La libertad y la responsabilidad

La libertad y la responsabilidad

por Truman G. Madsen
(Tomado de the Instructor)
Liahona Noviembre 1965

Todo intento de desentrañar la naturaleza hu­mana conduce al tema de la libertad. ¿En qué sentido es libre el hombre, si acaso lo es?

Paradójicamente, ésta es una pregunta que no podemos ignorar. La vivimos diariamente. El im­pacto de la vida en nosotros, o si lo preferimos, nues­tro impacto en la vida, nos empuja a preguntarnos: ¿Qué cosas están bajo mi control, y cuáles no lo están? ¿Tenía yo que existir? ¿Era necesario que sucediera lo que sucede? Bajo las mismas circuns­tancias, ¿podría yo haber sido diferente?

Preguntamos: ¿Puede el hombre cambiar el cur­so de los acontecimientos? Los deterministas con­testan “No”, y los indeterministras “Sí”. El tema ha cobrado actualidad por los recientes estudios e investigaciones de las tres teorías existentes:

  1. La opinión del determinismo.

Algunas formas de psicología y psicoanálisis des­tacan el inmenso dominio del subsconciente del hombre, el que a su vez se alimenta de estímulos detectables. Estos últimos aparentemente están re­lacionados con causas anteriores. A una persona hipnotizada, por ejemplo, se le puede decir que al despertar se despoje de la camisa y se pare de cabeza, pero que deberá olvidar lo que se le dijo. La persona hará tal como se le dijo, y al mismo tiempo inven­tará la más ingeniosa, pero evidentemente falsa “razón” para justificar su comportamiento. Pregun­ta: ¿No será que nuestra conducta está controlada y lo que llamamos “libertad” no será más que nuestra ignorancia de las causas ocultas?

  1. La opinión del indeterminismo

El llamado principio de Heisenberg, relacionado con la física, afirma que las partículas inanimadas, al nivel sub-atómico se comportan de manera incier­ta, Ni su posición ni su velocidad pueden ser predichas con seguridad. La explicación por tanto, debe ser estadística. Del mismo modo, podemos predecir aproximadamente la cantidad, pero no la identidad, de las personas que perecerán o resultarán heridas durante las próximas vacaciones de Semana Santa. La lógica de su punto, al menos para Eddington y Born, es que al estar indeterminadas, las partículas están “libres”. Pregunta: ¿Si las partículas inani- mades se comportan “libremente”, por qué rechazar la idea de que el hombre también lo hace?

  1. Surge entonces el análisis de la existencia

Quienes han escrito respecto de la conciencia del hombre, desde Nietzsche hasta Sartre, y de Berdyaev a Heidegger, declaran que la libertad es un hecho incontrovertible en las profundidades de la conciencia. Descubren un infierno de culpa en el pasado—lo que podría haber hecho; y otro infierno de ansiedad, (no simplemente de suspenso) en cuan­to al futuro—lo que podré ser. En forma dramática demuestran que nadie, ni siquiera el más obstinado determinista, puede librarse de una desagradable sensación de libertad personal. Si de veras pudiéra­mos creer cabalmente que lo que somos y hacemos es inevitable, no nos sentiríamos culpables, en vista de que tampoco podríamos sentirnos verderamente responsables. Pregunta: ¿Por qué entonces no admi­tir en la superficie lo que todos encontramos en las profundidades?

En el principio

Hay una suposición que tanto en las delibera­ciones clásicas como en las contemporáneas es indis­cutible. Tanto los deterministas como los indetermi­nistas, suponen que el hombre tuvo un comienzo con el cual éste no tuvo nada que ver. Hay diferentes versiones—la causa primera, la naturaleza, la casua­lidad, Dios. Pero en todos los casos, se admite que la conciencia y la libertad, sean lo que sean, surgieron con esta creación o después de ella.

Las revelaciones modernas, no sólo contradicen estas ideas sino que las rebaten terminantemente. Decir que “El hombre fue también en el principio con Dios”, y que “Toda inteligencia queda en liber­tad de obrar por sí misma en aquella esfera en la que Dios la colocó . . .” (Doc. y Con. 93:29-30), equivale a decir que el hombre no ha tenido prin­cipio. Su increada inteligencia es activa y se mueve por sí misma. El proceso de generación y combina­ción de elementos que resulta en espíritus y cuerpos físicos, es posterior y no anterior a su existencia independiente. En este sentido el hombre es una causa eterna a través de todos sus estados y todas las secuencias de su existencia.

El destino del hombre

Pero esta doctrina de libertad también es una doctrina de destino. La naturaleza del hombre in­cluye no sólo la innata posibilidad de una inteli­gencia suprema, sino también la naturaleza embrio­naria de su Padre Eterno. En el proceso de su de­senvolvimiento, ha hecho decisiones que son irrevo­cables y eternas en alcance. Estas decisiones, mas el ambiente eterno, son las que preparan al hombre. No puede escapar de los resultados.

Tratar de aclarar las extensas implicaciones filo­sóficas que este punto de vista acarrea y los muchos enigmas que de él se derivan, es una tarea imposible de realizar aquí. En cambio, quisiera examinar cui­dadosamente algunas de nuestras reflexiones diarias en cuanto a la libertad, porque al aceptar como cier­tas estas reflexiones, tendríamos que revisar muchas de nuestras teorías.

¿Qué es la libertad?

Generalmente difinimos y defendemos la libertad como el anhelo de respirar libremente, de vernos libres de la opresión de los padres, policías fanfarro­nes y de los grillos de las reglamentaciones. Por estar a la defensiva, a veces rehusamos hacer algo que ya habíamos decidido, simplemente porque al­guien nos dice que “debemos” hacerlo. (Tenemos la ligera sospecha de que tal actitud en lugar de defender nuestra libertad, no hace sino manifestar hasta qué grado nos tiene esclavizados nuestro or- gulo.) Muchos han muerto por alguna de las “cua­tro libertades” (de prensa, de palabra, de religión y de asociación), o por el “derecho de. . .” tal o cual cosa. Pero más preciosa es la “libertad pa­ra. . .» la libertad para transformar los problemas externos en beneficios internos, para desarrollarnos al nivel de nuestras posibilidades, para hacer surgir nuestro verdadero yo. Esta libertad puede florecer o marchitarse independientemente de los “derechos inalienables”. Esta clase de libertad es la que no se pudo negar a José Smith, aun estando en el oscuro calabozo de la Cárcel de Cartage.

La libertad y la ley

Parecería que la libertad estuviese en oposición a la ley cuando decimos: “Debería haber una ley que prohíba esto o aquello,” o cuando nos lamen­tamos de “la mano fuerte” de la ley.

Pero a pesar de todo lo que digamos en cuanto a las leyes de los hombres, en el plan eterno, la ley garantiza la libertad. La continuidad de nuestra existencia y las condiciones de vida, dan a la liber­tad su eterno poder. Si cuando echamos al aire una moneda, puede caer indistintamente de uno u otro lado, si cualquier cosa puede suceder después de la acción, entonces la libertad de ambos, hombre y moneda, no tiene objeto. El poder de acción del hombre, debido al gran poder de Dios, puede trans­formar las condiciones y los hechos en algo benéfico. Cuando tratamos de hacer “nuestras propias leyes”, no estamos sujetando la ley, sino convirtiéndonos en sus esclavos y obligándonos a quedar sin lograr nues­tras aspiraciones. No nos regocijamos diciendo que estamos cometiendo un crimen impunemente, cuan­do lo que estamos matando son nuestras propias posibilidades.

La libertad y la responsabilidad son hermanos

Hablamos como si la libertad fuera incompatible con la presciencia, como cuando decimos que ciertos actos espontáneos son “simplemente un impulso” o “nada más porque sí”. ¿No es aparente que el total ejercicio de la libertad requiere presciencia, conoci­miento de nuestras posibilidades y limitaciones? Sin esto, seríamos como topos en un laberinto, buscando inútilmente la manera de sobrevivir, ¿para qué? La desilusión de nuestro tiempo es un gran parte el re­sultado de habernos apartado del camino, y al final del mismo sólo nos espera el terrible suspenso de lo desconocido. Por esta causa desfallece el corazón del hombre. De aquí surgen una docena de teorías fata­listas, porque parece más soportable creer que el futuro está determinado, en vez de creer que depende solamente de nosotros. Por esta causa las religiones que sólo predican la gracia y las psicologías que sólo hablan de “ajustes”, perpetúan la cautividad. Nos alientan a aceptar las enfermedades del alma con la convicción de no podemos hacer nada para re­mediarlas.

Por lo general relatamos una serie de disculpas, excusándonos de manera tal que no logramos separar las ovejas de los cabritos. Cualquiera que lo desee, puede culpar a otros, y éstos a su vez culparán a otros con la mayor frescura. Hasta el mismo diablo encuentra justificación para su culpa. La lógica, o mejor dicho la psicología de este punto de vista sería la siguiente: En vista de que el diablo da muestras de ser un sádico cumpulsivo, no debemos juzgarlo ni debería ser castigado, porque sin duda alguna ¡sus padres fueron unos delincuentes!

La verdad es que si seguimos las huellas de nues­tras acciones, nos conducirán al punto de partida, o sea a nosotros mismos. El carácter extremista se justifica diciendo: “No puedo evitarlo”, pero siem­pre se podrá contestar verdaderamente: “Sí pudiste haberlo evitado.”

Estamos en libertad de cambiar

Por otra parte, a veces hablamos como si la liber­tad fuese constante, siempre a disposición nuestra. “Podría hacerlo (o dejar de hacerlo) si quisiera.” Cuando surge el elogio, se acostumbra decir que se logró por “esfuerzo propio”. Como si, por ejemplo, si así se nos antojara, pudiéramos vivir sin respirar o respirar sin aire.

En realidad, el poder de la libertad que más ate­moriza, es que disfrutan de ella aun aquellos que la restringen. Una bellota puede transformarse en un roble o en algo menor que un roble, pero no en algo diferente. Lo mismo sucede con nosotros. En la bellota existen los elementos indispensables para su desarrollo. También en nosotros, pero a diferencia de la bellota, tenemos iniciativa, la cual podemos encauzar por mal camino. En este aspecto, la tarea de Cristo es traspasar los límites de nuestra libertad en decadencia y reajustar nuestros comienzos. El es el único que puede ayudarnos a comenzar de nuevo. Pero al mismo tiempo, no podrá hacer nada si no le damos la oportunidad. Debemos buscar su poder y aplicarlo en la medida de control que aún nos quede. “El espíritu nunca es demasiado viejo para allegarse a Dios.” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 230.)

La libertad implica un cometido

Generalmente hablamos de la libertad como si ésta consistiera en una gran variedad de opciones y como si una decisión final limitara nuestra inicia­tiva. ¿Acaso la libertad aumenta cuando se crea un nuevo sabor de helado?

Realmente cuando nos elevamos por encima de decisiones triviales y nos preguntamos seriamente: “¿Qué es lo que yo quiero?”, nos libramos del yugo de una forma de vida voluble y sin perspectiva. El aspecto más maravilloso de nuestra libertad es que podemos hacer decisiones de largo alcance, convenios eternos. Una vez hechas, una vez “renovadas y con­firmadas”, nos liberan del tormento continuo de tener que decidir una y otra vez. Las decisiones se reflejan en todo el universo. Y aún las formas de vida más simples, sus distracciones y reveses, toman distinto color como instrumentos de una gran meta.

¿Cómo puede ser—nos preguntamos—que el Pa­dre y el Hijo “no puedan” romper sus convenios eternos? ¿Es que no son “libres”? Todo lo contra­rio, porque han pactado conceder completa libertad a todos, para beneficio del género humano. Posponer una decisión no exige esfuerzo, pero para tomar una decisión se requiere el uso inteligente de todos los talentos del individuo. A semejanza de la libertad divina, el libre albedrío del hombre es el cometido más audaz, más poderoso, más amplio y emocionante que podamos imaginar.

Debemos enfrentarlo inteligentemente. Al salir de las eternidades elegimos y fuimos elegidos para ser hijos de Dios, y solamente rechazando tan glo­rioso destino, podemos vernos libres de las decisiones que implica. Si tal hacemos, nuestra libertad se incrementará en la esfera que llamamos la Vida Eterna.

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