El guerrero de Zarahemla

Capitulo 10


AL RAYAR EL ALBA KERRA SALIÓ por la puerta principal sin hacer ruido y se dirigió a la —hondonada. Se hizo camino a toda velocidad a través del bosque. El sonido de los Silbadores era más alto que nunca, aunque su tono parecía haber cambiado. Ahora parecía más uniforme, más estable. Dejó atrás el viejo corral de caballos, atravesó limpiamente la parte más densa del follaje y se acercó al claro.

Vio a Kiddoni incluso antes de cruzar la fisura de la tierra. El guerrero estaba de cara a ella, de pie y con la espalda orgullosamente erguida, mientras el resplandor del alba le iluminaba cada uno de sus rasgos. Era casi como si hubiese estado ahí de pie toda la noche, tal vez desde el momento de su partida el día anterior, esperando pacientemente, como si su vida hubiese llegado a su fin cuando ella se había ido, y comenzado otra vez en el momento en que se había aproximado de nuevo al claro. Kerra titubeó unas milésimas de segundo; no estaba segura de la razón, sólo de que al verlo se sentía invadida por sus emociones, emociones que ni siquiera era capaz de definir, emociones que, desde luego, jamás había sentido. Suspiró profundamente, intentó concentrarse otra vez en la razón de su visita y continuó adelante,

Casi inmediatamente, Kiddoni percibió que había sucedido algo.

—¿Estás bien? —pregunti»,

—Kiddoni —comenzó Kerra—, ayer me hablaste de un grupo de gente malvada, los gadiantones. ¿Qué aspecto tienen?

Kiddoni cerró la mano con fuerza alrededor de la empuñadura de su espada.

—¿Por qué? ¿Has visto a alguno?

—No —dijo Kerra, intentando no reaccionar de manera exagerada—, es decir, no lo sé. Una de mis primas afirma haber… Es bastante pequeña. Es posible que no haya visto realmente nada, pero…

—¿Qué ha visto?

—Estos gadiantones… ¿son calvos? ¿Se pintan de color rojo? ¿Llevan calaveras sobre la cabeza?

—¡Un explorador! —confirmó Kiddoni—. ¡Un espía gadiantón! ¿Dónde ha visto tu prima a este hombre?

—Fue anoche, en casa, a unos 1—40 metros de aquí. Ha dicho que le vio mirándola a través de la ventana.

Kiddoni comenzó a andar de un lado para otro, dándole vueltas en la cabeza a lo que acababa de escuchar.

—Lo sabía; han estado haciendo un reconocimiento del valle. Esto prueba de una vez por todas que tengo razón; atacarán desde las montañas, directamente a través de esta parte del bosque. Ahora sí tendrán que escucharme.

—¿Eres el único nefita montando guardia en todo el valle? —preguntó Kerra.

—Desde luego que no —dijo Kiddoni—, hay otros. Puedo avisarles con esto —dijo indicando el instrumento que llevaba en el cinturón, una especie de cuerno o corneta—, pero soy el único que ha pensado que merecía la pena tomar un puesto en esta quebrada. Tengo que advertir a mi capitán.

Comenzó a moverse para abandonar el claro.

—¡Kiddoni, espera! —dijo Kerra—. ¿Cuándo exactamente se supone que va a tener lugar esta invasión?

—Podría ser cualquier día, en cualquier momento.

Kiddoni vio por fin en los ojos de Kerra que estaba seriamente preocupada. Dio varios pasos hacia ella y puso las manos en la curva de sus hombros.

—Sakerra, debes avisar a tu familia —de un tirón arrancó el cuerno de su cinturón—. Si sucede algo, haz sonar el cuerno con todas tus fuerzas. El vigía en la cumbre próxima podrá oírlo y hacer sonar otro aviso. Y otro aviso sonará de nuevo hasta que todo el ejército nefita sea alertado. No tardaré mucho en volver.

Depositó el exótico cuerno en sus manos. Kerra miró primero al instrumento y después a los ojos a Kiddoni. De nuevo, el guerrero se volvió para marcharse; pero —casi como si se tratase de una idea repentina— se detuvo una vez más. Kerra comenzó a temblar cuando las primeras lágrimas asomaron a sus ojos. Pero, ¿era a causa del miedo?, ¿o de dolor al verle marcharse tan pronto después de encontrarse de nuevo esta mañana?

Algo en la mirada de Kerra cautivó a Kiddoni, y fue incapaz de despegar sus ojos de ella. Antes de que Kerra se diera cuenta, antes de poder realmente saborear el momento, el guerrero la tomó en sus brazos. Cerró los ojos y, un instante después, sintió sus labios sobre los de ella. El nefita la besó a fondo. Cuando terminó, sin embargo, todo pareció haber sucedido muy deprisa. Kerra abrió los ojos y vio que los suyos seguían enfocados en ella, absorbiéndola con la mirada, como si tratase de memorizar cada uno de los rasgos y matices de su rostro. La intensidad de su mirada era casi estremecedora, y Kerra sintió que otra punzada de dolor le atravesaba el alma. Presintió que él también estaba preguntándose si alguna vez volverían a verse, y todo se hizo de repente casi Inaguantable, Tanto que, cuando por fin la soltó, sintió una especie de escozor, igual que al arrancarse un trozo de cinta adhesiva de la piel.

—Volveré —prometió, mas como si estuviese asegurándose a sí mismo de ello.

Kiddoni dio media vuelta y desapareció en el bosque. Kerra se quedó de pie y sola en el centro del claro, en medio de un revoltijo de pensamientos y con las emociones a flor de piel. Tenía que hacer algo, no podía quedarse sentada y esperar; el secreto se había hecho por fin demasiado pesado para ella sola.

—El abuelo Lee —susurró.

Haciéndose de ánimo, Kerra abandonó el claro y comenzó a andar en dirección al taller de su abuelo.

Iba a contárselo todo.

En cuanto Kerra abandonó el claro, Brock salió del matorral en el que había estado escondido. Tenía la mirada fija en los árboles a través de los cuales Kerra había desaparecido, pero estaba siguiendo los pasos de Kiddoni. Desde su escondite lo había visto y oído todo. Esta vez había tenido mucho más cuidado al seguir a su hermana, y su cautela había dado buenos resultados. Su mente infantil no estaba todavía segura de cómo interpretarlo todo, pero no importaba lo que significaba; fuese quien fuese el hombre con el disfraz de indio, Brock estaba seguro de que sería mucho más interesante seguirle a él que a Kerra. Brock se aseguró de nuevo de que su hermana no iba a volver. Entonces se puso en marcha, con rapidez, a través del camino abierto por el paso de ese hombre al que su hermana había llamado un «nefita».

No tardó mucho en ver a Kiddoni moviéndose entre los árboles. Brock empezó a correr, tratando desesperadamente de no perder al guerrero de vista; pero también era importante no hacer ningún estrépito que pudiera llamar la atención. Iba con los ojos en el suelo, intentando no pisar ramas u otras cosas que crujieran. Era obvio que este tipo era más que capaz de usar esas armas tan brutas que llevaba al hombro. Brock cayó en la cuenta de que Kiddoni podría confundirle fácilmente por uno de esos —¿cómo los había llamado?— espías gadiantones. Podría volverse y atacar.

Brock se detuvo al ver a Kiddoni correr hacia un grupo de árboles raros y tortuosos. Las ramas formaban una especie de arco, casi como un túnel, y era la única ruta a través de esa parte del bosque. Vio a Kiddoni pasar por debajo del arco. De pronto, Brock se quedó sin aliento: ¡Kiddoni había desaparecido! ¡El nefita se había esfumado justo delante de él! Por un instante el hombre se había vuelto totalmente transparente y luego… ¡poof! ¡Nada!

Con la boca completamente abierta todavía, Brock se aproximó a las ramas, llenas de nudos, que formaban el arco. Caminó con pasos muy lentos mientras sus pulmones seguían negándose a respirar y el corazón le latía violentamente. Levantó el pie para dar el siguiente paso cuando sucedió algo extraordinario: los colores se hicieron borrosos y se borraron delante de sus propias narices. ¡El paisaje acababa de cambiar! Con sólo un paso a través de ese arco de ramas, los apagados marrones y verdes de los bosques del sur de Utah, llenos de maleza, se transformaron en un increíble arcoiris de colores: brillantes verdes esmeraldas, brotes de rojo y amarillos majestuosos.

¡Era una jungla! ¡Una selva tropical! La transformación le dejó tan atontado que Brock se tambaleó hacia atrás y se cayó sobre sus posaderas. Cuando su trasero chocó contra el suelo, parpadeó, y en medio de ese parpadeo el milagro desapareció. Todo parecía familiar otra vez; estaba de nuevo en el bosque de Utah. Levantó los ojos y vio que al caerse había cruzado de nuevo el umbral de ramas entrecruzadas que constituían el arco. El corazón le galopaba como un caballo desbocado y sintió la explosión de adrenalina como un volcán en sus venas. Se levantó temblando, se esforzó por ver a través del arco los árboles más allá, y entonces, con toda la fe y el atrevimiento de un niño de once años, cruzó por debajo del arco una vez más.

Esta vez lo hizo mucho más lentamente que antes, tan lento que pudo disfrutar de cada una de las sensaciones y vibraciones que sintió su cuerpo al cruzar la barrera de la nueva dimensión. Otra vez los colores hicieron un remolino y se borraron, y el paisaje se convirtió en un paraíso tropical: heléchos moteados con flores, árboles cubiertos con musgo y hojas tan grandes como paraguas. Bajo sus pies la tierra había pasado de un gris polvoriento a un negro chocolate. Su nariz se llenó de los olores a humedad sofocante y a la viva y fértil riqueza de la vegetación descompuesta.

En cuestión de segundos, el miedo de Brock se convirtió en algo diferente. ¡Se convirtió en fascinación! Aún le palpitaba el corazón, pero esto —¡esto!— no podía ser descrito con palabras. Y sin embargo encontró una.

—¡Fantástico! —exclamó en un largo suspiro con los ojos rebosantes de maravilla.

Brock se volvió súbitamente, cruzó otra vez la barrera y empezó a correr hacia la casa de su tío. Pero no tenía miedo, no estaba huyendo. Sólo necesitaba un testigo, un compañero de aventuras, un cómplice. Tenía que mostrarle esta cosa —este fenómeno— a Teáncum… o tal vez a Skyler… o por lo menos a su hermana, la cual podía haber sabido lo del nefita, pero tal vez no sabía lo del portal de entrada al mundo de su novio.

Entusiasmado, Brock buscó un atajo a través de una sección más densa del follaje, habiendo olvidado la lección que había aprendido cuando se había quedado atrapado. En la zona abundaban las sombras y los corredores oscuros.

Brock tuvo que ir más despacio. Un extraño presentimiento le recorrió el cuerpo. Se detuvo y miró a su espalda. ¿Había oído algo? Estiró el cuello y sus ojos examinaron las profundidades del bosque.

En ese mismo instante fue cuando las vio, a su derecha: varias sombras oscuras, entre la maleza, que parecían flotar como fantasmas. Cayó en la cuenta, por fin, de que el ruido que había oído era el de sus respiraciones.

Las sombras oscuras comenzaron a moverse hacia él. A Brock se le heló la sangre. Había dos de ellos. Los guerreros llevaban cascos en forma de calaveras, con colmillos y garras por encima de la frente y debajo de la barbilla. Los rostros y cuerpos de los hombres estaban untados con una espesa capa de grasa roja: ¿sangre?

Los hombres convergieron velozmente. Listo para volverse y huir, Brock intentó retroceder, pero entonces, desde sus espaldas, sintió la hoja de un cuchillo apretada contra su garganta.

—Ni un solo ruido —gruñó la voz grave de un tercer guerrero cubierto en sangre—, ni uno.

Kerra estaba segura de que estaba a punto de salir del bosque y encontrar la carretera que salía de la hondonada y llevaba al taller de su abuelo. Podía oír agua corriendo en los alrededores. Vio el arroyo, el cual no era mucho más ancho que su antebrazo. Entonces algo fuera de lo corriente le llamó la atención, algo colgado directamente sobre el segmento del arroyo donde el agua había formado un pequeño charco. Le pareció tan extraño que se acercó para echarle un vistazo.

Era una vieja cuerda deteriorada por el tiempo. La cuerda había sido atada alrededor del tronco del álamo más cercano y después echada sobre una rama muerta. Al otro extremo de la cuerda, colgado a menos de dos metros sobre el charco, había un hueso emblanquecido a causa del viento. Parecía ser el hueso de una pata, aunque Kerra no sabía de qué animal. Quizás de un ciervo o un alce. Podría haber pensado que un cazador había colgado el cuerpo muerto del animal aquí, desollándolo con un cuchillo, si no fuese porque… la cuerda parecía tan rara. Había sido tejida con hilos de aspecto rústico, los cuales no pudo reconocer. El trabajo parecía casero. De hecho, parecía… antiguo.

Kerra alzó el brazo hacia el hueso, pero cuando sus dedos tocaron la reseca blancura, el hueso se soltó del nudo de la cuerda y cayó al arroyo. Podía haber estado ahí colgado durante años y, sin embargo, lo único que realmente había sido necesario para soltarlo era el pequeño empujoncito de Kerra. Cuando salpicó en el agua, Kerra retrocedió, pero al hacerlo casi tropezó con algo que yacía entre los hierbajos a lo largo de la orilla del arroyo. Kerra se agachó y lo recogió. Parecía como si fuese un tubo de metal. Al sacarlo del barro, se asombró al ver que se trataba de un rifle. Un insólito sentimiento de ansiedad creció en su interior, como algo… algo olvidado. Kerra limpió parte del barro que manchaba la culata del rifle. El barniz de la madera había perdido intensidad, pero por lo demás, el rifle estaba en bastante buenas condiciones.

Entonces Kerra leyó el nombre grabado en la caja del rifle: «Chris K. McConnell».

Se quedó mirando esas letras fijamente durante largo rato, mientras las arrugas en su frente se hacían cada vez más y más pronunciadas. «Chris K. McConnell».

Era el nombre de su padre. El rifle le había pertenecido a su padre. Qué raro. Juraría que había visto el arma en otra ocasión, que se la había enseñado. Sí, se acordaba de ello. Se la había enseñado el mismo día que…

A Kerra se le encogió el corazón.  Se le hinchó la garganta, como si quisiera chillar pero lo único que salió de ella fue un grito seco.

En un sólo instante, Reirá interpretó de un modo nuevo y alarmante todos los sucesos de su larga y dolorosa vida.

Arrastraron a Brock por el cuello de su camiseta hasta una pequeña y semi—abierla zona del bosque rodeada de brezos espinosos y de troncos de viejos árboles muertos. Después lo tiraron al suelo. Se encontró a los pies de otro guerrero gadiantón, haciendo eso un total de cuatro. Éste llevaba el mismo casco raro en forma de calavera animal y el mismo tipo de taparrabos andrajoso y armadura de cuero cubriéndole el pecho. Pero a diferencia de los otros, que portaban largas lanzas con puntas de casi veinticinco centímetros, tan afiladas como cuchillas, éste llevaba solamente un arco y un lustroso cuchillo negro. Cada centímetro de la piel expuesta de estos hombres estaba cubierto con la misma sustancia roja pegajosa, como pintura recién aplicada y descascarillada. El olor era horrible.

Al principio Brock estaba tan muerto de terror que habría sido incapaz de gritar si hubiese intentado hacerlo, pero en los últimos minutos, mientras le habían arrastrado hacia las profundidades del bosque, una chispa de coraje se había prendido en su interior. Se dijo a sí mismo que estos hombres eran sólo unos matones, unos matones intentando darle un susto de muerte. Brock sabía cómo arreglárselas entre matones; se había encontrado con un buen número de ellos en California. Lo peor que se podía hacer con ellos era mostrar debilidad, se alimentaban con la debilidad de otros. Se puso en pie con toda rapidez, aunque aún tenía la espalda contra unos matorrales.

—¿Quién es? —preguntó el nuevo gadiantón con voz ronca.

—Desconocido —respondió el tipo grande y de pecho

duro como el granito que le había puesto el cuchillo contra la garganta.

—¿Un nefita? preguntó otro. Era el más flaco de los cuatro, aunque a Brock también le pareció uno de los más peligrosos, rápido como el ataque de una víbora.

El del pecho de granito contestó con sarcasmo:

—¿Parece un nefita?

El último hombre dio varios pasos adelante. Tenía partido el labio superior y, sin embargo, Brock no pensó que se trataba de una deformidad; parecía como si se hubiese infligido la herida a si mismo.

—Es uno de los niños de esa fortaleza, la de las luces y la música.

—¡Silencio! —dijo el de la voz ronca. Brock estaba convencido de que se trataba del líder. Le miró al niño directamente a los ojos,

—¿Qué eres?

—¿Qué soy? —replicó Brock poniendo trabas.

—¿Eres un espectro? ¿Un niño demonio?

Brock arqueó una ceja.

—No desde la última vez que me miré al espejo.

El villano le agarró por el cuello de la camiseta.

—¿Qué estás haciendo en este bosque?

—Dando un paseo. Vivimos en un país libre —dijo intentando actuar como si no tuviese miedo, aunque en realidad le temblaban las rodillas.

Por primera vez Brock se dio cuenta de que había un quinto hombre entre ellos. Estaba a unos tres metros de distancia, arrodillado al borde de la maleza. Tenía la cabeza inclinada, mirando al suelo, y las manos atadas detrás de su espalda. Su ropa tenía el mismo aire antiguo —una túnica marrón y sandalias—, pero la tela estaba prácticamente hecha jirones. Estaba cubierto de arañazos y moretones, lo cual se hizo incluso más aparente cuando levantó los ojos durante un instante para mirar a Brock. Tenía una barba larga y descuidada con matices grises aquí y allá. Uno de sus ojos estaba hinchado y le sangraba el labio, sin duda a causa del abuso que habían infligido en él estos hombres. Pero, ¿quién era? ¿Un prisionero? ¿Un esclavo?

Por extraño que pareciera, Brock no pensaba que este hombre era de la misma etnia —del aspecto indio de los gadiantones o incluso del guerrero nefita—. La verdad era que parecía ser el típico blanco caucásico, alguien que podría estar paseándose por la calle de cualquier ciudad estadounidense; es decir, cualquier ciudad con vagabundos. Con su barba larga y desaliñada, le recordaba a uno de esos tipos que había visto mendigando en Los Ángeles.

—¿Quién es? —preguntó Brock refiriéndose al prisionero.

—Él no es nadie importante —escupió el líder—. Un esclavo aguardando su muerte.

—¿Qué le han hecho? —persistió Brock.

El gadiantón perdió la paciencia. Era él el que estaba haciendo las preguntas, no el niño.

—¡Lo mismo que te será hecho a ti!

El gadiantón del pecho de granito habló súbitamente:

—¡Estamos perdiendo el tiempo! Giddiani pasará por aquí en las próximas…

—¡SILENCIO, BAKAAN! —dijo el líder duramente—. ¿Qué clase de necio eres? ¡Hablarás en la lengua secreta de los Nehores!

—Lo siento, Lord Kush —dijo Bakaan, penitente. Se detuvo durante un segundo y empezó a hablar otra vez. Para gran sorpresa de Brock, siguió hablando en el mismo idioma y en, exactamente, el mismo tono. «¿Qué está pasando? —se preguntó Brock— ¿Es que creen que soy idiota?»

—Nuestro ejército pasará por aquí dentro de algunas horas —continuó Bakaan—. El esclavo que se había fugado ha sido capturado, pero el centinela nefita todavía vive. Estamos aquí para matar a cualquiera que pueda dar la voz de alarma.

—Pero el nefita no está en su puesto —dijo el gadiantón más pequeño, el de apariencia astuta.

El de la partición en el labio superior vociferó:

—¡Este niño nos ha visto! ¡Ejecútenlos a él y al esclavo ahora mismo! ¡Córtenles la garganta!

Totalmente aterrorizado otra vez, Brock tragó saliva con dificultad.

—No le contaré a nadie lo del ejército —dijo—. Les juro que…

Los gadiantones le miraron boquiabiertos, completamente mudos de asombro.

—¿Has entendido lo que hemos dicho? —preguntó Kush atónito.

—¿Cómo puede habernos entendido? —preguntó Bakaan.

—¡Es un demonio! —acusó el hombre del labio partido.

—¿Dónde has aprendido la lengua de los Nehores? —exigió saber Kush.

—N—no estoy seguro, la verdad —dijo Brock medio disculpándose.

—¡DENLE MUERTE! —gritó Bakaan—. ¡CÓRTENLE LA GARGANTA!

—Es imposible matar a un fantasma —dijo el más pequeño.

Bakaan sacó un cuchillo de piedra que llevaba en una funda a la cintura.

—Eso ya lo veremos.

Brock se quedó tieso de terror mientras la mano embadurnada de sangre se acercaba a su cuello. El chico se desplomó de rodillas, cubriéndose el rostro con los brazos, pero de pronto, Kush agarró al gigantesco Bakaan y le aprisionó con la espalda contra el tronco de uno de los árboles muertos.

—¿Estás loco? —dijo Kush hecho una furia—. ¡Encontrarían su cuerpo aquí! ¡Los guerreros del ejército nefita saldrán a investigar! ¡Delataría la invasión!

El gadiantón del labio partido empezó a quejarse entre dientes:

—Conoce el lenguaje secreto. ¡Es como el esclavo viejo! ¡Un hechicero de lenguas!

—¡Es un niño del infierno! —dijo Bakaan.

Kush declaró en un tono definitivo:

—Giddiani decidirá qué hacer con él.

Por lo visto la discusión se había zanjado, aunque Bakaan seguía mirando a Brock con una malicia desbordante. Kush agarró al chico por el pelo y de un tirón lo puso en pie. El esclavo de la barba también fue puesto en pie y con un empujón, se puso en camino a trompicones. Se dirigían hacia el suroeste, eso era lo único que sabía Brock. El resto era un misterio. Sólo el último en una serie de misterios. Sucediese lo que sucediese, Brock comenzaba a pensar que no saldría de ésta con la garganta intacta.

→ Capítulo 11

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