La Fe: La esencia de la verdadera religión
por el presidente Gordon B. Hinckley
Liahona Octubre 1995

El testimonio de José Smith de su gloriosa visión encontró eco en personas de generaciones posteriores que pueden declarar con convicción que el Evangelio de Jesucristo ha sido en verdad restaurado a la tierra.
Hace algún tiempo, leí en un periódico los comentarios de un distinguido reportero, al cual se le adjudican las siguientes palabras: “La certeza es enemiga de la religión”. Esas palabras me hicieron reflexionar profundamente. La certeza, la cual yo defino como una seguridad firme y total, no es enemiga de la religión, sino que es su verdadera esencia.
La certeza es certidumbre; es convicción. Es una fe tan poderosa que raya con el conocimiento, sí, que se convierte en conocimiento. La certeza evoca entusiasmo y no hay nada mejor que el entusiasmo para vencer la oposición, el prejuicio y la indiferencia.
Los grandes edificios jamás se han construido sobre cimientos inestables; las grandes causas nunca han alcanzado el éxito bajo la dirección de líderes irresolutos; ni tampoco se ha podido convencer a los demás de la veracidad del evangelio sin tener la certeza de esa veracidad. La fe, la cual es la esencia misma de la convicción personal, siempre ha sido y siempre debe ser la base de la práctica y del esfuerzo religioso.
La certeza en los tiempos antiguos
No hubo vacilación alguna en Pedro cuando el Señor le preguntó:
“… ¿quién decís que soy yo?
“Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:15-16).
Pedro tampoco tuvo duda alguna cuando el Señor, enseñando a la multitud en Capernaum, se declaró ser el pan de vida. Muchos de Sus discípulos no aceptaron Sus enseñanzas y se “…volvieron atrás, y ya no andaban con él.
“Dijo entonces Jesús a los doce: ¿Queréis acaso iros también vosotros?
“Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.
“Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Juan 6:66-69).
Después de la muerte del Salvador, ¿habrían Sus Apóstoles seguido adelante enseñando Su doctrina y aún dando su vida bajo las más dolorosas circunstancias posibles si hubieran teñido duda alguna acerca de Aquel a quien representaban y cuyas doctrinas predicaban? No hubo falta de certeza de parte de Pablo después de haber visto una luz y escuchado una voz mientras se encontraba camino a Damasco para perseguir a los cristianos. Después de ese incidente, durante más de tres décadas dedicó su tiempo, sus fuerzas y su vida dar a conocer el evangelio del Señor resucitad Sin preocuparse por su bienestar y seguridad personal, viajó por el mundo conocido en ese entonces declarando “…que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, “ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38-39).

No hubo vacilación alguna en Pedro cuando le dijo al Señor: «Nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente».
Ejecutado en Roma, Pablo selló con su muerte su testimonio final de la convicción que tenía de la divinidad de Jesucristo como Hijo de Dios.
Lo mismo sucedió con los antiguos cristianos, miles y miles de ellos, que sufrieron el encarcelamiento, la tortura y la muerte por no negar las declaraciones de sus creencias en la vida y la resurrección del Hijo de Dios.
¿Se habría llevado jamás a cabo la Reforma sin que también hubiera existido la certeza que impulsó con intrepidez a gigantes como Lutero, Huss, Zwinglio y a otros como ellos?
La certeza en los tiempos modernos
Lo mismo que pasó en la antigüedad ha sucedido en los tiempos modernos. Sin la certeza de parte de los creyentes, las causas religiosas se vuelven débiles, sin poder, sin esa fuerza impulsora que podría aumentar su influencia y capturar el corazón y la devoción de hombres y mujeres. Se puede discutir en cuanto a la teología, pero el testimonio personal, cuando va acompañado de las obras, no se puede refutar. Esta dispensación del evangelio, de la cual somos los beneficiarios, comenzó con una gloriosa visión en la cual el Padre y el Hijo se aparecieron al joven José Smith. Después de tener esa maravillosa experiencia, el joven se la relató a uno de los predicadores de la comunidad, quien no sólo trató la “narración livianamente, sino con mucho desprecio, diciendo que todo aquello era del diablo; que no había tales cosas como visiones ni revelaciones en estos días” (José Smith— Historia 1:21).
Otros se alzaron en su contra y José Smith se convirtió en el objeto de una encarnizada persecución. Sin embargo dijo, y pongan atención a sus palabras: “…Yo efectivamente había visto una luz, y en medio de la luz vi a dos Personajes, los cuales en realidad me hablaron; y aunque se me odiaba y perseguía por decir que había visto una visión, no obstante, era cierto; y mientras me perseguían, y me vilipendiaban, y decían falsamente toda clase de mal en contra de mí por afirmarlo, yo pensaba en mi corazón: ¿Por qué me persiguen por decir la verdad? En realidad he visto una visión, y ¿quién soy yo para oponerme a Dios?, o ¿por qué piensa el mundo hacerme negar lo que realmente he visto? Porque había visto una visión; yo lo sabía, y sabía que Dios lo sabía; y no podía negarlo, ni osaría hacerlo…” (vers. 25).
No hay falta de certeza en esa declaración. Para José Smith esa experiencia fue tan real como la tibieza que emana de los rayos del sol al mediodía. El nunca flaqueó ni titubeó en lo que respecta a la convicción que tenía. Escuchen el testimonio que más tarde dio del Señor resucitado:
“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre;
“que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios” (D. y C. 76:22-24)-
Tan seguro estaba de la causa que dirigía, tan seguro de la divinidad del llamamiento que había recibido, que consideraba todo ello más importante aún que su propia vida. Con la presciencia de su muerte inminente, se puso a disposición de quienes lo entregarían indefenso en manos del populacho; selló su testimonio con su propia sangre.

Una y otra vez los santos dejaron la comodidad de sus hogares movidos por la fe que tenían en la causa de la que formaban parte. Muchos murieron durante esas jornadas largas y difíciles.
Lo mismo pasó con sus seguidores. No hay evidencia alguna, ni un vestigio siquiera, en sus vidas y hechos que indique que la certeza fuera el enemigo de la religión. Una y otra vez dejaron sus cómodos hogares, primero en Nueva York, después en Ohio y Misuri y más tarde en Illinois; y aun después de llegar al Valle del Gran Lago Salado, muchos partieron nuevamente para fundar colonias sobre una vasta zona del Oeste norteamericano. ¿Por qué? Por la fe que tenían en la causa de la cual ellos formaban parte.
En esos largos y arduos viajes, muchos murieron víctimas de las enfermedades, la intemperie y los ataques despiadados de sus enemigos. Unas seis mil personas yacen sepultadas entre el río Misuri y el Valle del Gran Lago Salado. El amor que sentían por la verdad significó más para ellos que la vida misma.
Y ha sido así desde entonces. Hace algunos años, escribí las siguientes hermosas palabras mientras las pronunciaba el presidente David O. McKay al dirigirse a un pequeño grupo de personas. Él dijo:
“Tan absoluta como la certeza que ustedes tienen de que a esta noche le seguirá el amanecer de un nuevo día, así es la seguridad que yo tengo de que Jesucristo es el Salvador de la humanidad, la Luz que dispersará las tinieblas del mundo por medio del evangelio restaurado que el profeta José Smith recibió mediante revelación directa”.
Nuestro amado presidente Spencer W Kimball dijo:
“Sé que Jesucristo es el Hijo del Dios viviente, y que fue crucificado por los pecados del mundo. Él es mi amigo, mi Salvador, mi Señor y mi Dios” (“Cristo, nuestra eterna esperanza”, Liahona, febrero de 1979, pág. 110).
La certeza de la veracidad de esta obra
Ha sido esa clase de certeza la que ha llevado adelante a esta Iglesia a pesar de la persecución, el ridículo, la pérdida de los bienes y el tener que dejar a los seres queridos para viajar a tierras distantes a fin de dar a conocer el mensaje del evangelio. Esa convicción sigue motivando hoy día de la misma forma que lo hizo desde el comienzo de esta obra. La fe arraigada en el corazón de millones de personas de que esta causa es verdadera, de que Dios es nuestro Padre Eterno y de que Jesús es el Cristo debe ser siempre la gran fuerza impulsora que motive nuestra vida.
En la actualidad, hay en el campo misional unos cuarenta y siete mil misioneros, cuyos gastos ascienden a millones de dólares para sus familias. ¿Por qué lo hacen? Por la convicción que tienen de la veracidad de esta obra. El número de miembros de la Iglesia en el momento se aproxima a los diez millones. ¿Cuál es la razón para este crecimiento fenomenal?
Es por motivo de la certeza que, por medio del poder del Espíritu Santo, reciben en el corazón cientos de miles de conversos cada año. Contamos con un excelente y eficaz programa de bienestar, el cual maravilla a los que lo ven en acción. Ese programa da resultado sólo debido a la fe de quienes participan en él.
Por motivo del crecimiento de la Iglesia, tenemos que construir nuevos centros de adoración, cientos de ellos. Eso cuesta mucho dinero, pero la gente colabora con lo que tiene para hacerlo posible, debido a la certeza que tienen de la veracidad de esta obra.
Por medio del espíritu, los resultados son ciertos y el testimonio seguro
Lo maravilloso y extraordinario es que cualquier persona que desee conocer la verdad puede recibir esa convicción. El Señor mismo dio la fórmula cuando dijo:
“El que quiera hacer la voluntad de Dios [del Padre], conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7:17).
Habrá que estudiar la palabra de Dios; habrá que orar y acudir fervientemente a la fuente de toda verdad. Será preciso vivir el evangelio, un experimento, por así decirlo, en seguir las enseñanzas. No vacilo en prometerles, ya que lo sé por experiencia personal, que de todo ello y por el poder del Espíritu de Dios, se obtiene una convicción, un testimonio y un conocimiento cierto.
Da la impresión de que muchas de las personas del mundo son incapaces de creerlo. Lo que ellos no entienden es que sólo por medio del Espíritu es posible comprender las cosas de Dios. Es preciso esforzarse, tener humildad y orar, pero los resultados son ciertos y el testimonio es seguro.
Si los miembros de la Iglesia, como individuos, pierden alguna vez esa certeza, la Iglesia se debilitará como ha sucedido con muchas otras. No tengo miedo de que eso ocurra; es más, tengo la confianza absoluta de que un número cada vez mayor de miembros se esforzará por buscar y encontrar esa convicción personal que llamamos testimonio, el cual se obtiene por medio del poder del Espíritu Santo y que puede aplacar los embates del adversario.
Las siguientes palabras del libro del Apocalipsis son apropiadas para aquellos que vacilan, para los inseguros, para los que se expresan con vaguedad cuando hablan de la palabra de Dios:
“Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente!
“Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (3:15-16).
Mis hermanos y hermanas, invoco las bendiciones del Señor sobre ustedes con la misma certeza con que les testifico de’ la verdad. Yo sé que Dios, nuestro Padre Eterno, vive. Lo sé. Sé que Jesús es el Cristo, el Salvador y Redentor de la humanidad, el Autor de nuestra salvación. Sé que esta obra, de la que formamos parte, es de Dios; y que ésta es la Iglesia de Jesucristo. Grande es la oportunidad que tenemos de prestar servicio en ella y firme y cierta es nuestra fe concerniente a ella. □
























