La Primera Gran Visión

Liahona Julio 1962

La Primera Gran Visión

Por el presidente David O. McKay

«Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.

“Pero pida con fe, no dudando nada; porque el (pie duda es semejante a la onda de la mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra.” (Santiago 1:5-6.)

José Smith leyó esta promesa precisamente en una época en que la pequeña comunidad en que vivía era notablemente agitada por un despertamiento religioso, a través del cual cada una de las sectas Cristianas existentes anunciaba a gran­des voces sus razones por las que se consideraba a sí misma la “iglesia verdadera”, a la vez que condenaba ruidosamente los otros credos. El joven Smith quería sinceramente saber cuál de todas ellas estaba en la verdad. Es evidente, dado el mutuo desacuerdo manifiesto en cuanto a la interpretación y práctica de los preceptos bíblicos, que algunas enseñaban doctrinas que no estaban en armonía con las Santas Escrituras.

Fué entonces que José se internó en una solitaria arboleda, y dejándose caer sobre sus rodillas, oró por la solución de su problema. Y su oración fué prontamente contestada con la visitación del Padre Celestial y Su Hijo Unigénito.

Los dos principios más importantes que de esta visita re­sultaron, fueron: que Dios es un Ser personal que bajó de los cielos para comunicar Su voluntad al hombre; y que ninguno de los credos llamados Cristianos que existían, tenía el verdadero plan de salva­ción.

Inmediatamente después de esta sorpren­dente declaración, el joven José Smith quedó en una situación de verdadero ostracismo respecto del ámbito religioso, encontrándose completa­mente solo frente a un mundo descreído.

Estaba solo—y no familiarizado con la sabi­duría y las filosofías de la época.

Solo—y sin educación alguna en las artes o la ciencia.

Completamente solo—, sin filósofo alguno que lo instruyera, ni ministro religioso que le guiara.

Con bondad y sencillez había apremiado a lodos con su glorioso mensaje; con burla y es­carnio, ellos le despreciaron, diciendo que estaba poseído del maligno, que ya no había tales cosas como visiones o revelaciones porque estas habían cesado en la época de los Apóstoles, y que ya los mismos no eran necesarios.

Y así fué abandonado para que, solitario, navegara por los mares de la religión, habién­dosele prohibido embarcarse en uno solo de los veleros conocidos, y sin haber construido nunca ni haber visto construir un barco. Verdaderamente, si el joven era un impostor, sería muy tosca la nave cuya construcción debía entonces emprender.

Por otro lado, si el barco que iba a armar llegaba a poseer una excelencia que superara a la de todos aquellos que los profesores y filóso­fos habían estado, durante siglos, ofreciendo a la humanidad, los hombres se verían forzados, sin duda, a exclamar: “¡Ciertamente, éste es un hombre sabio!”

Pero aunque parecía estar realmente solo, lo estaba como Moisés lo estuvo en el Monte Sinaí; o como Jesús en el Monte de los Olivos. Tal como en el caso del Maestro, el Profeta recibió sus instrucciones no por medio de con­ductos creados por el hombre, sino directamente de Dios, fuente de toda razón e inteligencia.

La veracidad de las honestas enseñanzas de José Smith, como la misma valentía con que las proclamó, no fueron sino consecuencia de esta orientación divina. Cuando el joven Profeta en­señaba una doctrina, lo hacía autorizadamente. Para él no era cuestión de temer sí la misma concordaría o no con el criterio de los hombres.

Daba a la humanidad lo que recibía de los cielos, sin reparos ante la desconformidad o el acuerdo, la contra­dicción o la armonía que los credos de las iglesias o las normas vigentes de la sociedad civil manifestaran al respecto. Y hoy día, a más de trece décadas de en­tonces, tenemos la oportunidad de juzgar el valor y la virtud de sus enseñanzas, pudiendo reconocer a través de ellas mismas su propia fuente originaria.

Cuando José Smith recibió, en la primavera de 1820, su primera revelación, no era sino un muchacho sin preparación ni estudios. Diez años más tarde, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días era organizada. Y el joven Profeta no había cumplido aún los treinta y nueve años de edad cuando fué bru­talmente martirizado.

La armonía de sus enseñanzas con aquellas que el Salvador predicara; su razonable aseveración de que el hombre debe ser llamado de Dios para oficiar en las cosas espirituales; la completa organización de la Iglesia, con sus normas, sus leyes, y su maravillosa adaptabilidad a las necesidades del progreso de la familia humana, junto con otras varias fases de su gran obra en estos últimos tiempos—aunque sólo parcial­mente comprendidas—, han hecho y hacen que muchas personas se asombren y mediten en cuanto al origen de la sabiduría del profeta José Smith.

Aun con nobles aspiraciones, poderes y populari­dad, otros hombres han fracasado en sus intentos por promulgar nuevos ideales. José Smith fué favorecido intelectualmente por inspiración divina. Él sabía que había sido escogido por el Señor para establecer la Iglesia de Jesucristo en esta dispensación—cuya Iglesia, emulando a Pablo, declaró que era poder de Dios para la salvación (Romanos 1:16) —salvación social, moral y espiritual.

Él sabía qué “. . . es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.” (Hebreos 11:6.)

En esta Escritura está el secreto del surgimiento de José Smith, de la obscuridad lugareña al renombre universal. Su creencia en Dios fué absoluta. Su fe en la orientación divina, firme.

Vosotros, miembros de la Iglesia, tenéis la respon­sabilidad de comprender el significado y la magnitud de ésta, la obra del Señor. Y especialmente vosotros, juventud de Israel, sois responsables de llevar el men­saje del evangelio por todo el mundo, en el cual hay millones de honestos corazones que están anhelando mejores condiciones que aquellas en las que actual­mente viven.

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