Sólo un maestro
Observación personal
por el élder Thomas S. Monson
del Consejo de los Doce
Liahona Octubre 1973
Frecuentemente se escucha la expresión: «los tiempos han cambiado «…y tal vez así sea. Nuestra generación ha presenciado enormes avances en la medicina, los medios de transporte, las comunicaciones, la exploración, etc., para citar unos pocos. Sin embargo, existen apartadas islas de la continuidad en medio del vasto océano del cambio. Por ejemplo, los niños todavía son niños y todavía hacen las mismas pueriles ostentaciones.
Hace algún tiempo alcancé a escuchar por casualidad, lo que estoy seguro, es una conversación frecuentemente repetida. Tres niños pequeños discutían en cuanto a las relativas virtudes de sus padres. Uno de ellos dijo: «Mi papá es más grande que tu papá, «a lo cual el otro replicó: «Sí, pero mi papá es más inteligente que el tuyo». El tercer niño contraatacó: «Mi papá es doctor» y entonces, volviéndose a uno de los otros dos le dijo con mofa: «y tu papá es sólo un maestro.»
El llamado de una de las madres terminó la conversación, pero estas últimas palabras siguieron haciendo eco en mis oídos: «Sólo un maestro. . . Sólo un maestro. . . Sólo un maestro. . . «Un día, esos pequeñitos llegarán a apreciar el verdadero valor de los maestros inspirados y reconocerán con sincera gratitud las huellas indelebles que ellos habrán dejado en su vida personal.
«El maestro,» como observó Henry Brook Adams, «afecta la eternidad y no se puede apreciar dónde termina su influencia.»
Esta verdad atañe a todos nuestros maestros: primero, al maestro en el hogar; segundo, al maestro en la escuela; tercero, al maestro en la Iglesia.
Quizá la maestra que tanto vosotros como yo recordemos que ejerció mayor influencia sobre nosotros puede no haber usado pizarrón alguno ni poseído ningún título universitario, pero sus lecciones fueron perdurables y su interés sincero. Sí, me refiero a la madre; y a renglón seguido incluyo también al padre. En realidad, ambos son maestros.
El alumno que llega a la sala de clases divinamente comisionado de estos maestros, en verdad, el bebé que llega a vuestro hogar así como al mío, es un dulce capullito de humanidad recién llegado desde el hogar mismo de Dios para florecer sobre la tierra.
Si los padres llegasen a necesitar más inspiración para comenzar la tarea que Dios les ha encomendado de enseñar a sus hijos, que recuerden que la más potente combinación de emociones del mundo no se pone de manifiesto mediante ningún gran acontecimiento cósmico ni se encuentra en novelas ni en textos históricos, sino simplemente en la mirada de los padres que contemplan al hijo dormido. «Creado a la imagen de Dios,» este glorioso pasaje bíblico adquiere nuevo y vibrante significado cuando los padres repiten esta experiencia. El hogar se convierte en un rinconcito llamado cielo en el que padres cariñosos enseñan a sus hijos a «orar y a andar rectamente delante del Señor» (D. y C. 68:28). Estos padres no pueden corresponder jamás a la descripción: «Sólo un maestro.»
Consideremos, seguidamente, al maestro de escuela. Inevitablemente llega la alborada de aquel lloroso día en que el hogar cede parte de su tiempo de enseñanza a la sala de clase. Juanito y Estela se unen al feliz grupo que todos los días recorre el camino que dista entre la casa y la escuela. Allí nuestros hijos descubren un nuevo mundo, pues es donde conocen a sus maestros.
El maestro no sólo labra las esperanzas y las ambiciones de sus alumnos sino que también, influye en las actitudes de éstos, tanto hacia sí mismos como hacia el futuro. Si el maestro es inexperto y actúa con torpeza dejará huellas en la vida de los niños hiriendo profundamente la propia estima de éstos y deformando la imagen que tengan de sí mismos como seres humanos. Mas si ama a sus alumnos y tiene puestas en ellos elevadas esperanzas, los niños llegarán a tener más confianza en sí mismos, se desarrollarán sus capacidades y su futuro quedará así asegurado.
Desgraciadamente, hay algunos maestros que se deleitan en destruir la fe en vez de edificar puentes hacia la vida buena. Siempre debemos recordar que el poder para guiar es también el poder para desviar y el poder de desviar es el poder de destruir. En las palabras de J. Reuben Clark, Jr.: «Dios tendrá rigurosamente en cuenta a aquel que limite, mutile y estropee un alma haciéndole surgir dudas en su fe en las verdades eterna s o destruyéndosela. ¿Y quién podría medir la profundidad a que caerá aquel que premeditadamente hace pedazos la oportunidad de otro individuo de llegar a la gloria celestial?» (Inmortalidad y Vida Eterna, volumen 2)
En vista de que no podemos controlar la sala de clase, por lo menos podemos preparar al alumno. «¿Y cómo?» preguntaréis; y yo os respondo: «Proporcionad una guía para la gloria del reino celestial de Dios; un barómetro para distinguir entre las verdades de Dios y las teorías de los hombres.»
Hace varios años tuve en mis manos una guía de esta naturaleza; era un volumen de escrituras que comúnmente llamamos «combinación triple», y que contiene el Libro de Mormón, Doctrinas y Convenios y La Perla de Gran Precio. El libro era un regalo de un padre cariñoso a una hermosa y floreciente hija que siguió esmeradamente su consejo. En la primera página el padre había escrito las siguientes inspiradas palabras:
«Mi querida Maurine:
Te doy este libro sagrado para que lo leas frecuentemente y lo atesores a través de toda tu vida, a fin de que te sirva de medida constante según la cual puedas juzgar entre la verdad y los errores de las filosofías de los hombres, progresando así en espiritualidad a medida que vayas aumentando tu conocimiento.
Cariñosamente, tu padre,
Harold B, Lee.»
Yo pregunto: «¿Sólo un maestro?»
Para-terminar; consideremos al maestro que usualmente vemos los domingos, el maestro que enseña en la Iglesia. Es aquí donde se juntan la historia de lo pasado, la esperanza de lo presente y la promesa dé lo futuro; aquí, especialmente, el maestro aprende que es fácil ser fariseo y difícil ser discípulo. Los alumnos lo juzgan, no sólo por lo que enseña y por la forma en que enseña, sino también por la manera en que vive.
El apóstol Pablo aconsejó a los romanos: «Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas? Tú que dices que no se ha de adulterar, ¿adulteras?» (Romanos 2:21-22).
Pablo, aquel inspirado y dinámico maestro, nos proporciona un buen ejemplo. Quizás el secreto de su éxito se revela a través de su experiencia en el triste calabozo en que estuvo preso, y donde conoció el ruido de las pisadas de los soldados así como el entrechocar de las cadenas con que lo ataron. Cuando el guardia de la prisión, que parecía inclinado a su favor, le preguntó si necesitaba algún consejo en cuanto a cómo conducirse delante del emperador, Pablo le contestó diciendo que tenía su consejero, o sea, el Espíritu Santo.
Cabe nuevamente la pregunta: «¿Sólo un maestro?»
En el hogar, en la escuela y en la Casa de Dios, hay un Maestro cuya vida se proyecta por encima de las demás. El enseñó sobre la vida y la muerte, el deber y el destino. Vivió, no para ser servido, sino para servir, no para recibir, sino para dar; no para salvar su vida, sino para sacrificarla por los demás. Describió un amor más hermoso que la codicia, una pobreza más rica que un tesoro. Se ha dicho de este Maestro que enseñaba con autoridad y no como lo hacían los escribas. En el mundo de hoy, cuando muchos hombres codician el oro y la gloria, al paso que se dejan dominar por la filosofía que se rige por el «publica un libro y serás inmortal,» recordemos que este maestro nunca escribió. . . sólo una vez escribió sobre la arena y el viento destruyó para siempre su escritura. Sus leyes no fueron escritas sobre la piedra sino en el corazón humano. Me refiero al Maestro de maestros, Jesucristo, al Hijo de Dios, el Salvador y Redentor de la humanidad.
Cuando los dedicados maestros responden a su cálida invitación, «Venid, aprended de mí,» aprenden, pero también llegan a ser partícipes de su divino poder. Cuando yo era niño, recibí la influencia de una maestra así; en nuestra clase de la Escuela Dominical, ella nos enseñaba en cuanto a la creación del mundo, la caída de Adán, el sacrificio expiatorio de Jesús; traía a nuestra sala de clase como invitados de honor a Moisés, Josué, Pedro, Tomás, Pablo y Jesucristo, y nosotros, aunque no los veíamos, aprendíamos a amarlos, honrarlos y emularlos.
Nunca fue su enseñanza tan dinámica ni su impacto más perdurable que una mañana de domingo cuando nos anunció con tristeza el fallecimiento de la madre de uno de nuestros compañeros de clase. Aquella mañana habíamos echado de menos a Billy, pero ignorábamos la razón de su ausencia. El tema de la lección era: «Más bendecido es dar que recibir.» En la mitad de la lección, nuestra maestra cerró el manual y abrió nuestros ojos, nuestros oídos y nuestro corazón a la gloria de Dios. Nos preguntó: «¿Cuánto dinero tenemos en nuestro fondo de fiestas de la clase?»
La depresión económica de aquellos días nos impulsó a responder con orgullo: «Cuatro dólares y setenta y cinco centavos.»
Entonces, tan dulcemente como de costumbre, nos sugirió: «La familia de Billy se halla acongojada y en apuros económicos. ¿Qué les parece la idea de ir esta mañana a visitar a los miembros de la familia y llevarles el dinero de nuestro fondo?»
Recordaré por siempre el grupito aquel que después de recorrer las tres cuadras que distaban de la casa de Billy entró en ésta saludando a su compañero, al hermano de éste, así como a las hermanas y al padre. La ausencia de la madre era notoria. Siempre atesoraré el recuerdo de las lágrimas que brillaron en los ojos de todos los presentes cuando el sobre blanco que contenía nuestro precioso fondo para fiestas pasó de la delicada mano de nuestra maestra a la necesitada mano de aquel padre. Entonces emprendimos el camino de regreso a la capilla con el corazón más liviano de lo que jamás lo hubiera estado; nuestro gozo era más completo, nuestro entendimiento más profundo. Una maestra inspirada por Dios había enseñado a los niños de su clase una lección eterna de verdad divina. «Más bendecido es dar que recibir.»
Bien pudimos haber hecho eco a las palabras de los discípulos en el camino a Emaús: «¿No ardía nuestro corazón en nosotros. . . . cuando nos abría las escrituras?» (Lucas 24:32).
Vuelvo ahora a la conversación que mencioné al principio. Cuando aquel niño escuchó las mofas: «mi papá es más grande que el tuyo,» «mi papá es más inteligente que el tuyo,» «mi papá es doctor,» bien pudo él haber contestado: «Tu papá puede ser más grande que el mío; tu papá puede ser más inteligente que el mío; tu papá puede ser piloto, ingeniero o doctor; pero mi papá, mi papá es maestro.»
Ruego que todos podamos merecer tal sincero y digno elogio.
























