Howard W. Hunter ― Biografia de un Profeta

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La familia y los vecinos


CUANDO EL PRESIDENTE McKAY lo apartó como miembro del Quórum de los Doce Apóstoles, oró para que el élder Hunter fuera bendecido en su hogar y para que su existencia “continuara siendo placentera y plena.”

Muchas veces, después de un viaje en funciones asignadas por la Iglesia o de un paseo por tierras lejanas, el élder Hunter escribió en su diario personal: “¡Qué bueno es estar de vuelta en el hogar!” La atractiva y cómoda casa que él y Claire habían construido en Salt Lake City poco después de que lo llamaran al Consejo de los Doce, fue diseñada para que pudieran satis­facer sus propias necesidades y constituía para ellos un ver­dadero refugio de paz. Allí podían descansar cómodamente al cabo de las arduas—y a veces muy exigentes—tareas relacionadas con su llamamiento y dedicarse a sus pasatiempos favoritos o simplemente a no hacer nada en particular. A fines de cierto año, y después de resumir sus prolongados viajes a Europa, África del Norte, América del Sur y los Estados Unidos, agregó: “Es muy agradable poder iniciar el año en nuestro hogar. . . . Este día de Año Nuevo lo pasamos tran­quilamente en casa.”

El élder Hunter posee una amplia colección de libros y de grabaciones de música clásica, y dos de los primeros proyec­tos que tenía para su nuevo hogar eran completar su biblioteca personal e instalar un equipo estereofónico. Poco antes de que se mudaran a su nueva residencia, había comprado unas maderas y preparado los estantes en los que habría de poner su equipo estereofónico. Al día siguiente, escribió: “Richard y yo conectamos el equipo y en la tarde ya lo probamos.” Esa misma noche también pusieron una pantalla sobre los estantes de la biblioteca y vieron algunas diapositivas.

En su diario ha hecho referencia a muchos de sus proyec­tos caseros, tales como los que se describen a continuación:

“Hoy me quedé en casa y trabajé en el jardín y también instalé en el sótano el revestimiento de las paredes y varillas para las cortinas.”

“Hoy dediqué gran parte del día a limpiar mi taller, a ordenar mis herramientas y un sinnúmero de accesorios, y a hacer una instalación eléctrica.”

“El motor de nuestro equipo de calefacción se descompuso y tuve que llevárselo a alguien para que me lo arreglara, y pasé el resto del día reparando el triturador eléctrico de la pileta de la cocina.”

“Hoy comencé con el proyecto de duplicar las cintas grabadas de las conferencias de la Estaca Pasadena, desde la fecha de su organización hasta cuando fui relevado como presidente de la misma. Las había conservado en varias cintas y quiero ponerlas en orden utilizando unas de cuatro bandas.”

Howard Hunter se había distinguido en las clases de carpintería que había tomado en la secundaria, así que ahora tenía muchas oportunidades para aprovechar tales habili­dades. Sus hijos se refieren aún a la excelente organización de su taller. John, por ejemplo, comentó: “Cuando yo necesitaba alguna herramienta, sólo tenía que mencionárselo y él entonces me decía, ‘Vé al taller y búscala; está en el medio del tercer cajón de la tercera puerta.’ Y por cierto que allí la encon­traba.”

La casa estaba ubicada sobre las colinas al este de la ciu­dad, y para la familia Hunter eso significaba tanto una bendi­ción como un desafío. El vecindario era tranquilo y la vista del valle y del mismo lago hacia el oeste, y las montañas majes­tuosas hacia el este, les ofrecía un panorama espectacular. Cuando las condiciones del tránsito eran favorables, le llevaba al élder Hunter unos diez minutos llegar a su oficina en el cen­tro de la ciudad, y aun las nevadas le proporcionaban una paz y tranquilidad especial, como lo ilustra esta descripción suya de la última noche de 1970:

“Hoy disfrutamos de una noche apacible en nuestro hogar. Al llegar la medianoche, salí al balcón. La noche era clara y fría, todo estaba cubierto con un manto de nieve, y las luces de la ciudad titilaban suavemente entre las sombras. Luego comenzaron a caer algunos copos de nieve y, de pronto, un estallido interrumpió el silencio cuando unos fuegos artifi­ciales poblaron el cielo con mil estrellas.”

La desventaja que presentaba la ubicación de la casa sobre la colina era sólo en relación con las condiciones del tiempo. En varias ocasiones, Howard Hunter escribió en su diario: “Nevaba tanto cuando salí de mi oficina que tuve que esta­cionar mi automóvil al pie de la colina y caminar el resto del trayecto. En la calle empinada pude ver varios automóviles atascados en la nieve.” “Hoy nevó la mayor parte del día, así que no fui a la oficina.” “Anoche nevó copiosamente y esta mañana estaba todo cubierto con un manto blanco. Cada vez que tengo que sacar la nieve con la pala pienso que me gus­taría estar de vuelta en California—por lo menos durante el invierno.”

Algunos de los peores problemas se presentaban cuando llovía torrencialmente. En septiembre de 1963, una fuerte llu­via arrasó con las semillas del césped y con parte de la tierra del jardín. A la mañana siguiente, los jardineros volvieron a sembrarlo, pero un día después otra tormenta arruinó su tra­bajo y provocó una seria erosión en el terreno. El élder Hunter, quien ese viernes por la tarde tenía que viajar a la ciudad de Kansas, acudió de prisa a su casa y trabajó con afán bajo intensa lluvia para desviar el torrente. Luego tomó el avión a altas horas de la noche, para llegar a Kansas el sábado por la mañana. A la semana siguiente, hizo construir un sostén de cemento para desviar las aguas en el futuro.

Un sábado escribió en su diario: “Hoy dediqué la mayor parte del día a cavar la tierra, … a nivelarla, fertilizarla y a plantar césped.” Al día siguiente, “la lluvia que cayó en la zona donde vivimos alcanzó proporciones de tempestad. Arruinó mi trabajo de ayer y arrasó con todo hasta el pie de la colina. Esto es verdaderamente desconsolador.” El lunes, “De regreso a casa desde mi oficina, compré más semillas y ferti­lizante y me pasé el resto del día volviendo a nivelar la tierra y plantar nuevamente el césped que había arruinado la fuerte lluvia.”

Un año, en la primavera, dos días después de haber plan­tado verduras en un macetero (al que llamaba “mi pequeña granja”), una tardía tormenta de nieve le destruyó todas las plantas. “Esto me hace entender mejor los problemas del agricultor”, comentó.

En junio de 1979, los Hunter recibieron visitantes inespe­rados: “Mientras nos encontrábamos en Samoa, una familia de zorrinos se mudó a nuestro patio y cavaron su nueva vivienda debajo de la escalinata de cemento. Esta mañana los vimos jugueteando en el patio: dos zorrinos adultos y seis cachorros. No hay duda de que ya se han ambientado, pero tendré que encontrar la manera de librarnos de ellos sin fastidiarlos.”

El élder Hunter llamó al departamento de control de ani­males de la municipalidad, y le informaron que a los zorrinos les desagrada el alcanfor. “Cuando salí de la oficina, fui a comprar bolas de alcanfor y cuando llegué a casa puse algunas en la cueva de los zorrinos. Al obscurecer, los animalitos salieron a jugar al patio.” Al día siguiente, después de que los zorrinos salieron nuevamente al patio, él les puso varias bolas más de alcanfor en la cueva, lo cual surtió el efecto esperado.

Los zorrinos, sin embargo, regresaron cinco años más tarde. “Todavía conservo algunas bolas de alcanfor”, escribió el élder Hunter, “y siendo que los había desalojado antes, puse otra vez algunas en la cueva. Al día siguiente, las habían arro­jado afuera, así que volví a ponérselas adentro. Parece ser que ya se han ido, porque no los hemos visto por tres días. Menos mal que se fueron sin hacernos problema.”

Amigos y vecinos

Al DOMINGO SIGUIENLE de haberse mudado a su nueva casa, Howard y Claire hablaron en la reunión sacramental del Barrio Trece de Monument Park, al que ahora pertenecían. “Después de la reunión, muchos miembros se acercaron para saludarnos como nuestros nuevos vecinos”, escribió en su diario. “Estoy seguro de que vamos a disfrutar mucho este barrio.”

Debido a la gran frecuencia de sus viajes, especialmente durante los fines de semana, el élder Hunter suele asistir a las reuniones dominicales de su barrio solamente una o dos veces al año. En ocasión de una entrevista de ajuste de diezmos, le dijo a su obispo que “con mucho gusto aceptaría la asignación de servir como maestro orientador, quizás como substituto de alguno que por alguna razón no pudiera hacer sus visitas.”

Talmage y Dorothy Nielsen, que vivían enfrente de la casa de los Hunter y que se habían mudado allí en la misma época, eran sus maestros orientadores. La hermana Nielsen cuenta que el élder Hunter “fue siempre una persona muy humilde y tratable.” Y recuerda una ocasión en la cual, cuando en una clase de la Escuela Dominical alguien hizo una pregunta y el maestro, dirigiéndose al élder Hunter, le pidió su opinión al respecto, él rehusó responderle y agregó: “No debe olvidar que soy solamente una Autoridad General.”

Claire era muy activa en la Sociedad de Socorro y cuando no se hallaba viajando con su esposo asistía a las reuniones y a las fiestas. Una de las anotaciones en el diario personal del élder Hunter se refiere a una de las manualidades que Claire aprendió a principios de 1960 y que muchas hermanas de la Sociedad de Socorro recuerdan aún: “Esta noche, Claire fue con algunas hermanas de la Sociedad de Socorro a aprender cómo hacer decoraciones utilizando bolitas de vidrio.” Por muchos años, lució en su casa el centro de mesa que hizo en aquella ocasión.

Los Hunter se habían mudado a un vecindario de gente muy amigable, servicial y sociable, a quienes les agradaban las fiestas. Preston Adams, uno de los miembros del barrio, con frecuencia limpiaba las veredas y la entrada de la casa de los vecinos después de las nevadas. Una vez, cuando un fuerte viento destrozó uno de los ventanales de su casa, Howard comentó: “Vinieron algunos vecinos trayendo consigo unas hojas de plástico y de tela y otras cosas con las cuales cubri­mos los muebles y la alfombra de la sala para protegerlos con­tra la lluvia.” Para la Navidad, una verdadera procesión de vecinos pasó por el hogar de los Hunter, trayéndoles regalos y cantando villancicos.

Howard Hunter tomó parte activa en la tarea de mantener limpio y seguro el vecindario. Cierto día, después de una limpieza general de la casa, puso varias bolsas de basura junto al borde de la acera para que se las llevaran los recolectores de residuos al día siguiente. Esa noche, algunos adolescentes se llevaron por delante las bolsas con su camioneta, esparciendo la basura por la calle a través de dos cuadras. A la mañana siguiente, uno de los vecinos vio que el élder Hunter estaba recogiendo la basura y poniéndola en bolsas nuevas.

En otra ocasión, Talmage Nielsen se hallaba instalando un equipo electrónico en la lancha que tenía estacionada a la entrada de su casa. Insistiendo en ayudarle, Howard se metió sin vacilar debajo de la embarcación para ver lo que se nece­sitaba hacer. Siendo que él ya había instalado su propio equipo, no tuvo problemas para colaborar en la tarea.

Un vez, cuando entre 1992 y 1993 los Nielsen se encontra­ban sirviendo una misión en Ecuador, un hijo de ellos estaba en el jardín de su casa tratando de reparar el sistema de riego. Al verlo, el élder Hunter acudió enseguida a ayudarle.

Los Nielsen han compartido muchas experiencias con los Hunter. En ocasión de celebrar el día de la independencia de los Estados Unidos, las dos familias fueron a una cabana que los Nielsen tenían junto a un lago en las montañas Wasatch. Cuando uno de los hijos de Talmage Nielsen hizo explotar un petardo, el pasto se incendió y comenzó a acercarse a la cabana. Claire corrió, y, tomando una manta de sobre el lomo de un caballo, la mojó en el lago y apagó el fuego.

Otro de los vecinos y amigos íntimos de los Hunter es Jon Huntsman, un industrial y filántropo de renombre, quien durante varios años fue su presidente de estaca. Una Navidad, el hermano Huntsman llamó al élder Hunter por teléfono y le contó que Roland Rich Woolley, quien era un amigo de ambos, residente en el sur de California, había estado por años llamando por teléfono a los hijos de la familia Huntsman en la víspera de la Navidad, identificándose como Papá Noel, para informarles que, si en el año habían sido obedientes, llegaría durante la noche a llevarles regalos.

“El hermano Woolley había fallecido recientemente”, escribió el élder Hunter, “y con mucho gusto acepté la invitación de ser el Papá Noel de este año. Llamé y hablé con cada uno de los cinco niños, y fue muy divertido escucharles cuando me explicaron cómo se habían esmerado en ser buenos y cuánto apreciarían cualquier regalo que les dejara Papá Noel.” Howard Hunter continuó haciendo esos llamados telefónicos a los niños durante los tres años en que la familia vivió en Washington, Distrito de Columbia, donde Jon Hunts-man sirvió como presidente de misión.

Actividades familiares

En JULIO DE 1969, Howard, Claire, John, Louine, Richard y Nan Hunter se encontraron en Boston, Massachusets, para ini­ciar una excursión de doce días en automóvil por lugares rela­cionados con la historia de la Iglesia. Richard había preparado un itinerario acompañado de un comentario explicativo sobre el mismo, basado en relatos del propio José Smith en la Historia de la Iglesia y en otras fuentes de información acerca de los acontecimientos registrados en los lugares que habrían de visitar.

Los seis turistas fueron deteniéndose con frecuencia a medida que recorrían las regiones de Nueva Inglaterra, Nueva York, Pensilvania, Ohio, Illinois y Misurí. En la Arboleda Sagrada, el lugar donde el Profeta había orado y tenido la visión de Dios el Padre y de Su Hijo Jesucristo, Howard escribió: “La arboleda, después de las lluvias recientes, es her­mosa. El sol brilla por entre los árboles con franjas de luz, y la calma que aquí existe nos produce un sentimiento de enorme serenidad. Ahora puede uno entender mejor lo que aconteció aquí aquella mañana, en la primavera de 1820.”

En ese mes de julio, se escribió otra página de la historia. Mientras viajaban por Farmer City, una ciudad de Illinois, escucharon por radio la noticia de que unos astronautas norteamericanos habían circunvalado la luna y después descendido en ella. “Fue una experiencia emocionante escuchar las instrucciones que les daban desde la tierra”, escribió Howard. “El mundo entero estaba escuchando y aguardando ansiosamente los resultados de esa maniobra tan seria. Después de unos momentos, escuchamos la voz de Neil Armstrong desde la nave espacial, diciendo: ‘El águila se ha posado.’“

Esa noche se quedaron en un hotel en Nauvoo, Illinois, la ciudad donde a principios de 1840 estaba la sede de la Iglesia, y lo primero que hicieron fue ver la televisión en sus respecti­vas habitaciones. Tal como en todo el país y en el mundo entero, vieron con asombro el momento en que el astronauta caminó sobre la superficie de la luna y plantó en ella la bandera de los Estados Unidos. “Esto es increíblemente fantástico, pero lo vimos con nuestros propios ojos y escuchamos la descripción total con nuestros propios oídos”, comentó maravillado Howard. “El que el hombre ponga su pie sobre la luna, es ahora una realidad.”

Cuando viajaba, a Howard le agradaba andar desde tem­prano en la mañana hasta tarde en la noche, y no siempre se detenía a la hora de almorzar. Cierto día, después de que vi­sitaron varios lugares, comentó: “Bueno, creo que realmente deberíamos comer dos veces por día.” Los otros respondieron: “¡Muy bien! ¡Decidamos ahora mismo a qué hora y aseguré­monos de que lo haremos!”

Antes de ser llamado al Consejo de los Doce, Howard había planeado practicar la abogacía con sus dos hijos en Cali­fornia. Aunque ambos se habían graduado de la Universidad Brigham Young y John obtuvo su maestría en esa universidad, habían decidido asistir a la facultad de derecho en California y entonces practicar la abogacía en ese estado.

John recibió su licenciatura de derecho en la Universidad del Sur de California y pertenecía al personal de una publi­cación especializada en leyes. Sirvió entonces durante cuatro años como ayudante del fiscal del Condado de Ventura, al noroeste de Los Angeles, y luego pasó a ser socio en un despa­cho de abogados. En 1970, fue nombrado juez del Tribunal Municipal del Condado por Ronald Reagan, quien en esa época era el Gobernador de California, y en 1992 se retiró de dicho cargo para aceptar el de juez del Tribunal Superior de Ventura. Por su parte, Louine, su esposa, había obtenido de la Universidad Brigham Young su bachillerato en educación pri­maria. Habiendo establecido su residencia en el Condado de Ventura, viven actualmente en la localidad de Ojai, en una finca de estilo español rodeada de un huerto de naranjas.

Richard se recibió de abogado en la Universidad de Cali­fornia en Berkeley e instaló su práctica en la zona de la bahía de San Francisco. El y su esposa vivieron por un tiempo en Denver, estado de Colorado, cuando estudiaba también para contador público. Después de practicar la abogacía durante varios años en San Francisco, organizó su propio despacho de abogados en San José, en la región central de California. En 1961, Nan se había graduado en zoología de la Universidad Brigham Young y, como propietaria de una escuela privada, había trabajado como maestra de primaria. Poseedora de un gran talento musical, Nan Hunter escribió las estrofas del himno “Father, This Hour Has Been One of Joy”, que forma parte del himnario de la Iglesia en inglés. Richard y Nan viven en una casa que construyeron en un bosque cercano a San José.

Ambos hermanos Hunter fueron ordenados sumos sacer­dotes en la Iglesia por su padre, a la misma edad, cuando tenían veintitrés años, en el momento en que fueron llamados como consejeros en obispados; pocos años más tarde, les ordenó obispos. En 1971, cuando iba de viaje al Pacífico Sur en funciones oficiales de la Iglesia e hizo un alto en San Francisco para ordenar obispo a Richard, el élder Hunter escribió en su diario: “Richard nos llamó la atención al hecho de que los tres—él, John y yo—habíamos sido ordenados obispos a la edad de treinta y dos años. No sé cuánto más podría nuestra familia haber sido bendecida, ni cómo podría yo haber sido bendecido más como padre que el saber que mis dos hijos son fieles a su sacerdocio y que están criando a sus familias con fe y devoción.” John y Richard también sirvieron en presidencias de estaca.

Después de que Howard Hunter fuera llamado al Consejo de los Doce, John y Richard asistieron, generalmente con sus esposas y a veces con sus hijos, a la mayoría de las conferencias generales y se sentaban en una sección especial en las primeras filas del Tabernáculo. Entre sesiones, iban a la ofi­cina de su padre, en el Edificio de Administración de la Igle­sia, para participar del almuerzo que les preparaba Ruth Webb, quien fue la secretaria privada del élder Hunter durante más de veinte años. Cuando Ruth se encontraba enferma o ausente, otras secretarias o sus nueras y nietas preparaban los alimentos.

Howard y Claire recibían con regocijo a sus familiares y esperaban ansiosamente las horas de la noche para conversar con ellos, y a veces se entretenían viendo películas de la familia. En su diario, Howard describió la visita de sus hijos en octubre de 1972: “Ni bien llegaron a casa, atacaron el reci­piente de las galletas y el refrigerador—nada diferente a la rutina de años anteriores. Todos experimentamos un sen­timiento apacible cuando, como familia, nos arrodillamos a orar antes de retirarnos a dormir.”

El orgullo de abuelo

En SUS VISITAS por todo el mundo, con frecuencia los miem­bros de la Iglesia suelen preguntar al élder Hunter si está emparentado con ésta o aquella persona de su mismo apellido. Su abuelo, John Hunter, nunca se unió a la Iglesia, y sola­mente Will, el único hijo varón de aquél, fue quien perpetuó el apellido Hunter. Las probabilidades aumentaron en la siguíente generación, cuando Howard tuvo dos hijos varones que se casaron y tuvieron, John y Louine ocho hijos y dos hijas, y Richard y Nan cuatro hijos y cuatro hijas—asegurando, de esa manera, la perpetuidad del nombre.

Cada vez que les nacía un hijo, Louine y Nan recibían del orgulloso abuelo un fajo de cien billetes de un dólar. Las madres se divertían entonces gastándolos uno por uno. El último de los nietos de Howard Hunter nació en octubre de 1979 y, siendo que éste fue el décimo hijo de Louine y John, el abuelo hizo que el banco les preparara un fajo de cien billetes de diez dólares. “Espero que Louine disfrute mucho al gastar­los”, escribió en su diario.

Muchas de las visitas del abuelo Hunter a sus nietos eran de paso, tales como una breve permanencia entre asignaciones de la Iglesia en California. Una historia, comentada tanto por la familia como por los medios de prensa, refiere cómo, siendo que siempre iban con su padre al aeropuerto de Los Angeles para buscar a Howard, los hijos de John lo conocían como “el abuelo que vive en el aeropuerto.”

A Howard y a Claire les encantaba visitar a sus familiares en California en julio y durante la temporada navideña, porque esas son las ocasiones en que las Autoridades de la Iglesia no tienen asignaciones oficiales. Entonces los visitaban alternadamente en el sur de California y en la zona de la bahía de San Francisco. Por lo general, John y Richard trataban de juntarse con sus familias al menos una parte de ese tiempo. Los dieciocho nietos nacieron entre los años de 1959 y 1979, requiriendo que las actividades estuvieran de acuerdo con sus edades y que gradualmente fueran adaptándose a las prefe­rencias de los adolescentes a medida que iban creciendo.

El verano era siempre una época ideal para ir a las mon­tañas o a la playa. En julio de 1975, toda la familia pasó unos días en el campamento Aspen Grove, una propiedad de la Universidad Brigham Young en el cañón American Fork, a unos cuarenta kilómetros al sur de Salt Lake City. Una noche, la familia en pleno atestó la cabana de Howard y Claire para presentar un programa de talentos. “Las noches que pasamos allí fueron frías y no teníamos calefacción en las cabanas”, escribió Howard. “Menos mal que habíamos llevado nuestras frazadas eléctricas.”

Algunas de las temporadas más placenteras tuvieron lugar en las casas que solían alquilar en las playas de la bahía de Monterey y de Mussel Shoals, cerca de Santa Barbara, en Cali­fornia. En julio de 1976, Howard escribió: “Todo en la costa es vivaz y activo, en especial los diecisiete niños de apellido Hunter, los cuales se lo pasan excavando, edificando, nadando, arrojando cosas, saltando, corriendo, gritando, persiguiéndose, trepándose, luchando y comiendo, pero rara vez están sentados, durmiendo o envueltos en nada que requiera sosiego. Los primos se están divirtiendo como nunca.”

Un año, bajo la dirección de Nan, los niños prepararon un relato de misterio, confeccionaron los trajes, ensayaron y luego filmaron una película titulada “El Secuestro”, que su orgullo abuelo aseguró “debe haber sido la producción más extraordinaria jamás filmada.” Una de las tradiciones anuales era la competencia de construir castillos de arena en la playa, en la que los adultos actuaban de jueces. Los niños también pre­sentaban un programa de talentos todos los años.

Los domingos, la familia en pleno asistía a las reuniones de un barrio local—ocupando dos bancos completos—o rea­lizaban su propia Escuela Dominical y su reunión sacramental en la casa que estaban alquilando en la playa, lo cual fortalecía los vínculos familiares. Cierta vez los varones de la familia se dirigían hacia la ciudad para asistir a la reunión del sacerdocio y se les descompuso el automóvil. Entonces regre­saron caminando a la casa de la playa y llamaron dos taxíme­tros para que fueran a buscar a la familia para llevarla a la Escuela Dominical, pero uno solo respondió con la idea de lle­var primero a la mitad y volver luego por el resto. “Esto habría causado que llegáramos tarde a la Iglesia”, escribió Howard en su diario, “así que nos quedamos en la casa y tuvimos nuestras propias reuniones, dirigidas por Richard, nuestro obispo. Cantamos himnos y luego John bendijo la santa cena, que Robert y Steven repartieron. Todos, a excepción de los pequeñitos, dimos nuestro testimonio. Fue un verdadero gozo escuchar a los niños cuando expresaron sus sentimientos acerca de la Iglesia y su gratitud por ser miembros de nuestra familia. Cuán bendecidos somos de ver que nuestros hijos, sus esposas y sus hijos sean tan dedicados a la Iglesia. Quizás hubo una razón especial para que no pudiéramos asistir a la capilla esta mañana.”

Una noche inolvidable de verano en 1983, escribió: “Los niños me pidieron que les contara cómo fue que me llamaron al Consejo de los Doce y cuáles eran mis asignaciones. Termi­nado el programa de esa noche, fuimos a la playa para ver cómo llegaban a la costa las lisas, unos peces pequeños. Cien­tos de esos corcoveantes y brillosos animalitos plateados que reflejaban las luces de la casa cubrían la playa en cada oleaje. Los niños llenaron varios baldes con ellos y, poniéndolos en bolsitas plásticas, los conservaron en el refrigerador para usar­los luego como carnada.”

Howard Hunter, quien cuando joven acostumbraba a jun­tar huevos de pájaro en los pantanos del río Boise, se quedaba encantado con los pájaros de la playa. Un verano escribió: “En muchas playas hay multitudes de gente y muy pocos pájaros, pero aquí la gente es escasa y, por tanto, hay cientos de pájaros de enorme variedad. . . . Siempre pensé que había algo muy peculiar en la persona que se deleita observando los pájaros, pero después de haber leído acerca de los que habitan cerca del agua y emigran de un continente a otro, ahora me intere­san mucho. He estado contemplando varias cadenas de pájaros que, durante toda la mañana, corren de arriba hacia abajo sobre la arena, saltando sobre el oleaje. Entre los más comunes, he visto varias especies de aguzanieves, chorlitos, sarapicos, agachadizas, ostreros, gaviotas y pelícanos. Son algo fascinante para el que no tiene nada que hacer.”

Howard Hunter también disfrutaba mucho las caminatas que daba a solas por la playa en horas tempranas: “No vi ni un sola alma cuando me levanté esta mañana y salí a caminar. El mar estaba hermoso y calmo, entonces caminé hasta el final de la playa. . . . Un perro solitario vino a acompañarme, co­rriendo delante de mí, y juntos contemplamos los pájaros que buscaban qué comer cuando las olas retrocedían dejando expuestos sobre la arena pequeños cangrejos y otros moluscos para el beneficio de las hambrientas aves.”

La Navidad en el hogar de sus hijos ofrecía a los Hunter un alivio de la temporada típicamente fría y nevosa de Utah. Pero también encontraban menos paz y tranquilidad que las que Howard gozaba en su casa, tal como sucedió en la Navi­dad de 1968 en el hogar de John:

“Los niños se levantaron temprano y pronto la casa parecía haber sido devastada por un tornado, aunque supongo que esto es natural cuando se tienen cinco niños llenos de energía…. Cerca de las siete, llegaron Richard, Nan y sus cuatro hijos de San José, así que todos disfrutamos de una segunda Navidad. Poco después llegó la noche. A los dos pequeñitos se los puso en sus cunas y los otros siete se acostaron en bolsas de dormir y en cuestión de minutos rei­naba el silencio. Este ha sido un día hermoso y agradable porque lo hemos pasado juntos.”

En 1971, Howard y Claire fueron otra vez al hogar de John. “La conmoción empezó a las siete. Los niños se habían levantado, se habían vestido y estaban listos para ir a la sala tan pronto como se les permitiera hacerlo. Reinaba el alboroto, pero en medio del ruido surgieron siete niños cubiertos con envoltorios y ribetes, cargando en sus brazos el botín navideño.”

En la temporada de 1975, la familia celebró una Navidad especial en la casa de Richard, en honor de su linaje danés. “Nan cocinó un pavo enorme para la cena de Nochebuena”, escribió Howard. “La mesa estaba primorosamente decorada con platos con motivos navideños, velas y bocadillos dane­ses.” A la mañana siguiente, “los niños se levantaron tem­prano. La confusión reinaba en medio del gran entusiasmo de los que abrían los regalos. Más tarde, comimos un desayuno delicioso al estilo danés.. . . Por la noche, tuvimos la cena a la luz del candelabro, con pavo frío y más bocadillos daneses. Nan trajo a esta Navidad una porción de Dinamarca.”

En 1983, toda la familia se reunió en la casa de John; esta vez, cuando los nietos mayores estaban recibiendo ya sus lla­mamientos misionales o asistiendo a la universidad. “Esta bien podría ser nuestra última Navidad juntos”, comentó el élder Hunter.

Poco antes de la Navidad de 1987, Howard escribió en su diario: “Richard me había pedido que hablará individual­mente con sus ocho hijos, así que después de la cena tuve el placer de hablar en privado con cada uno de ellos. Conver­samos acerca de su progreso en los estudios, sus sentimientos en cuanto a la Iglesia y sus testimonios, sus relaciones fami­liares, y muchas cosas más. Estoy muy complacido con el éxito, la madurez y las ambiciones de cada uno de ellos.”

El que su abuelo haya oficiado en sus sellamientos en el templo es algo muy importante para los nietos. A medida que han ido planeando sus casamientos, han coordinado todos los arreglos con él, porque, como lo indicó Richard, reconociendo las funciones de su padre, “es difícil que procure obtener favores especiales para alterarlas.”

Considerando la vida incesantemente activa que por lo general vivía, no era fácil que Howard Hunter pudiera des­cansar en sus vacaciones. “Cuando venía para la Navidad”, recuerda Nan, “nos dábamos cuenta de que, si queríamos que estuviera feliz, teníamos que darle algo para hacer.” Entonces empezó a reservar algunos proyectos y reparaciones para el momento de sus visitas.

Cierta vez, Howard le ayudó a Richard en el jardín a recoger las hojas secas y a podar los arbustos, a limpiar el garaje y a acarrear basura hasta el basurero municipal. Luego diseñó un teatro de títeres para los niños y fue a la ferretería a comprar todo lo necesario para construirlo. A la mañana si­guiente, mientras Richard hacía las entrevistas de ajuste de diezmos en su barrio, Howard preparó los materiales y por la tarde, con la ayuda de Richard, armó el teatro mientras Nan y Claire confeccionaban los títeres y la ropa para una escena navideña.

En otra Navidad, Howatd escribió: “Ricbard fue a su ofi-cina por unas horas y entre tanto yo hice unos caballitos de madera para regalarles a los niños. Cuando Richard regresó, juntos desconectamos la cocina eléctrica y reparamos algunas de sus partes.”

Al año siguiente, mientras Richard se encontraba en su oficina, Howard se dio a la tarea de los proyectos que Nan le había reservado: “Primeramente, desarmé la secadora de ropa y le cambié la resistencia que tenía quemada; luego empecé a fabricar con madera prensada una casa de muñecas para Me-rrily, utilizando los planos que Nan había comprado.” A la mañana siguiente, recogió las hojas secas del jardín, limpió el patio y terminó de construir la casita de muñecas.

Durante otra de sus visitas, él y Richard fueron a comprar unas maderas y construyeron un patio cercado y con techo (para levantarlo se necesitó la ayuda de muchos, incluso de Sol y Florence Green, los padres de Nan), colocó los caños del sistema de riego en el jardín, instaló las válvulas y conectó el agua. Otra vez, después de desarmar el sistema de filtración de agua y de limpiar los depósitos de salitre, comentó en su diario: “Esto debería hacernos merecedores de una especiali­dad scout en reparaciones del hogar.”

Cuando sus nietos servían una misión, el élder Hunter se mantenía siempre en contacto con ellos por correo y en oca­siones en que sus asignaciones le requerían viajar a los lugares donde estaban ellos, aprovechaba a visitarlos personalmente. En 1990, cuando pasó por Colonial Williamsburg, en el estado de Virginia, fue a ver por unos minutos a Merrily, la hija de John, quien servía en la Misión Virginia Roanoke. “Hoy fue un día muy especial, sobre el cual debo escribir en mi diario”, indicó Merrily en un artículo para el semanario Church News. “Mi abuelo disfrutó de un repaso que hicimos de la historia de nuestro país. A él le apasiona la historia, y su patriotismo es algo que la familia toda admira.”

El amor que por él sienten sus nietos fue expresado en un mensaje que Richard, Nan y sus ocho hijos le enviaron en 1979 para el Día del Padre: “En tu honor este día nos esforzaremos por cumplir los mandamientos, amarnos unos a otros y amar a los demás, trabajar con afán en nuestras asignaciones, estu­diar las Escrituras, orar juntos e individualmente, plantar un huerto, servir al prójimo, santificar el día del Señor y mucho más. Te agradecemos la función que cumples en nuestra familia, todo tu amor y tu interés en nosotros, por todo lo cual te agradecemos y te amamos. Estamos orgullosos de ti por todo lo que has hecho en tu vida y es para nosotros (y para todos los demás) un honor en este día saber que te pertenece­mos y que nos perteneces para siempre. Con amor y 1.000 besos.”

Relación con los parientes

HOWARD HUNTER es un hombre de familia. Siente orgullo genuino por sus descendientes y está íntimamente relacionado con sus antepasados, aquéllos que tanto sacrificio hicieron para unirse a la Iglesia y que ayudaron a establecer las comu­nidades y las familias en Sión. Una vez citó al novelista George Eliot en su diario personal, al decir: “No deseo futuro alguno que desate los lazos del pasado.”

En marzo de 1957, dos años y medio antes de ser llamado al Consejo de los Doce, Howard viajó a Mount Pleasant, en Utah, donde su bisabuelo pionero se había establecido, y escribió: “Aunque nunca he vivido aquí, éste es mi hogar porque aquí están mis raíces. Cuán agradecido estoy por mi linaje que tanto valoro y que surge de este valle, a través de aquéllos fieles que dejaron atrás a sus seres queridos, con­fiaron su travesía a los vientos del Atlántico y soportaron las penurias del gran desierto americano para llegar a este lugar, indómito aún por la mano del hombre.”

Durante muchos años tomó parte muy activa en varias organizaciones familiares, comparando, intercambiando y ve­rificando datos genealógicos. En 1973 comentó: “Dediqué todo el día a compilar mis registros genealógicos. He logrado com­pletar el registro de todos los descendientes de mi bisabuelo, Anders Christensen, los cuales abarcan 288 familias hasta fines de 1973. También estoy investigando los nombres de sus pro­genitores y he podido definir algunas conexiones más allá de lo que la familia ha podido hacer en el pasado.”

Pocos años más tarde, cuando la Iglesia pidió a los miem­bros que prepararan los formularios de registro familiar hasta cuatro generaciones y las enviaran al Departamento de Genealogía, Howard Hunter asistió a unas sesiones de un curso práctico de la familia Christensen y les dio formularios de Anders Christensen y sus cuatro esposas; asimismo, dio instrucciones sobre cómo preparar las hojas de las cuatro ge­neraciones.

Las reuniones de la familia Christensen en Mount Plea-sant duran por lo general dos o tres días, y asisten a ellas par­ticipantes tanto de lugares cercanos como distantes. Cuando le es posible, Howard está presente en ellas. Durante las reuniones se llevan a cabo excursiones a la antigua residencia de Anders Christensen y Martin Rasmussen, la cual forma parte del registro federal de hogares históricos, y también vi­sitan el cementerio de la ciudad. Otras actividades incluyen el intercambio de datos genealógicos, la presentación de un pro­grama de talentos, y la asistencia a una sesión en el Templo de Man ti.

Una vez, Howard asistió a una cena del Día de Acción de Gracias para miembros de la familia Rasmussen en la cafetería de la Escuela Mount Pleasant. “Fue una ocasión muy agra­dable”, dijo después. “Llevé a la cena mi libro genealógico re­ferente a la familia Rasmussen y conseguí mucha información que no tenía.”

La genealogía de la familia Hunter ha sido más difícil de conseguir, porque Nancy Hatch Nowell, la tatarabuela de Howard fue el único antepasado activo en la Iglesia. En 1974, conoció en Filadelfia a Dorothy Carousso, quien era prima de su padre y oficial de la Sociedad Genealógica de Pensilvania. Ella le mostró los archivos y la biblioteca de la sociedad y le dio copia de los datos que había obtenido del linaje de la familia Nowell. También le informó acerca de un libro titulado El Testimonio de Nancy Nowell, que contenía, según ella misma, “un relato diario del devoto ejercicio de mi corazón y del testimonio de la verdad.” Howard logró conseguir un ejemplar del libro para su propia colección y de vez en cuando vuelve a leerlo.

También Claire Hunter estuvo siempre interesada en la genealogía, y compiló algunos datos acerca de sus antepasa­dos alemanes, a pesar de que durante la Primera Guerra Mundial y la segunda se destruyó mucha información que podría haber sido provechosa. También consiguió registros de la familia Jeffs y escribió varias historias familiares.

Aunque sus padres y todos sus hijos vivían en California, Howard y Claire se mantuvieron en contacto directo con ellos, los visitaban lo más frecuentemente posible y esperaban ansiosos la visita de ellos en Utah.

Cuando en la conferencia general de 1959 leyeron el nom­bre de Howard, una de las primeras personas en responder fue su madre, quien desde South Gate, California, le envió un telegrama diciéndole: “Orgullosa de ti. Los discursos maravi­llosos. Cuánta emoción. Tengo la piel como de gallina. Since­ramente. Que Dios esté con todos ustedes, [firmado] Mamá.”

Nellie fue siempre la más noble alentadora y defensora de su hijo. En un artículo publicado en el periódico Deseret News en 1983, Howard recordó que cuando lo llamaron como obispo del Barrio El Sereno, ella le dijo: “Es bueno ser impor­tante, pero más importante es ser bueno.”1 El artículo men­cionó que Nellie “tenía una personalidad resuelta y un carácter agradable, pero apreciaba mucho a la gente y todo el mundo la amaba. No era inclinada a la ostentación, pero siem­pre se dijo que era ‘el alma de la fiesta’ en las reuniones de labores de la Sociedad de Socorro, porque siempre tenía algo para contar.”

Además de su participación en las organizaciones auxil­iares de la Iglesia, Nellie era miembro de las Hijas de los Pio­neros de Utah y cantó con el “Coro Conmemorativo Californiano de las Hijas de los Pioneros de Utah” en ocasión de los servicios dedicatorios del edificio de la sociedad en Salt Lake City, llevados a cabo el 23 y el 24 de julio de 1950.2

En 1963, Howard se encontraba en Chicago cuando se enteró del fallecimiento de su padre, y también se hallaba en esa ciudad cuando, el 4 de septiembre de 1971, le informaron que su madre estaba gravemente enferma y que la habían internado en el hospital. En esos momentos, él y Claire esta­ban por tomar un avión en el aeropuerto de Chicago, en trán­sito de Francfort, Alemania, a Milwaukee, estado de Wisconsin, cuando el Presidente de la Estaca Chicago llegó para darle la noticia. Howard llamó enseguida a su hermana Dorothy, en Los Angeles, quien le dijo que a su madre, quien sufría del corazón, se le había declarado neumonía, pero que estaba reaccionando favorablemente al tratamiento que se le daba. Entonces prosiguió con su asignación, tal como lo había hecho ocho años antes cuando su madre, después de comuni­carle el fallecimiento de su padre, le dijo: “Estás en la obra del Señor y tienes que cumplir primero con tu asignación.”

La salud de Nellie se deterioró rápidamente y el jueves 11 de noviembre, en momentos en que Howard se hallaba en la reunión de los Doce en el templo, recibió la noticia de que su madre había fallecido apaciblemente mientras dormía. “Los hermanos me expresaron su condolencia”, comentó luego. “El presidente Kimball me preguntó si quería retirarme, pero pensé en aquel día en Chicago cuando me informaron que mi padre había muerto, y cuando llamé a mi madre, ella me alentó para que me quedara y cumpliera con la tarea del Señor antes de regresar. Y le dije al presidente Kimball que me quedaría y cumpliría con mis deberes.”

Al día siguiente, Howard asistió a la ceremonia inaugural de Dallin H. Oaks como Rector de la Universidad Brigham Young y luego acompañó a otra de las Autoridades Generales hasta St. George a fin de participar en la asamblea solemne para conmemorar el centenario de la iniciación del Templo de esa ciudad. Una vez finalizadas sus asignaciones, él y Claire tomaron el avión a Los Angeles y asistieron al funeral y sepe­lio de su madre. “Hoy fue un día triste para nosotros y de regocijo a la vez”, escribió. “Mi madre tuvo una vida larga y útil, y todos sus descendientes somos activos en la Iglesia. Su cuerpo físico se había debilitado y era tiempo de que dejara este mundo, habiendo cumplido su labor. Estoy muy agrade­cido al Señor por mi heredad.”

A la madre de Claire también le agradaban mucho las vi­sitas de los Hunter cada vez que viajaban al sur de California. Durante varios años tuvo huéspedes en su amplio hogar en Los Angeles y sirvió en numerosos llamamientos en la Iglesia, incluso como obrera en el templo, consejera en las presiden­cias de la Primaria y la Sociedad de Socorro, y maestra de religión. En abril de 1967, después de haber sufrido varios ataques de apoplejía, vivió con Howard y Claire durante algunos meses para luego residir en un hogar para ancianos cerca del Templo de Salt Lake. Ella falleció en 22 de diciembre de 1974, a la edad de noventa y dos años, y fue sepultada en Inglewood, California, junto a las tumbas de su esposo, que murió en 1933, y de su nieto Howard William Hunter, hijo, que murió en la infancia en 1934.

→ 13 “Una buena cuota de altibajos”


  1. Carma Wadley, “Utahns Share Memories of Mother”, Deseret News, 8 de mayo de 1983.
  2. A Century of Mormón Activities in California 1:447.
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