Conferencia General Abril 1949
Mensaje de un Profeta a su pueblo

Presidente George Albert Smith
Esta es una ocasión solemne. Estamos reunidos en la sesión de clausura de una gran conferencia. Se hallan aquí representantes de muchas partes del mundo. Hemos tenido el privilegio de escuchar consejos, amonestaciones y palabras de ánimo de los que han sido llamados para guiar a Israel.
Estoy seguro que todos los que han asistido a estas conferencias han sido edificados, y nuestros pensamientos se han dirigido hacia Aquel que es el Autor de nuestro ser. Me ha deleitado la hermosa música que nos han brindado, y aprovecho esta ocasión para dar las gracias a este espléndido coro que viene de la que es para mí, la mejor universidad de todo el mundo. (La Universidad de Brigham Young en Provo, Utah) Sé que me disculparán por referirme a esa institución en tal manera, porque allí fue donde yo me eduqué. Espero que estos jóvenes, miembros del coro de la Universidad de Brigham Young, hayan sentido tanto gusto de estar con nosotros como nosotros lo hemos tenido en escucharlos.
Estamos viviendo en tiempos peligrosos. Nos aproximamos a la tarde del día sexto. Todo el mundo está en confusión, y desgraciadamente, como ha sucedido antes, la mayoría de los hombres y mujeres que viven sobre la tierra se hallan en la obscuridad, porque no tienen el Evangelio de Jesucristo, el evangelio de luz.
Espero que en los cortos minutos que ocupe reciba el apoyo de vuestra fe y oraciones a fin de que pueda decir aquello que servirá de ánimo y bendición a todos nosotros.
Vivimos en un gran país, escogido sobre todos los otros países, bendecido como ninguna nación ha sido bendecida, y sin embargo estamos en peligro. Nuestro Padre Celestial nos ha dicho que hay una ley irrevocablemente decretada en los cielos desde antes de la fundación del mundo sobre la cual toda bendición se basa. Si observamos la ley, obtendremos la bendición. Si no observamos la ley, no hay promesa para nosotros.
Tornando mis pensamientos hasta el principio, cual lo hallamos en Génesis, y de allí a través de los siglos que han transcurrido, comprendo que muchas personas han perdido la verdad y se han vuelto a las fábulas, y así han perdido sus bendiciones.
El Señor ha tenido cuidado de sus hijos a todo tiempo. Nunca los ha castigado, sino les ha dado instrucciones a fin de que no fuesen castigados por su propia conducta. Los que no quisieron escuchar a los representantes de Dios fueron destruidos. En una ocasión fue destruida toda la población del mundo con excepción de unos cuantos que escucharon a Noé, un siervo de Dios, quien por más de cien años había predicado el arrepentimiento al pueblo. Únicamente se salvaron aquellos que entraron en el arca.
Tenemos el ejemplo de Sodoma y Gomorra. Abraham supo que las ciudades del llano iban a ser destruidas por causa de la iniquidad del pueblo. Intercedió por aquellos que eran justos, diciendo al Señor:
—No es posible que vayas a destruir a todos. Debe haber algunos que son dignos de vivir.
— Si hubiere cincuenta personas justas en esas ciudades, todos se salvarán de la destrucción—fue la respuesta.
—¿Y si hubiera cuarenta? —preguntó Abraham.
—Los perdonaré si hubiere cuarenta.
—¿Por treinta?
—Sí, si hubiere treinta.
—¿Si hubiere veinte? ¿Si hubiere diez?
Sí, diez habrían bastado para evitar la destrucción de las ciudades, pero en esas dos ciudades grandes no había diez personas que fueran dignas de vivir. Lot y los miembros de su propia familia huyeron, y entonces fue consumida por fuego toda la comunidad.
Los profetas del Antiguo Testamento amonestaron a los varios pueblos de cuando en cuando. Eran ampliamente amonestados antes de llegar la destrucción, pero a pesar de esas advertencias, Jerusalén, una de las grandes ciudades del mundo, fue destruida repetidas veces. Babilonia, en un tiempo la mayor de todas las naciones, había sido amonestada por sus iniquidades, más el pueblo no quiso hacer lo que el Señor quería que hicieran, y fue destruido.
En esta tierra, cuando los nefitas y lamanitas guerreaban entre sí, les fueren hechas ciertas promesas si guardaban los mandamientos de Dios y se les dijo que si no, serían destruidos. Tenemos esa maravillosa narración de los 2.060 jóvenes lamanitas muchachos podemos decir —que se incorporaron al ejército de los nefitas para ayudar a preservarse ellos mismos y sus familias, y quienes arrostraron una muerte segura— desde cualquier punto de vista natural — porque iban a combatir contra guerreros diestros en la guerra. Pero sus madres les habían enseñado que Dios los protegería si cumplían con su deber.
Estos 2.060 jóvenes, parte del ejército de los nefitas, se batieron repetidas veces. Se nos dice que la última batalla fue tan terrible que todos resultaron heridos y que doscientos de ellos se habían desmayado por la pérdida de sangre. Cuando Helamán, su comandante, vio que el enemigo había huido, afanoso por sus jóvenes soldados, juntó a todos los vivos. Descubrió que todos los 2.060 estaban vivos, aunque muchos se habían desmayado por la pérdida de sangre.
Helamán, asombrado por su milagrosa preservación, los interrogó. Su respuesta fue uno de los elogios más grandes a la madre que podemos hallar en cualquier lugar: “No dudamos que nuestras madres lo sabían bien”.
Creían lo que sus madres les enseñaban. Tenían fe en Dios. Fueron preservados, y ayudaron a salvar sus casas y familias de la destrucción.
Durante la gran contienda por la independencia de este país bajo la dirección de Jorge Washington, nuestro Padre Celestial estaba preparando el camino para la restauración del Evangelio de Jesucristo en su pureza.
Dio a ciertos individuos la inspiración necesaria para idear la Constitución de los Estados Unidos, a la cual se han referido en esta conferencia. Al amparo de esta Constitución se restauró el Evangelio de Jesucristo a la tierra hace 119 años.
Estos hechos son parte de la historia del mundo, e incluye muchos otros que el tiempo no permite mencionar.
Nuestro Padre Celestial siempre ha extendido con amor su mano a sus hijos mediante sus profetas quienes les han rogado que se arrepintieran de sus malos hechos y guardaran sus mandamientos. Cuando lo hacían, eran bendecidos; cuando no lo hacían, perdían sus bendiciones.
Tenemos aquí en este pulpito la Santa Biblia que contiene el Antiguo y Nuevo Testamento, también el Libro de Mormón que es la historia de los antepasados del indio americano. Tenemos también las Doctrinas y Convenios que contiene las revelaciones de Dios a José Smith, todas al alcance de los hijos de Dios. Tenemos también la Perla de Gran Precio que contiene otros escritos.
Consideramos estos cuatro libros como las enseñanzas de nuestro Padre Celestial, y las aceptamos. No encierran ninguna enseñanza que pudiera criticar persona alguna del mundo, miembro de cualquier iglesia o de ninguna iglesia. En todo caso la amonestación tiene por objeto mejorar a los hombres y las mujeres dondequiera que se encuentren.
Estas escrituras están al alcance de todos. Os han dicho que actualmente se encuentran miles de vuestros jóvenes en el mundo quienes están tratando de compartir con los otros hijos de nuestro Padre las verdades del Evangelio de Jesucristo antes que sea demasiado tarde. Está muy próximo el tiempo en que nuestro Padre Celestial retirará su Espíritu del mundo jorque los del mundo no quieren aceptarlo.
Hoy se nos ha dicho que hay un millón cuarenta mil miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y yo os digo, no con jactancia, sino tratando de explicar la verdad, que esta Iglesia ha recibido un nuevo testimonio en estos últimos días: Dios el Padre y el Hijo se aparecieron en el bosque de Palmyra. Un jovencito recibió un testimonio que lo capacitó para soportar toda clase de persecución, por último, mientras sus enemigos se lo llevaban, declaró:
“Voy como un cordero al matadero. . . mi conciencia se halla libre de ofensas contra Dios y contra todo hombre… Y todavía se dirá de mí: Fue asesinado a sangre fría.” (Historia Documental de la Iglesia, tomo 6. págs. 554, 555).
José Smith el Profeta, y su hermano Hyrum (el tatarabuelo del hombre que está sentado aquí a mi izquierda y abuelo del que está detrás de mí) murieron mártires. Fueron sacrificados, no por algún mal que habían cometido, sino porque habían tratado de enseñar la verdad y proclamar el arrepentimiento a la gente del mundo antes que fuese demasiado tarde. La obra ha seguido y al amparo de la Constitución de los Estados Unidos se nos ha permitido continuar esta gran obra. Se nos ha permitido enseñar el Evangelio de Jesucristo. Por supuesto los misioneros han ido a todas partes del mundo, pero me estoy refiriendo ahora a los Estados Unidos. Sin embargo, hay muchos hombros y muchas mujeres en este país, algunos de ellos amigos o parientes, quienes tienen la idea errónea de que la Constitución de los Estados Unidos no es tan buen sistema de gobierno como el que tienen en Rusia, o Alemania, o Italia, o alguna otra parte del mundo, a pesar del hecho de que el Señor mismo dijo que él había levantado a los hombres que habían escrito la Constitución de los Estados Unidos, e instruyó a los miembros de esta Iglesia que orasen pollos que representaran la Constitución en este país y los apoyaran. Tengo en mi mano la Biblia y puedo leer los Diez Mandamientos que se dieron a Moisés para guiar al pueblo y en los cuales el Señor dijo a Moisés cómo habría de vivir el pueblo y qué debería hacer. Si los del mundo hubiesen obedecido estos Diez Mandamientos desde entonces hasta ahora, ya hace mucho tiempo esta tierra habría llegado a un estado celestial. Pero la gente no ha querido.
Vosotros sabéis y yo sé que los Diez Mandamientos contienen la voluntad de nuestro Padre Celestial, y estoy agradecido, no solamente por las leyes civiles sino también por las leyes que Dios nos ha dado. Me siento obligado a ajustar mi vida a las enseñanzas de los Diez Mandamientos. Me siento igualmente obligado a apoyar la Constitución de los Estados Unidos que procede de la misma fuente que los Diez Mandamientos.
A menos que los habitantes de esta gran nación puedan comprender estas cosas y se arrepientan, podrán perder la libertad de que ahora disfrutan y las bendiciones que tanto se han multiplicado entre nosotros. Espero y ruego que descubran antes que sea demasiado tarde que Dios ha hablado de nuevo. Vuestra responsabilidad y la mía consiste en dejar que alumbre nuestra luz para que otros, viendo nuestras buenas obras, se vean constreñidos a glorificar a Aquel que es el Autor de nuestro ser.
Estos libros contienen el consejo del Padre de todos nosotros, el Padre de los judíos, los gentiles, los cristianos, los paganos. Dios es el Padre de nuestros espíritus, y a través de todas las edades ha tratado de enseñar a la gente a hacer aquellas cosas que Les traerá la felicidad más bien que la miseria. Sin embargo, hallamos en la actualidad que el mundo está en tal condición que por todos lados hay incertidumbre. Tenemos el deber no tan solamente de obedecer los mandamientos de nuestro Padre Celestial, sino también el de orar por aquellos que representan la ley constitucional de nuestro país. Es nuestro deber orar por aquellos que ocupan altas posiciones en los estados y en la nación. ¿Por qué? Porque si en ellos puede influir el Espíritu —y muchísimos son los casos en que esto ha ocurrido— el pueblo recibirá la bendición que necesita.
Hermanos y hermanas, se acerca la hora en que vamos a volver a nuestras casas, y quisiera preguntaros: ¿En qué lugar del mundo podríamos haber pasado los últimos cinco días bajo una influencia más grata que la que hemos gozado aquí en este gran Tabernáculo? Me parece que hemos sido bendecidos más de lo que nuestra habilidad nos permite apreciar estas bendiciones. Y ahora, al ir a nuestras casas, ¿les llevaremos la influencia que hemos encontrado aquí, la bendición de que disfrutamos aquí? ¿La llevaremos para animar a aquellos que no están haciendo lo que deben? Si lo hacemos, entonces esta conferencia habrá sido para nosotros como otra bendición, porque si tratamos de bendecir a los hijos de nuestro Padre Celestial, nosotros mismos recibimos una bendición. En otras palabras:
“En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos —dijo el Maestro— a mí lo hicisteis.” Estamos viviendo en tiempos peligrosos.
Hermanos y hermanas, poned vuestras casas en orden. Juntad a vuestras familias alrededor de vosotros, hacer vuestras oraciones, pedir la bendición sobre vuestros alimentos, dad de vuestra sustancia a los necesitados.
Cuando oí la lectura del informe de los fondos que ha usado esta pequeña Iglesia y pienso en lo que se ha dado y los millones que ha gastado este grupo de gente, me maravillo, y quiero deciros que ninguno de los que ha contribuido será más pobre de lo que fue antes.
Tenemos hoy con nosotros este gran coro que representa la Universidad de Brigham Young. No hay cosa buena que recibiere esa escuela que no me agradaría. Los directores de esta escuela están luchando, trabajando, proyectando, pero temo que tiene límites lo que puede efectuarse económicamente en el futuro inmediato. Hay entre nosotros personas ricas. Hay algunos que tienen los medios, quienes quizá sentirán la disposición y el deseo de ayudar esta institución a crecer. Quiero decir que es uno de los mejores lugares a donde puedan ir nuestros jóvenes a educarse. Espero que estos jóvenes que están aquí sientan una bendición. Espero que volverán a la escuela llevando consigo el espíritu de que se disfrutan aquí, agradecidos por las bendiciones de nuestro Padre Celestial. Siempre están cerca de aquellos que lo honran y guardan sus mandamientos. Y ahora aconsejo a estos jóvenes que protejan la virtud de estas señoritas como protegen sus propias vidas, y a estas señoritas yo digo: Proteged la virtud de estos jóvenes como guardarías vuestra propia vida. Todos vosotros sois hijos de Dios y él os ama, pero el adversario hará todo lo que pueda para derrumbar y destruir vuestras oportunidades de lograr la felicidad. La misma amonestación tocante a estos estudiantes de la universidad doy a todos los hijos e hijas en la Iglesia, dondequiera que estén; y si honramos a Dios y guardamos sus mandamientos y vivimos como debemos, no importa dónde azoten las tempestades, soplen los vientos o brillen los relámpagos, nos hallaremos como los hijos de Dios siempre se han hallado cuando han guardado sus mandamientos: Nos hallaremos ba.io la mano protectora de Aquel que es Todopoderoso.
Continuaremos avanzando, creciendo y desarrollándonos en la vida, y al fin hallaremos un galardón como herederos del reino celestial de nuestro Dios aquí sobre esta tierra, y para siempre disfrutaremos de la asociación de aquellos que amamos.
Que el Señor os bendiga, mis hermanos y hermanas, por vuestra fidelidad. Y os bendigo conforme al poder que él me da para hacerlo, a fin de que continuéis no sólo tan bien como en lo pasado sino que os esforcéis más que nunca para salvar al mundo enseñando a sus habitantes dignos de vivir de acuerdo con el Evangelio de Jesucristo, hasta que se haya proclamado a todos y se les haya dado la oportunidad de entender la verdad, porque ésta es la obra de nuestro Padre. Esta no es la Iglesia de ningún hombre. Es la Iglesia de Jesucristo, y la única de Jesucristo sobre la tierra que tiene el derecho de llevar ese título por decreto. ¿Lo apreciáis?
Hermanos ¿apreciáis a vuestras esposas? Esposas, ¿amáis y apreciáis a vuestros maridos? Padres, ¿apreciáis a vuestros hijos? Hijos, ¿amáis y apreciáis a vuestros padres? Si lo hacemos, entonces nos amaremos el uno al otro y habrá paz y felicidad en nuestras vidas y en nuestras comunidades, y nuestras casas serán llenas del Espíritu de Dios.
Ruego que así sea y que vayamos ahora de aquí con nueva determinación de apoyar la Constitución de los Estados Unidos, sostener las normas de los Diez Mandamientos y observar el consejo de nuestro Padre Celestial que sus siervos imparten de cuando en cuando. Cuando se llegue el tiempo en que esta tierra será limpiada y purificada por fuego, y sea establecido aquí el reino celestial, que podamos hallar nuestros nombres escritos en el libro de la vida del Cordero concediéndonos lugar en ese reino, a fin de que no se pierda ni uno de nosotros y los que amamos estén allí. Esto pido en el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, Amén.
























