Howard W. Hunter ― Biografia de un Profeta

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¡California, allá voy!


Aunque HOWARD decidió de improviso mudarse al sur de California cuando tuvo su desilusión comercial en Pocatello, la semilla de su determinación había sido sembrada mucho antes.

Bill Salisbury, que viajó al Oriente con la orquesta y que tocó el piano con Howard en la cafetería de la Asociación de Jóvenes Cristianas, se había mudado recientemente a Califor­nia y lo invitó para que lo visitara. Howard conservaba un buen recuerdo de las vacaciones disfrutadas con su familia en California cuatro años antes, y vivían allá algunos parientes, así que tenía donde hospedarse. Además, si las cosas no le iban bien, siempre podría regresar a Boise.

Así fue que el jueves 8 de marzo de 1928, pagó su cuenta en el hotel de Pocatello y se encaminó hacia el sur. Un hombre a quien había conocido en ese hotel le ofreció llevarlo hasta Ogden, Utah. De allí siguió viaje a Salt Lake City en el tren interurbano Bamberger y se quedó en un hotel. Temprano en la mañana siguiente, tomó el tranvía hasta la parada final en el sur de la calle State, y desde allí fue viajando en etapas con distintos automovilistas. Así recorrió varios tramos aquel día, llegando esa noche a Meadow, un pequeño pueblo a unos 220 kilómetros al sur de Salt Lake City.

“El único hotel era una casa con dos habitaciones para alquilar”, recordaba, “pero ambas estaban ocupadas. En el frente de la escuela se hallaba estacionado un autobús y su puerta estaba sin cerrojo. Me acomodé a lo largo en el asiento trasero y abrigándome con la chaqueta del conductor pasé allí la noche.” Su sueño le fue interrumpido cuando llegó el con­ductor temprano en la mañana y, muy indignado, le dijo que se marchara. El joven permaneció varias horas haciendo señas a la vera del camino antes de que alguien accediera a llevarlo.

Al atardecer, Howard arribó a Cedar City donde consiguió hospedaje en un hotel. “Si hubiera habido un tren en Cedar City”, dijo, “habría dejado de viajar en tantos automóviles.” Pero siendo que no había un servicio ferroviario, en la mañana tuvo que volver al método de “viajar en etapas” con varios automovilistas. En la ciudad de Saint George consiguió que “un hombre con una berlina Dodge y un corazón de oro” lo llevara hasta Las Vegas, Nevada. Después de otra noche más en un hotel, pasó la mayor parte del día siguiente al costado de la carretera consiguiendo solamente tostarse al sol. Final­mente, al anochecer, logró que alguien en camino a Los Ange­les se detuviera y ambos viajaron toda la noche.

El sol brillaba ya cuando llegaron a San Bernardino, la entrada a la región de Los Angeles, el martes 13 de marzo. Mientras iban por el Boulevard Foothill, Howard divisó de pronto un cartel de gran tamaño que anunciaba la proximidad de Upland. “Hasta aquel momento”, recordó, “yo no tenía idea de dónde estaba Upland, excepto que era cerca de Los Angeles. Le dije al hombre que quería bajarme allí y allí me dejó.” Bill Salisbury y su familia residían en Upland.

Howard buscó un teléfono público y llamó a los Salisbury. La mamá de Bill le informó que su hijo se hallaba trabajando en la construcción de una casa y le dio la dirección. Entonces fue caminando hasta ese lugar y encontró a su amigo. “Por cierto que se sorprendió”, dijo, “porque yo no le había dicho que llegaría.”

Permaneció nueve días con la familia Salisbury, durante cuyo tiempo salía de paseo con Bill y cuando éste tenía que trabajar, Howard disfrutaba del sol californiano. Al tercer día se compró, por cinco dólares, un Ford usado, “un automóvil sin capota, sólo para dar vueltas.” Con la ayuda de Bill estuvo dos días reparándolo y entonces viajaron hasta Los Angeles. En esa ciudad visitaron a un saxofonista que había tocado con ellos en el crucero, durmieron en la playa de Venice y luego fueron a ver a los tíos del padre de Howard, Edward y Lyde Nowell, en Huntington Park. Pocos días más tarde, Howard llevó sus valijas para quedarse con ellos.

“Cuando vine a California pensaba pasar una semana o diez días y volver luego a casa”, escribió en su diario tres se­manas después de haber llegado, “pero ahora que estoy aquí y que no tengo ninguna obligación especial en casa, creo que me quedaré varias semanas.”

Howard pasó la mayor parte de su tiempo recorriendo lugares, aprendiendo a orientarse y visitando amigos. “Estoy viviendo como un holgazán sin nada que hacer”, les confesó a algunos de sus primos cierto día en la playa.

En comparación con la vida agitada que pasaba en Boise, tuvo que haberle parecido muy placentero estar descansando tanto, viendo las horas transcurrir y pensando en lo que haría en adelante. Un día trabajó con Bill en la empaquetadora de la compañía Sunkist en Upland, descargando y apilando madera para construir cajones. “Al final del día apenas si podía per­manecer en pie”, comentó. “Tiene que haber una mejor ma­nera de ganarse la vida.” Al día siguiente no fue a trabajar.

“He llegado a la conclusión”, escribió, “de que hay muchas ventajas en California si pudiera encontrar empleo con buenas posibilidades—pero no como estibador.”

Al volver a Huntington Park el sábado 7 de abril, fue a una tienda a comprarse zapatos. En tanto que el propietario, de apellido Hunter, lo atendía, Howard le mencionó que había vendido en Boise el mismo tipo de calzado—y al momento en que pagó sus nuevos zapatos quedó contratado para trabajar en la tienda los sábados, empezando de inmediato.

El lunes regresó a la empaquetadora Sunkist y estibó cajas de naranjas en vagones refrigerados. Al concluir la jornada, calculó haber cargado más de cuarenta y seis toneladas. Otro día, después de cargar cincuenta toneladas, comentó: “No sabía que había tantas naranjas en el mundo.”

En una ocasión tuvo que seleccionar limones en la correa transportadora, por lo que tuvo “un día terrible.” Los limones debían clasificarse en varios grados en base al color de sus puntas, variando entre el verde oscuro y el amarillo claro— pero como Howard no podía distinguir los colores, le fue imposible clasificarlos. “Antes del fin del día pensé que podría haber tenido un colapso nervioso”, comentó.

Howard se quedó con la familia de Bill durante las dos semanas en que trabajó en la empaquetadora, yendo en auto a Huntington Park los fines de semana para trabajar en la zapatería. Finalmente, tomó una determinación: “Después de recorrer Los Angeles y considerar varias oportunidades de empleo, he llegado a la conclusión de que me gustaría traba­jar en un banco.”

En la mañana del lunes 23 de abril se presentó en el Banco de Italia, pidió empleo y lo contrataron inmediatamente. Al día siguiente comenzó a trabajar en la casa central del banco, en el centro de la ciudad, donde aprendió a operar máquinas de sumar y de contabilidad y a efectuar depósitos. Esa noche se inscribió en el departamento de educación para adultos de la Escuela Secundaria de Huntington Park, donde planeó tomar clases preparatorias para recibir un título universitario, e hizo arreglos con los Nowell para continuar viviendo en su casa.

También pasó a ser miembro del Barrio de Huntington Park, a poca distancia del hogar de sus tíos. Los miércoles por la noche solía acompañar a su tía Lyde a las reuniones de tes­timonio de su iglesia, la Primera Iglesia de la Ciencia Cris­tiana—”no porque tuviera yo interés”, decía, “sino porque sabía que a ella eso le agradaba y me parecía bien demostrarle cortesía.”

Nuevas raíces

HOWARD W. HUNTER se contaba entre los dos millones de personas que se mudaron a California en los 1920, una década de desarrollo sin precedente. Más del 70 por ciento de los nuevos residentes se establecieron en la región de Los Ange­les, donde la población aumentó de menos de un millón en 1920 a más de dos millones doscientos mil en 1930. Muchos llegaron atraídos por las posibilidades de enriquecerse gracias a los yacimientos petrolíferos más abundantes del país, los fér­tiles campos agrícolas que producían cosechas abundantes y la glamorosa y pujante industria cinematográfica. La co­nstrucción de casas y edificios comerciales proliferaba por doquier y las oportunidades de vivir bien nunca habían pare­cido ser mejores.

Esta gran emigración hacia el oeste fue también la primera en producirse en relación con la era del automóvil. Cierto autor escribió:

“Cual enjambre de langostas invasoras, los inmigrantes avanzaban lentamente por las carreteras…. Tenían, por alas, automóviles destartalados con guardabarros atados con corde­les y cortinas batiéndose en la brisa; cargados con bebés, ropa de cama, bultos, una tina de hojalata amarrada atrás, una bici­cleta o un cochecito para niños balanceándose precariamente sobre la capota. Con frecuencia llegaban sin contar con nada probable, quizás confiando en que el cielo les proveería lo que necesitaban. . . Acampaban en las afueras de la ciudad y sus campamentos se transformaban en nuevos suburbios.”1

El Banco de Italia, en el que Howard trabajaba, había sido fundado en 1904, en San Francisco, por Amadeo Pietro Gian-nini, hijo de un inmigrante italiano, y para 1920 llegó a ser la institución bancaria más importante de California.

Deseoso de progresar en su nueva carrera, Howard se inscribió en una clase de educación bancaria, los martes y jueves por la noche, en el Instituto Americano de la Banca, lo que significaba que tenía que abandonar las de educación para adultos en Huntington Park. En el banco conoció a Alma Nel-son (Ned) Redding, un miembro de la Iglesia que acababa de regresar de la Misión de los Estados Centrales del Norte. Ned estaba tomando la misma clase y en poco tiempo se hicieron muy amigos.

No le llevó mucho a Howard estar tan atareado como lo había estado en Boise. Sus padres le enviaron sus instrumen­tos musicales y ese mismo verano, después de considerar varias ofertas, aceptó tocar la batería con una orquesta de bailes que también tenía un contrato para actuar por radio. En ocasiones, tocó asimismo con otros grupos musicales.

Los Angeles, tal como otros grandes centros metropoli­tanos comerciales, culturales y educacionales, atraía entonces a muchos jóvenes adultos talentosos, y siempre había una gran variedad de actividades para escoger, algunas auspi­ciadas por la Iglesia y otras por gente a la que simplemente le agradaba sociabilizar. Prácticamente había bailes o programas para elegir todas las noches. Howard solía ir a nadar o de pic­nic con sus amigos, o a escalar las sierras y montañas de los alrededores, o al cine a ver las últimas películas, participando a veces en más de una actividad en la misma noche o en un sábado. A veces salía con alguna joven, pero por lo general acostumbraba a salir en grupo con sus amigos.

Los jóvenes adultos asistían a la iglesia los domingos, y no era raro que visitaran dos o tres barrios en el mismo día. Cierto domingo, indicó Howard, él y Ned fueron al Barrio Wilshire por la mañana, al de Huntington Park en la tarde y al de Glendale por la noche. El domingo siguiente asistieron a las reuniones de los barrios Adams, Wilshire y Matthews, con­cluyendo con una reunión en la casa de unos amigos.

Uno de los grupos más populares auspiciados por la Igle­sia era el Coro Económico de Los Angeles, que tomó su nombre de la práctica que sus miembros tenían de conservar un fondo para solventar sus viajes y otros gastos. Había cantantes de todos los barrios y estacas de Los Angeles que acudían al Barrio Adams los jueves por la noche para ensayar. Para muchos, aquello era, a la vez, una actividad social y una expe­riencia musical. El año antes de que Howard se estableciera en California, ese coro había cantado durante la dedicación del Templo de Arizona, en Mesa. Howard y Ned se unieron al grupo después de terminada su clase bancaria en junio y al poco tiempo se prepararon para actuar en un concierto de ve­rano en el Hollywood Bowl, uno de los anfiteatros al aire libre más prestigiosos de California.

Cuando disminuyeron las ventas de calzado en su establecimiento, el Sr. Hunter debió dejar cesante a Howard pero no sin antes pedirle que volviera a trabajar en el otoño. Sin embargo, para ese entones Howard estaba tan atareado que no regresó a la zapatería. Siendo que los sábados trabajaba hasta el mediodía y a veces hasta más tarde, prefería dedicar el resto del día a otras actividades de su interés.

Howard era muy popular entre sus amigos californianos. Le agradaba mucho la compañía de otras personas, pero nunca trataba de ser el centro de atención. Siempre supo escuchar, ser atento y considerado con los demás. Puesto que le encantaba leer, era muy versado en un gran número de temas. Aun cuando había viajado entre Idaho y Oregón, procuraba hacer un alto en las bibliotecas locales para leer y estudiar. Durante sus primeras semanas en California, mien­tras Bill se hallaba trabajando, Howard iba a la biblioteca más cercana. Una de las anotaciones en su diario dice que había “pasado la noche en la casa leyendo a Shakespeare y algunos clásicos franceses—y finalmente, las historietas del periódico Examiner.” Otra noche leyó acerca de la vida de los filósofos más notables del mundo.

El nuevo californiano disfrutaba mucho de la alegría sana. Cierta vez, en un desfile de modas realizado en la Asociación de Mejoramiento Mutuo de Mujeres Jóvenes, sorprendió a los asistentes al aparecer en el escenario vestido con ropas de mujer. El día de las elecciones nacionales en noviembre de 1928, improvisó con dos de sus amigos un debate callejero en el centro de Los Angeles, imitando a tres conocidos políticos. En la intersección de las calles Séptima y Broadway, parados sobre sendos cajones, Howard actuó como Al Smith; Ned Red-ding como Herbert Hoover; y John Madsen como el alcalde de la ciudad, gesticulando en animados discursos que atrajeron la atención de una gran multitud y causaron el embote­llamiento del tránsito automotor por varias cuadras en las cua­tro direcciones. “Al fin”, escribió en su diario, “llegó la policía y dispersó a la multitud. Y nosotros nos escapamos.”

Reunión familiar

El 4 DE SEPTIEMBRE de 1928, Howard salió corriendo de su trabajo para saludar a sus padres y a su hermana Dorothy que acaban de llegar a la casa de sus tíos. Will y Nellie habían deci­dido mudarse a Los Angeles cuando la compañía Valley Trac-tion de Boise, en la que Will había trabajado por más de veinte años, decidió reemplazar con autobuses sus trenes interur­banos. Vendieron su casa en agosto, despacharon todos sus bienes y pertenencias a Los Angeles, y viajaron de paso por Portland (Oregón) y por San Francisco (California) para visitar a algunos familiares.

Howard no perdió tiempo para familiarizar a su hermana Dorothy, que no tenía aún diecinueve años de edad, con las actividades sociales de la Iglesia que él mismo había estado disfrutando tanto. Ambos fueron siempre muy compañeros y a él le encantaba la alegre y vivaz personalidad de su her­mana. Tres días después de que hubiera llegado a Los Ange­les, Howard bailó con ella toda la noche en una fiesta de la Estaca de Los Angeles, y durante varias semanas subsi­guientes asistieron juntos a varias fiestas.

Dorothy se relacionó enseguida con los grupos de jóvenes y comenzó a familiarizarse con su nuevo empleo. Habiendo trabajado en la compañía telefónica de Boise, no le resultó difí­cil conseguir empleo en la compañía telefónica de California del Sur, cuyas oficinas estaban a sólo una cuadra del banco donde trabajaba Howard, en el centro de Los Angeles.

Por algunos días la familia Hunter se hospedó con los Nowell y luego alquiló un apartamento; y Howard se mudó con ellos. Durante el año siguiente vivieron en varios apartamentos diferentes, y cierta vez le cuidaron la casa a los padres de Ned, cuando los Redding fueron al estado de Florida. Más tarde, a Will y a Nellie les pidieron que administraran una casa de apartamentos a cambio de un apartamento por el cual no tenían que pagar. Will también consiguió trabajo en una fábrica de accesorios para aviones en Venice, una comunidad vecina junto al mar.

Aunque Howard trabajaba cinco días y medio por semana y por la noche asistía a la escuela y tenía ensayos, actuaciones con la orquesta y otras actividades, en ocasiones también solía quedarse en la casa departiendo con su familia y sus amigos o leyendo un buen libro. Asimismo, ocupó cargos en su barrio y comenzó a dedicarse a leer las Escrituras y otros libros rela­cionados con el evangelio.

En épocas anteriores había asistido a las reuniones de la Iglesia cada vez que podía, pero a raíz de que trabajaba largas horas y que llegaba a su hogar por la madrugada cuando tocaba con la orquesta en bailes, no había tenido hasta entonces muchos llamamientos. Y aunque sus padres tenían un juego de Escrituras que habían recibido como regalo de bodas, contaban con muy pocos libros sobre religión y, por tanto, no había estudiado con regularidad el evangelio.

Cuando Howard regresó del crucero, su obispo en Boise le había pedido que hiciera planes para servir una misión. Sa­biendo que el salario de su padre no era suficiente como para sostenerle en una misión, Howard comenzó a ahorrar con la idea de aceptar el llamamiento cuando tuviera el dinero nece­sario. Pero la cuenta de ahorros aumentaba muy lentamente, puesto que se pagaba sus propios gastos y no ganaba mucho, tanto en Boise como en Los Angeles.

Al mudarse Howard al apartamento con sus padres, sus cédulas de miembro fueron transferidas del Barrio Hunting-ton Park al Barrio Adams. Allí lo llamaron como maestro orientador, el presidente del quórum de élderes le encomendó que visitara a miembros del barrio que estuvieran enfermos, sirvió como consejero en la presidencia del quórum de élderes y fue Maestro Scout del barrio. Pero fue en la clase para jóvenes adultos de la Escuela Dominical que habría de tener la mayor experiencia en cuanto a su sed de conocimiento evangélico. En su historia escribió:

‘Aunque había asistido a las clases de la Iglesia durante la mayor parte de mi vida, tuve mi primer despertamiento en el evangelio en una clase de la Escuela Dominical que enseñaba el hermano Peter A. Clayton en el Barrio Adams. Aquel her­mano poseía un verdadero tesoro de conocimiento y la capaci­dad para inspirar a los jóvenes. Estudié las lecciones, cumplí con las asignaciones que nos daba y pronuncié discursos sobre los temas asignados. Pronto comprendí el verdadero significado de algunos principios del evangelio, de los grados de gloria y de los requisitos para lograr la exaltación celestial, tal como nos los enseñaba y nos instruía el hermano Clayton. Yo creo que esa época de mi vida fue el momento en que real­mente comencé a apreciar las verdades del evangelio. Siempre había tenido un testimonio, pero ahora comenzaba a enten­derlo.”

Una de las lecciones del hermano Clayton a principios de marzo de 1930 fue sobre el tema de las bendiciones patriar­cales. “Nunca había podido entender lo que era una bendición patriarcal, pero desde ese momento comprendí su signifi­cado”, escribió Howard. “Aquel día fui a ver al hermano George T. Wride, el patriarca de la estaca, quien me pidió que fuera el domingo siguiente a la oficina de la misión, detrás de la capilla del Barrio Adams.”

Aquel domingo de marzo, después de hablar algunos minutos con Howard, el hermano Wride puso sus manos sobre la cabeza del joven y le dio una bendición patriarcal.

Dicha bendición declaró que Howard era alguien “a quien el Señor conocía de antemano”, alguien que había demostrado tener “firmes dotes de liderazgo entre las huestes del cielo” y que había sido preordenado para realizar una obra importante en su vida terrenal a fin de cumplir los propósitos del Señor con respecto a Su pueblo escogido.” Le prometió que, si per­manecía fiel, recibiría “inteligencia desde lo alto”, que llegaría a ser “un experto en cosas del mundo y un maestro en cuanto al saber del mundo, y a la vez un sacerdote del más alto Dios”, y que habría de dedicar sus talentos personales al servicio de la Iglesia, se sentaría en sus concilios y sería reconocido por su sabiduría y su juicio ecuánime.

Una reunión memorable

EL 8 DE JUNIO de 1928, doce semanas después de haber lle­gado a Los Angeles, Howard asistió a un baile auspiciado por la Asociación de Mejoramiento Mutuo para los Hombres M y las Espigadoras en el Barrio Wilshire. Terminado el baile, algunos jóvenes decidieron ir a la playa y le invitaron a que fuera con ellos. En el grupo estaba Ned Redding y su amiga, Clara May (Claire) Jeffs. Todos fueron a caminar descalzos por la playa de Santa Mónica, las jóvenes recogiendo los ruedos de sus vestidos para que no se les mojaran. Los varones deci­dieron entonces ir a nadar. Así describió Howard lo que hicieron:

“Siendo que no teníamos trajes de baño, las jóvenes se quedaron en los automóviles y les pareció divertido encender los faros delanteros para que no nos animáramos a salir del agua. Tuvimos que nadar hasta un lugar fuera del alcance de las luces para poder salir y cuando regresamos yo había per­dido mi corbata. Claire me acompañó por la playa para bus­carla y así nos conocimos mejor. Eran las cuatro cuando cada uno volvió a su casa. La próxima vez que salimos, yo fui con Claire y Ned con alguien más.”

Los antepasados maternos de Claire, tal como los de Howard, se habían unido a la Iglesia en Europa donde sufrieron graves persecuciones como consecuencia de su fe. Sus bisabuelos, Karl Gottlieb Reckzeh y Anna Rosina Lothe, habían criado a sus siete hijos en una granja de Brandenburgo, una provincia de la Prusia Occidental (en aquel entonces parte de Alemania). Maria Emilie, la abuela de Claire, la quinta entre los hijos de la familia, nació el 21 de enero de 1860. Cuando joven se fue del hogar a una villa denominada Droskau y unos años después regresó con sus dos hijas, Martha Emma, de cinco años, e Ida Anna, de dos. Maria Emi­lie y el padre de las niñas, Paul Lehmann, no eran casados.

A las niñas les encantaban sus abuelos y la nueva vida en la granja. Los Reckzeh, luteranos devotos, asistían a la iglesia los domingos y todas las noches el abuelo hacía que la familia leyera un capítulo de la Biblia.

El 30 de septiembre de 1893, unos seis años después de que Maria Emilie regresara a la granja, uno de sus amigos la invitó a una reunión realizada por los misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. “Todo debió hacerse a escondidas”, recordaba su hija Martha, “porque en esa época a los élderes no se les permitía en el país, y muchas veces tenían que salir del pueblo en horas de la noche. Dos de ellos salieron en un carro escondidos entre el heno. Mamá fue a la reunión y dijo que creía en cada palabra que había escuchado y a las dos semanas pidió ser bautizada. La bautizaron ese invierno en un estanque” en la villa de Gra-big.2

Cuando Karl se enteró de su conversión, se mostró seria­mente enfadado y la echó de la casa, a ella y a sus hijas. Ningún miembro de su familia volvió a hablar jamás con ella. María Emilie y sus niñas se mudaron a un apartamento en Sorau, donde residieron dos años. Pero a raíz de que sus hijas eran ridiculizadas e insultadas por sus compañeras de escuela, María Emilie decidió trasladarse a los Estados Unidos. Soli­citó de la oficina de gobierno el permiso para salir del país y le dijeron que podía irse pero que no le dejarían llevarse con ella a sus hijas. Según dijo con Martha, María Emilie le con­testó al funcionario que hasta ese momento nadie la había ayudado a criarlas, pero que si él estaba dispuesto a cuidarlas, podía quedarse con ellas. “Yo le pregunté tiempo después si en verdad nos habría dejado”, dijo Martha, “y me respondió que ella sabía que el Señor contestaría sus oraciones.”

El funcionario del gobierno le concedió el permiso y así fue que Maria Emilie y sus dos hijas pudieron emprender viaje esa misma noche. Algunos amigos las acompañaron caminando hasta otro pueblo a unos veinticinco kilómetros de dis­tancia, y en un bosque todos se arrodillaron para orar pidiendo que su viaje estuviera libre de peligro. Los amigos se despidieron de ellas, y la joven familia prosiguió caminando varios kilómetros más hasta tomar un tren con destino a Ham-burgo. De allí continuaron en barco hasta Liverpool, Inglaterra; y luego en otro a Nueva York. El trayecto de Nueva York a Salt Lake City lo hicieron en tren. Después de per­manecer con la familia del misionero que la había bautizado,

Maria Emilie alquilo una vivienda y  comenzó a trabajar en quehaceres domésticos para sostener a su pequeña familia.3

En 1900, Martha, que entonces tenía unos 19 años de edad, se casó con Jacob Ellsworth Jeffs, que era constructor en Salt Lake City. Ninguno en la familia de Jacob era miembro de la Iglesia. Su padre, Abraham Jeffs, había emigrado de Inglaterra a la región central de Estados Unidos, donde se conoció y se casó con Julia Anderson Phillips, nacida en Misurí. Después de su casamiento, Abraham y Julia vivieron por un tiempo en Kansas, donde el 28 de julio de 1882 nació su hijo Jacob. Luego la familia se estableció en Salt Lake City, donde Abraham murió en 2902 y Julia en 1913.

Clara May (Claire), la primera hija de Martha y Jacob, nació el 18 de febrero de 1902. Después nacieron Thelma, Ellsworth y Leona; esta última murió como consecuencia de tos ferina a las seis semanas de nacida. Claire se educó en la Escuela Primaria Riverside de Salt Lake City y en la Escuela Secundaria West, y mientras asistía a ésta comenzó a trabajar en la compañía de teléfonos Mountain States.

En 1926, Jacob, Martha y Claire se mudaron a Los Ange­les, California, donde Jacob se dedicó a la construcción y edi­ficó una casa de considerable tamaño. Thelma, habiéndose divorciado, y su hijita, Leatrice (Lee), fueron a vivir con ellos un año después. También Ellsworth se mudó al sur de Cali­fornia.

En Los Angeles, Claire empezó a trabajar como modelo en Blackstone’s, una tienda muy exclusiva frecuentada por gente de la alta sociedad y del ambiente teatral, y en poco tiempo pasó a ser subgerente del departamento de personal. Fue mientras ocupaba esa posición que conoció a Howard Hunter.

Un noviazgo de tres años

AUNQUE SE VERÍAN a menudo en fiestas de la Iglesia y ambos eran miembros del Coro Económico, Howard y Claire sólo tuvieron unas pocas citas en 1928. Por lo general estaban siempre en grupo con otros amigos. Una noche, Howard y Ned asistieron a una reunión en Long Beach organizada por un grupo de mujeres jóvenes que eran miembros de diferentes barrios de Los Angeles, al que se conocía por el nombre de “Gloom Busters” (Demoledoras de la Tristeza). “No tuvimos en realidad una cita”, escribió Howard, “pero pasé la mayor parte del día con Claire Jeffs. Había luna llena y todos fuimos a nadar antes de volver a casa.” En octubre, Claire lo invitó a un baile organizado por los empleados de la tienda Black-stone’s. Tenían que vestir ropas andrajosas para coincidir con el tema de la ocasión, que era “Tiempos Difíciles.”

En enero de 1929 a Howard lo ascendieron dos veces—a gerente del departamento central de compensación y luego a un cargo en el que tramitaba cuentas personales. Sus nuevas responsabilidades le requerían trabajar horas adicionales, a veces hasta las nueve o diez de la noche, y medio día los sába­dos.

Siendo que además tomaba clases de finanzas y tocaba en bailes con la orquesta dos o tres veces por semana, a Howard no le quedaba mucho tiempo libre para cortejar—asimismo, acostumbraba salir con varias jóvenes sin decidirse por ninguna. Aunque fue con Claire y cuatro parejas de amigos al teatro y a cenar para festejar el Año Nuevo, menos de dos semanas más tarde asistió al Baile de Oro y Verde con otra joven. En su diario escribió que el 14 de febrero recibió por correo una tarjeta de Claire con motivo del Día de San Valen­tín—o “Día de los Enamorados”—y agregó que “hasta ese momento no sabía qué fecha era ésa.”

Llegada la primavera, a Howard se le asignó trabajar como reemplazante en algunas sucursales del banco. Una semana tuvo que hacerlo en la de Redondo Beach, por lo que todos esos días aprovechó para almorzar al sol en la playa. Otra semana le tocó trabajar en la sucursal de Hollywood donde, al final de su primer día allí, se había “familiarizado con las cuentas de la mayoría de las famosas estrellas del cine.”

Sus nuevas asignaciones eran menos exigentes que las anteriores y ello le permitía tener un mayor tiempo libre, aunque las horas y las circunstancias de sus citas eran a veces más bien informales. En varias oportunidades Claire lo acom­pañaba a bailes en los que tenía que actuar con la orquesta. Un sábado a la medianoche la fue a buscar después de una de sus actuaciones para llevarla al cine y luego a cenar. Regresó a su casa a las cinco de la mañana y apenas si pudo dormir antes de asistir a la Escuela Dominical.

Poco tiempo después comenzó a tocar con una orquesta una vez por semana en el Oakwilde Lodge, en la cañada del Arroyo Seco sobre la Represa Devil’s Gate, en Pasadena. “Para llegar allí”, escribió, “tenemos que recorrer una gran distancia en automóvil, estacionarlo y entonces caminar por un sendero hasta el hotel.” Después de la segunda semana, agregó, “considerando la distancia de nuestra caminata, me consideré afor­tunado de estar tocando el saxofón en vez de la batería, pero todos tuvimos que ayudar al baterista a acarrear todos los componentes hasta arriba.”

Cierta noche la orquesta debió tocar hasta muy tarde y como decidieron ir a comer después a un restaurante, Howard regresó a su casa a las tres de la mañana. Pero no se acostó porque a las cuatro irían a buscarlo Claire y otras tres parejas para ir juntos al lago Arrowhead a pasar el día en un picnic, caminando, nadando y navegando.

Cuando sus relaciones fueron haciéndose más serias, Howard y Claire decidieron que había llegado el momento de que sus padres se conocieran. Jake y Martha Jeffs invitaron a los Hunter a su hogar. Dorothy, quien fue con ellos, recuerda claramente la ocasión. Martha Jeffs los recibió a la puerta y Howard comenzó a hacer las presentaciones, diciendo: “Esta es la mamá de Claire.” De pronto, en el preciso momento en que Nellie extendía la mano para estrechar la de Martha, Jake se apareció y a viva voz exclamó: “¡Caramba! ¡Conque ésta es Nellie!”

Ese verano, Howard y Claire hicieron los planes para tomar sus vacaciones al mismo tiempo en las dos últimas se­manas de julio. Fueron a la playa, jugaron al tenis, viajaron hasta Santa Bárbara y nadaron y bailaron en la península de Balboa, cerca de Newport Beach. Luego tomaron un crucero de tres días hasta Ensenada, en México. “A nuestras familias no les gustó nada la idea”, escribió Howard, “pero les asegu­ramos de que no haríamos nada inapropiado.” En el crucero bailaban hasta tarde en la noche antes de retirarse a sus respectivos camarotes, “los cuales”, explicó, “estaban ubica­dos en dos cubiertas diferentes.”

En octubre de 1929 se produjo el colapso del mercado bursátil que provocó un desastre económico en todo el país. A mucha gente, particularmente a aquellos que habían especu­lado en valores comerciales durante los cuatro años previos de prosperidad, les acometió el pánico a raíz de sus graves perdidas. Algunos bancos y otras instituciones financieras, al igual que muchas fábricas comenzaron a cerrar sus puertas.

Aunque leía con interés acerca de lo que estaba sucedi­endo, Howard no sintió su efecto inmediatamente. El banco donde trabajaba parecía ser suficientemente sólido para sub­sistir y la gente continuaba asistiendo a los bailes en que él tocaba, como si desearan escaparse de las inquietudes y la incertidumbre que afectaba al mundo que les rodeaba.

A principios de 1930, la familia Hunter tenía preocupa­ciones de otra índole. Una noche de enero, encontrándose tra­bajando en la compañía de teléfonos, Dorothy sufrió una hemorragia pulmonar. Tras quedarse en su casa y descansar durante dos meses, fue internada en el Hospital General del Condado de Los Angeles para que le hicieran una serie de análisis. El diagnóstico fue de tuberculosis. Al mes de estar en el hospital, la trasladaron a un sanatorio en el valle de San Fer­nando, donde había de permanecer durante veintiocho meses.

Howard la visitaba frecuentemente en compañía de sus padres y a veces con Claire.

En noviembre de 1930, el año en que muchos bancos ce­rraron sus puertas, el Banco de Italia se unió al Banco de América de California y pasaron a llamarse Bank of America National Trust and Savings Association. Howard trabajó en la contabilidad y ayudó a preparar los documentos para la nueva institución, cuya valía combinada era de casi mil doscientos cincuenta millones de dólares.

Poco después de completarse esa unificación bancaria, uno de sus vicepresidentes le comentó a Howard que el First Exchange State Bank de Inglewood estaba tratando de encon­trar a alguien que tuviera experiencia para el cargo de oficial subalterno y le preguntó si estaría interesado en ello. La suge­rencia era tentadora y entonces Howard accedió a reunirse con los funcionarios del First Exchange. Estos le ofrecieron el puesto de cajero auxiliar en la sucursal de Hawthorne. Con­siderando que ese banco tenía sólo cuatro sucursales y era mucho más pequeño que el Banco de América, Howard pensó que allí tendría mayores oportunidades para aprender cada una de las fases de la operación bancaria y decidió aceptar la oferta.

Algunas decisiones importantes

A PRINCIPIOS DE la primavera de 1931, Claire y Howard empezaron a pensar seriamente en casarse. En su historia, él escribió lo siguiente: “Yo no había abandonado la idea de ir a una misión y, teniéndolo en cuenta, había ahorrado cierto dinero. Claire se ofreció para ayudarme con los gastos y estaba dispuesta a esperarme hasta que completara mi misión. Aunque aprecié mucho la oferta, no pude aceptar que tuviera que trabajar para mi sostén. Al fin decidimos que sería mejor que nos casáramos y que en una ocasión futura, tan pronto como las condiciones lo permitieran, saliéramos juntos a una misión.

“Una hermosa tarde primaveral fuimos a Palos Verdes y estacionamos el automóvil sobre el acantilado desde donde podíamos contemplar cómo las olas del Pacífico golpeaban contra las rocas a la luz de la luna llena. Conversamos acerca de nuestros planes y coloqué en su dedo un anillo de dia­mante. Esa noche tomamos muchas decisiones y algunas serias determinaciones con respecto a nuestra vida juntos. La luna se estaba poniendo en el oeste y el alba comenzaba a sur­gir cuando regresamos a nuestros hogares.”

Los novios decidieron contraer matrimonio en junio, en el Templo de Salt Lake. Howard habló con su obispo, le informó acerca de sus planes y le pidió la recomendación para el templo. Se sorprendió cuando el obispo Brigham J. Peacock le dijo que no podía comprender cómo Howard habría de mantener a su esposa con el salario que recibía.

“Cuando le conté cuánto estaba ganando”, escribió Howard, “el obispo me dijo que él había basado su opinión en los diezmos que yo pagaba. De repente, comprendí cuán grave es no pagar un diezmo íntegro.

“Siendo que mi padre no era miembro de la Iglesia cuando yo vivía con mi familia, jamás habíamos analizado el tema de los diezmos y yo nunca consideré su importancia. A medida que hablábamos, pensé que el obispo no iba a darme la recomendación para el templo. En forma bondadosa me enseñó la importancia de la ley y cuando le dije que desde ese momento en adelante yo habría de pagar un diezmo íntegro, continuó con la entrevista y tranquilizó mis ansias, al llenar y firmar el formulario de recomendación.”

Howard relató lo acontecido a Claire, quien siempre había pagado sus diezmos debidamente. En consecuencia, dijo, “decidimos que íbamos a cumplir esta ley durante todos los años de nuestro matrimonio y que siempre pagaríamos los diezmos antes que todo lo demás.”

Al acercarse el día de su boda, Howard tomó otra decisión importante. Durante varios años había estado tocando con diferentes orquestas en bailes y fiestas, en salones públicos, por la radio y en teatros. “Fue algo fascinante en ciertos aspeetos”, pensó, “y ganaba buen dinero, pero estar asociado con algunos de aquellos músicos no era en realidad muy agra­dable porque les gustaba la bebida y algunas de sus normas de conducta moral dejaban bastante que desear.” No encon­traba en ellos la compatibilidad necesaria para el modo de vida que habría de disfrutar con una esposa y una familia y, por lo tanto, decidió abandonar su carrera como músico pro­fesional.

El 6 de junio de 1931, cuatro días antes de su boda, Howard tuvo su última actuación en el Salón Virginia, en Huntington Park. Cuando regresó a su casa esa noche, empacó sus saxofones, sus clarinetes y su música y los guardó para siempre. Ya había vendido antes su batería y su marimba y empaquetado su trompeta y su violín.

“Desde aquella noche”, dijo, “no he vuelto a tocar mis instrumentos, excepto en raras ocasiones cuando nuestros hijos venían a casa, cantábamos villancicos navideños y yo los acompañaba con el clarinete. Aunque esto me dejó un vacío en algo que siempre había disfrutado tanto, nunca lamenté aquella decisión.”4

Howard continuaba manejando el cupé Ford “A” que había comprado tres años antes, cuando llegó a California, y Claire estaba dispuesta a viajar en él hasta Utah—”una ver­dadera demostración de amor”, comentó él. Pero su esposo tenía otros planes. Fue y encargó un cupé negro Chevrolet Sport modelo 1931 “con ruedas rojas, asiento trasero al descu­bierto y una serie de lujosos accesorios.” Pagó por el vehículo 766.50 dólares menos un descuento de 75 dólares por el trueque del Ford (que le había costado $5.00), y efectuó la compra al contado.

Marvin Rasmussen, uno de sus primos de Mount Pleasant, se encontraba en Los Angeles en viaje de negocios y planeaba regresar a Utah con Howard y Claire. Howard le había pedido unos días antes que fuera a recoger el nuevo automóvil y lo manejara despacio por un tiempo para afinarlo. El día del viaje, Howard fue a buscar a Marvin, entregó al concesionario su viejo vehículo y llevó el nuevo a casa de Claire, quien “no podía creer lo que veía”, dijo él. “Después de cargar sus cosas, partimos en gran estilo—la novia, el novio y el acompañante.”

Marvin había informado a su familia en cuanto al viaje y cuando llegaron a Mount Pleasant les esperaba toda una mul­titud. “¡Nunca supe que tenía yo tantos parientes!”, comentó Howard. Después de conversar y escuchar algunas historias de la familia, los novios continuaron el viaje hasta Salt Lake City, donde quedaron en la casa de María Emilie Reckzeh, la abuela de Claire.

Esa misma tarde fueron a la oficina del secretario del con­dado para obtener su licencia de casamiento, y luego a las ofi­cinas de la Iglesia para pedirle al élder Richard R. Lyman, del Quórum de los Doce Apóstoles, que oficiara en la ceremonia matrimonial y en el sellamiento al día siguiente. El élder Lyman accedió y les dio algunos consejos sabios que nunca habrían de olvidar. “Traten de no tener deudas”, les dijo. “Vivan dentro de sus medios. Nunca gasten más de lo que ganen. No vacilen en caminar o tomar el tranvía si no pueden comprar un automóvil. No compren lo que no puedan pagar. Ahorren su dinero hasta poder comprar las cosas al contado.”5

A la mañana siguiente, el miércoles 10 de junio de 1931, Howard William Hunter and Claire Jeffs, en compañía de la abuela de Claire, fueron al Templo de Salt Lake. Allí recibieron sus investiduras y se casaron y fueron sellados por esta vida y por la eternidad.

→ 5 Esposo, padre, abogado, obispo


  1. Mildred Adams, según la cita Carey McWilliams en Southern Califor­nia: An Island on the Land (Santa Barbara and Salt Lake City: Peregrine Smith, 1973), 135.
  2. La obra misional que se llevó a cabo en Sorau se describe brevemente en la obra de Gilbert W. Scharffs, Mormonism in Germany: A History of The Church of Jesús Christ of Latter-day Saints in Germany Between 1840 and 1970 (Salt Lake City: Deseret Book, 1970), 41—43. En 1892, la región recibió la visita de dos misioneros: Hugh and David Cannon, hijos del presidente George Q. Cannon, Primer Consejero en la Primera Presidencia. Ellos “habían estado trabajando sólo un corto tiempo en una región nueva de la misión de Prusia, en el pueblo de Sorau . . . cuando, de pronto, David Can-non falleció el 17 de octubre de 1892 . . . Para fines de 1893, había 262 misioneros en la misión [Suiso-alemana], la mayoría de ellos (181) en Ale­mania. La nueva Rama de Sorau llevaba la delantera con 37 bautismos”. Al año siguiente, 1894, “Sorau tenía más bautismos que cualquier otro lugar en Europa en esa época … La misión recibió la visita del presidente de la Mi­sión Europea, el apóstol Anthony H. Lund. En Sorau, un acaudalado granjero que era presidente de rama había invitado a 200 personas a su hogar, ya que las reuniones públicas estaban prohibidas. A esa reunión asistieron dos oficiales de la ciudad y el hijo de un ministro. Después de la reunión, varios de los Santos que habían tenido que viajar cerca de vein­ticinco kilómetros, fueron apedreados cuando se dirigían a sus hogares.” Esa parte de Prusia, cerca de la frontera entre Polonia y Alemania, fue cedida a Alemania después de la Primera Guerra Mundial, llegó a formar parte de la zona de ocupación de Rusia después de la Segunda Guerra Mundial, y, posteriormente, fue cedida a Polonia. Esa región quedó des­truida a consecuencia de las dos guerras, en las que también se destruyeron muchos registros importantes, transformando una tarea casi imposible el hacer investigación genealógica en la línea de la familia Reckzeh.
  3. Maria Emilie vivió el resto de su vida en Salt Lake City, en donde par­ticipó activamente en la Iglesia y llevó a cabo una obra considerable en el Templo de Salt Lake. Al tiempo de su fallecimiento, el 21 de mayo de 1942, a la edad de ochenta y tres años, había efectuado la obra del templo por más de quinientas personas.
  4. Richard Hunter hizo recientemente el siguiente comentario: “Siempre he admirado la determinación de papá de seguir un curso de acción que pensaba era el mejor. Cuando decidió guardar para siempre su saxofón y su clarinete, me pareció una decisión increíble. Desde su juventud le había gus­tado la música y divertir a la gente. Era un buen músico, y la música siem­pre formó parte de su vida. El cerrar el estuche de sus instrumentos me pareció una decisión extraordinaria; sin embargo, él había decidido que necesitaba seguir un camino mejor en la vida. Cuando yo cursaba los estu­dios secundarios, teníamos una orquesta de jazz, la cual necesitaba un sa-xofonista. Le pregunté a papá si todavía tenía el saxofón, y dijo que tal vez estaba en el desván. Lo encontré tal como él lo había dejado en 1931. Lo saqué, mandé a que le pusieran rellenos nuevos y lo toqué por algún tiempo. En realidad, a mí me pareció como si … él no hubiera abierto el estuche del saxofón durante veinticinco años.”
  5. Doyle L. Green, “Howard William Hunter, Apostle from California”, Improvement Era 63 (enero de 1960): 36.
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