El símbolo de Cristo
por el presidente Gordon B. Hinckley
Primer Consejero de la Primera Presidencia
Liahona Marzo 1989
Cuando se finaliza la construcción o la renovación de un templo, se acostumbra abrirlo al público unos días antes de la dedicación, y se invita a todos los presentes a una gira por el hermoso interior del edificio.
Recuerdo una de esas ocasiones, a la que asistieron casi un cuarto de millón de personas. Durante el primer día, entre los visitantes había cientos de clérigos pertenecientes a otras religiones que eran invitados de honor. Tuve entonces el privilegio de dirigirles la palabra y contestar las preguntas que pudieran tener, y, por supuesto, muchas fueron las preguntas formuladas. Entre ellas se encontraba la de un ministro protestante, quien dijo: “He visitado todo este edificio, un templo que lleva en su fachada el nombre de Jesucristo, sin haber podido encontrar ninguna representación de la cruz, que es el símbolo del cristianismo. ¿Por qué es así?”
A esto respondí: “No quisiera ofender a ninguno de mis hermanos cristianos pero, para nosotros, la cruz es el símbolo del Cristo muerto, mientras que nuestro mensaje es una declaración del Cristo viviente”.
Mi interlocutor volvió a preguntar: “Si ustedes no utilizan la cruz, ¿cuál es entonces el símbolo de su religión?”
Contesté que la vida de nuestros miembros debe en realidad llegar a ser la única expresión significativa de nuestra fe y, por lo tanto, el símbolo de nuestra adoración.
El nombre oficial de la Iglesia es La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días; nosotros adoramos a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador; la Biblia es nuestra Escritura; creemos que los profetas del Antiguo Testamento que predijeron la venida del Mesías hablaron bajo inspiración divina; nos gloriamos en los relatos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, que presentan los acontecimientos del nacimiento, ministerio, muerte y resurrección del Hijo de Dios, el Unigénito del Padre en la carne y, al igual que el antiguo apóstol Pablo, nosotros no nos avergonzamos “del evangelio [de Cristo], porque es poder de Dios para salvación” (Romanos 1:16). Del mismo modo, al igual que Pedro, afirmamos que Jesús es el Cristo, el único nombre “bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).
El Libro de Mormón, al cual consideramos como el Testamento del Nuevo Mundo, que presenta las enseñanzas de los profetas que vivieron antiguamente en este hemisferio occidental, testifica de Aquel que nació en Belén de Judea y murió en el Monte del Calvario, y constituye otro poderoso testigo de la divinidad del Señor a un mundo de fe tambaleante. Su prefacio, escrito por un profeta que vivió en las Américas hace mil quinientos años, declara categóricamente que el libro se escribió para “. . .convencer al judío y al gentil de que JESUS es el CRISTO, el ETERNO DIOS, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones”.
En nuestro libro de revelaciones modernas, Doctrina y Convenios, el Señor declara en las siguientes persuasivas palabras: “Soy Alfa y Omega, Cristo el Señor; sí, yo soy él, aun el principio y el fin, el Redentor del mundo” (D. y C. 19:1).
A la luz de estas declaraciones y en vista de tal testimonio, bien pueden muchos preguntar, como lo hizo aquel ministro protestante: “Si ustedes profesan creer en Jesucristo, ¿por qué no utilizan el símbolo de su muerte, la cruz del Calvario?”
A esto debo contestar, primero, que ningún miembro de la Iglesia debe olvidar jamás el terrible precio pagado por nuestro Redentor, quien dio su vida para que el género humano pudiera vivir: la agonía de Getsemaní, las amargas burlas de su juicio, la maligna corona de espinas que desgarró su carne, el grito de sangre del populacho delante de Pilato, el solitario sufrimiento de la torturante caminata a lo largo del camino del Calvario, el espantoso dolor cuando los grandes clavos le perforaron las manos y los pies, la febril tortura de su cuerpo al encontrarse colgado ese trágico día, el Hijo de Dios, exclamando: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
Esto es la cruz, el instrumento de su tortura, el terrible aparato diseñado para destruir al Hombre de Paz, la maligna recompensa por sus milagrosas horas de curas de enfermos y ciegos, de resurrección de muertos. Eso es la cruz sobre la que colgó y murió en la solitaria cumbre del Gólgota.
No podemos olvidarlo. No debemos olvidarlo jamás, ya que fue allí donde nuestro Salvador y Redentor, el Hijo de Dios, se brindó a sí mismo en un sacrificio vicario por cada uno de nosotros. La lobreguez de esa oscura tarde que precedió al sábado judío, cuando su inerte cuerpo fue bajado y apresuradamente depositado en una tumba prestada, drenó las esperanzas aun de sus más ardientes y conocedores discípulos. Estos permanecieron desolados, sin comprender lo que El les había enseñado antes. Muerto se encontraba el Mesías en quien ellos habían creído; el Maestro, en quien habían puesto todo su anhelo, su fe, su esperanza, se había ido; el que había hablado de vida eterna y había resucitado de la muerte a Lázaro había muerto del mismo modo que todos los hombres que existieron antes que El. Así había llegado al fin de su pesarosa y breve vida, una vida que había sido tal como Isaías lo predijera muchos siglos antes. El señor, escribió el profeta, sería “ . . . despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebrantos . . .
“Herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él … (Isaías 53:3, 5.)
Así se fue El.
Sólo podemos imaginarnos los sentimientos de aquellos que le habían amado, mientras meditaban sobre su muerte durante las largas horas que sucedieron al sábado judío, o sea, el sábado actual.
Esas horas fueron seguidas por el amanecer del primer día de la semana, el Sábado del Señor, tal como llegamos a conocerlo. A quienes se allegaron hasta la tumba sobrecargados de dolor, declaró el ángel que se encontraba a la puerta:
“¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?. No está aquí, sino que ha resucitado.” (Lucas 24:5-6; Mateo 28:6.)
He aquí el más grande de los milagros de la historia humana. Anteriormente les había dicho Jesús a sus discípulos: “Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11:25). Pero ellos no entendieron. Ahora comprendían. Había muerto en medio del sufrimiento y el dolor, en completa soledad. Al tercer día resucitó con poder, hermosura y vida; los primeros frutos de todos aquellos que durmieron, la seguridad dada al hombre de todos los tiempos de que “así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor. 15:22).
En el Calvario, había sido el Jesús agonizante. De la tumba emergió como el Cristo viviente. La tumba vacía pasa a ser el testimonio de su divinidad, la seguridad de la vida eterna, la respuesta a la hasta entonces nunca contestada pregunta de Job:
“Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?” (Job 14:14).
Habiendo muerto, El podría haber sido olvidado, o en el mejor de los casos, recordado como uno de los grandes maestros cuya vida se resume en unas pocas líneas en los libros de historia. Sin embargo, habiendo resucitado, llegó a ser el Señor de la Vida. Junto con Isaías, sus discípulos podían cantar con fe cierta:
“…y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz.” (Isaías 9:6.)
Cumplidas se vieron entonces las esperanzadas palabras de Job: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo.
“Y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí.” (Job 19:25-27.)
Bien exclamó María, cuando dijo: “¡Raboni!” (Juan 20:16), al ver por primera vez al Señor resucitado, ya que era en verdad Señor no sólo de la vida, sino también de la misma muerte. Desapareció así el aguijón de la muerte; triunfante fue la victoria del sepulcro.
El temeroso Pedro se transformó y aun el dubitativo Tomás declaró sobriamente con reverencia y realismo: “¡Señor mío y Dios mío!” (Juan 20:28);
“no seas incrédulo, sino creyente” (Juan 20:27) fueron las inolvidables palabras del Señor en aquella maravillosa oportunidad.
Después de eso se apareció a muchos tal como Pablo lo registra “ a más de 500 hermanos a la vez” (1 Cor. 15:6).
En el hemisferio occidental había otras ovejas de las cuales El había hablado anteriormente:
“Y aconteció que mientras así conversaban, unos con otros, oyeron una voz como si viniera del cielo … y les dijo:
“He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco, en quien he glorificado mi nombre: A él oíd.
“…y he aquí, vieron a un hombre que descendía del cielo; y estaba vestido con una túnica blanca; y descendió y se puso en medio de ellos. . .
“Y aconteció que extendió su mano, y habló al pueblo, diciendo:
“He aquí, yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo. . .
“Levantaos y venid a mí…” (3 Nefi 11:3, 6, 8-1°, 14.)
El Libro de Mormón continúa con un hermoso relato de las palabras y escenas del ministerio del Señor resucitado entre el pueblo de la antigua América.
Finalmente, existen testigos modernos, ya que el Señor vino de nuevo para abrir esta dispensación del profetizado cumplimiento de los tiempos.
En una gloriosa visión, El, el Señor resucitado y viviente, y su Padre, el Dios de los cielos, aparecieron a un joven Profeta para comenzar la restauración de las antiguas verdades. José Smith, el Profeta contemporáneo, declaró con sobrias palabras:
“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de El, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre.” (D. y C. 76:22-23.)
Por lo tanto, como nuestro Señor vive, nosotros no utilizamos el símbolo de su muerte como característico de nuestra fe. Pero ¿qué habremos de utilizar entonces? Ninguna señal o signo, ninguna obra de arte ni representación alguna es adecuada para expresar la gloria y la maravilla del Cristo viviente. El nos indicó cuál habría de ser el símbolo cuando dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15).
Por lo tanto, nuestra vida debe ser una significativa expresión que simbolice nuestra declaración del testimonio que tenemos del Cristo viviente. Es, mis hermanos, de tal sencillez y profundidad, y sería conveniente que jamás lo olvidáramos. □
La vida de nuestros miembros debe en realidad llegar a ser la única expresión significativa de nuestra fe y, por lo tanto, el símbolo de nuestra adoración.

























