El sacerdocio y el joven en la Iglesia

Liahona Mayo 1962

El sacerdocio y el joven en la Iglesia

por el presidente David O. McKay

Como miembros de la Iglesia, estamos muy agradecidos por la aparición de Dios y Jesucristo en la Arboleda Sagrada, respondiendo a la oración del joven José Smith, oportunidad en que el Padre dijo: “¡Este es mi Hijo Amado: Escúchalo!” Este fue uno de los más grandes acontecimientos en la historia de la humanidad.

Más tarde, Juan el Bautista, como ser resucitado, fué enviado para responder a las oraciones de José Smtih y Oliverio Cówdery, sobre quienes confirió el Sacerdocio de Aarón que habilitaba a ambos jóvenes para bautizarse uno al otro y les daba el poder de la ministración de ángeles.

Luego, otros tres seres resucitados—Pedro, Santiago y Juan—fueron enviados para otorgar el Sacerdocio Mayor o de Melquisedec, con poderes y autoridad para establecer la Iglesia en su plenitud, revelándoles la organización completa de la misma, tal como existiera en los tiempos en que el Salvador viviera como un ser mortal sobre la tierra.

El sacerdocio no tiene comienzos; y no tendrá fin. Es eterno como Dios mismo. Juan el Bautista, que poseía el Sacerdocio de Aarón, fué quien bautizó a Jesucristo. Y testificó de la divinidad del Salvador; vió al Espíritu Santo descender sobre El; Juan el Bautista es un hombre sobre el que no pueden tenerse dudas de que tenía el sacerdocio y su derecho de conferirlo sobre otros. Y él vino en esta dispensación como un ser resucitado para conferir a José Smith y Oliverio Cowdery aquel poder y autoridad para representar a Dios. Ningún otro hombre tuvo el derecho que Juan tenía. Y él descendió como mensajero para otorgar dicha autoridad sobre aquéllos que habían suplicado por ella, deseando saber cómo obtenerla. Desde entonces, cada mes de mayo, la Iglesia realiza programas conmemorativos, en recordación de la restauración del Sacerdocio de Aarón, que tuvo lugar a orillas del río Susquehana, el 15 de mayo de 1829.

Un joven que es ordenado diácono al serle conferido el Sacerdocio Aarónico, es debidamente apartado para ello. Él no puede andar sometiéndose a juramentos, ni fumar, ni deambular haciendo perjuicios entre sus vecinos, como hacen otros jóvenes que no han sido apartados como él. Por el contrario, debe ser un verdadero líder entre sus amigos y compañeros. Puede oír a otros injuriar, pero él mismo nunca debe hacerlo; antes bien, le asiste el derecho de amonestar y corregir. Nunca sentí tanto orgullo hacia nuestros jóvenes, como cierta vez en que, al pasar, oí que un muchacho que vivía a media cuadra de la Manzana del Templo dijo a otros que jugaban con él: “En nuestro grupo no acostumbramos a jurar.” Era sólo un diácono, pero magnificaba su llamamiento; y nunca más juró nadie en su grupo.

¿Me permitiréis mencionar algunas de mis propias experiencias de cuando era yo poseedor del Sacerdocio Menor?

Recuerdo que cuando era un diácono, solía cortar leña para las viudas de nuestro barrio los días sábados. Acostumbrábamos, con un grupo de nueve compañeros, a tener una breve reunión y luego de tomar nuestras hachas, íbamos a las casas de las hermanas viudas y les cortábamos la leña que necesitaban para la semana.

Cuando maestro, recuerdo mi primera experiencia como acompañante en la obra de los maestros visitantes. Aún recuerdo la primera casa a la que entré como tal. Pero principalmente tengo grabado en mi memoria el momento en que mi compañero, Eli Traey, me contó de su experiencia como fumador. Había adquirido el hábito en un tiempo, pero una vez que decidió terminar con ello, tomó su pipa y su tabaco y los colocó sobre la repisa de la chimenea, en un lugar donde podía estar viéndolos constantemente, y dijo para sí: ¡Ahora se quedan allí. Ya nunca volveré a tocarlos!’’ Y nunca jamás volvió a fumar. Él era ahora un hombre que había agregado dignidad a su propia hombría y fuerza a su propio carácter. Nunca lo olvidé. Yo estaba enseñando, pero esa fué la mejor lección que alguien pudo haber recibido ese día. Era yo, precisamente, quien había sido enseñado.

Siendo yo un presbítero, recuerdo que me tocó administrar la Santa Cena por primera vez en mi vida; y especialmente me acuerdo de ello porque me equivoqué en la oración. En aquel entonces no teníamos delante nuestro la oración impresa en una tarjeta, como ahora. Como presbíteros, se esperaba de nosotros que memorizáramos las palabras. La mesa sacramental estaba ubicada inmediatamente debajo del pulpito y mi padre, a la sazón obispo de nuestro barrio, solía permanecer parado justamente detrás del que ofrecía la oración.

Yo creía saber perfectamente la oración, pero cuando me arrodillé y vi delante de mí a toda la concurrencia, me sentí aturdido. Recuerdo que cuando estaba diciendo: “. . . que desean tomar sobre sí el nombre de tu Hijo “.  . . las cosas se me nublaron y agregué: “Amén.” Entonces mi padre, suavemente, me corrigió: “. . . y recordarle siempre. . .” Yo estaba ya incorporándome, pero dejándome caer nuevamente sobre mis rodillas, repetí: “. . . y recordarle siempre . . . Amén.” Y mi padre dijo: “. . . y guardar sus mandamientos que Él les ha dado; para que siempre tengan su espíritu consigo. Amén.” Me arrodillé nuevamente y repetí, una a una, las palabras que acababa de recordarme mi padre.

Sufrí todo el pánico del fracaso, pero soy feliz porque no me di por vencido.

Os menciono estas reminiscencias para significaros que los años pasan rápidos de la juventud a la madurez y de ésta a la ancianidad. Pero estas cosas no parecen ser muy remotas, porque la vida se va edificando en base a esas pequeñas experiencias.

Quiero felicitar a todos los poseedores del Sacerdocio de Aarón en la Iglesia, en esta ocasión, por sus grandes y sus pequeñas realizaciones. Dios os bendiga, jóvenes, para que podáis ser fieles a la ordenación que será siempre vuestra mientras la magnifiquéis.

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