Unidad en la diversidad

Liahona Agosto 1992

Unidad en la diversidad

Por el élder John K. Carmack
De los Setenta

En una iglesia universal, el estar unidos no significa que somos iguales.

Cuando regresé a mi hogar en Santa Barbara, California, después de servir en las fuerzas armadas de los Estados Unidos en Seúl, Corea, el primer paso que di para continuar mi educación en la Universidad de California, en Los Angeles, fue mudarme a la Estaca de Los Angeles. Esto sucedió en el año 1957. La estaca, sin que ninguno de nosotros lo supiera, iba a dejar de ser una estaca típica californiana, con líderes que en su mayoría venían de Utah, y con miembros provenientes del norte de Europa. En raras ocasiones se podían ver en las congregaciones algún converso judío y algunos conversos latinoamericanos, pero eso era poco común. Después de muchos años, el presidente John M. Russon fue relevado como presidente de una estaca con miembros de un mismo origen étnico, quienes lo respetaban profundamente. Nadie podía imaginar el gran cambio por el que iba a pasar la estaca durante los siguientes treinta años.

Volvamos ahora al año 1988. El Museo de Historia y Arte de la Iglesia recientemente había anunciado el primer concurso internacional de arte entre los artistas miembros de la Iglesia en todo el mundo. El concurso comprendía cualquier tipo de expresión artística relacionada con algún tema del evangelio. El éxito del concurso fue mayor de lo que esperábamos. (El segundo concurso artístico internacional se llevó a cabo en 1991.) La Liahona publicó fotografías de muchas de las obras que se enviaron de todas partes del mundo. Estas y otras obras que no se publicaron en la revista deleitaron a muchos miembros de la Iglesia. Obras artísticas de muchas partes del mundo colgaron de las paredes del museo durante los meses en que estuvieron en exhibición. Algunas aún se encuentran allí, comunicando un mensaje precioso y eterno.

Las obras que se enviaron representaban muchos y diversos géneros artísticos. Piezas de artesanía europea con temas simbólicos se colocaron al lado de imaginativas pinturas llenas de color procedentes de Latinoamérica, o de cuadros que ilustraban una gran variedad de temas del evangelio, pintados por miembros de las Islas del Pacífico, o de una mezcla de formas y estilos artísticos de todas partes de América del Norte. Al lado de aquellas representaciones con simbolismo abstracto e impresionista, se podían encontrar obras que exponían los temas del evangelio en forma sencilla, directa y realista. Las personas que tuvieron la suerte de presenciar la exposición se deleitaron con una muestra unificada de arte, y talento verdaderamente extraordinarios. La presencia e influencia del Salvador se manifestaron sobremanera en el museo.

¿Qué fue lo que unificó a las distintas obras? ¿Qué hizo que la exposición no fuera tan sólo una colección despareja de creaciones artísticas de aficionados? El evangelio restaurado de Jesucristo fue lo que vinculó a aquellas obras de arte. La diversidad de culturas fue lo que dio a la exposición fuerza y atractivo universal. La asistencia aumentó considerablemente cuando muchos de los visitantes volvieron a la exposición una y otra vez. Si se hubiera dado énfasis solamente a una cultura y área geográfica, el entusiasmo no hubiera sido el mismo.

¿Cómo logramos la unificación en la iglesia?

El concurso internacional de arte es un ejemplo de la unidad y la diversidad que a menudo encontramos en las congregaciones de los santos hoy día. Los primeros cristianos también tuvieron que hacer frente a la diversidad, lo cual no fue fácil. Muchas veces les fue imposible unificar las diferentes culturas, ya que carecían de ciertos factores que nos unifican actualmente, tales como medios instantáneos de comunicación, corporaciones multinacionales de negocios, viajes intercontinentales y una gran selección de libros y revistas. Pero lograron encontrar la forma de crear una iglesia unificada compuesta por conversos de muchas tierras distintas.

Ya sea que nos demos cuenta o no, la diversidad es en esta época una parte integral de la Iglesia, y va en aumento día a día. Si nuestros esfuerzos por unificar a los miembros de diferentes culturas tienen el mismo éxito que tuvo el concurso de arte, la Iglesia puede tener miembros de muchas diferentes culturas que comparten una profunda unidad espiritual. Para lograrlo, necesitaremos que los líderes, cuidadosamente preparados, enseñen conceptos de unificación a los miembros. Los barrios y estacas cuyos miembros sepan dar una bienvenida cálida a miembros de diversas culturas —dándoles la oportunidad de trabajar hombro a hombro con sus hermanos y hermanas, al servicio de sus semejantes— apresurarán el proceso de unificación. Como dijo el poeta estadounidense Ralph Waldo Emerson: “Todos nos necesitamos mutuamente; nada es bello o bueno cuando nos encontramos solos”.

Ahora, volvamos a la Estaca de Los Angeles en la década de los años cincuenta. Solamente había un grupo minoritario claramente identificado en la estaca. El hermano Joe Brandenburg presidía su amada Rama para Sordos del Sur de California. Esa pequeña rama era el deleite de la estaca cuando yo llegué. Las madres cantantes de la Sociedad de Socorro nos conmovían cuando interpretaban los bellos himnos durante las conferencias. La estaca tenía muchos desafíos, pero la verdadera diversidad aún estaba por llegar.

Los acontecimientos subsiguientes empezaron a cambiar la configuración de la estaca y de la región del Sur de California. El presidente de la misión, el hermano John K. Edmunds, decidió enviar a una pareja de misioneros para trabajar con los sordos. Los élderes Wayne Bennett y Jack Rose bautizaron a muchos nuevos conversos en la rama. El presidente Brandenburg se convirtió en el obispo Brandenburg. El barrio se dividió varias veces y muchas ramas para sordos empezaron a funcionar en otras estacas.

Un cambio dramático

Mientras tanto, en Corea, al principio de la década de los años cincuenta, se estaban llevando a cabo otros acontecimientos que habrían de cambiar el futuro de la Estaca de Los Angeles. A medida que la guerra se generalizó en aquella antigua tierra, la cual había cerrado sus puertas a la influencia occidental y a la obra misional hasta ese momento, los miembros de la Iglesia que servían en las fuerzas armadas estadounidenses estaban sembrando las semillas del evangelio por medio del ejemplo que daban al vivir su religión en el desempeño de sus obligaciones militares.

Al mismo tiempo, Kim Ho Jik estaba estudiando para obtener un doctorado en la Universidad Cornell, en Ithaca, Nueva York. El inicio de la guerra le impuso una larga separación de su familia en Corea, y por las noches empapaba la almohada con lágrimas de preocupación y tristeza. En las circunstancias y estado emocional en que se encontraba, le impresionaron mucho las buenas obras y la doctrina de sus amigos miembros de la Iglesia. Se bautizó y fue el primer élder de la Iglesia de origen coreano. Cuando regresó a Corea después de la guerra, fue nombrado viceministro de educación de la nación y se convirtió en el élder principal de entre los santos coreanos. (Véase “Kim Ho Jik: un pionero coreano”, Liahona, febrero de 1989, páginas 8-15.)

Al poco tiempo, a los misioneros de la Iglesia se les llamó como líderes, reemplazando así a los soldados, y empezaron a enseñar el evangelio en el idioma coreano. Como oficial del ejército, tuve el privilegio de dar la bienvenida a los élderes Powell y Deton, los primeros misioneros que llegaron a Seúl, Corea. La formación de ramas, distritos y misiones progresó de tal manera que pronto llegaron a tener barrios, estacas y un templo. Cientos de miles de coreanos, incluso algunos de los Santos, emigraron a los Estados Unidos y a otros países. Muchos se bautizaron en la Iglesia en los países a donde emigraron. Tanto en su tierra natal como en el extranjero, los coreanos se convirtieron en una parte importante de la Iglesia, dándole así un carácter más universal. Muchos de ellos se ubicaron en la Estaca de Los Angeles, en donde pronto se formó una rama coreana. El oriente empezaba a extenderse hacia el occidente: esta vez en el occidente.

Este cambio dramático, que fue resultado de la guerra, se repitió en otras tierras, esparciendo a vietnamitas, camboyanos y a muchos otros pueblos por todo el mundo. La guerra y las tribulaciones en sus propios países obligó a los habitantes de estos pueblos a emigrar del oriente al occidente, y como resultado las puertas de las oportunidades para la predicación del evangelio se abrieron de par en par. En los países latinoamericanos y las Filipinas también se abrieron estas puertas y muchos de los habitantes viajaron a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades económicas para su familia. Tanto en su tierra natal como en los Estados Unidos, pasaron a formar parte de congregaciones de los Santos. Súbitamente, en las congregaciones de la Estaca de los Angeles —y en muchas otras estacas— se representaban muchas culturas. La Estaca de San Diego y la de Oakland siguieron el mismo patrón de cambio. Los líderes se esforzaron por crear congregaciones unificadas en las que los Santos se amaran, se aceptaran y sirvieran unos a otros. También se Organizaron algunas unidades en varios idiomas extranjeros.

“Ya no seáis extranjeros”

Todo este cambio no fue del agrado de muchos miembros; unos protestaron y otros optaron por mudarse a otro lugar, ya que añoraban épocas pasadas en que no había tantos cambios en la Iglesia. En 1978, más negros empezaron a convertirse a la Iglesia, y eso trajo consigo más variedad cultural en nuestras congregaciones. Los líderes, por medio de conferencias de estaca y de barrio, así como por otros medios, enseñaron la doctrina de que debemos amar, aceptar y servir a nuestros semejantes, así como a ser unidos en el evangelio. Un nuevo espíritu estimuló a los Santos. Como lo expresó la hermana Pinkston, quien fue presidenta de la Sociedad de Socorro del Barrio Wilshire, Estaca de los Angeles: “Estos son los días de emoción y de gloria, no como los días en que todos éramos descendientes de europeos”.

Muchos observaron lo que sucedió en Los Angeles y Oakland, California; Chicago, Illinois; Londres, Inglaterra y otras grandes ciudades que se convirtieron en centros internacionales de población de la Iglesia y se preguntaron lo que les depararía el futuro. Muy pronto se hizo evidente que lo mismo estaba sucediendo en muchas estacas de las grandes ciudades del mundo. Actualmente, ya sea en Washington, D.C.; en Sao Paulo, Brasil; en Sydney, Australia o en Hyde Park, Inglaterra, los miembros de la Iglesia que viajan por estos lugares encuentran tal diversidad. Es emocionante y también beneficioso porque presenta una multitud de dificultades, pero tiene éxito cuando los líderes comprenden la importancia de lo que está sucediendo.

Una fuerza unificadora

¿Existe una fuerza unificadora lo suficientemente poderosa como para que supere los obstáculos que separan a las personas de distintas culturas? La respuesta es un sonoro ¡sí!

Para lograr esta unidad se necesitan líderes entusiastas e inspirados. Cuando los líderes tienen visión, tienen una meta y saben cómo alcanzarla, los miembros responden en forma positiva. Ya tenemos la doctrina relacionada con este principio. Cristo es la principal piedra del ángulo de la Iglesia, y todos los que se unen a ella “ya no [son] extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:19). Nuestro Profeta, autorizado por Dios, nos instruye en materia de doctrina y prácticá. La autoridad del sacerdocio que se da a los hombres les da el derecho de bautizar, de conferir el Espíritu Santo y de bendecir a nuestras congregaciones sin que perdamos nuestra individualidad cultural. Las Escrituras contienen la palabra de Dios para guiamos. Tenemos a nuestro alcance las ordenanzas básicas del evangelio, las reuniones sacramentales semanales, las bendiciones del templo y un sacerdocio y una Sociedad de Socorro universales. El evangelio se centra en los hogares, y el trabajo de propagar el evangelio por medio de la obra misional y el servicio en los templos en beneficio de nuestros antepasados proporciona a los miembros las oportunidades de vivir una vida dinámica y fructífera. Como un firme cimiento, el Espíritu Santo une a todos aquellos que viven dignamente para recibir y magnificar sus dones.

Los calificativos y otras barreras

A pesar de que tenemos a nuestro alcance estas sencillas doctrinas y prácticas unificadoras, existen algunas barreras que nos impiden lograr una mayor unidád entre los miembros de diversas culturas. Entre estas barreras se encuentran la discriminación racial o cultural y la opinión que algunas personas tienen de que los grupos raciales distintos deben mantenerse separados de los demás. El evangelio es suficiente para crear la unidad que se desea, pero el hombre es imperfecto. El temor que surge a consecuencia de las barreras del idioma, de aceptar a aquellos de raza o color distintos, y el rechazo a los que permanecen solteros, son todas barreras que impiden la unidad. Por lo general, el uso de calificativos conduce al maltrato, al aislamiento y a la discriminación. El calificar a un miembro de la Iglesia de intelectual, inactivo, feminista, sudafricano, armenio, mormón de Utah (de quienes se dice que son distintos de los demás mormones), o mexicano, por ejemplo, parece dar una excusa para maltratar a una persona o para no tomarla en cuenta, como si no existiera. Si queremos llegar a tener una sociedad como la que creó Enoc, debemos analizar éste y otros problemas similares.

A medida que lleguemos a ser uno con Dios, llegaremos a ser uno con nuestros semejantes. Al llegar a ser uno con nuestros semejantes, llegaremos a ser uno con Dios.

Esta unidad, la cual debería ser algo natural, muchas veces es algo muy difícil de alcanzar, y sólo se logra paso a paso: “línea por línea, precepto tras precepto” (D. y C. 98:12).

Fue necesario que Pedro tuviera una revelación para que dijera: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hechos 10:34-35).

Algunos de nosotros, como Pablo, aceptamos fácil y naturalmente el concepto de que debemos aceptar a todas las personas. Como pueblo, nosotros, al igual que los miembros de la Estaca de los Angeles, estamos cumpliendo en cierto grado con este mandamiento de crear unidad entre muchas culturas. Pero podríamos esforzarnos más por disfrutar de las diferencias culturales de nuestros hermanos. Es posible que tengamos que adoptar más cambios de actitud, pero debemos aprender a apreciar las diferencias en los demás. El futuro nos deparará aún muchos más cambios culturales, y todos los que asistan a nuestras congregaciones merecen tener amigos y líderes como el apóstol Pablo.

El vínculo que nos une

Se ha notado también una tendencia a simplificar la organización, los procedimientos y la forma de adorar, lo que significa que estamos volviendo a los conceptos básicos y fundamentales. Esta simplificación, lograda con prudencia y orden, se está llevando a cabo en toda la Iglesia. Un ejemplo de ello es el nuevo programa de presupuesto.

La experiencia me ha enseñado que debemos esforzarnos para crear unidad entre los miembros de distintas culturas. Para ello necesitamos líderes activos y capaces. El cambio no va a suceder por sí solo, sino que tenemos que hacer algo de nuestra parte, ya que aún es posible que en cualquier congregación de la Iglesia surja el aislamiento y la discriminación.

Cada uno de nosotros debemos hacer un esfuerzo personal por aprender a aceptar e incluir en nuestra vida a otras personas dondequiera que nos encontremos. Es algo que merece prioridad en nuestra vida. Y necesitamos líderes que ejemplifiquen estos preceptos y enseñanzas. Todos debemos ser justos con nuestros semejantes, especialmente con aquellos a quienes se discrimina, aisla o excluye de la sociedad. Cuidémonos de no tomar parte en bromas o chistes que rebajen o degraden a otras personas por motivo de su religión, cultura, raza, nacionalidad o sexo. Todos somos iguales a la vista de Dios. Debemos alejarnos de estas situaciones, o reprender a las personas que se burlan de las personas que son diferentes de ellos, lo cual es una práctica común y desagradable. Todos debemos poner de nuestra parte para erradicar este problema.

Ahora que se han creado nuevas misiones en América Central y del Sur, en Bulgaria, Checoslovaquia, Grecia, Hungría y Polonia, y con la dedicación de nuevos países para la predicación del evangelio, la Iglesia continúa creciendo a pasos agigantados y pronto estará establecida en la mayor parte del mundo. Es inevitable que surjan más cambios y diferencias raciales, culturales y nacionales. ¡Esta es una época gloriosa! Nosotros, de la misma manera que los miembros de la Estaca de Los Angeles, nos beneficiaremos por estos cambios.

Es mi oración que busquemos oportunidades para disminuir el aislamiento y aumentar la aceptación de todas las personas, y que podamos mejorar nuestra vida, aprovechando estas diferencias humanas y los lazos de unión que nos proporcionan nuestras creencias.

Tal como sucedió con la exposición internacional de arte del Museo de la Iglesia, tratemos de encontrar un vínculo común que nos una por medio del amor y por medio de Jesucristo y Su evangelio.

Espero que el feliz resultado de nuestros esfuerzos sea el desarrollo de la unidad en medio de las diferencias culturales y que podamos disfrutar de las condiciones que existieron en la época del Libro de Mormón cuando no se encontraba “ninguna especie de itas” (4 Nefi 1:17). □

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