que hubieseis tenido al adueñaros del coche. Si toda vuestra intención hubiese sido el tomarlo prestado bajo la creencia equívoca de que a vuestro vecino no le importaría y de que él accedería a que lo hicieseis, probablemente no se os declararía culpables de ningún delito. No obstante, sin lugar a dudas se os haría responsables de cualquier daño que pudiese sufrir el automóvil debido a su uso ilegal. Si vuestra intención hubiese sido la de utilizarlo en contra de la voluntad del dueño, para devolverlo a un corto plazo de tiempo, habríais cometido un delito menor. Si, por el contrario, la intención hubiese sido apropiaros definitivamente de él, se os inculparía de un crimen grave. A fin de determinar cuál de éstos sería vuestro caso, el juez o jurado trataría de establecer vuestra condición mental.
En algunos casos, la ley del hombre indaga el estado mental de un individuo para determinar las consecuencias de ciertos actos que se cometen, más nunca castigará sobre la base de los deseos o intenciones únicamente. Así sucedió en los tiempos del Libro de Mormón, como podemos leerlo en Alma, que la gente de Nefi podía ser castigada según sus crímenes, pero “no había ninguna ley contra la creencia de un hombre” (Alma 30:11). Menos mal que esto es así, porque la ley no cuenta con ningún medio confiable para escudriñar el corazón de una persona.
En contraposición a lo anterior, tenemos que la ley de Dios sí puede señalar las consecuencias de nuestros hechos basándose exclusivamente en nuestros pensamientos y deseos más recónditos. Tal y como Ammón le declaró al rey Lamoni, la manera de proceder de Dios es como sigue: “Sus ojos están sobre todos los hijos de los hombres; y conoce todos los pensamientos e intenciones del corazón; porque por su mano todos fueron creados desde el principio” (Alma 18:32).
En forma similar, Pablo les advirtió a los hebreos que Dios “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” y que “todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12-13).
En otras palabras, Dios nos juzga no solamente por nuestros actos, sino también por los deseos del corazón. Esto no ha de sorprendernos, puesto que el libre albedrío y el hacernos responsables son principios eternos. Ejercemos ese libre albedrío no sólo mediante, lo que hacemos, sino también lo que decidimos, lo que queremos y lo que deseamos. Por lo tanto, somos totalmente responsables de los deseos de nuestro corazón.
Este principio tiene aplicación tanto negativa —haciéndonos culpables de pecado por nuestros pensamientos y deseos perversos— como positiva —prometiéndonos bendiciones por nuestros deseos justos.
Los deseos pecaminosos
El Señor definió uno de los deseos pecaminosos cuando declaró: “He aquí, fue escrito por los antiguos que no cometerás adulterio;
“más yo os digo que quien mira a una mujer para codiciarla, ya ha cometido adulterio en su corazón.” (3 Nefi 12:27-28; véase también Mateo 5:27-28.)
El Nuevo Testamento condena también la ira y los sentimientos mezquinos —otro ejemplo de pecados que se cometen propiamente con la mente. (Véase Mateo 5:22.)
Aun aquellos que predican el evangelio —acto que por lo general consideramos como justo— pecan si lo hacen para satisfacer intereses personales, más bien que para ayudar a que crezca la obra del Señor. “Son supercherías sacerdotales el que los hombres prediquen y se constituyan a sí mismos como una luz al mundo, con el fin de poder obtener lucro y alabanza del mundo; pero no buscan el bien de Sión” (2 Nefi 26:29; véase también Alma 1:16.)
También aquellos que se acercan al Señor con sus labios, pero su corazón está lejos de Él, son culpables de la misma clase de pecado. (Véase Isaías 29:13; Mateo 15:8; 2 Nefi 27:25; y José Smith—Historia 19.) El salmista condenó de la misma manera al pueblo del antiguo Israel porque “sus corazones no eran rectos con [Dios]” (Salmos 78:37).
Mormón enseñó que si no es recto nuestro corazón, aunque hagamos una buena acción, no se nos contará por justicia. “Porque he aquí, Dios ha dicho que un hombre, siendo malo, no puede hacer lo que es bueno; porque si presenta una ofrenda… a menos que lo haga con verdadera intención, de nada le aprovecha.
“Porque he aquí, no le es contado por justicia.
“Pues he aquí, si un hombre, siendo malo, presenta una ofrenda, lo hace de mala gana; de modo que le es contado como si hubiese retenido la ofrenda; por tanto, se le tiene por malo ante Dios.” (Moroni 7:6-8.)
Aun a nuestras oraciones aplicó Mormón este principio: “E igualmente le es contado por mal a un hombre, si ora y no lo hace con verdadera intención de corazón; sí, y nada le aprovecha, porque Dios no recibe a ninguno de éstos” (Moroni 7:9).
Podemos educar nuestros deseos
¿Cuándo podemos decir que nuestro corazón es recto con Dios? Lo es cuando deseamos verdaderamente lo que es recto. Es recto con Dios cuando deseamos lo que El desea.
La fuerza de voluntad con la que se nos ha dotado por medios divinos nos permite controlar nuestros deseos, pero es posible que nos lleve muchos años educarlos hasta el punto en que sean completamente rectos.
El presidente Joseph F. Smith enseñó que “la educación de nuestros deseos es de importancia trascendental a nuestra felicidad en la vida” (Doctrina del Evangelio, pág. 291).
¿Y cómo podemos educar nuestros deseos? Empezamos por los sentimientos. Mi madre, que se quedó viuda desde joven, comprendía bien ese principio. “Ora en cuanto a tus sentimientos”, nos decía. A sus tres hijos nos enseñó que debíamos orar para poder recibir el tipo correcto de sentimientos sobre nuestras experiencias —positivas o negativas— y sobre la gente que conocíamos. Si nuestros sentimientos eran correctos, los deseos de nuestro corazón también lo serían, y sería más probable que actuáramos con rectitud.
En el Salmo número veinticuatro se encuentran dos de mis versículos favoritos de las Escrituras, los cuales dicen:
“¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo?
“El limpio de manos y puro de corazón.” (Versículos 3-4; véase también Alma 5:19.)
Si es que nos abstenemos de actos indecorosos, tenemos las manos limpias. Si nos refrenamos de pensamientos prohibidos, entonces poseemos un corazón puro. Los que quieren ascender y estar en el lugar más sagrado de todos, deben poseer ambas cosas.
¿Qué significan para cada uno de nosotros estas enseñanzas sobre los sentimientos y los deseos?
¿Estamos seguros de que nos encontramos sin culpa, según la ley de Dios, si solamente nos refrenamos de realizar actos pecaminosos? ¿Qué pasará si albergamos en nuestra mente pensamientos y deseos inicuos?
¿Es que acaso pasarán inadvertidos nuestros sentimientos de odio en el día del juicio? ¿O los de envidia? ¿O los de codicia?
¿Es posible que estemos limpios de culpa si nos embarcamos en negocios fraudulentos, aun cuando se trate de actos que la ley no castigaría?
¿Acaso somos inocentes ante la ley de Dios simplemente porque la ley del hombre no requiere que compensemos el mal causado a nuestra víctima?
¿Tenemos derecho a recibir bendiciones si aparentamos buscar las cosas de Dios, como por la predicación del mensaje del evangelio, cuando lo que realmente perseguimos es obtener riquezas y el elogio del mundo, más bien que glorificarlo a Él?
Las respuestas a estas preguntas sirven para ilustrar lo que podríamos llamar el hallazgo negativo; es decir, saber que podemos pecar sin necesidad de mostrarlo con actos públicos, simplemente haciéndolo de pensamiento y con los deseos del corazón.
Pero también está el hallazgo positivo, y es que bajo la ley de Dios se nos puede premiar por nuestra rectitud, aunque no nos sea posible realizar los actos que generalmente acompañan tales bendiciones.
Las bendiciones que vienen por los deseos rectos
Al pensar en esto, recuerdo algo que mi suegro solía decir. Cuando alguien quería hacer algo por él de todo corazón, pero a causa de las circunstancias se veía imposibilitado de hacerlo, decía: “Gracias. No se preocupe; la buena intención ha valido por el hecho”.
La ley de Dios puede compensar un deseo recto porque hay un Dios omnisciente que lo puede discernir. Tal y como nos lo reveló el profeta José Smith, Dios “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (D. y C. 33:1). Si alguna persona deja de hacer algo debido a un motivo realmente justificado, pero que de otra manera sí lo habría hecho, nuestro Padre Celestial lo sabrá y recompensará a esa persona según su sinceridad.
Es posible que la mejor ilustración de las Escrituras en cuanto a este concepto sea la enseñanza del rey Benjamín sobre el acto de dar:
“Y además, digo a los pobres,. . . vosotros que rehusáis al mendigo porque no tenéis; quisiera que en vuestros corazones dijeseis: No doy porque no tengo, más si tuviera, daría.
“Ahora, si decís esto en vuestros corazones, quedáis sin culpa.” (Mosíah 4:24-25.)
Alma enseñó que Dios “concede a los hombres según lo que deseen, ya sea para muerte o para vida. . . según la voluntad de ellos, ya sea para salvación o destrucción. Sí. . . el que conoce el bien y el mal, a éste le es dado según sus deseos” (Alma 29:4-5).
Esto significa que cuando hemos hecho todo lo que podemos, son nuestros deseos los que se encargan del resto. Quiere decir que si nuestros deseos son rectos, se nos perdonarán los errores que hayamos cometido inevitablemente al tratar de llevar a efecto esos deseos. ¿No nos consuela saber esto, a pesar de nuestros sentimientos de ineptitud?
A esto me gustaría agregar dos advertencias: Primero, debemos recordar que el deseo sólo se convierte en sustituto del hecho cuando nos es realmente imposible realizar algo. Si no hacemos todo lo que está de nuestra parte para hacer la obra que se nos ha encomendado, tal vez nos engañemos a nosotros mismos, pero no al Juez Justo. Para que un hecho pueda ser sustituido por un deseo, éste tiene que estar exento de superficialidad e impulsividad, y no puede ser pasajero. Debe ser un deseo perfectamente auténtico.
Segundo, no debemos suponer que un deseo del corazón bastará para sustituir una ordenanza del evangelio. Considerad las palabras del Señor cuando mandó que se observaran dos ordenanzas del evangelio: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5). Y con respecto a los tres grados de gloria celestial, la revelación moderna establece que “para alcanzar el más alto, el hombre tiene que entrar en este orden del sacerdocio [es decir, el nuevo y sempiterno convenio de matrimonio]” (D. y C. 131:2).
No se implica excepción alguna en estos mandatos, ni se autoriza en ninguna otra parte de las Escrituras.
No obstante lo anterior, el Señor ha sido misericordioso al autorizar que se efectúen esas ordenanzas en nombre de aquellos que no tuvieron oportunidad de hacerlo en esta vida. De modo que a una persona del mundo de los espíritus que así lo desee, se le contará como si hubiese participado personalmente en una ordenanza determinada. De esta manera, mediante el servicio amoroso de representantes vicarios que habitan esta tierra, los espíritus que han partido pueden también ser premiados por los deseos de su corazón.
En resumen, bajo la ley de Dios somos responsables de nuestros sentimientos y deseos, tanto como de nuestros hechos. Los pensamientos y deseos perversos tendrán su castigo. Las obras que aparentan ser buenas acarrean bendiciones únicamente cuando se hacen con verdadera y recta intención. Y nuevamente, por otro lado se nos bendecirá por los deseos rectos del corazón aun cuando hubiese habido alguna circunstancia que nos impidiera convertir en hechos esos deseos.
Parafraseando la enseñanza de Pablo en Romanos 2:29, es un verdadero Santo de los Últimos Días aquel que lo es en lo interior, cuya conversión es la del corazón, en espíritu, la alabanza del cual no viene de los hombres, por sus actos externos, sino de Dios, por los deseos íntimos del corazón. □

























