El plan de Cristo

Conferencia General Octubre 1959

El plan de Cristo

Henry D. Moyle

Por Henry D. Moyle
de la Primera Presidencia


“Creemos en Dios, el Eterno Padre, y en su Hijo Jesucristo, y en el Espíritu Santo.”

Sobre este artículo de nuestra fe se funda la Iglesia. Jesucristo, nuestro Señor y Maestro es el Hijo del Dios Viviente. Cristo es nuestra cabeza. Su vida y obras en el estado terrenal tuvieron un propósito doble en el plan eterno del hombre: Primero, redimir al hombre de la caída. Por consiguiente ha sido llamado el Redentor del género humano. Igual que Pablo en la antigüedad, creemos que:

Si solamente en esta vida tenemos esperanza en Cristo, somos los más dignos de lástima de todos los hombres.
Pero ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos; y llegó a ser primicias de los que durmieron.
Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos.
Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. (1 Corintios 15:19-22)

La expiación de Cristo tuvo, a su vez, dos propósitos: Primero, como ya he dicho, redimir al hombre de la caída. Es por medio de esta expiación que el hombre resucita de los muertos a fin de que gane la vida eterna en su plenitud, para que se lleve a cabo la reunión del cuerpo y del espíritu después de la muerte. Esto constituye la plenitud del hombre.

El segundo propósito de la expiación fue que resucitásemos, libres de nuestras transgresiones del estado carnal y no tener que vivir para siempre con nuestros pecados. Cristo también expió todos nuestros pecados individuales. De ahí que decimos que Él tomó sobre sí los pecados del mundo. Juan nos dice: ‘‘Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna.” (Juan 3:16)

En nuestro segundo Artículo de Fe, nosotros decimos: ‘‘Creemos que los hombres serán castigados por sus propios pecados, y no por la transgresión de Adán.”

Vemos, pues, que la expiación de Cristo nos trae la redención de la muerte. Todos llegamos a ser frutos de la resurrección. La redención de nuestros propios pecados depende de nosotros. No somos salvos de nosotros mismos únicamente por la gracia, como lo somos de la transgresión de Adán. Si entendemos esta diferencia sencilla, tendremos la facultad para distinguir en gran manera entre la verdad y el error.

Cuando buscamos la inspiración de Dios en respuesta a nuestras oraciones, Él nos inspira. Nos arrepentimos, y el arrepentimiento nos conduce a reconocer las leyes y ordenanzas de Dios, de acuerdo con las cuales el hombre, mediante sus propios esfuerzos y el ejercicio de su propia fuerza de voluntad, puede elevarse a sí mismo del pecado a la justicia. Cuando hace esto, va por el camino que conduce a la salvación y exaltación eternas en el reino de nuestro Padre Celestial.

Refiriéndose a Cristo, S. Pablo dice:

Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia;
Y consumado, vino a ser causa de eterna salud a todos los que le obedecen. (Hebreos 5:8-9)

Cristo nos ha dado el modelo en todas las cosas. Fue para este propósito que vino a la tierra. Según el juicio o misericordia de Dios, no puede tolerarse ni justificarse ninguna desviación de su plan. Por otra parte, no hay excusa, no hay razón para que todos los hombres no le rindan obediencia, más bien que tratar de justificarse a sí mismos porque están siguiendo algún otro curso en la vida. Cristo vino para ayudarnos a labrar nuestra salvación.

En la misión terrenal de Cristo están comprendidos dos aspectos. En primer lugar, enseñó el plan a sus discípulos por medio del ejemplo así como el precepto. Sus enseñanzas comenzaron con su propio bautismo en las aguas del Jordán, que recibió por inmersión de las manos de Juan, ya que éste había sido comisionado debidamente del Señor para efectuar esta ordenanza. ¿Pudo haber recalcado mejor la importancia del bautismo de algún otro modo?

Y Jesús, después que fue bautizado, subió inmediatamente del agua; y he aquí, los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma y se posaba sobre él.
Y he aquí, una voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco. (Mateo 3:16, 17)

En seguida hallamos a Jesús en las manos del tentador. En esta forma nos enseñó, por medio de su ejemplo, a vencer el poder del mal. Todos debemos reconocer en nuestras vidas la existencia de dos fuerzas grandes, y aprender, desde nuestros años tiernos, que con el poder y la inspiración de Dios podemos vencer, resistir y desviar toda fuerza maligna. Aun su ayuno de cuarenta días nos hace comprender cómo nosotros, en igual manera, podemos eficazmente alcanzar la fuente de poder que es esencial para nuestro propio progreso. ¿En qué forma pudo el Salvador habernos enseñado mejor cómo dar principio a una vida de humildad y de servicio?

Luego vemos a Cristo en el monte, enseñando a los discípulos que había escogido—y con ellos a otros oyentes, sí, toda una multitud—los principios por medio de los cuales los hombres pueden y deben gobernar sus vidas. De estas enseñanzas proviene el Sermón del Monte. ¡Ojalá todos los hombres las entendieran! Sin embargo, no todos los hombres comprenden las enseñanzas de Cristo. Sus instrucciones bastan para haber enseñado a todos los que han escuchado y todos los que han leído o que ahora leen, que deben reconocerlo como el Hijo del Dios Viviente.

Relativamente pocos lo siguieron. Muchos de ellos estaban sumamente embuídos en las prácticas paganas de lo pasado, sumamente confiados en sí mismos para dar cabida en su mente y corazón a la verdad, aun cuando fue declarada con la convicción, conocimiento y poder de Dios, manifestados por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor y Maestro.

El tiempo no me permite enumerar todas sus enseñanzas. ¡Cuán agradecidos estamos porque nos dio la Santa Cena y nos mandó que nos reuniésemos frecuentemente para participar de ella y renovar nuestros convenios de guardar sus leyes y obedecer sus mandamientos así como prometimos hacer en las aguas del bautismo!

Su segundo propósito no se llevó a cabo por completo sino hasta después de su crucifixión y resurrección, poco antes de su ascensión al cielo, cuando comisionó a sus apóstoles de la antigüedad para que fueran a todo el mundo y predicaran el evangelio de Jesucristo a toda nación, tribu lengua y pueblo, y que todo el que creyera debía ser bautizado y de esa manera efectuar su propia salvación.

Y acercándose Jesús, les habló, diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.
Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén. (Mateo 28:18-20)

También en esto estableció el gran modelo por el cual habían de regirse sus discípulos en todas las generaciones. El plan que Cristo nos dio puede declararse en forma muy sencilla:

Escuchamos el evangelio.
Nos arrepentimos.
Somos inspirados.
Nos convertimos por esa inspiración, el don del Espíritu Santo.
Aceptamos y aprendemos el evangelio.
Enseñamos el evangelio a otros.

Mediante el don y el poder de Dios se revela su divinidad a los que buscan la verdad. Eso es lo que significa este pasaje de las Escrituras: “Buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.”

Nosotros mismos debemos obrar. Debemos iniciar, de nuestra propia voluntad, nuestra búsqueda en pos de la verdad. Al hacerlo, el Señor nos magnifica y llena nuestras almas con su Santo Espíritu y nos conduce a la fe y al arrepentimiento. Cuando hemos recibido y entendido la palabra, aceptamos el evangelio y le rendimos obediencia.

Nuestro tercer y cuarto Artículos de Fe rezan de esta manera:

Creemos que por la expiación de Cristo todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio.

Creemos que los primeros principios y ordenanzas del evangelio son, primero: Fe en nuestro Señor Jesucristo; segundo: Arrepentimiento; tercero: Bautismo por inmersión para la remisión de pecados; cuarto: Imposición de manos para comunicar el don del Espíritu Santo.

Expresamos nuestro amor y devoción a Dios por nuestra conversión, proclamando su palabra a otros, así como Él nos la ha dado a nosotros. Pasamos nuestra vida enseñándonos el evangelio el uno al otro en la Iglesia, en nuestros hogares, en todas nuestras asambleas de adoración. Proclamamos las verdades del evangelio a nuestros vecinos y amigos que se hallan lejos o cerca de nosotros. Cumplimos con nuestra misión en la tierra tratando de seguir, en este respecto así como en todos los demás, las instrucciones, el ejemplo y enseñanzas de Cristo, nuestro Señor.

Habiéndose dado a Pedro y a los apóstoles de la antigüedad esta comisión de predicar a toda nación, efectivamente los vemos predicando el evangelio, y la primera historia escrita de sus obras en la misión dice lo siguiente:

Y cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un lugar;
y de repente, vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados;
y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, que se asentaron sobre cada uno de ellos.
Y todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen.
Entonces Pedro, poniéndose de pie con los once, alzó la voz y les habló, diciendo:…
Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo.
Entonces al oír esto, se compungieron de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos?
Y Pedro les dijo: Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo.
Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare. (Hechos 2:1-4, 14, 36-39)

Pero Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas: que su Cristo había de padecer.
Así que, arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan tiempos de refrigerio de la presencia del Señor,
y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado;
a quien de cierto es menester que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempos antiguos.
Porque Moisés dijo a los padres: El Señor vuestro Dios os levantará de entre vuestros hermanos un profeta como yo; a él oiréis en todas las cosas que os hablare.
Y acontecerá que toda alma que no oiga a aquel profeta será desarraigada del pueblo. (Hechos 3:18-23)

Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: Gobernantes del pueblo y ancianos de Israel:
Si se nos interroga hoy acerca del beneficio hecho a un hombre enfermo, de qué manera este haya sido sanado,
sea notorio a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano.
Este Jesús es la piedra rechazada por vosotros los edificadores, la cual ha llegado a ser cabeza del ángulo. (Hechos 4:8-11)

En la actualidad, y durante los 130 años de la existencia de la Iglesia Restaurada de Jesucristo, el Espíritu que inspiró a Pedro y a sus compañeros en la antigüedad ha impelido a los élderes de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días a que hagan la misma cosa. Desde 1830 hemos enviado jóvenes al mundo, hombres así como mujeres, los cuales predican el evangelio en su verdad y en su pureza, por causa del amor del evangelio y el testimonio de su divinidad que han recibido del Espíritu Santo. Dedican su tiempo y sus recursos a fin de cumplir esta misión de llamar a todas las personas al arrepentimiento y enseñar el plan de vida y salvación que el Salvador nos ha dado. El evangelio ha sido restaurado a la tierra en su plenitud, en su sencillez y pureza en estos días, por conducto del profeta José Smith.

Igual que Pablo en la antigüedad, con corazones puros y manos limpias, declaran, mientras dedican sus vidas a su obra como misioneros:

Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado.
Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor;
y ni mi palabra ni mi predicación fueron con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder,
para que vuestra fe no estuviese fundada en la sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios.
Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó,ni han subido al corazón del hombre,son las que Dios ha preparado para aquellos que le aman.
Porque, ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. (1 Corintios 2:2-5, 9, 11)

Todo el que se convierte a la Iglesia en la actualidad tiene en su corazón este deseo de decir a otros lo que ha encontrado. Hay gozo en conocer la verdad, y gozo en compartirla intuitivamente con otros.

Este es el don del Espíritu Santo. Es la muestra segura de nuestra conversión. No todos los miembros de la Iglesia salen de sus hogares a cumplir una misión en el mundo a fin de llevar a vosotros, mis amigos, el evangelio a vuestros hogares; sino que dentro de la esfera de su influencia, nuestro pueblo continúa testificando toda su vida de la existencia de Dios, lo cual les da esa paz que únicamente puede venir de nuestro Padre Celestial.

Como élderes de Israel, tenemos actualmente la responsabilidad de proclamar su palabra al mundo y anunciar el arrepentimiento a los hijos e hijas de nuestro Padre Celestial.

Hermanos y hermanas nuestros por todo el mundo, vosotros que nos estáis escuchando, que no sois de nosotros, os rogamos que deis a nuestros misioneros la oportunidad que tan sinceramente buscan, de presentaros los principios sencillos del evangelio, cual los enseñó el propio Jesucristo. Estos misioneros vienen a vosotros con el sacerdocio de Dios. Han recibido su poder y autoridad para predicar el evangelio y administrar sus ordenanzas. Han traído el gozo a miles y decenas de miles en lo pasado. Todos los que nos hallamos aquí hoy estamos aquí como resultado de una labor igual por parte de los que fueron misioneros en otros tiempos.

Amigos míos, no conviene que tapéis vuestros oídos para no oír la verdad, porque os declaramos con toda seriedad que Dios vive y que nuevamente ha hablado de los cielos; y una vez más ha restaurado su poder y su sacerdocio en su fuerza y pureza cristinas a aquellos de nosotros a quienes Él ha llamado para que efectuemos su obra en esta dispensación en la cual hará reunir en uno todo lo que ha dado a sus hijos en todas las generaciones anteriores: todo lo que se ha anunciado por medio de sus profetas de la antigüedad.

Tenemos el poder y la autoridad para conferir estas mismas bendiciones sobre todas las naciones, así como lo hicieron los apóstoles de la antigüedad en los países donde obraron como misioneros.

El profeta Daniel dijo:

Y en los días de estos reyes, el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido ni será dejado el reino a otro pueblo; despedazará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre. (Daniel 2:44)

Juan el Teólogo pronunció una de las profecías más hermosas de todas, con referencia a la restauración del evangelio en estos postreros días cuando dijo:

Y vi a otro ángel volar por en medio del cielo, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los que moran en la tierra, y a toda nación, y tribu, y lengua y pueblo,
diciendo a gran voz: Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas. (Apocalipsis 14:6-7)

Gran parte de estas profecías se han cumplido. El evangelio se ha restaurado sobre la tierra. Dios continúa magnificando a aquellos sobre quienes ha conferido su autoridad en estos postreros días, a fin de que sirvan a su pueblo y guíen y dirijan a los de corazón sincero de todo el mundo, por los senderos de la verdad y justicia.

Declaramos de la manera más solemne que hemos sido llamados de Dios, y que proclamamos su palabra al mundo en virtud de su poder y autoridad. Invocamos sus bendiciones sobre todo el género humano, y particularmente para que sus corazones sean abiertos, sus deseos se inclinen hacia la justicia y escuchen, entiendan y atesoren la verdad cuando les sea presentada por sus siervos debidamente ordenados y constituidos, a saber, los misioneros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Dios los bendiga a ellos, y a nosotros, así como a todos los que presten oído a sus enseñanzas, rogamos humildemente este día, en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.

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