Recordarle siempre a Él

Recordarle siempre a Él

Por el élder D. Todd Christofferson
Del Quórum de los Doce Apóstoles

De un discurso pronunciado en la Universidad Brigham Young–Idaho el 27 de enero de 2009. 

Si recordamos siempre al Salvador podemos hacer con “buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance”, con la seguridad de que Su poder y Su amor por nosotros nos ayudarán en las épocas difíciles.


Las oraciones sacramentales confirman que uno de los propósitos centrales de la Santa Cena, según la instituyó el Señor Jesucristo, es “recordarle siempre” (D. y C. 20:77, 79). Recordar al Salvador indudablemente implica recordar Su expiación, la cual se representa simbólicamente mediante el pan y el agua: emblemas de Su sufrimiento y de Su muerte. No debemos olvidar jamás lo que Él hizo por nosotros, ya que, sin Su expiación y resurrección, la vida no tendría sentido. Sin embargo, gracias a Su expiación y resurrección, nuestra vida tiene un potencial eterno y divino.

Me gustaría explayarme en tres aspectos del significado de “recordarle siempre”: primero, procurar conocer y hacer Su voluntad; segundo, reconocer y aceptar nuestra obligación de responder ante Cristo por cada pensamiento, palabra y acción; y tercero, vivir con fe y sin temor, con el conocimiento de que siempre podemos acudir al Salvador para obtener la ayuda que necesitemos.

Ustedes y yo podemos poner a Cristo en el centro de nuestra vida y llegar a ser uno con Él, como Él es uno con el Padre. Podemos comenzar por separar todo aquello que constituye nuestra vida y luego volver a ponerlo en orden de prioridad, con el Salvador en el centro.

1. Procurar conocer y hacer la voluntad de Cristo al igual que Él procuró la voluntad del Padre.

La oración de la Santa Cena para bendecir el pan nos compromete a estar dispuestos a tomar sobre nosotros el nombre del Hijo “y a recordarle siempre, y a guardar sus mandamientos que él [nos] ha dado” (D. y C. 20:77). También sería apropiado leer este convenio de la siguiente manera: “recordarle siempre a fin de guardar Sus mandamientos”. Ésa es la forma en que Él siempre recordó al Padre. Como Él dijo: “No puedo yo hacer nada por mí mismo; como oigo, juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me envió” (Juan 5:30).

Jesús logró una unidad perfecta con el Padre al someterse a Sí mismo, tanto en cuerpo como en espíritu, a la voluntad del Padre. Refiriéndose a Su Padre, Jesús dijo: “Yo hago siempre lo que a él le agrada” (Juan 8:29). Dado que era la voluntad del Padre, Jesús se sometió incluso a la muerte, “la voluntad del Hijo siendo absorbida en la voluntad del Padre” (Mosíah 15:7). Una de las razones principales por las cuales el ministerio de Jesús tenía tanta claridad y poder es que Él se centraba en el Padre.

Del mismo modo, ustedes y yo podemos poner a Cristo en el centro de nuestra vida y llegar a ser uno con Él, como Él es uno con el Padre (véase Juan 17:20–23). Podemos comenzar por separar todo aquello que constituye nuestra vida y luego volver a ponerlo en orden de prioridad, con el Salvador en el centro. Primero debemos ubicar las cosas que hacen posible que siempre lo recordemos: la oración y el estudio de las Escrituras frecuentes, el estudio concienzudo de las enseñanzas apostólicas, la preparación durante la semana para participar dignamente de la Santa Cena, la adoración dominical, y el dejar registrado y recordar lo que el Espíritu y la experiencia nos enseñan acerca del discipulado.

Quizá se les ocurran otras cosas que sean especialmente apropiadas para la etapa de la vida en la que ustedes se encuentren. Una vez que apartemos el tiempo y los medios suficientes para estos asuntos que centrarán nuestra vida en Cristo, podemos comenzar a agregar otras responsabilidades y asuntos de valor, como la educación y las responsabilidades familiares. De este modo, lo esencial no será desplazado de nuestra vida por aquello que es solamente bueno, y las cosas de menos valor tendrán menor prioridad o desaparecerán por completo.

Reconozco que alinear nuestra voluntad con la de Jesucristo, como Él alineó Su voluntad con la del Padre, no es algo fácil de lograr. El presidente Brigham Young (1801–1877) habló con empatía acerca de nuestro desafío al pronunciar estas palabras:

“Después de todo lo que se ha dicho y hecho, después de que Él ha guiado a Su pueblo por tanto tiempo, ¿no perciben una falta de confianza en nuestro Dios? ¿La perciben en ustedes? Podrían preguntar: ‘Hermano Brigham, ¿usted la percibe en sí mismo?’. Sí, me doy cuenta de que todavía me falta confianza, hasta cierto punto, en Él, en quien confío. ¿Por qué? Porque no tengo el poder, como resultado de lo que la Caída ha traído sobre mí…

“…En ocasiones algo nace en mi interior que… traza una línea divisoria entre mi interés y el interés de mi Padre Celestial, algo que hace que mi interés y el interés de mi Padre Celestial no sean uno precisamente.

“Sé que deberíamos sentir y comprender, hasta donde nos sea posible, hasta donde nuestra naturaleza caída nos lo permita, hasta el punto en que podamos obtener fe y conocimiento para entendernos a nosotros mismos, que el interés del Dios al que servimos es nuestro interés y que no tenemos ningún otro, ni en el tiempo ni en la eternidad”1.

Aunque quizá no sea fácil, podemos seguir adelante con fe en el Señor. Puedo atestiguar que, con el tiempo, nuestro deseo y nuestra capacidad de siempre recordar y seguir al Salvador aumentarán. Debemos esforzarnos con paciencia para lograr ese fin y orar siempre por el discernimiento y la ayuda divina que necesitemos. Nefi aconsejó: “Mas he aquí, os digo que debéis orar siempre, y no desmayar; que nada debéis hacer ante el Señor, sin que primero oréis al Padre en el nombre de Cristo, para que él os consagre vuestra acción, a fin de que vuestra obra sea para el beneficio de vuestras almas” (2 Nefi 32:9).

Fui testigo de un ejemplo sencillo de ese tipo de oración cuando al élder Dallin H. Oaks, del Quórum de los Doce Apóstoles, y a mí se nos dio la asignación de realizar una entrevista a un matrimonio de otro país por medio de una videoconferencia. Poco antes de entrar en el estudio, volví a repasar la información que habíamos reunido acerca del matrimonio y sentí que estaba preparado para la entrevista. Unos minutos antes de la hora prevista, vi que el élder Oaks se encontraba sentado, solo, con la cabeza inclinada. Un momento después, levantó la cabeza y dijo: “Estaba terminando mi oración a fin de prepararme para esta entrevista; necesitaremos el don de discernimiento”. Él no había dejado de lado la preparación más importante: una oración para consagrar nuestras acciones para nuestro bien y para la gloria del Señor.

Aunque logremos “salirnos con la nuestra” en algo en esta vida o mantenerlo oculto de otras personas, aún así tendremos que responder por ello cuando llegue el día inevitable en que comparezcamos ante Jesucristo, el Dios de justicia pura y perfecta.

2. Prepararse para responder ante Cristo por cada pensamiento, palabra y acción.

Un segundo aspecto de recordar siempre al Redentor es vivir conscientes de la responsabilidad que tenemos de responder ante Él por nuestras vidas. Las Escrituras dejan en claro que habrá un día de juicio en que el Señor juzgará a las naciones (véase 3 Nefi 27:16), cuando toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Él es el Cristo (véase Romanos 14:11Mosíah 27:31D. y C. 76:110). Alma describe la naturaleza y el alcance individuales de ese juicio en el Libro de Mormón:

Y Amulek ha hablado claramente concerniente a la muerte, y de ser levantados de esta mortalidad a un estado de inmortalidad, y de ser llevados ante el tribunal de Dios, para ser juzgados según nuestras obras. Entonces, si nuestros corazones han sido endurecidos, sí, si hemos endurecido nuestros corazones contra la palabra, de modo que no se haya hallado en nosotros, entonces nuestro estado será terrible, porque entonces seremos condenados.

“Porque nuestras palabras nos condenarán, sí, todas nuestras obras nos condenarán; no nos hallaremos sin mancha, y nuestros pensamientos también nos condenarán. Y en esta terrible condición no nos atreveremos a mirar a nuestro Dios, sino que nos daríamos por felices si pudiéramos mandar a las piedras y montañas que cayesen sobre nosotros, para que nos escondiesen de su presencia.

“Mas esto no puede ser; tendremos que ir y presentarnos ante él en su gloria, y en su poder, y en su fuerza, majestad y dominio, y reconocer, para nuestra eterna vergüenza, que todos sus juicios son rectos; que él es justo en todas sus obras y que es misericordioso con los hijos de los hombres, y que tiene todo poder para salvar a todo hombre que crea en su nombre y dé fruto digno de arrepentimiento” (Alma 12:14–15).

Cuando el Salvador definió Su evangelio, este juicio era una parte fundamental de él. Él dijo:

“He aquí, os he dado mi evangelio, y éste es el evangelio que os he dado: que vine al mundo a cumplir la voluntad de mi Padre, porque mi Padre me envió.

“Y mi Padre me envió para que fuese levantado sobre la cruz; y que después de ser levantado sobre la cruz, pudiese atraer a mí mismo a todos los hombres, para que así como he sido levantado por los hombres, así también los hombres sean levantados por el Padre, para comparecer ante mí, para ser juzgados por sus obras, ya fueren buenas o malas;

“y por esta razón he sido levantado; por consiguiente, de acuerdo con el poder del Padre, atraeré a mí mismo a todos los hombres, para que sean juzgados según sus obras” (3 Nefi 27:13–15).

Ser “levantado sobre la cruz” es, por supuesto, una manera simbólica de referirse a la expiación de Jesucristo, mediante la cual Él satisfizo las exigencias que la justicia podría imponer sobre cada uno de nosotros. En otras palabras, por medio de Su sufrimiento y Su muerte en Getsemaní y en Gólgota, pagó todo lo que la justicia podía demandarnos por nuestros pecados. Por eso, Él ocupa el lugar de la justicia y es la personificación de ella. Si bien Dios es amor, Dios también es justicia. Ahora nuestras deudas y obligaciones son con Jesucristo; por lo tanto, Él tiene derecho a juzgarnos.

Ese juicio, dice Él, se basa en nuestras obras. Las especialmente “buenas nuevas” de Su evangelio son que Él ofrece el don del perdón con la condición de que nos arrepintamos. Por consiguiente, si nuestras obras incluyen las obras de arrepentimiento, Él perdona nuestros pecados y errores. Si rechazamos el don del perdón al negarnos a arrepentirnos, entonces se imponen los castigos de la justicia que Él ahora representa. Él dijo: “Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten; mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo” (D. y C. 19:16–17).

Así que, recordarle siempre significa que siempre nos acordamos de que no hay nada oculto para Él. No hay ningún aspecto de nuestra vida, ya sean actos, palabras o aun pensamientos, que puedan ocultarse del Padre y del Hijo. Ninguna trampa en un examen, ningún hurto en una tienda, ninguna fantasía o complacencia lujuriosa ni ninguna mentira pasa desapercibida, se ignora, queda oculta o se olvida. Aunque logremos “salirnos con la nuestra” en algo en esta vida o mantenerlo oculto de otras personas, aún así tendremos que responder por ello cuando llegue el día inevitable en que comparezcamos ante Jesucristo, el Dios de justicia pura y perfecta.

Esta realidad me ha impulsado en diferentes ocasiones, ya sea a arrepentirme o a evitar el pecado por completo. En una ocasión, durante la venta de mi casa, hubo un error en la documentación y eso me daba el derecho legal a recibir más dinero del comprador. Mi agente inmobiliario me preguntó si quería retener el dinero, dado que tenía el derecho de hacerlo. Pensé en tener que enfrentarme al Señor, que es la justicia personificada, y tratar de explicarle que tenía derecho a sacar ventaja del comprador y de su error. No lograba imaginarme que sonaría convincente, sobre todo porque probablemente en ese mismo momento yo estaría pidiendo que tuviese misericordia de mí. Sabía que no podría vivir tranquilo si fuese tan deshonesto como para quedarme con el dinero. Le contesté al agente que me ajustaría al acuerdo que todos habíamos entendido originalmente. Para mí, el saber que no tengo nada de qué arrepentirme con respecto a esa transacción es de muchísimo más valor que cualquier suma de dinero.

En una ocasión, cuando era joven, fui negligente, y eso causó que uno de mis hermanos sufriera una herida leve. En ese momento no confesé la tontería que había cometido y nadie supo nunca mi participación en el asunto. Años después, me encontraba orando para que Dios me revelara si había algo en mi vida que debía corregir a fin de ser hallado más digno ante Él, y ese incidente me vino a la mente. Me había olvidado de él y, sin embargo, el Espíritu me susurró que ésa era una transgresión sin resolver que debía confesar. Llamé a mi hermano, me disculpé y le pedí que me perdonara, lo cual hizo de inmediato y con generosidad. Mi vergüenza y remordimiento hubieran sido menores si me hubiese disculpado cuando ocurrió el accidente.

Fue interesante y significativo para mí que el Señor no se hubiera olvidado de aquel acontecimiento del pasado aunque yo sí lo había hecho. Los pecados no se resuelven solos ni simplemente se esfuman. Los pecados no pueden esconderse “debajo de la alfombra” en el esquema de la eternidad. Debemos ocuparnos de ellos y, lo maravilloso es que, debido a la gracia expiatoria del Salvador, podemos remediarlos de un modo mucho más feliz y menos doloroso que si tuviéramos que satisfacer nosotros mismos directamente las demandas de la justicia por la ofensa.

También debe animarnos el pensar en un juicio en el que nada se pasa por alto, ya que eso también significa que ningún acto de obediencia, de bondad, ni ninguna obra de bien, sin importar cuán pequeños sean, se olvidarán, y nunca se retendrán las bendiciones correspondientes.

Sabemos que los desafíos, las desilusiones y las tristezas nos llegarán a todos de diferentes modos, pero también sabemos que al final, gracias a nuestro Abogado divino, todo obrará juntamente para nuestro bien.

3. No temer y acudir al Salvador para que nos ayude.

Durante las primeras épocas de la restauración, Jesús aconsejó y consoló a José Smith y a Oliver Cowdery, quienes trabajaban para traducir el Libro de Mormón y a quienes pronto se les conferiría el sacerdocio. José tenía veintitrés años en esos momentos y Oliver tenía veintidós. La persecución y otros obstáculos eran frecuentes, si no constantes. En esas condiciones, en abril de 1829, el Señor les dirigió estas palabras:

“Así que, no temáis, rebañito; haced lo bueno; aunque se combinen en contra de vosotros la tierra y el infierno, pues si estáis edificados sobre mi roca, no pueden prevalecer.

“He aquí, no os condeno; id y no pequéis más; cumplid con solemnidad la obra que os he mandado.

“Elevad hacia mí todo pensamiento; no dudéis; no temáis.

“Mirad las heridas que traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y pies; sed fieles; guardad mis mandamientos y heredaréis el reino de los cielos. Amén” (D. y C. 6:34–37).

El elevar hacia el Salvador todo pensamiento es, por supuesto, otra manera de decir “recordarle siempre”. Al hacerlo, no tendremos razón para dudar ni temer. El Salvador les recordó a José y a Oliver, al igual que nos recuerda a nosotros, que mediante Su expiación, a Él se le ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra (véase Mateo 28:18); y tiene tanto la capacidad como el deseo de protegernos y atender a nuestras necesidades. He aquí las heridas que traspasaron mi costado, y también las impresiones de los clavos en mis manos y pies.” Solo necesitamos ser fieles y podemos confiar implícitamente en Él y en Su gracia.

Isaías lo expresa de esta manera: “Escuchadme, vosotros que conocéis justicia, el pueblo en cuyo corazón está mi ley; no temáis el oprobio de los hombres, ni os amedrentéis de sus afrentas. Porque la polilla se los comerá como a un vestido, y el gusano los comerá como a lana; pero mi justicia será para siempre, y mi salvación de generación en generación” (Isaías 51:7–8; véase también versículos 12–16).

Precediendo la revelación consoladora a José y Oliver que he citado, el Profeta soportó una experiencia dolorosa y conmovedora, familiar para todos nosotros, que le enseñó a mirar al Salvador y no temer las opiniones, presiones y amenazas de los hombres. Cito de la cuenta en nuestro manual de sacerdocio y Sociedad de Socorro, Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith:

El 14 de junio de 1828, Martin Harris dejó Harmony, Pensilvania, llevando las primeras 116 páginas del manuscrito traducido de las planchas de oro para mostrar a algunos de sus familiares en Palmyra, Nueva York. Al día siguiente, el primer hijo de José y Emma nació, un hijo que llamaron Alvin. El bebé murió ese mismo día, y la salud de Emma decayó hasta que estuvo cerca de la muerte misma. La madre del Profeta escribió más tarde: “Por un tiempo, [Emma] pareció tambalearse al borde del silencioso hogar de su infante. Tan incierto parecía su destino por un tiempo que en el espacio de dos semanas su esposo nunca durmió una hora en calma. Al final de este tiempo, su ansiedad se hizo tan grande por el manuscrito que decidió, ya que su esposa estaba algo mejor, que tan pronto como ella ganara un poco más de fuerza, haría un viaje a Nueva York para ver sobre el mismo.”

En julio, a sugerencia de Emma, el Profeta dejó a Emma al cuidado de su madre y viajó en diligencia hasta la casa de sus padres en Manchester Township, Nueva York. El viaje del Profeta cubrió unas 125 millas y tomó dos o tres días para completarse. Angustiado por la pérdida de su primer hijo, preocupado por su esposa y gravemente preocupado por el manuscrito, José ni comió ni durmió durante todo el viaje. Un compañero de viaje, el único otro pasajero en la diligencia, observó el estado debilitado del Profeta e insistió en acompañarlo en la caminata de 20 millas desde la estación de diligencias hasta la casa de los Smith. Para las últimas cuatro millas de la caminata, recordó la madre del Profeta, “el extraño tuvo que llevar a José por el brazo, porque la naturaleza estaba demasiado exhausta para sostenerlo por más tiempo y él se quedaba dormido mientras estaba de pie.” Inmediatamente al llegar a la casa de sus padres, el Profeta envió a buscar a Martin Harris.

Martin llegó a la casa de los Smith al mediodía, abatido y desolado. No tenía el manuscrito, dijo, y no sabía dónde estaba. Al oír esto, José exclamó: “¡Oh! Mi Dios, mi Dios… Todo está perdido, está perdido. ¿Qué haré? He pecado. Soy yo quien tentó la ira de Dios al pedirle aquello que no tenía derecho a pedir… ¿Cómo me presentaré ante el Señor? ¿De qué reproche no soy digno del ángel del Altísimo?”

A medida que avanzaba el día, el Profeta caminaba de un lado a otro en la casa de sus padres con gran angustia, “llorando y lamentándose.” Al día siguiente, se fue para regresar a Harmony, donde, dijo, “comencé a humillarme en poderosa oración ante el Señor… para que, si fuera posible, pudiera obtener misericordia en Sus manos y ser perdonado de todo lo que había hecho que era contrario a Su voluntad.”

El Señor reprendió severamente al Profeta por temer al hombre más que a Dios, pero le aseguró que podía ser perdonado. “Tú eres José,” dijo el Señor, “y fuiste elegido para hacer la obra del Señor, pero debido a la transgresión, si no eres consciente caerás. Pero recuerda, Dios es misericordioso; por lo tanto, arrepiéntete de lo que has hecho que es contrario al mandamiento que te di, y todavía eres elegido, y nuevamente eres llamado a la obra” (D. y C. 3:9–10).

“Durante un tiempo, el Señor le quitó el Urim y Tumim y las planchas, pero muy pronto se le restituyeron. ‘El ángel estaba contento cuando me devolvió el Urim y Tumim’, comentó el Profeta, ‘y me dijo que Dios estaba complacido por mi fidelidad y humildad, y que me amaba por mi arrepentimiento y mi diligencia en la oración, en lo cual había cumplido tan bien mi deber que… podía comenzar otra vez la obra de traducción’. Al continuar adelante en la gran obra que le esperaba, José se vio fortalecido por el hermoso sentimiento de haber recibido el perdón del Señor y la renovada determinación de hacer Su voluntad”3.

La decisión del Profeta de confiar en Dios y no temer lo que los hombres podían hacer se convirtió en algo permanente después de esa experiencia. Su vida a partir de entonces fue un ejemplo resplandeciente de lo que significa recordar a Cristo al confiar en Su poder y misericordia. Durante su tan difícil y despiadada encarcelación en Liberty, Misuri, José expresó su comprensión con estas palabras:

“Hermanos, vosotros sabéis que un barco muy grande se beneficia mucho en una tempestad, con un timón pequeño que lo acomoda al vaivén del viento y de las olas.

“Por tanto, muy queridos hermanos, hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance; y entonces podremos permanecer tranquilos, con la más completa seguridad, para ver la salvación de Dios y que se revele su brazo” (D. y C. 123:16–17).

En pocas palabras, “recordarle siempre” significa que no vivimos con temor. Sabemos que los desafíos, las desilusiones y las tristezas nos llegarán a todos de diferentes modos, pero también sabemos que al final, gracias a nuestro Abogado divino, todo obrará juntamente para nuestro bien (véase D. y C. 90:2498:3). Ésta es la fe que expresaba el presidente Gordon B. Hinckley (1910–2008) con tanta sencillez cuando decía: “Todo saldrá bien”4. Si recordamos siempre al Salvador, podemos hacer con “buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance”, con la seguridad de que Su poder y Su amor por nosotros nos ayudarán en las épocas difíciles.

Ahora les bendigo para que puedan recordar siempre a nuestro incomparable y divino Redentor—que sientan la necesidad y puedan discernir y seguir Su voluntad en todos los aspectos de sus vidas, para que cada vez más sean uno con Él como Él es uno con el Padre; que siempre retengan una conciencia de su responsabilidad ante el Señor para sostenerles en su lucha contra la tentación o, donde sea necesario, en su arrepentimiento de cualquier pecado o error; y finalmente, que siempre tengan con ustedes la tranquila seguridad de Su amor y gracia que les permitirá soportar los ataques del adversario y sus seguidores y sentir el consuelo y la realidad del cuidado protector de su Señor. Espero que siempre lo recordemos, “para que siempre p[odamos] tener su Espíritu [con nosotros]” (D. y C. 20:77). Testifico del poder de la expiación de Jesucristo. Testifico de la realidad del Señor viviente y resucitado. Testifico del amor infinito y personal del Padre y del Hijo por cada uno de nosotros, y ruego que vivamos recordando constantemente ese amor en todas sus expresiones.

Resumen:

En su discurso, el élder D. Todd Christofferson destaca la importancia de recordar siempre al Salvador Jesucristo y cómo este recordatorio constante puede influir en nuestra vida diaria. Explica que las oraciones sacramentales nos invitan a recordar al Salvador y su expiación, y que hacerlo nos brinda la perspectiva necesaria para enfrentar los desafíos de la vida con fe y optimismo.

Christofferson aborda tres aspectos clave de lo que significa «recordarle siempre»:

  1. Procurar conocer y hacer la voluntad de Cristo, lo que implica centrar nuestra vida en Él y seguir Su ejemplo.
  2. Reconocer nuestra obligación de responder ante Cristo por cada pensamiento, palabra y acción, comprendiendo que habrá un día de juicio en el que seremos responsables de nuestras obras.
  3. Vivir con fe y sin temor, confiando en que el poder y amor del Salvador nos sostendrán en los momentos difíciles.

El discurso enfatiza que recordar a Cristo nos ayuda a mantener una perspectiva eterna, priorizar lo esencial en nuestra vida y encontrar paz y consuelo en Su amor y expiación.

El élder Christofferson profundiza en la importancia de mantener a Jesucristo en el centro de nuestras vidas. Al destacar la oración y el estudio de las Escrituras como medios para lograrlo, subraya que estas prácticas no son solo deberes religiosos, sino actos conscientes que nos permiten alinear nuestra voluntad con la del Salvador. Al recordar siempre a Cristo, se nos anima a actuar con integridad y responsabilidad, conscientes de que nuestras acciones tienen un impacto eterno.

El discurso también aborda la realidad del juicio final, lo que añade un sentido de urgencia y propósito a la vida de los creyentes. La responsabilidad de responder ante Cristo por nuestras acciones nos motiva a vivir con rectitud y arrepentimiento continuo.

Christofferson utiliza ejemplos personales y doctrinas fundamentales para ilustrar cómo el recordar siempre a Cristo puede transformar nuestra vida. Su enfoque en la obediencia y la responsabilidad personal resalta la importancia de vivir con intencionalidad y propósito, sabiendo que nuestras decisiones diarias nos preparan para el juicio final. Al mismo tiempo, su mensaje es profundamente consolador, ya que nos recuerda que podemos confiar en el poder redentor de Cristo para guiarnos y fortalecernos en nuestra jornada.

El mensaje central del élder Christofferson es que recordar siempre al Salvador es la clave para vivir una vida plena y significativa. Al centrar nuestras acciones y pensamientos en Cristo, podemos enfrentar los desafíos de la vida con fe y esperanza, sabiendo que Su amor y expiación nos sostendrán. Este discurso es un poderoso recordatorio de que, al poner a Cristo en el centro de nuestra vida, no solo encontramos paz y dirección, sino que también nos preparamos para la eternidad.

Este enfoque de «recordarle siempre» nos invita a vivir con una perspectiva eterna, valorando lo que realmente importa y confiando en que, con la ayuda del Salvador, todo saldrá bien.


  1. Brigham Young, “Discourse”, Deseret News,10 de septiembre de 1856, pág. 212.
  2. Véase Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith, 2007, pág. 75.
  3. Enseñanzas: José Smith,pág. 76.
  4. En Jeffrey R. Holland, “El president Gordon B. Hinckley: Valiente y denodado”, Liahona, agosto de 1995, edición especial, págs. 5-6.
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