El guerrero de Zarahemla

Capítulo 11


KERRA ENTRÓ EN EL TALLER DE violines sin llamar a la puerta. Inmediatamente, vio a su — abuelo tallando en su banco de trabajo y se aproximó a él. Sin explicaciones, depositó el rifle sobre la mesa, enfrente de él

—Es suyo, ¿verdad? —dijo Kerra fervientemente. No era una pregunta, sino una declaración—. Le pertenecía a mi padre. Es su rifle.

El abuelo Lee se quitó las gafas para poder verlo bien. Después levantó la vista hacia Kerra en sorpresa y consternación. ¡Cómo no iba a reconocer el rifle! Él mismo se lo había comprado a su hijo cuando cumplió dieciséis años. Y también había sido él quien se había encargado de grabar su nombre en la caja.

—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó.

Kerra le contó cómo había llegado a ver la cuerda y el hueso emblanquecido.

—Me acuerdo de la última vez que vi a mi padre con este rifle en las manos. Se iba de caza con otros hombres. Yo tenía sólo cinco años, pero lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Abuelo, ¿quiénes eran los otros hombres? ¿Con quién se fue de caza aquella mañana?

El abuelo Lee meditó sobre la pregunta, aparentemente tratando de aclararse las ideas. Entonces se levantó.

—Vamos a hablar con uno de ellos —dijo.

Veinte minutos después, el abuelo Lee y Kerra se dirigieron, a través de la autopista, hacia la localidad de Silver Reef en la oxidada camioneta Ford del anciano. Llegaron a la casa de Reginald Clacker, un amigo de Chris McConnell de sus tiempos de Bachillerato, un compañero de caza que no brillaba por su sentido de ambición. La casa era una monstruosidad de ladrillo y estuco, de finales del siglo diecinueve, que debería haber sido declarada una ruina mucho antes de finales del siglo veinte. Clacker no había cambiado ni una pizca en todos estos años, pensó el abuelo Lee, cuando un hombre grueso y medio calvo —con la misma Budweiser de siempre en la mano— abrió la puerta. La verdad era que Chris parecía haberle dejado atrás incluso antes de mudarse a California con Delia. Pero después llegó el divorcio, y los dos amigos se habían reencontrado brevemente, al igual que Fred Beaumont, un descendiente un tanto larguirucho de los pioneros franceses del sur de Utah. Poco después, Chris McConnell había desaparecido.

Clacker no les invitó a entrar; su esposa estaba cocinando y no quería tener visitas. Hablaron en el porche mientras varios niños, con las narices llenas de mocos, les observaban desde la puerta junto a un perro labrador amarillo que no dejaba de gruñir. Clacker examinó el rifle que Kerra le acababa de pasar.

—Parece que es el suyo —confirmó Clacker, rascándose la barbilla—. ¿Dónde has dicho que lo has encontrado?

—Entre los árboles de la hondonada —dijo Kerra—. El abuelo dice que estaba contigo el día en que desapareció. ¿Es verdad?

—Es verdad —dijo Clacker—. Beau y yo fuimos a buscarle antes del amanecer. Habíamos visto algunos ciervos en la loma y queríamos ver si podíamos sacar a algunos de ellos de sus escondrijos. Lo peor fue que ese año a todos nos tocaron permisos de caza sólo para ciervas. Tu padre mató a un macho. Creo que a Chris sólo le importaba matar algo ese día, fuera lo que fuera.

La esposa de Clacker le llamó desde algún lugar de la C3.S3.;

—¡Si no entras ahora mismo le voy a dar tu comida al perro!

Clacker se sonrojó, y para demostrar quién era el jefe contestó:

—Dame un minuto, ¿te importa? —sonrió y siguió contándole a Kerra—. Sabía que su vida era un desastre. Matar a ese ciervo fue, por lo visto, la gota que colmó el vaso. Igual que el resto del mundo, imaginé que se había largado porque se había hartado de todo, que se había marchado para empezar de nuevo en otro sitio —miró de reojo hacia la puerta—. A veces me entran ganas de hacer lo mismo.

La conversación llegó a su fin cuando la esposa anunció que el labrador acababa de engullir una chuleta de cerdo de su plato.

Mientras el abuelo Lee y Kerra volvían a casa, Kerra sentía que tenía los nervios a flor de piel.

—¿Nadie intentó buscarle?

—Todos salimos a buscarle —dijo el abuelo tristemente—, pero no había señal de tu padre. Ni siquiera encontramos el ciervo al que dicen que disparó.

Kerra se fortaleció de ánimo y dijo:

—Abuelo, tú mismo me has dicho que ese bosque es un lugar especial, un lugar de la antigüedad. Sherilyn y Natasha me han contado que has visto fantasmas en la hondonada, sombras de cosas de otras épocas. Abuelo, ¿y si mi padre nunca nos abandonó? ¿Y si nunca se fue, como mi madre siempre ha dicho? ¿Y si accidentalmente… cruzó al otro lado de alguna especie de esfera de la antigüedad y simplemente no pudo volver?

El abuelo Lee le lanzó una mirada de incredulidad a su nieta.

—¿Cruzado? ¿Esfera de la antigüedad? ¿De qué…?

—¿Y si mi padre ha estado allí durante doce años? Atrapado en algún tipo de realidad…

Al abuelo Lee le costaba creer que realmente estaban teniendo esta conversación.

—Kerra, presta atención a lo que estás diciendo. Sé que ese bosque es extraño, sí, y sé que suceden cosas insólitas. Lo admito, he visto algunas cosas que no puedo explicar, pero…

Kerra metió la mano debajo del asiento, donde había escondido —justo antes de conducir a casa de Clacker— el cuerno tallado de Kiddoni. Lo colocó sobre el tablero de mandos delante de las narices de su abuelo.

—Y eso no es nada, abuelo —dijo Kerra—. Están sucediendo las cosas más extrañas que jamás has visto. Muy extrañas.

El abuelo se quedó, incrédulo, con los ojos clavados en el cuerno y la mente por fin abierta a lo que Kerra le iba a decir.

Los cuatro gadiantones continuaron llevando a Brock y al prisionero de las barbas a través de un estrecho cañón en dirección sur. Brock se había aprendido todos sus nombres mientras se quejaban y discutían los unos con los otros. El líder, Kush, iba a la cabeza mientras el matón del pecho de granito no dejaba pasar la oportunidad de darle a Brock un empujón cada vez que pensaba que el chico iba demasiado lento. El más pequeño y de apariencia enjuta —pero fuerte al mismo tiempo— se llamaba Shemish, mientras que el zoquete supersticioso con el labio superior partido se llamaba Ogatli. Habían venido para asesinar a Kiddoni, Brock estaba seguro de ello. Pero en esos momentos los cuatro asesinos parecían estar algo confusos. Se paraban a menudo a estudiar la zona, como si no reconocieran los alrededores; tenían todo el aspecto de haberse perdido.

—Ustedes son de ese lugar verde de la jungla, ¿verdad? —preguntó Brock, intentando encajar todas las piezas de este rompecabezas para formarse una idea general de los hechos que fuese lógica.

Los gadiantones no contestaron. Brock se encontró otra vez examinando al esclavo de la barba. Le habían dejado las manos atadas. Como si se tratase de la correa de un perro, Bakaan asía una cuerda que había sido atada a las muñecas del esclavo.

—¿Cómo te llamas? —decidió averiguar Brock.

El esclavo respondió con una voz apagada:

—Soy… Chris.

Su respuesta hizo que Bakaan golpeara a Chris en la cabeza con un lado del puño.

—No hables con él —le ordenó a Brock.

Shemish, consternado, miró otra vez a su alrededor.

—Esto no está bien.

—¡Claro que está bien! —respondió Kush bruscamente—. Es el camino por el que vinimos.

«Así que es verdad —pensó Brock—. Se han perdido». Se había extrañado cuando no habían pasado por debajo de otra especie de arco o barrera a otra dimensión, como al lado opuesto de la hondonada. Había previsto que en cualquier momento volverían a entrar en el majestuoso paisaje tropical. ¿Habían perdido la oportunidad de atravesar el portal? ¿Era posible que se hubiesen quedado atrapados en este siglo moderno?

Finalmente salieron del estrecho cañón y vieron un paisaje con campos de alfalfa y casas de granja. Más allá se encontraba el límite del pueblo de Leeds. Habían rodeado la ladera de la colina y salido de la hondonada de su tío. La visión delante de sus ojos hizo que los gadiantones se quedasen paralizados.

—¡Por todos los dioses! —declaró Ogath.

Shemish se volvió furiosamente hacia Kush.

—¡Ya te he dicho que algo estaba mal!

Brock no pudo resistirlo más y empezó a reírse.

—¡Increíble! Se han pasado de la salida en Albuquerque, ¿eh?

—¡Silencio! —rugió Kush.

Ogath, supersticioso como siempre, apuntó a Brock con un dedo tembloroso.

—¡Ha sido el niño demonio! ¡Lo ha hecho él! ¡Él lo ha cambiado!

Bakaan asió la camiseta de Brock y lo alzó hasta que sus ojos se encontraban a la altura de los suyos.

—¿Dónde estamos? ¿Qué has hecho?

—¡Nada! —insistió Brock—. ¿Es que no lo entienden? En vez de pasar otra vez a la dimensión con todas las junglas, se han quedado aquí —señaló hacia el Norte—. Por aquel extremo de la hondonada yo puedo entrar en su mundo, y por este extremo, bueno, parece que las cosas funcionan exactamente al revés.

Los cuatro guerreros lo miraron sin comprender.

Brock sonrió medio burlándose de ellos.

—Así que ninguno de ustedes ve Expedientes X o Más allá del límite, ¿eh?

Shemish se volvió hacia Kush, presa del pánico.

—Tenemos que encontrar a Giddiani y a nuestro ejército o seremos castigados por…

Kush le dio un empujón para apartarlo.

—¿Acaso crees que no lo sé?

Brock se percató de que Chris había retrocedido un paso, tenía la mirada fija sobre el pueblo y la expresión confusa, aunque pensativa, como si estuviese despertándose de un largo sueño o de una pesadilla.

—Leeds —dijo distraídamente, casi en un susurro.

Bakaan le dio un tirón a la cuerda y dijo furioso:

—¿Qué has dicho?

—Utah —dijo Chris.

Kush se puso frente a él y preguntó:

—¿Qué palabras son éstas? ¿Qué hay ahí abajo?

Chris volvió en sí y respondió alerta:

—Nada. Gente. Casas.

—¿Has estado ahí? —le preguntó Brock, sorprendido.

El esclavo miró a Kush de reojo y, después, negó con un movimiento de cabeza. Brock estaba seguro de que mentía. Estuvo a punto de ponerle en evidencia, pero lo pensó mejor; seguro que Chris había tenido una buena razón.

—¿Hay comida? —exigió saber Kush.

Chris no respondió.

Brock decidió intervenir.

—Sí, claro que hay. Muchísima —levantó los ojos hacia Chris, temiendo haber dicho algo que no debía, pero no había ninguna expresión en el rostro con barba del hombre.

Kush le dio a Brock un empujón con el extremo opuesto de su lanza.

—¡Entonces llévanos!

Kerra y su abuelo se inclinaron sobre la mesa que éste usaba en el taller para tallar violines. Su abuelo había sacado un mapa de la vista aérea de Leeds y de sus alrededores, un recuerdo que había obtenido del BLM cuando su hija y su yerno estaban construyendo su casa. El mapa cubría toda la mesa.

—Sé que parece una locura —repitió Kerra mientras apuntaba al mapa—. El campo de energía se originó más o menos aquí, donde la grieta causada por el terremoto cruza la hondonada. Desde entonces se ha expandido varios cientos de metros en ambos lados, hasta alcanzar estas dos lomas.

—Precisamente a lo largo de la falla —dijo el abuelo con aire pensativo.

Kerra continuó:

—Anoche la zona en la que las dos épocas convergían incluía la casa del tío Drew, pero podría ensancharse incluso más, abuelo. Quién sabe, podría crecer hasta incluir Leeds e incluso Saint George. Tal vez todo el estado, ¡tal vez el mundo entero!

El abuelo Lee agitó la cabeza otra vez con asombro.

—Es increíble.

—¿No me crees? —preguntó Kerra.

—De eso se trata —dijo el abuelo Lee—, de que sí te creo. Dime otra vez… este nefita, ¿cuando…?

—Kiddoni —aclaró Kerra.

—Kiddoni, por supuesto. ¿Qué año dijo que era en su… siglo? ¿En su época?

—Dijo… —Kerra se esforzó por recordar—, dijo que era el sexto mes del año diecinueve desde el nacimiento del Mesías.

El abuelo Lee se sentó lentamente en su silla de trabajo, dándose pequeños tirones de la barba, mientras su mente intentaba abarcarlo todo.

—Interesante.

—Abuelo, ¿crees que…? —casi tenía miedo de hacer la pregunta, aunque sabía que tenía que hacerlo. Si no lo hacía iba a reventar.

—¿Crees que es posible que mi padre siga vivo?

El abuelo Lee suspiró exhaustiva y dolorosamente.

—No lo sé —continuó contemplando el año y el mes que Kerra había mencionado. Sus ojos descansaron en la estantería, sobre otra vieja edición de coleccionista de El Libro de Mormón—. Creo que me gustaría leer durante un ratito —dijo distraídamente.

—¿Y si Kiddoni tiene razón? —preguntó Kerra cada vez más alterada—. ¿Y si realmente la invasión se dirige hacia aquí?

—Tranquilízate —dijo el abuelo con un tono poco tranquilizador—. Estoy seguro de que no estamos en ningún peligro inmediato.

Brock estaba seguro de que ahora sí que le iba a dar un síncope. Se hallaba en estos momentos bajando por la calle de un apacible barrio de Leeds, Utah. A su lado iba un hombre con barbas, en andrajos y con las manos atadas a su espalda, y cuatro tipos con arcos y lanzas y los cuerpos embadurnados en sangre seca. Bah, nada fuera de lo ordinario en un pequeño pueblo de Utah, ¡seguro que veían cosas así todos los días! La verdad era que —y Brock sabía que estaba en lo cierto— los gadiantones aparentaban ser zombis de un antiguo cementerio indio. Como los aztecas en La noche de los muertos vivientes.

Kush y sus secuaces se habían quedado pasmados por el asombro, totalmente embelesados con todo a su alrededor. Pero el miedo asomaba a sus ojos; todos ellos iban aferrados a sus armas, como si los vecinos de estas pacíficas casas fueran a tenderles una emboscada en cualquier momento.

Brock vio a varios niños poniendo a flote barcos de juguete en la cuneta. Sin embargo, dejaron de jugar tan pronto como vieron a los nuevos turistas. Se quedaron absortos ante el espectáculo mientras sus barcos se alejaban flotando. Shemish miró a los ojos a un niño de ocho años de mejillas regordetas. El gadiantón expuso sus dientes negros y podridos en un gruñido. Fue demasiado para el pequeño. Con un quejido, el muchacho salió corriendo espantado, y sus amigos salieron detrás de él.

Brock torció la cabeza cuando oyó que alguien se reía. Se trataba de una vieja sentada en su mecedora que, aparentemente, pensaba que eran lo más gracioso que jamás había visto. Ni siquiera la mirada de odio que le lanzó Bakaan pudo intimidarla. Se rió incluso más. Shemish se llevó la mano al hombro y empezó a sacar una flecha de su aljaba, resuelto a hacerla callar de una vez por todas. Afortunadamente, Kush le sujetó el brazo.

Al pasar junto a una cerca de madera, el pastor alemán al otro lado comenzó a ladrar histéricamente. Los gadiantones pegaron un salto y adoptaron posturas de defensa. Brock estaba seguro de que Ogath habría atravesado al perro con su lanza si, entonces, una camioneta GMC Sierra no hubiese dado la vuelta a la esquina a toda velocidad. Los gadiantones, asustados, dieron un salto para apartarse de su camino.

—¡Fuera de la carretera, imbéciles! —gritó el conductor por su ventana.

Los pintarrajeados asesinos le siguieron con la mirada y el alma en un hilo.

~¡Un dragón de metal! —declaró Shemish consternado.

Brock advirtió que varias amas de casa     les miraban,

ensimismadas, desde sus ventanas.

Ogath se aproximó a un viejo Cadillac Deville estacionado al borde de la carretera y le dio varios golpecitos con el extremo opuesto de su lanza.

—Éste está muerto —declaró.

Una vez más, Kush agarró a Brock por el cuello de la camiseta; ya había visto más que suficiente, su pequeño tour por el siglo veintiuno había llegado a su fin.

—¡Encontrarás comida y nos llevarás de nuevo a donde estábamos! ¿Entendido?

Brock asintió. Chris y él se miraron rápidamente por encima del hombro de Kush. Era evidente que la mente del esclavo seguía dando vueltas, alerta, pensando en cómo crear alguna oportunidad para escapar; pero con las manos atadas a su espalda, ¿qué podía hacer? Brock presintió que no podía depender de Chris. «No tengo más remedio que encargarme yo de ello», pensó, y francamente, en estos momentos estaba a falta de ideas. Si iban a hacer algo, tenía que ser pronto, antes de que uno de estos aldeanos del sur de Utah decidiese salir con una escopeta y hacerse cargo de la situación. No habría sido tan mala idea si no fuese porque Brock, al cual Bakaan mantenía muy cerca, se habría quedado en medio de la línea de fuego.

En la distancia, el chico pudo ver el único restaurante y tienda del pueblo. Con un suspiro de temor, comenzó a dirigirles hacia él.

→ Capítulo 12

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