Conforme a los Principios de Justicia

Conforme a los Principios de Justicia

por el presidente Gordon B. Hinckley
Primer Consejero de la Primera Presidencia

(Este discurso fue dado el 3 de mayo de 1992 durante la charla fogonera transmitida vía satélite en conmemoración del 163 aniversario de la restauración del sacerdocio)

No es muy fácil hablar ante una asamblea de esta naturaleza. Se estima que esta noche la congregación cuenta con casi medio millón de hombres jóvenes y adultos, cada uno de los cuales ha recibido el sacerdocio de Dios. Pedro se refirió a este grupo como “real sacerdocio” (véase 1 Pedro 2:9), y somos verdaderamente un real sacerdocio cuando vivimos conforme a las nobles y estrictas normas reveladas por el Señor Jesucristo para guía de quienes han de actuar en nombre de Dios, nuestro Padre Eterno.

Supongo que ninguno de nosotros puede en realidad comprender la magnitud del poder que descansa sobre este grupo extraordinario. En una ocasión, Wilford Woodruff relató una experiencia que tuvo en abril de 1834, cuatro años después de la organización de la Iglesia. Sucedió en Kirtland, Ohio. El Profeta José había concertado una reunión del sacerdocio. Todos los hermanos que poseían el sacerdocio se reunieron en una pequeña cabaña. Había allí sólo unos pocos sumo sacerdotes, ningún Apóstol o setenta, y apenas algunos élderes. El reducido número de hombres congregados en el estrecho recinto de aquella cabaña ha aumentado ahora hasta sumar casi un millón de poseedores del Sacerdocio Aarónico y 900.000 poseedores del Sacerdocio de Melquisedec.

Kirtland, donde vivía la mayoría de los santos, era una localidad pequeña. Hoy, 158 años más tarde, somos una enorme congregación esparcida por toda la tierra. Recientemente tuve la experiencia de reunirme con poseedores del sacerdocio en Madrid, España, luego en Roma, Italia, después en Ginebra, Suiza, y finalmente en Odense, Dinamarca. Odense es una localidad central a la que viajan los miembros de Copenhague y otras ciudades dinamarquesas. En cada una de estas áreas se habla un idioma diferente. Los hermanos de cada uno de estos cuatro lugares honran una bandera diferente y son ciudadanos de distintas naciones. Pero todos tienen una gran cosa en común: todos están unidos por los lazos fraternales del Evangelio de Jesucristo. Cada uno de ellos recibió sobre su cabeza la imposición de manos y obtuvo la autoridad divina.

Se me ha informado que la Iglesia tiene ahora miembros en 138 distintos países. Imaginémoslo: En cada lugar donde se ha establecido la obra del Señor, ha sido necesario instituir la base del sacerdocio sobre la cual edificarla. En algunos lugares se comenzó con el padre de una familia que a su lado congregó a su esposa y a sus hijos para observar el día del Señor. Y de esas pequeñas reuniones se han originado congregaciones que, con el tiempo, llegaron a formar los barrios y las estacas de Sión.

La primera vez que fui a Roma no había, que yo supiera, ningún otro Santo de los Últimos Días en toda Italia. Ahora hay allí muchos hombres de gran valor y habilidad, hombres de fe que aman al Señor y estacas que en ese país están progresando a pasos agigantados.

Cuando en 1961 se inauguró la obra en las Islas Filipinas, nuestra pequeña reunión contaba con un solo miembro local. Hoy existen en esa nación 263.000 miembros en cuarenta y cuatro estacas organizadas, muchos centros de reuniones y un hermoso templo. Todo es cuestión de encontrar y enseñar a hombres que estén dispuestos a responder a la influencia del Espíritu Santo. Algunos aceptan el bautismo y permanecen fieles, desarrollándose en el conocimiento y el entendimiento, y en pocos años llegan a ser obispos y presidentes de estaca, presidentes de misión, patriarcas y presidentes de templo. Es el milagro maravilloso de esta obra.

Por supuesto, las mujeres fieles han sido una parte esencial en todo esto, han realizado una obra magnífica y han hecho notables contribuciones. Pero con todo eso, ha sido necesario encontrar a hombres a quienes enseñar, bautizar, fortalecer, adiestrar y habilitar para que desempeñen funciones de liderazgo.

En la revelación que conocemos como la sección 1 de Doctrina y Convenios, el Señor declara que uno de los propósitos de la restauración del evangelio es para “que todo hombre pueda hablar en el nombre de Dios el Señor, el Salvador del mundo” (D. y C. 1:20).

En esa revelación el Señor se refiere al sacerdocio, Su sacerdocio. Este es el propósito de nuestra obra, que todo hombre pueda hablar en Su nombre.

Lo triste y lamentable es que no todos los que han sido ordenados al sacerdocio han sido fieles a la autoridad que se les ha conferido, sino que continúan teniendo sólo en nombre un oficio en dicho sacerdocio. Por razones de indiferencia o transgresión han perdido el poder para obrar en dicho oficio. Todos y cada uno de nosotros debiera reconocer que ello puede sucederle a cualquiera, a menos que estemos constantemente alertas y vivamos la vida en armonía con los principios del evangelio.

Yo pienso en Oliver Cowdery. He aquí a un hombre que abandonó la carrera de maestro para poder ayudar al profeta José Smith en la traducción del Libro de Mormón. Mientras se hallaban embarcados en tal servicio, comenzaron a pensar en la cuestión del bautismo y como respuesta a sus oraciones se les confirió el Sacerdocio Aarónico bajo las manos de Juan el Bautista.

Fue el mismo Oliver Cowdery quien, juntamente con el profeta José Smith, recibió la imposición de manos de Pedro, Santiago y Juan, los Apóstoles que como seres mortales habían recibido el sacerdocio de manos del Señor mismo. Oliver Cowdery fue también un testigo de las planchas de las cuales se tradujo el Libro de Mormón. Fue el segundo élder de la Iglesia. Asimismo, fue uno de los tres hombres a quienes el Profeta encomendó que escogieran a los primeros Doce Apóstoles de esta dispensación. Y él les dio instrucciones con palabras que aún hoy vibran con gran poder.

Sin embargo, Oliver Cowdery permitió que unas pocas cosas frívolas lo ofuscaran. Comenzó a sentirse contrariado y disgustado, y terminó criticando a José Smith. Cegado por el espíritu de la apostasía, abandonó la Iglesia.

Tiempo después, el hermano Cowdery volvió al redil pidiendo que se le aceptara simplemente como un miembro más. Wilford Woodruff declaró:

“Yo he visto a Oliver Cowdery en la época cuando la tierra misma parecía temblar ante su sola presencia. Nunca escuché a un hombre dar su testimonio con tanta fuerza como el bajo la influencia del Espíritu. Pero al instante en que dejó el Reino de Dios, cayó su poder como un rayo del cielo. Se vio esquilado de su poder como Sansón en la falda de Dalila (véase Jueces 16:19). Perdió el poder y el testimonio que había disfrutado y nunca los recobró en su totalidad mientras vivió en la carne, aunque cuando murió, era otra vez miembro de la iglesia” (Stanley R. Gunn, Oliver Cowdery – Second Élder and Scribe, Salt Lake City: Bookcraft, 1962, pág. 73).

Thomas B. Marsh era Presidente del Primer Quórum de los Doce. El Señor habló con él en revelación. Era un hombre de gran poder y habilidad. Cierta vez tomó parte en una discusión suscitada entre su esposa y una hermana de apellido Harris, con respecto a un poco de crema. En breve, se enemistó con sus hermanos del Quórum y terminó dejando la Iglesia. Este hombre, que había sido tan poderoso como Apóstol y Presidente del Quórum de los Doce, vivió durante diecinueve años en la amargura, la soledad y la pobreza.

Yo he visto en mi propia, vida a hombres que eran fuertes y firmes defensores de esta gran obra, hombres que ejercieron el sacerdocio con dignidad y poder. Pero algunos se distrajeron, otros cayeron en transgresión y aun otros se llenaron de falso orgullo y obstinación.

Formidables son las promesas del Señor para quienes magnifican sus llamamientos en el sacerdocio (véase D. y C. 88:80). Todavía conservo en la memoria la ocasión en que, cuando joven, me hallaba ye en este tabernáculo y escuché al presidente Heber J. Grant leer estas maravillosas palabras de la sección 121 de Doctrina y Convenios:

“¿Hasta cuándo pueden perma­necer impuras las aguas que corren? ¿Qué poder hay que detenga los cielos? Tan inútil le sería al hombre extender su brazo para contener el río Misuri en su curso decretado, o devolverlo hacia atrás, como evitar que el Todopoderoso derrame conocimiento desde el cielo sobre la cabeza de los Santos de los Últimos Días” (versículo 33).

Entonces prosiguió citando algo más concerniente a este principio exclusivo de los que han sido ordenados en el sacerdocio de Dios:

“He aquí, muchos son los llamados, y pocos los escogidos. ¿Y por qué no son escogidos?

“Porque a tal grado han puesto su corazón en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de los hombres, que no aprenden esta lección única:

“Que los derechos del sacerdocio están inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y que éstos no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de justicia” (versículos 34-36).

Cada uno de nosotros, los que poseemos este poder divino, debe reconocer esta verdad trascendental: que esos poderes del cielo que se relacionan con el sacerdocio “no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de justicia.

“Es cierto que se nos pueden conferir; pero cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre.

“He aquí, antes que se dé cuenta, queda abandonado a sí mismo para dar coces contra el aguijón, para perseguir a los santos y combatir contra Dios” (versículos 37-38).

Quiero destacar, hermanos, que aunque continuemos teniendo el oficio, podemos perder el poder. Muchos hombres parecen suponer que porque han sido ordenados, poseen el sacerdocio perpetuamente para ejercerlo a su antojo. Piensan que pueden violar un convenio o contravenir un mandamiento de vez en cuando y pecar de esta u otra manera, y que todavía tienen el poder del sacerdocio y que Dios habrá de ratificar lo que digan en Su nombre y en el nombre del Redentor. Esto es una burla y creo que cuando un hombre que es indigno trata de ejercer el sacerdocio, está tomando el nombre de Dios en vano (véase Éxodo 20:7); deshonra el nombre de Su Hijo Amado y profana el don sagrado que recibió por ordenación y la autoridad que perdió por motivo de su transgresión.

El Señor ha declarado que al hombre se le acaba el sacerdocio cuando se entrega al pecado, se llena de falso orgullo, se envanece o procura ejercer dominio o compulsión en cualquier grado de injusticia.

En la actualidad, tanto como los hubo en el pasado, existen muchos adversarios de esta obra. Entre ellos están aquellos que mediante todo artificio imaginable tratan de desacreditar a los líderes de la iglesia

«Guarda los preceptos de Jehova tu Dios, andando en sus caminos, y observando sus estatutos y mandamientos, sus decretos y sus testimonios… para que prosperes en todo lo que hagas y en todo aquello que emprendas» (1 Reyes 2:2-3). —las autoridades anteriores y las actuales—, y tratan de derribar el reino. ¿Quiénes son éstos? Entre los más astutos están los que una vez poseyeron el sacerdocio pero que debido a su conducta lo perdieron. Es muy cierto que, habiendo quedado abandonados, dan coces contra el aguijón, persiguen a los santos y combaten contra Dios (véase D. y C. 121:38).

Hermanos, no es mi deseo ser pesimista, pero quiero hacer llegar a todos los hombres, jóvenes y adultos, una voz de amonestación para que se aparten del pecado. Toda transgresión es incompatible con la autoridad divina. Eviten la pornografía como si fuese una plaga; eviten el pecado sexual en toda forma; apártense de la deshonestidad y el engaño. Les exhorto a que repriman toda posible inclinación hacia el falso orgullo o la vanidad. Les ruego que reflexionen para ver que no tengan ninguna actitud tendiente a ejercer dominio o compulsión sobre sus esposas o sus hijos, y que no olviden que “ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio, sino por la persuasión, por longa­nimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero; por bondad y por conocimiento puro, lo cual ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y sin malicia” (D. y C. 121:41-42).

Debemos recordar “el juramento y convenio del sacerdocio”, como lo indica la sección 84 de Doctrina y Convenios. Estoy seguro de que nuestro Padre Celestial no está complacido con el hombre o el joven que acepta su ordenación y después se abandona al pecado. En el preciso momento en que acepta su ordenación, ese individuo establece un convenio con Dios.

Magnifica es la presencia y majestuoso el carácter del hombre que ha sido ordenado al sacerdocio de Melquisedec, así llamado en honor al sumo sacerdote de la tierra de Salem (véase Alma 13:17-18), y que anda con dignidad y a la vez con humildad ante Dios, que respeta y aprecia a sus compañeros, que rechaza las tentaciones del adversario y llega a ser un verdadero patriarca en su hogar, y es un hombre bondadoso que ama y reconoce a su esposa como su compañera y como hija de Dios y a sus hijos como espíritus que Dios e ha confiado para que sustente y guíe en la justicia y la verdad. Ese hombre jamás habrá de agachar la cabeza avergonzado. Ese hombre vivirá sin remordimientos. La gente podrá criticarlo, pero él sabe que Dios conoce su corazón y que es puro y sin manchas.

Es mi esperanza que cada uno de los hombres y jóvenes presentes en esta gran congregación saiga de esta reunión con la firme determinación de vivir más dignamente de conformidad con esta sociedad soberana, la cual es totalmente distinta de cualquier otra sociedad sobre la faz de la tierra. Ya sea que en este mundo uno tenga riquezas o no, no tiene importancia para el Señor. No importa cuál sea nuestra posición o jerarquía en el mundo. Sabemos que el Señor no mira la apariencia externa del hombre sino su corazón. (Véase 1 Samuel 16:7).

En conclusión, quisiera dejar con ustedes la exhortación que David dio a su hijo Salomón:

“Esfuérzate, y sé hombre.

“Guarda los preceptos de Jehová tu Dios, andando en sus caminos, y observando sus estatutos y man­damientos, sus decretos y sus testimonios… para que prosperes en todo lo que hagas y en todo aquello que emprendas” (1 Reyes 2:2-3).

Hermanos, ésta es la obra del Señor. Jamás habrá de fracasar. Continuará fortaleciéndose en tanto que haya hombres que reciban el sacerdocio de Dios y que anden en Sus caminos, observen Sus estatutos, Sus mandamientos, Sus derechos y Sus testimonios.

Que Dios les bendiga, mis amados hermanos. Dejo con ustedes mi testimonio de la realidad y el poder de la autoridad divina que nos ha sido conferida. La nuestra es una investidura incomparable en el mundo. Es un real sacerdocio. Es un don de Dios, quien habrá de exigir de cada uno de nosotros una rendición de cuentas sobre la manera en que lo hayamos utilizado. Dejo con ustedes mi amor y mi bendición en el nombre de Jesucristo. Amén. □

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