La Familia

La Familia

Henry B. Eyring

por el élder Henry B. Eyring
del Quorum de los Doce Apóstoles
Charla fogonera del SEI para jóvenes de edad universitaria, 5 de noviembre de 1995.


La unidad familiar es fundamental no sólo para la sociedad y para la Iglesia, sino también para nuestra esperanza de obtener la vida eterna.


A partir de la restauración del Evangelio de Jesucristo a través del profeta José Smith, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días había emitido tan sólo cuatro proclamaciones1. Desde la última, que describía el progreso que la Iglesia había logrado en los ciento cincuenta años de su historia, habían pasado más de quince años. Y así, podemos comprender la importancia que da nuestro Padre Celestial a la familia, tema de la quinta y más reciente proclamación, emitida el 23 de septiembre de 19952.

En vista de que nuestro Padre ama a Sus hijos, no nos dejará hacemos conjeturas en cuanto a lo que más importa en esta vida con respecto a lo que debemos recalcar para ser felices y a la tristeza que puede resultar de nuestra indiferencia. A veces, mediante la inspiración, lo comunicará directamente a la persona, pero, además, nos dirá estos asuntos importantes a través de Sus siervos. Citando las palabras del profeta Amos, registradas hace mucho tiempo: “Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas” (Amos 3:7). Esto lo hace a fin de que aun los que no sientan la inspiración puedan saber, si tan sólo escuchan, que se les ha dicho la verdad y que se les ha advertido al respecto.

El título de la proclamación sobre la familia dice: “La familia: Una proclamación para el mundo— La Primera Presidencia y el Consejo de los Doce Apóstoles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”.

Hay tres elementos del título en los que debemos reflexionar detenidamente. Primero, el tema: la familia; segundo, a quién está dirigida, o sea, a todo el mundo; y tercero, los que emiten la proclamación son aquellas personas a las que sostenemos como profetas, videntes y reveladores. Todo esto significa que la familia debe tener para nosotros gran importancia, que el contenido de la proclamación puede ayudar a cualquier persona del mundo y que la proclamación está incluida en la promesa que dio el Señor cuando dijo: “…sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo” (D. y C. 1:38).

Antes de examinar las palabras de la proclamación, notemos que el título en sí nos dice algo en cuanto a la manera de preparamos para las palabras que vienen más adelante. Podemos suponer que Dios no nos dirá simplemente algunas cosas interesantes en cuanto a la familia; nos dirá lo que debe ser la familia y el porqué. Es más, sabemos que nuestro Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo desean que lleguemos a ser como Ellos para poder morar en Su presencia para siempre como familias. Sabemos que eso es verdad por la sencilla declaración de Sus intenciones: “…ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39).

La vida eterna: un destino que está a nuestro alcance

Vida eterna significa llegar a ser como el Padre y vivir para siempre en familia con felicidad y gozo; por tanto, sabemos que lo que Él quiere para nosotros requerirá ayuda más allá de nuestro propio poder. Y si nos sentimos incapaces de hacerlo, ese sentimiento facilitará el que nos arrepintamos y estemos preparados para depender de la ayuda del Señor. El hecho de que la proclamación se aplica a todo el mundo, o sea, a toda persona y a todo gobierno, nos da la certeza de que no tenemos que sentimos abrumados por los sentimientos de incapacidad. Quienquiera que seamos y por más difíciles que sean nuestras circunstancias, podemos saber que lo que nuestro Padre requiere de nosotros a fin de habilitarnos para recibir las bendiciones de la vida eterna no quedará fuera de nuestra capacidad para lograrlo. Es verdad lo que dijo un joven hace mucho tiempo cuando enfrentó una asignación aparentemente imposible: “…porque sé que él nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que cumplan lo que les ha mandado” (1 Nefi3:7).


«Las ordenanzas y los convenios sagrados disponibles en los santos templos permiten que las personas regresen a la presencia Dios y que las familias sean unidas eternamente».


Quizás tengamos que orar con fe para saber lo que hemos de hacer, y después de recibir ese conocimiento debemos orar con la determinación de obedecer. Pero podemos saber qué hacer y estar seguros de que el Señor nos ha preparado el camino. Al leer lo que la proclamación nos dice en cuanto a la familia, podemos esperar, y de hecho debemos esperar, recibir impresiones en la mente en cuanto a lo que debemos hacer. Y podemos tener la confianza de que es posible hacer lo que esas impresiones nos indiquen.

La proclamación comienza con estas palabras: “Nosotros, la Primera Presidencia y el Consejo de los Doce Apóstoles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, solemnemente proclamamos que el matrimonio entre el hombre y la mujer es ordenado por Dios y que la familia es la parte central del plan del Creador para el destino eterno de Sus hijos”.

Tratemos de imaginar que somos niños pequeños, que escuchamos esas palabras por vez primera y que creemos que son verdaderas. Ésa puede ser una buena actitud cada vez que leamos o escuchemos la palabra de Dios, porque Él nos ha dicho: “De cierto os digo, que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Lucas 18.17).

Un niño pequeño se sentiría seguro al escuchar las palabras “el matrimonio entre el hombre y la mujer es ordenado por Dios”, y sabría que la añoranza de contar con el amor tanto del padre como de la madre, distintos entre sí pero que de alguna manera se complementan perfectamente, existe porque dicha añoranza forma parte del plan eterno, el plan de felicidad. El niño también se sentiría más seguro al saber que Dios ayudará a sus padres a resolver sus diferencias y a amarse el uno al otro si tan sólo piden Su ayuda y se esfuerzan para lograrlo. Las oraciones de los niños de toda la tierra ascenderían a Dios para suplicarle Su ayuda en favor de los padres y de las familias.

Ahora leamos de la misma manera, como si fuéramos niños pequeños, las palabras de la proclamación que figuran a continuación:

“Todos los seres humanos, hombres y mujeres, son creados a la imagen de Dios. Cada uno es un amado hijo o hija espiritual de padres celestiales y, como tal, cada uno tiene una naturaleza y un destino divinos. El ser hombre o mujer es una característica esencial de la identidad y el propósito eternos de los seres humanos en la vida premortal, mortal y eterna.

“En la vida premortal, los hijos y las hijas espirituales de Dios lo conocieron y lo adoraron como su Padre Eterno, y aceptaron Su plan por el cual obtendrían un cuerpo físico y ganarían experiencias terrenales para progresar hacia la perfección y finalmente cumplir su destino divino como herederos de la vida eterna. El plan divino de felicidad permite que las relaciones familiares se perpetúen más allá del sepulcro. Las ordenanzas y los convenios sagrados disponibles en los santos templos permiten que las personas regresen a la presencia de Dios y que las familias sean unidas eternamente”.

El comprender esas verdades debe facilitar el que nos sintamos como un niño pequeño, no sólo al leer la proclamación sino en el transcurso de nuestra vida, porque somos niños, ¡pero en qué familia y con qué Padres! Podemos imaginarnos cómo éramos, por más tiempo del que podemos suponer, hijos e hijas que se relacionan en nuestro hogar celestial con Padres que nos conocían y nos amaban. También, sabemos que en el mundo premortal éramos hombres o mujeres que poseían dones singulares adscritos a nuestro género particular y que, a fin de obtener la felicidad eterna, era necesario contar con la oportunidad de casamos y llegar a ser uno. Pero ahora que estamos aquí podemos imaginamos que estamos de nuevo en casa con nuestros Padres Celestiales, después de la muerte, en ese lugar maravilloso, ya no tan sólo como hijos e hijas, sino también como esposos y esposas, padres y madres, abuelos y abuelas, nietos y nietas, unidos para siempre en familias amorosas.

Con ese panorama, nunca nos sentiremos tentados a pensar: “Quizás no me agrade la vida eterna. Tal vez sería igualmente feliz en otro lugar en la vida después de la muerte; al fin y al cabo, ¿no he oído decir que supuesta-mente aun los reinos más bajos son más hermosos que cualquier cosa aquí en la tierra?”.

Para refutar esas actitudes, debemos tener la meta de la vida eterna no sólo en la mente sino también en el corazón. Lo que queremos es tener la vida eterna en familia. No la queremos solamente porque eso es lo que casualmente resulta, ni tampoco queremos algo tan sólo parecido a la vida eterna. Queremos la vida eterna, sea cual fuere el costo en esfuerzo, dolor y sacrificio; por tanto, cada vez que nos sintamos tentados a hacer de la vida eterna nuestra esperanza en lugar de nuestra determinación, podríamos pensar en un edificio que vi recientemente.

Me encontraba en Boston, Massachusetts, y para recordar viejos tiempos, caminé hasta la pensión en donde había vivido cuando conocí a Kathleen, que ahora es mi esposa. Eso hacía ya mucho tiempo, de modo que esperaba encontrar la casa en condiciones desvencijadas pero, para mi asombro, estaba recién pintada y la habían renovado. Recordé la ganga que los dueños daban a los estudiantes que arrendaban las habitaciones. Yo tenía mi propio dormitorio grande con baño, muebles y sábanas, servicio de limpieza, seis desayunos abundantes y cinco cenas maravillosas cada semana, y todo a un costo semanal muy reducido. Además, las comidas eran abundantes y la casera las preparaba con tanta habilidad que, con cierto cariño, la llamábamos “Mamá Soper”. Ahora comprendo que no le di las gracias a la Sra. Soper con suficiente frecuencia, ni tampoco al Sr. Soper ni a su hija, porque supongo que fue una carga bastante pesada el tener que dar de cenar a doce jóvenes solteros todas las noches de entre semana.

Pues bien, esa vieja pensión podría haber tenido las habitaciones más amplias, el mejor servicio y los huéspedes más refinados, pero no querríamos vivir allí más que un corto tiempo. Podría ser la casa más hermosa que pudiéramos imaginarnos, y aún así, no querríamos vivir allí para siempre, solteros, si tuviéramos aunque fuera un tenue recuerdo o una remota visión de una familia con padres e hijos amados como la que tuvimos antes de venir a esta tierra y como la que tenemos el destino de formar y tener para siempre. Hay un solo lugar en el cielo en donde habrá familias: el grado más alto del reino celestial. Allí es donde todos querremos estar.

El niño pequeño que escuchara y creyera las palabras de la proclamación con respecto a la familia unida para siempre se dedicaría, de inmediato y durante toda la vida, a buscar un santo templo en el que se efectúen ordenanzas y convenios que permitan perpetuar las relaciones familiares más allá del sepulcro. Ese niño comenzaría a esforzarse por ser digno y a prepararse de otras formas para atraer a su futura pareja, que también sería digna de recibir tales ordenanzas. Las palabras de la proclamación ponen en claro que el recibir esas bendiciones requiere algunas experiencias de cierta manera perfeccionadoras. Al principio el niño quizás no perciba, pero al poco tiempo aprende, que el tomar resoluciones y el esforzarse más sólo puede producir un progreso inseguro hacia la perfección. Necesita ayuda adicional.

Es más, con los años vendrán tentaciones de hacer cosas que fomenten sentimientos de culpabilidad. Todo niño, algún día, sentirá el remordimiento de conciencia que todos hemos experimentado. Y los que sientan aquel inestimable sentimiento de culpabilidad y no puedan deshacerse de él quizás desesperen, pensando que el alcanzar la vida eterna requiere un progreso hacia la perfección que ven cada vez más lejos. Así que ustedes y yo debemos tomar la determinación de siempre hablar con las personas que aún no saben lo que nosotros sabemos en cuanto a la forma en que se alcanza la perfección. Lo haremos porque sabemos que algún día ellos querrán lo que nosotros queremos y entonces comprenderán que éramos sus hermanos o hermanas y que conocíamos el camino a la vida eterna. No es difícil ser un miembro misionero si se piensa en ese momento del futuro en que ellos y nosotros veremos las cosas tal como son.

La santidad de la vida humana

Otras palabras de la proclamación tendrán para nosotros importancia especial, sabiendo lo que sabemos en cuanto a la vida eterna; son las que aparecen en los dos párrafos siguientes:

“El primer mandamiento que Dios dio a Adán y a Eva tenía que ver con el potencial que, como esposo y esposa, tenían de ser padres. Declaramos que el mandamiento que Dios dio a Sus hijos de multiplicarse y henchir la tierra permanece inalterable. También declaramos que Dios ha mandado que los sagrados poderes de la procreación se deben utilizar sólo entre el hombre y la mujer legítimamente casados, como esposo y esposa.

“Declaramos que la forma por medio de la cual se crea la vida mortal fue establecida por decreto divino. Afirmamos la santidad de la vida y su importancia en el plan eterno de Dios”.

Un niño, creyendo esas palabras, podría fácilmente detectar los errores del razonamiento de algunos adultos. Por ejemplo, personas aparentemente sabias y poderosas echan la culpa de la pobreza y la hambruna al exceso de habitantes en algunas partes de la tierra o en toda la tierra. Abogan con vehemencia en favor de limitar la cantidad de nacimientos, como si eso produjera la felicidad humana. El niño que cree lo que dice la proclamación sabrá que eso no puede ser, y lo sabrá aun antes de escuchar las palabras que reveló el Señor a través de Su profeta José Smith: “Porque la tierra está llena, y hay suficiente y de sobra; sí, yo preparé todas las cosas, y he concedido a los hijos de los hombres que sean sus propios agentes” (D. y C. 104:17).


«El primer mandamiento que Dios dio a Adán y a Eva tenía que ver con el potencial que, como esposo y esposa, tenían de ser padres».


Un niño podría ver que nuestro Padre Celestial no mandaría a los hombres y a las mujeres casarse, multiplicar y henchir la tierra si los hijos a los que invitaran a venir a la vida terrenal fueran a agotar los recursos de la tierra. En vista de que hay suficiente y de sobra, el enemigo de la felicidad humana, así como la causa de la pobreza y de la hambruna, no es el nacimiento de hijos, sino el que las personas no hagan con la tierra lo que Dios podría enseñarles si tan sólo preguntaran y después obedecieran, porque son sus propios agentes.

También comprenderíamos que el mandamiento de ser castos, de emplear los poderes de la procreación solamente como esposo y esposa, no nos limita, sino que nos expande y nos exalta. Los hijos son herencia de Jehová para nosotros en esta vida y también en la eternidad. La vida eterna no sólo significa tener para siempre a los descendientes que tengamos en esta vida, sino también tener aumento eterno. Esta es la descripción de lo que les espera a los que hayamos sido casados en el templo como marido y mujer por un siervo de Dios que posee la autoridad para ofrecernos las sagradas ordenanzas selladoras. Estas son las palabras del Señor:

“…les será cumplido en todo cuanto mi siervo haya declarado sobre ellos, por el tiempo y por toda la eternidad; y estará en pleno vigor cuando ya no estén en el mundo; y los ángeles y los dioses que están allí les dejarán pasar a su exaltación y gloria en todas las cosas, según lo que haya sido sellado sobre su cabeza, y esta gloria será una plenitud y continuación de las simientes por siempre jamás.

“Entonces serán dioses, porque no tendrán fin; por consiguiente, existirán de eternidad en eternidad” (D. y C. 132:19-20).

Ahora podemos ver por qué nuestro Padre Celestial impone una norma tan elevada en cuanto al uso de los poderes de la procreación, porque la continuación de ellos es la esencia misma de la vida eterna. El Señor Jesucristo nos ha dicho lo que vale la vida eterna: “Y si guardas mis mandamientos y perseveras hasta el fin, tendrás la vida eterna, que es el mayor de todos los dones de Dios” (D. y C. 14:7).


«Dios ha mandado que los sagrados poderes de la procreación se deben utilizar sólo entre el hombre y la mujer legítimamente casados, como esposo y esposa».


Podemos comprender por qué nos manda nuestro Padre Celestial que veneremos la vida y que apreciemos como sagrados los poderes que la producen. ¿Cómo podrá nuestro Padre darnos esos sentimientos de reverencia en las eternidades si no los tenemos en esta vida? La vida familiar aquí es la escuela en donde nos preparamos para la vida familiar allá. El propósito de la Creación fue y es el darnos la oportunidad de tener una vida familiar allá; por eso se describió con estas palabras la venida de Elías el Profeta: “…Y él plantará en el corazón de los hijos las promesas hechas a los padres, y el corazón de los hijos se volverá a sus padres. De no ser así, toda la tierra sería totalmente asolada a su venida” José Smith—Historia 1:39).

Para algunos de nosotros, la prueba de la escuela de la vida terrenal será desear con todo el corazón casarnos y tener hijos en esta vida y que se nos demore o se nos niegue el cumplimiento de ese deseo. Pero nuestro Padre y Su Hijo Jesucristo, justos y amorosos, pueden volver aun esa pena en una bendición. No se negarán las bendiciones de la vida eterna a nadie que se esfuerce con toda fe y con todo el corazón por obtenerlas. Y cuán grande será el gozo y cuánto más profundo el aprecio cuando lleguen, después de haber perseverado ahora con paciencia y fe.

Cómo obtener la felicidad en la vida familiar

La proclamación describe la capacitación que recibimos aquí para la vida familiar:

“El esposo y la esposa tienen la solemne responsabilidad de amarse y cuidarse el uno al otro, y también a sus hijos. ‘He aquí, herencia de Jehová son los hijos’ (Salmos 127:3). Los padres tienen la responsabilidad sagrada de educar a sus hijos dentro del amor y la rectitud, de proveer para sus necesidades físicas y espirituales, de enseñarles a amar y a servirse el uno al otro, de guardar los mandamientos de Dios y de ser ciudadanos respetuosos de la ley dondequiera que vivan. Los esposos y las esposas, madres y padres, serán responsables ante Dios del cumplimiento de estas obligaciones.

“La familia es ordenada por Dios. El matrimonio entre el hombre y la mujer es esencial para Su plan eterno. Los hijos tienen el derecho de nacer dentro de los lazos del matrimonio, y de ser criados por un padre y una madre que honran sus promesas matrimoniales con fidelidad completa. Hay más posibilidades de lograr la felicidad en la vida familiar cuando se basa en las enseñanzas del Señor Jesucristo. Los matrimonios y las familias que logran tener éxito se establecen y mantienen sobre los principios de la fe, la oración, el arrepentimiento, el perdón, el respeto, el amor, la compasión, el trabajo y las actividades recreativas edificantes. Por designio divino, el padre debe presidir sobre la familia con amor y rectitud y tiene la responsabilidad de protegerla y de proveerle las cosas necesarias de la vida. La responsabilidad primordial de la madre es criar a los hijos. En estas responsabilidades sagradas, el padre y la madre, como iguales, están obligados a ayudarse mutuamente. Las incapacidades físicas, la muerte u otras circunstancias pueden requerir una adaptación individual. Otros familiares deben ayudar cuando sea necesario”.

Estos dos párrafos están repletos de aplicaciones prácticas. Hay cosas que podemos empezar a hacer ahora mismo a fin de proveer para las necesidades espirituales y físicas de una familia y también prepararnos, mucho antes de que surja la necesidad, a fin de tener paz, sabiendo que hemos hecho todo lo posible.

Para comenzar, podemos tomar la decisión de planificar para tener éxito y no para fracasar. Todos los días enfrentamos estadísticas que intentan persuadirnos de que supuestamente, al igual que los dinosaurios, se está extinguiendo la familia con un padre y una madre amorosos, que aman, enseñan y cuidan a los hijos de la manera indicada en la proclamación. Ustedes tienen suficiente evidencia en su propia familia para saber que a veces las familias de personas rectas son destruidas por circunstancias fuera de su control. Se requieren valor y fe para hacer planes de tener lo que Dios nos antepone como el ideal en lugar de lo que las circunstancias puedan imponernos.

Por otra parte, hay formas importantes en las que el planificar para el fracaso puede hacer que éste sea más probable y que lo ideal sea menos probable. Consideren como ejemplo estos dos mandamientos gemelos: “…el padre debe… proveerle [a la familia] las cosas necesarias de la vida” y “La responsabilidad primordial de la madre es criar a los hijos”. Sabiendo lo difícil que eso podría ser, un joven tal vez escoja su carrera basándose en cuánto dinero podría ganar, aunque eso implique que no pueda estar en casa lo suficiente para compartir como compañero las responsabilidades de la familia. Al hacerlo, ya ha decidido que ni siquiera tendrá la esperanza de hacer lo que sería mejor. Una señorita, al pensar en la posibilidad de nunca casarse, de no tener hijos o de quedarse sola para mantenerlos, tal vez se prepare para una carrera que no sea compatible con el hecho de ser la primordialmente responsable de criar a los hijos. O tal vez deje de centrar sus estudios en el Evangelio y en el conocimiento útil del mundo, lo que se requeriría para criar a una familia, sin comprender que el mejor y más sublime uso que podría hacer de sus talentos y de su preparación académica es dentro del hogar. Como consecuencia de esa planificación, el joven y la señorita podrían reducir las probabilidades de obtener lo que es mejor para la familia.


«Los padres tienen la responsabilidad sagrada de educar a sus hijos dentro del amor y la rectitud, de proveer para sus necesidades físicas y espirituales, de enseñarles a amar y a servirse el uno al otro, de guardar los mandamientos de Dios».


Seguramente los dos demuestran sabiduría al preocuparse por las necesidades físicas de esa familia futura. El costo de comprar una casa, comparado con el salario promedio, parece estar subiendo, y es cada vez más difícil conseguir un empleo seguro. Pero hay otras formas en que el joven y la señorita podrían pensar en prepararse para proveer para esa familia futura. Los ingresos forman tan sólo una parte de la ecuación. ¿Han observado a matrimonios que piensan que no les alcanza el dinero y optan por una solución que permita incrementar sus entradas, pero pronto se dan cuenta de que, sean cuales fueren los ingresos, aún así no les alcanza el dinero? Hay una fórmula antigua que dice algo así: Cinco dólares de ingresos y seis de gastos: desdicha. Cuatro dólares de ingresos y tres de gastos: felicidad.

El que un joven provea para su familia y regrese a su lado a una hora razonable después del trabajo, y el que una joven esté presente para criar a sus hijos, puede depender tanto de la forma en que aprendan a gastar como de la forma en que aprendan a ganar el dinero. El presidente Brigham Young lo dijo de la siguiente manera, hablándonos a nosotros al igual que a los de su época: “Si quieren ser ricos, ahorren lo que obtengan. El tonto puede ganar dinero, pero se requiere un hombre sabio para ahorrarlo y aprovecharlo ventajosamente. Entonces salgan a trabajar y ahorren todo, y confeccionen sus propios sombreros y ropa”3.

En el mundo de hoy, en lugar de pedir a los jóvenes matrimonios que confeccionen sus propios sombreros, el presidente Young quizás les indicaría que pensaran detenidamente en lo que realmente necesitan con respecto a automóviles, ropa, recreación, casa, vacaciones y cualquier cosa que algún día quieran proveer para sus hijos. Y quizás les indicaría que la diferencia en costo entre lo que el mundo dice que es necesario y lo que los niños realmente necesitan podría darle al padre o a la madre el tiempo que necesita pasar con los hijos a fin de llevarlos de vuelta al hogar con su Padre Celestial.

Aun los hábitos adquisitivos más frugales y la planificación más cuidadosa en lo que respecta al empleo quizás no sea suficiente para garantizar el éxito, pero eso podría bastar para darnos la paz que resulta del saber que hicimos lo mejor posible por proveer para la familia y criar a los hijos.

Hay otra manera de planificar para tener éxito, a pesar de las dificultades que podamos enfrentar. La proclamación nos impone una alta norma cuando describe la obligación que tenemos de enseñar a los hijos. De alguna manera debemos enseñarles para que se amen y se sirvan unos a otros, guarden los mandamientos y sean ciudadanos respetuosos de la ley. Si pensamos en las buenas familias que no han logrado esa meta, y son pocas las que la logran sin cierto grado de fracaso en el transcurso de una o dos generaciones, podríamos desanimarnos.

No podemos controlar lo que otros deciden hacer; por lo tanto, no podemos obligar a nuestros hijos a ir al cielo, pero sí podemos decidir lo que haremos nosotros, y podemos decidir hacer todo lo que esté de nuestra parte por invocar los poderes del cielo para esa familia que tanto deseamos tener para siempre.

Una clave para nosotros se encuentra en la proclamación: “Hay más posibilidades de lograr la felicidad en la vida familiar cuando se basa en las enseñanzas del Señor Jesucristo”.

¿Qué haría más factible que los integrantes de una familia se amen y se sirvan unos a otros, observen los mandamientos de Dios y obedezcan la ley? No consiste solamente en enseñarles el Evangelio, sino en que escuchen la palabra de Dios y después la pongan a prueba con fe. Si lo hacen, su naturaleza cambiará de manera tal que producirá la felicidad que buscan. Mormón expresó estas palabras que describen exactamente cómo ese cambio es el fruto natural de vivir el Evangelio de Jesucristo.

“Y las primicias del arrepentimiento es el bautismo; y el bautismo viene por la fe para cumplir los mandamientos; y el cumplimiento de los mandamientos trae la remisión de los pecados;

“y la remisión de los pecados trae la mansedumbre y la humildad de corazón y por motivo de la mansedumbre y la humildad de corazón viene la visitación del Espíritu Santo, el cual Consolador llena de esperanza y de amor perfecto, amor que perdura por la diligencia en la oración, hasta que venga el fin, cuando todos los santos morarán con Dios” (Moroni 8:25-26).

Cuando preparamos a nuestros hijos para el bautismo, si lo hacemos bien, los prepararemos para el proceso que hará efectiva la Expiación en la vida de ellos y que introducirá en nuestro hogar los poderes del cielo. Piensen en el cambio que todos necesitamos: Precisamos contar con el Espíritu Santo para llenarnos de esperanza y de amor perfecto a fin de poder perdurar por la diligencia en la oración, y entonces podremos morar para siempre con Dios en familia. ¿Cómo podemos recibir el Espíritu Santo? Mediante la promesa sencilla que Mormón describió a su hijo Moroni: La fe en Jesucristo para arrepentimiento y, después, el bautismo por los que tienen autoridad conducen a la remisión de los pecados, la cual produce la mansedumbre y la humildad de corazón, y eso, a su vez, permite que contemos con la compañía del Espíritu Santo, que nos llena de esperanza y de amor perfecto.

Con respecto a ese amor y a esa felicidad que deseamos, la proclamación cautelosamente promete: “Hay más posibilidades de lograr la felicidad en la vida familiar cuando se basa en las enseñanzas del Señor Jesucristo”. Me acongoja un poco saber que muchos de los que lean esas palabras estarán rodeados de personas que no conocen o que niegan las enseñanzas de Jesucristo. Lo único que pueden hacer esas personas así rodeadas es poner su mejor esfuerzo; pero pueden saber esto: La familia en la que fueron colocadas, por más difícil que sea la situación, es del conocimiento de un Padre Celestial amoroso. Pueden saber que hay un camino preparado para que hagan todo lo que se requiera de ellos a fin de habilitarlos para la vida eterna. Quizás no logren apreciar cómo Dios podría darles ese don, ni con quién podrán compartirlo; sin embargo, la promesa del Evangelio de Jesucristo es segura:

“Aprended, más bien, que el que hiciere obras justas recibirá su galardón, sí, la paz en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero.

“Yo, el Señor, lo he hablado, y el Espíritu da testimonio. Amén” (D. y C. 59:23-24).

Esa paz derivará de la certeza de que la Expiación ha obrado en nuestra vida y de la esperanza de vida eterna que surge de esa certeza.

La proclamación advierte que para los que no respondan a sus verdades, el resultado será más desastroso que una simple falta de paz o de felicidad en esta vida. He aquí la amonestación profética y el llamado a la acción con que termina la proclamación:

“Advertimos a las personas que violan los convenios de castidad, que abusan de su cónyuge o de sus hijos, o que no cumplen con sus responsabilidades familiares, que un día deberán responder ante Dios. Aún más, advertimos que la desintegración de la familia traerá sobre el individuo, las comunidades y las naciones las calamidades predichas por los profetas antiguos y modernos.


«Hay más posibilidades de lograr la felicidad en la vida familiar cuando se basa en las enseñanzas del Señor Jesucristo».


“Hacemos un llamado a los ciudadanos responsables y a los representantes de los gobiernos de todo el mundo a fin de que ayuden a promover medidas destinadas a fortalecer la familia y mantenerla como base fundamental de la sociedad”.

La familia es fundamental no sólo para la sociedad y para la Iglesia sino también para nuestra esperanza de obtener la vida eterna. Comenzamos a practicar en la familia, la agrupación más pequeña, lo que se extenderá a la Iglesia y a la sociedad en que vivimos en este mundo, y entonces será eso lo que practicaremos en las familias unidas para siempre por los convenios y por la fidelidad. Podemos comenzar ahora mismo a “promover medidas destinadas a fortalecer la familia y mantenerla”. Ruego que así lo hagamos y que ustedes pregunten: “Padre, ¿cómo puedo prepararme?”. Díganle a Él cuánto desean lo que Él quiere darles. Recibirán impresiones, y si actúan de conformidad con ellas, les prometo la ayuda de los poderes del cielo.

Testifico que nuestro Padre Celestial vive, que nosotros vivimos con El cómo espíritus y que en el mundo venidero nos sentiremos muy solos si vivimos en otro lugar donde no estemos en la presencia de Él.

Testifico que Jesucristo es nuestro Salvador, que al padecer por los pecados de todos hizo posible que efectuáramos los cambios necesarios para obtener la vida eterna. Testifico que el Espíritu Santo puede llenamos de esperanza y de amor perfecto, y testifico que, si hacemos con fe todo lo que esté a nuestro alcance, el poder sellador restaurado a José Smith y que ahora posee el presidente Gordon B. Hinckley puede unirnos como familia y darnos la vida eterna. □

NOTAS

  1. Estas proclamaciones se encuentran en Encyclopedia of Mormonism, 5 tomos, 1992, tomo 3, págs. 1151-1157, de Daniel H. Ludlow, editor.
  2. Véase Ensign, noviembre de 1995, pág. 102; Liahona, octubre de 1998, pág. 24.
  3. En Journal of Discourses, tomo 11, pág. 301; véase también Enseñanzas de los presidentes de la Iglesia: Brigham Young, pág. 242.
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