“Para que no tengáis tropiezo”

“Para que no tengáis tropiezo”
Cinco claves para evitar que nos sintamos ofendidos.

por Perry M. Christenson
Liahona Octubre 1995

Durante muchos años han estado ahorrando dinero y sacrificándose a fin de poder comprar un automóvil nuevo, de lujo. Por fin, llega el día en que han juntado lo suficiente para comprarlo.

Lo van a buscar y mientras mane­jan a casa, oyen un ruido extraño que parece provenir del auto; se detienen al costado de la carretera y, al bajarse, se dan cuenta de que tie­nen un neumático desinflado. “¡No lo puedo creer!”, exclaman enoja­dos, cerrando de golpe la puerta del vehículo. “Gasté tanto dinero en este auto, ¿para esto?”

Y, sin dudarlo un instante, sacan del maletero del coche una lata de gasolina, empapan el vehículo con el líquido y le prenden fuego. El auto nuevo, con el neumático desinflado, queda totalmente destruido por las llamas.

Suena ridículo, ¿verdad? ¿Quién destruiría un auto nuevo por un pro­blema tan insignificante?

Sin embargo, ¿cuántos de nosotros hemos permitido que un comentario desconsiderado destruya una relación que por años hemos cultivado? O, ¿cuántos de nosotros nos hemos pri­vado de la oportunidad de asistir a las actividades de la Iglesia porque alguien nos ha ofendido?

Es muy probable que alguien de nuestro barrio y estaca nos ofenda tarde o temprano. El élder Marión D. Hanks, miembro emérito del Primer Quorum de los Setenta, dijo que la forma en que reaccionemos ante estas situaciones puede tener graves ramificaciones:

“¿En qué forma reaccionamos cuando se nos ha ofendido, cuando se nos malinterpreta, cuando hemos sido tratados injustamente, acusados falsamente, despreciados, heridos por aquellos a quienes amamos o cuando nuestras ofrendas han sido rechaza­das? ¿Quedamos resentidos, amarga­dos y guardamos rencor? o, si es posible, ¿encontramos la solución al problema, perdonamos y nos quita­mos ese peso de encima?

“La manera en que reaccionemos ante tales situaciones determinará la calidad y la naturaleza de nuestra vida tanto aquí como en la eternidad” (Ensign, enero de 1974, pág. 20).

Las siguientes cinco claves nos ser­virán para evitar que nos sintamos ofendidos, o, si ya lo estamos, para apresurar el proceso que nos hará sen­tirnos bien nuevamente:

  1. Preparar un cimiento firme

Nos ofendemos con facilidad cuando nos sentimos inseguros de nosotros mismos. ¿Recuerdan alguna vez en la que se hayan puesto una ropa que no les quedaba muy bien? Con toda seguridad, sabían, sin que nadie se lo dijera, que se veían ridícu­los; y, quizás se hayan preocupado al escuchar la más insignificante de las risitas, pensando que alguien se estaba burlando de su vestimenta, o que la conversación de otras personas estaba centrada en ustedes o en su apariencia. Es muy fácil sentirse ofendido, ¿verdad? ¿Por qué? Porque uno se siente inseguro de sí mismo.

Con el fin de evitar sentirnos ofendidos, es importante tener un cimiento firme. Debemos ser firmes en nuestro cometido y testimonio del evangelio, en nuestro sentido de lo que valemos como personas, en el conocimiento de quiénes somos y en nuestro sentido del potencial divino que poseemos.

Cuando Absalón quiso usurpar el reino de David, su padre, él y otras personas trataron deliberadamente de ofenderle y humillarlo. Por ejem­plo, Simei lo maldijo, le arrojó pie­dras y se burló de él (véase 2 Samuel 16:5-10). Cuando más tarde David recuperó su reino, sus hombres insis­tieron en que Simei muriera ya que “maldijo al ungido de Jehová”. La respuesta de David demuestra que él reconocía quién era y su valor como persona: “Ha de morir hoy alguno en Israel? ¿Pues no sé yo que hoy soy rey sobre Israel?» (2 Samuel 19:21-22; cursiva agregada.)

David sabía quién era él. No tenía que probar absolutamente nada a nadie. El castigar a Simei en revan­cha no habría confirmado su posi­ción de rey. De igual manera, un fuerte testimonio y conocimiento de quiénes somos puede ayudarnos a resistir las críticas y las ofensas.

  1. Comprender la intención

Aun cuando a veces no queramos admitirlo, la intención de la crítica que alguien nos haga puede ser la de ayudarnos. Debemos ser lo suficientemente corteses como para acep­tarla, tratando al mismo tiempo de comprender que la persona puede estar tratando de ayudarnos.

Moroni, el comandante militar nefita, era un hombre de Dios, “un hombre de un entendimiento per­fecto” y “un hombre firme en la fe de Cristo” (Alma 48:11-13). Pero aun así, al igual que todos nosotros, era vulnerable al error. En cierta oca­sión, en que se encontraba guiando a los ejércitos nefitas contra los guerre­ros lamanitas, envió una carta a Pahorán, quien era en ese entonces el juez superior y gobernador de la tierra de Zarahemla, pidiéndole refuerzos y comida para el ejército de Helamán (véase Alma 59:3). Pero Pahorán no respondió a su petición.

Moroni envió entonces otra carta a Pahorán, esta vez criticándolo duramente por su “insensible estu­por” de no apoyar al ejército: “…es por motivo de vuestra iniquidad que hemos sufrido tantas pérdidas”, escribió (Alma 60:7, 28). Acusó) también a Pahorán de desobedecer a Dios: “Sabéis que transgredís las leyes de Dios, y sabéis que las holláis con vuestros pies” (vers. 33). Al final de una larga carta en la que criticaba a Pahorán, Moroni termina amenazándolo con ir a Zarahemla y obtener él mismo los alimentos, “aunque tenga que ser a fuerza de espada” (vers. 35).

Lo que Moroni no sabía era que Pahorán no había enviado refuerzos ni provisiones porque estaba peleando sus propias batallas. En esa misma época se había producido en la ciudad una sublevación contra el gobierno y los realistas, en alianza con los lamanitas, se habían apoderado de Zarahemla.

¿En qué forma reaccionó Pahorán ante la dura crítica de Moroni? ¿Cómo nos sentiríamos nosotros si alguien a quien admiramos nos criti­cara injustamente?

La respuesta de Pahorán es un ejemplo de moderación y comprensión: “…me has censurado en tu epístola”, escribió, “pero no importa; no estoy enojado, antes bien, me rego­cijo en la grandeza de tu corazón” (Alma 61:9; cursiva agregada). Pahorán comprendió la intención que encerraba la crítica de Moroni, quien sólo buscaba la gloria de Dios y la libertad y el bienestar del pue­blo. A pesar de las acusaciones, Pahorán no se ofendió sino que comprendió y se regocijó de las jus­tas intenciones de Moroni.

Cuando sientan que se les ha juzgado mal, que se les ha acusado falsamente u ofendido de alguna forma, deténganse a reflexionar en las intenciones de esa persona. Con frecuencia, se darán cuenta de que detrás de la crítica la intención era constructiva y se había realizado con el objeto de prestar ayuda.

  1. Ser prontos para oír y tardos para enojarse

“…todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse;

“porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios” (Santiago 1:19-20).

¿Por qué debemos estar “pronto[s] [dispuestos] para oír” los consejos, las quejas o las críticas? Quizás porque honestamente necesitamos cambiar algo en nosotros mismos. Es posible que en verdad necesitemos escuchar el consejo o la crítica. Además de estar “pronto[s] para oír” debemos ser “tardo[s] en airamos [enojarnos]”. Es muy fácil reaccionar prontamente ante las ofensas y responder de la misma forma. Las discusiones pueden escalar muy rápido de un comentario mordaz a otro, a medida que cada una de las personas involucradas reacciona ante los comentarios de la otra. Cuando nos dejamos llevar por nuestras emociones y contestamos precipitadamente, sin pensar en reali­dad en lo que decimos, perdemos el control de nosotros mismos así como de la situación en sí.

Coriantón, el hijo de Alma, fue culpable de cometer un grave pecado mientras servía como misio­nero. Alma le reprendió diciendo:

“…abandonaste el ministerio y te fuiste a la tierra de Sirón, en las fronteras de los lamanitas, tras la ramera Isabel.

“Sí, ella se conquistó el corazón de muchos; pero no era excusa para ti, hijo mío. Tú debiste haber aten­dido el ministerio que se te confió…

“Hijo mío, quisiera que te arre­pintieses y abandonases tus pecados, y no te dejases llevar más por las concupiscencias de tus ojos…” (Alma 39:3-4, 9).

Coriantón tenía necesidad de escuchar la reprensión de su padre y de actuar en consecuencia, arrepin­tiéndose. ¿Fue él “pronto para oír” a su padre? ¿Fue lo suficientemente humilde partí ser “tardo para airarse”? En el Libro de Mormón no se registra la reacción inmediata de Coriantón; sin embargo, en los capítulos subsi­guientes leemos que “…los hijos de Alma salieron entre el pueblo para declararle la palabra…” (Alma 43:1). A Coriantón se le nombra entre esos hijos misioneros de Alma que enseña­ban, bautizaban y ayudaban a lograr la paz y la prosperidad en la tierra (véase Alma 49:30).

  1. No buscar la venganza

El élder H. Burke Peterson, en ese entonces miembro del Obispado Presidente, relató la experiencia de un grupo de adolescentes que había ido a pasar el día en el desierto, en las afueras de la ciudad de Phoenix, estado de Arizona. Durante el paseo, una víbora de cascabel mor­dió a una de las jovencitas y los jóvenes, en lugar de buscar aten­ción médica inmediata, persiguie­ron a la víbora y se vengaron de ella matándola a pedradas. Lamentablemente, durante los pre­ciosos minutos que perdieron para satisfacer su sed de venganza, el veneno había tenido tiempo de pasar de las primeras capas de la piel de la jovencita a los tejidos musculares del pie y de la pierna; y como consecuencia, más tarde tuvieron que amputarle la pierna por debajo de la rodilla.

“Ese precio por la venganza fue un sacrificio sin sentido… El veneno de la revancha, o de los pensamien­tos o actitudes rencorosos, a menos que se elimine, destruirá el alma en la que se anida”, dijo el obispo Peterson.

Cuando se nos ofende, los senti­mientos de odio, los deseos de ven­ganza o el rencor, aun cuando sea incitado por una justa indignación, envenena nuestra mente y nuestro espíritu; y al final, nosotros somos los más perjudicados. Por otro lado, continúa diciendo el obispo Peterson: “…perdonar a los demás sus errores —imaginarios o reales— beneficia más al que perdona que al que es perdonado. El que no ha podido perdonar un error o afrenta no ha probado uno de los goces más sublimes de la vida” (“El mayor pecado”, Liahona, enero de 1984, págs. 104-105).

  1. Buscar la reconciliación

Un día, Brian, mi hijo de dos años, se encontraba jugando en la arena con su amigo Scotty, cuando de pronto, comenzaron a tirarse arena; se pelearon y Scotty se echó a llorar. Me dirigí a ellos para arre­glar esa clase de pequeños conflic­tos a los que todos los padres siempre nos enfrentamos, pero ape­nas había dado dos pasos cuando Brian se acercó a Scotty y lo abrazó. Las lágrimas desaparecieron tan rápido como habían comenzado, se esfumaron los malos sentimientos, los amigos se reconciliaron y continuaron jugando como si nada hubiera pasado.

“Y si tu hermano o tu hermana te ofende, te apartarás con él o con ella a solas; y si él o ella confiesa, os reconciliaréis” (D. y C. 42:88). Debemos tomar la iniciativa bus­cando una reconciliación con la persona que nos haya ofendido; y la mejor forma de hacerlo es apar­tarse a solas con la persona en cuestión y hablar francamente de la situación.

El Señor sabía que Sus discípulos enfrentarían grandes críticas y severa persecución (véase Juan 16:2). Durante las últimas horas que antecedieron a la Crucifixión, forta­leció el testimonio de Sus discípulos y les proporcionó una perspectiva eterna de quién era El y de quiénes eran ellos. En verdad, en los capítu­los de Juan, previos al relato sobre la traición del Señor, se encuentran algunas de Sus enseñanzas más pro­fundas (véase Juan 13-17). Jesús deseó fortalecer el testimonio de Sus discípulos y edificar un cimiento firme que soportara toda ofensa. Él les dijo:

“Estas cosas os he hablado, para que no tengáis tropiezo” (Juan 16:1).

Al igual que los discípulos del Señor, ¿debemos también esforzar­nos diligentemente con el fin de no sentirnos ofendidos? Nuestros testi­monios y nuestras relaciones perso­nales son más importantes que cualquier automóvil nuevo. ¡Qué ridículo es perderlos devorados por las llamas cuando un neumático desinflado interrumpa momentánea­mente nuestro viaje!

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