Confiad en el Señor
por el élder Gene R. Cook
Del Primer Quorum de los Setenta
(Tomado de un discurso pronunciado en la Universidad Brigham Young, el 29 de mayo de 1984.)
Os será más fácil tomar decisiones, especialmente las más importantes, si oráis con fe, confiando sinceramente en el Señor.
Me gustaría dirigirme a la juventud de esta magnífica generación que el Señor está levantando para cumplir sus propósitos. Vosotros estáis en los umbrales de algunos de los descubrimientos y las decisiones claves de la vida. Entre éstos se incluyen: el conoceros a vosotros mismos y reconocer vuestra capacidad, decidir cumplir una misión, decisiones en cuanto a los estudios y una profesión, la inclinación laboral para el futuro, la búsqueda de un compañero eterno y el matrimonio en el templo. Os contaré cuatro relatos verídicos que ilustran estos descubrimientos y decisiones claves.
Creed en vuestra capacidad divina
¿Cómo podéis descubrir vuestra capacidad? El alcance de la mente humana es ilimitado. Vosotros sois hijos e hijas de Dios, y todos fuimos creados a semejanza del Padre.
Un joven, al que llamaré Juan, cursaba el primer año de escuela secundaria; era un poco más alto que los demás y se destacaba en baloncesto y atletismo. Sin embargo, con el transcurso del año, el entrenador del equipo de baloncesto comenzó a decirle: “Juan, quédate sentado. No sirves para deportes. Eres muy torpe”. En una oportunidad en que estaban jugando un partido le dijo: “No, no te necesitamos. ¡Quédate aquí! No corres lo suficientemente rápido, ni puedes tirar la pelota. No eres ágil”. Este tipo de comentarios se repitieron durante varios meses. Finalmente, Juan comenzó a creer lo que el entrenador le decía, y dejó de jugar al baloncesto, tanto en la Iglesia como en la escuela. También dejó de correr. Durante los años restantes en que cursó la secundaria evitó participar en cualquier deporte. Cuando comenzó a ir a la universidad, se requería hacer algo de atletismo, pero él participó lo menos posible.
A los diecinueve años fue en una misión a un país extranjero. Allí se dio cuenta de que a veces los autobuses no paraban completamente para que la gente subiera o bajara, de modo que los misioneros tenían que aprender a hacerlo corriendo.
Una tarde Juan y su compañero estaban a dos cuadras de distancia de la parada del ómnibus cuando vieron que éste se acercaba. Uno de ellos le dijo al otro: “Eider, corra o llegaremos tarde a nuestra próxima charla”. Para sorpresa de Juan, él alcanzó el autobús antes que su compañero. Esa misma tarde buscó la manera, en forma premeditada, de que tuvieran que correr varias veces a fin de tomar el ómnibus, y todas las veces llegó primero.
Juan no salía de su asombro; era casi increíble, porque sabía que su compañero había recibido varios premios por ser el mejor corredor del lugar donde vivía. Juan no lo podía creer. ¿Era posible? Volvieron a hacer carreras y ganó otra vez.
De pronto llegó a la triste conclusión de que había desperdiciado su habilidad atlética. Podría haber sobresalido en ella si no se hubiera dejado llevar por la opinión que otros tenían de él. Esto lo hizo pensar seriamente en otras actitudes negativas que tenía acerca de sí mismo. Quizás esas también estuvieran equivocadas.
Tal vez vosotros os encontréis en ese mismo proceso. ¿Os ha convencido alguien de que no tenéis talento para la música o las matemáticas, o que siempre vais a ser obesos? Revaluad vuestras actitudes; todos tenemos grandes dones, pero muchos de nosotros nos auto limitamos severamente con actitudes negativas acerca de nuestra capacidad.
El Señor dijo: “Porque cuál es su pensamiento en su corazón, tal es él” (Proverbios 23:7). Y nuevamente: “Si puedes creer, al que cree todo le es posible” (Marcos 9:23). No podéis elevaros más de lo que creáis y penséis acerca de vosotros mismos.
Confiad en que el Señor os ayudará a dar libertad a los dones que apenas comenzáis a reconocer y utilizar. Reprimido dentro de cada uno de nosotros existe un verdadero genio. ¡No permitáis que nadie os convenza de lo contrario!
Recordaréis que Juan se descubrió a sí mismo mientras estaba en el campo misional. ¿Acaso no nos enseñó el Señor que el que quiera salvar su vida, la perderá, y que todo el que la pierda en el servicio de los demás la hallará? (Véase Mateo 16:25.) ¡Descubríos a vosotros mismos! Si aún no lo habéis hecho, id en una misión, porque conforme busquéis servir al Señor, os encontraréis también a vosotros mismos.
“Y ahora te doy este llamamiento y mandamiento concerniente a todos los hombres. . . serán ordenados y enviados a predicar el evangelio sempiterno entre las naciones, para promulgar el arrepentimiento.” (D. y C. 36:4—6.)
Confiad en los susurros del Espíritu
Permitidme contaros la experiencia que vivió otro joven, al que llamaré Pedro. A los dieciocho años cursaba el primer año en la universidad. Como tenía una beca, se preocupaba mucho por sacar buenas calificaciones, de modo que se inscribió para tomar la clase de oratoria que pensó sería fácil.
Un día la profesora dijo: “Jóvenes, en los últimos veinticinco años que he enseñado, sólo he dado cinco sobresalientes, la nota más alta”. A Pedro se le cayó el alma a los pies; trató de cambiar de clase, pero ya era demasiado tarde. Con el transcurso de los meses obtuvo diferentes buenas calificaciones pero nunca una Sobresaliente, razón por la que se sentía muy desilusionado.
Entonces llegó el momento de dar el último discurso del semestre, lo cual determinaría el cincuenta por ciento de la nota final. La profesora les asignó hablar durante veinticinco minutos, defendiendo un tema de controversia. Después de cada presentación, a los miembros de la clase se les permitiría hacer comentarios en voz alta para expresar sus opiniones, y luego cada uno de ellos debía presentar una crítica por escrito.
Se acercaba el día en que Pedro daría la presentación, y no sabía exactamente el tema que iba a tratar. Oró al respecto, y sintió una viva impresión: “Si estás buscando un tema de controversia, elige el Libro de Mormón”.
Pedro tenía temor, ya que sabía que era el único miembro de la Iglesia en la clase. Por otra parte, la profesora era muy activa en una iglesia protestante y durante el semestre había leído pasajes de la Biblia y puesto muy en claro que ella la consideraba la única revelación de Dios a los hombres.
El día de la presentación, cuando anunció el tema de su disertación, se hizo un gran silencio en la clase. Con el deseo de no ofender a nadie, especialmente a la profesora, comenzó a hablar del Libro de Mormón desde un punto de vista histórico y académico. Entonces, a mediados del discurso, sintió la influencia del Espíritu y pensó: “No puedo hablarles solamente acerca del aspecto histórico del libro; no me importa lo que piensen de mí ni la calificación que me dé la profesora. El Libro de Mormón es verdadero y todos ellos deben saberlo”.
Entonces comenzó a enseñar tal como había aprendido a hacerlo con los investigadores cuando era misionero de estaca; expresó su testimonio varias veces y hasta finalizó en el nombre de Jesucristo.
Estaba pronto para recibir el ataque de sus compañeros de clase, pero para su sorpresa, nadie dijo nada. La profesora los motivó a que analizaran la presentación y dieran su opinión, pero no lo hicieron. Nadie dijo una palabra. Finalmente, frustrada, la profesora dijo: “Te puedes sentar, Pedro”.
Los comentarios por escrito de los demás alumnos fueron todos positivos. Unos cuatro o cinco escribieron: “Casi me has convencido de que lo que dijiste es verdad”. Uno de ellos, el que había criticado más severamente a los otros estudiantes, escribió: “Me gustaría mucho saber más acerca de tu iglesia”. Pedro sacó la calificación más alta y estaba radiante de felicidad. Pero aun si lo hubieran reprobado, habría sido bendecido por prestar atención a los susurros del Espíritu. El Señor ha mandado que todos seamos “testigos de Dios a todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que estuvieseis” (Mosíah 18:9). En verdad.
El bendice a aquellos que, con fe, dicen: “No me avergüenzo del evangelio” (Romanos 1:16).
Si aún no lo hacéis, algún día haréis frente al mundo, tal como lo hizo este joven. ¿Cuán firme será vuestra fe? Os será mucho más fácil tomar decisiones, especialmente las más importantes — matrimonio, misión, estudios, carrera—, si oráis con fe, confiando sinceramente en el Señor, y luego seguís los susurros del Espíritu.
Guardad los mandamientos
Debemos aseguramos de que las decisiones que tomemos estén en armonía con los mandamientos. La obediencia requiere tener confianza en la sabiduría del Señor y su amor por nosotros. El relato de otro joven, al que llamaré Tomás, ilustra este concepto.
Cuando Tomás tenía once años, consiguió un trabajo de repartir periódicos a domicilio. Le iba tan bien económicamente que cuando cumplió los dieciséis años aún continuaba haciendo lo mismo. Un día el gerente, que era un miembro inactivo de la Iglesia, le dijo: “Has sido tan leal y has vendido tantas subscripciones que te voy a nombrar ayudante del gerente de circulación del periódico. Esto significa que supervisarás a los otros jóvenes que hacen los repartos y les enseñarás a vender subscripciones. Después de salir de la escuela y de terminar tu ruta, podrás venir a la oficina a trabajar unas dos o tres horas para atender el teléfono, lo que te permitirá hacer tu tarea o estudiar. Considerándolo todo, será un buen trabajo para ti, y ganarás el triple”.
Tomás se quedó muy contento. Estaba ahorrando dinero para ir en una misión y éste era un trabajo ideal, precisamente en una época en que muchos jóvenes de su edad tenían muchas dificultades para conseguir uno.
Se repetía a sí mismo una y otra vez: “El Señor realmente bendice a los que cumplen los mandamientos”. Él siempre había pagado el diezmo, santificado el día de reposo y honrado el sacerdocio.
Después de un año y medio lleno de éxito, el gerente le dio otra oportunidad de progresar. “¿Sabes, Tomás?, dentro de una semana vamos a comenzar a repartir el periódico de los domingos. No sólo tendrás tu ruta para repartir por la mañana, sino que tendrás que quedarte en la oficina desde las siete de la mañana hasta las dos de la tarde. Además recibirás un aumento del 30 por ciento.”
Como él no demostró mucho entusiasmo con la noticia, el gerente agregó inmediatamente: “Sé que eres mormón y que estarás pensando en no aceptar esta responsabilidad extra para los domingos. Pero si la rechazas, también perderás tu ruta semanal. Cualquier otro joven haría cualquier cosa por ocupar tu lugar”.
Al pedalear su bicicleta hacia la casa, Tomás se sentía terriblemente desalentado. Oró una y otra vez: “¿Cómo es posible, Padre? He guardado los mandamientos; siempre he tratado de hacer lo correcto; he pagado el diezmo, estoy preparándome para ir a una misión, y ahora estoy a punto de perder el trabajo. ¿Debo aceptar este trabajo extra de los domingos o no?”
Le planteó el problema a su padre, quien sabiamente le respondió: “No sé la respuesta, pero sé de Alguien que la sabe”. Después habló con el obispo, quien le dijo más o menos lo mismo que su padre. Durante dos días enteros oró y luchó para llegar a una decisión. Sabía que podría asistir a la reunión sacramental de otro barrio que la efectuaba por la tarde.
Cuando su jefe le preguntó lo que había decidido, Tomás le contestó:
—Me gusta mucho el trabajo, pero no puedo trabajar los domingos; eso no está bien.
—Estás despedido —dijo el gerente, enojado—. El sábado puedes recoger tu última paga. ¡Eres un desagradecido!
Durante los días siguientes el gerente casi ni le dirigió la palabra. Cuando Tomás se preguntaba si la decisión que había tomado era la correcta, la respuesta parecía ser la misma: “Quizás haya algunas personas que tengan que trabajar los domingos, pero tú no; y no debes hacerlo”.
Al ir a recoger su último cheque, vio que el gerente estaba esperándolo.
—Tomás, perdóname —le dijo—. Estaba equivocado; no debí haber tratado de forzarte a ir en contra de tus creencias. He encontrado a otro joven que pertenece a otra religión que está dispuesto a hacer el trabajo extra de los domingos. Tú puedes continuar con tu trabajo regular. ¿Aceptas?
Con gran agradecimiento en su corazón, él le contestó:
—Por supuesto.
Entonces el gerente agregó:
—De ahora en adelante recibirás el 30 por ciento de aumento que te iba a pagar por el trabajo extra de los domingos.
El sentimiento que Tomás llevaba en su corazón al volver a la casa era indescriptible. “Vale la pena cumplir los mandamientos del Señor”, se dijo a sí mismo. Por supuesto que también habría valido la pena aun cuando no hubiera recibido el aumento. Un año después, cuando dio su discurso de despedida antes de salir como misionero, se sintió muy feliz de ver que el gerente estaba entre la congregación. Pero su gozo fue aún mayor cuando hace unos meses se enteró de que, después de veintiséis años de inactividad, el gerente es ahora el líder del grupo de sumos sacerdotes de su barrio.
Las decisiones con respecto al trabajo, la misión, el matrimonio y la carrera no son nada fáciles, pero si dependéis del Señor y cumplís sus mandamientos, podréis estar seguros de que “todas las cosas obrarán juntamente para vuestro bien” (D. y C. 90:24).
Tened cuidado de no poner nunca en peligro vuestros principios; confiad siempre en el Señor.
Tened fe en medio de la oposición
Permitidme daros un último ejemplo de otro joven al que llamaremos Raúl. Este enfermó gravemente mientras estaba en la misión en un país lejano. Tenía problemas digestivos tan serios que el presidente de la misión estaba considerando la posibilidad de enviarlo a la casa.
Un día, mientras iba caminando con su compañero, le dio un dolor tan fuerte en un pie que ni siquiera pudo caminar hasta la casa donde iban a dar una charla a unos investigadores.
El médico diagnosticó que tenía artritis causada por la humedad, y le mandó que hiciera reposo por unos días.
Aunque siguió las instrucciones del doctor y recibió una bendición del sacerdocio, su salud continuaba igual. Raúl era líder de distrito en la misión, y los misioneros del distrito que trabajaban con él habían comenzado a bautizar en una ciudad en donde hacía tiempo que no había bautismos. Le era difícil comprender cómo el Señor podía permitirle desperdiciar un tiempo tan valioso cuando su distrito había empezado a tener éxito.
Pasó una semana, dos, tres, un mes, y Raúl no mejoraba. Finalmente lo llevaron al hospital de la capital, donde podría recibir mejor asistencia médica. Una radiografía reveló que un hueso del pie se había fracturado y se había unido en una posición incorrecta. Le hicieron varios tratamientos con electricidad que, supuestamente, iban a ayudar a que el hueso soldara debidamente, pero no dieron resultado. La fractura del pie y sus otros problemas de salud lo tenían un tanto desalentado y, otra vez, se consideró la posibilidad de enviarlo a la casa.
Una mañana, después de casi tres meses, al levantarse de la cama se dio cuenta de que el pie no le dolía más. Apoyó en él con cuidado todo el peso de su cuerpo, luego pateó el piso con fuerza, y hasta corrió un kilómetro con su compañero; estaba totalmente curado. Con gran regocijo volvió inmediatamente a continuar su trabajo en la obra misional.
Pasaron dos semanas y recibió una carta de sus padres que empezaba: “Querido hijo”, y luego seguía un párrafo o dos en los que lo regañaban por no haberles hecho saber acerca de sus problemas de salud. Se habían enterado por medio de otro misionero, uno de sus amigos, que les había escrito. Con mucho amor le decían: “Toda la familia ha comenzado a orar constantemente y a ayunar por ti. También pusimos tu nombre en el templo y esperamos que esto te ayude”.
Mientras leía la carta con lágrimas de emoción y hojeaba su diario personal, descubrió que el día que se había levantado completamente sanado era el mismo en que sus padres le habían escrito la carta; el mismo día en que toda la familia había comenzado a orar y a poner en práctica su fe en beneficio del hijo y hermano que estaba tan lejos de ellos.
¿Cómo podía suceder una cosa así a unos once mil kilómetros de distancia? Quizás nadie lo sepa, pero el poder de la fe es algo que no se puede negar. Frente a toda oposición, confiad en el Señor; aun cuando ésta persista hasta el punto que no se pueda resistir, continuad confiando en Dios.
La vida es una lucha continua, pero el Señor cumple sus promesas. Todos vosotros os enfrentáis con problemas y decisiones importantes, pero todos se pueden resolver si confiáis en el Señor.
Él es la respuesta a todas las cosas; Él es quien os revelará vuestra capacidad y os hará saber quiénes sois y lo que debéis hacer.
Para terminar, me gustaría hacer unas cuantas sugerencias que os ayudarán a manteneros cerca del Señor y a confiar en El:
- Orad a Dios continuamente durante el día, pidiéndole guía y revelación. (Véase 2 Nefi 9:52.)
- Leed las Escrituras diariamente, aunque sea sólo unos minutos. Ellas os darán la dirección que necesitáis en este mundo y os enseñarán acerca del venidero.
- Ejercitad vuestra fe y dad prioridad a las cosas espirituales, y todas las demás os serán agregadas a su debido tiempo.
- Procurad hacer Su voluntad y no la vuestra, humillándoos y arrepintiéndoos o cambiando vuestra vida, según sea necesario.
- Amad a vuestro prójimo; servidle. Apacentad las ovejas del Señor.
- Guardad los mandamientos con exactitud.
Recordad que al final el Señor prosperará a todos los que guarden sus mandamientos. Él dijo: “Y si los hijos de los hombres guardan los mandamientos de Dios, él los alimenta y los fortifica, y provee los medios por los cuales pueden cumplir lo que les ha mandado” (1 Nefi 17:3; cursiva agregada).
Os testifico que si cumplís con los mandamientos, Él os alimentará, os fortificará y os proveerá los medios para que logréis todo lo necesario para completar fielmente vuestra misión divina aquí en la tierra. Que el Señor os bendiga en las decisiones que debéis tomar en esta etapa tan importante de vuestra vida. □

























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