Capítulo 12
KERRA SE DIRIGIÓ A TODA celeridad hacia la casa, bajando el largo camino que llevaba a la — casa de su tío. La cabeza le daba vueltas con ansiedad. El consejo del abuelo Lee había sido que no alarmaran a sus tíos hasta que pudiese indagar un poco acerca de lo que decía El Libro de Mormón. Kerra llevaba en la mano aún el cuerno antiguo de Kiddoni. Pensó en el nefita y se preguntó si había llegado sano y salvo a su destino. Le echó una ojeada a los árboles de la hondonada, buscando cualquier señal de movimiento —las sombras de los hombres que Kiddoni y Tessa habían descrito—, pero el silencio del bosque le puso los nervios de punta y Kerra decidió apretar el paso.
Cuando se acercó a casa vio a Teáncum en el porche, aparentemente muy aburrido.
—¿Dónde está Brock? —preguntó.
—¿No está contigo? —respondió Teáncum sorprendido.
En ese momento, la tía Corinne salió por la puerta principal con una expresión determinada en el rostro, como si acabara de tomar una decisión importante.
—Kerra —dijo con seriedad—, tenemos que hablar.
Kerra la ignoró, y siguió dirigiéndose a Teáncum:
—¿Qué quieres decir con eso de «conmigo»?
—Te vio marcharte esta mañana. Le vi levantarse de la cama y calzarse; creo que iba a seguirte.
Kerra sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y varias alarmas se dispararon a la vez en su mente. Dio media vuelta y comenzó a subir corriendo el camino de entrada.
—¡Kerra! —llamó Corinne, frustrada—. ¡KERRA!
Pero Kerra siguió hasta que llegó a la curva, la dobló y pronto alcanzó el sendero que llevaba al bosque. En cuestión de minutos se hizo invisible entre la maleza. Ni Corinne ni Teáncum la habían seguido lo suficiente como para verla abandonar la carretera; no obstante, Kerra había sido vista.
Pocos segundos después de adentrarse entre los árboles, las ruedas de un Acura NSX—T se detuvieron en el mismo sitio en el que ella había abandonado el camino. Hitch Ventura miró fijamente hacia el lugar donde Kerra había desaparecido. Dentro del coche se hallaban también sus tres gorilas favoritos: Adder, Prince y Dushane.
—Vaya, vaya… —dijo, encantado con la idea de encontrar a Kerra tan pronto y, además, a solas. Aplastó el cigarrillo y se dispuso a abrir la puerta del coche.
—¿Necesitas compañía? —preguntó Adder desde el asiento trasero.
—No —dijo Hitch con una sonrisa retorcida en los labios—, esto requiere algo de… intimidad.
Dushane soltó una risita y los otros sonrieron.
—Controlen la casa —ordenó Hitch— y encuentren esa bolsa.
Corinne no sabía qué hacer. Ese asistente social, el señor Paulson, había intentado llamar otra vez, pero Corinne, al reconocer su número, no había contestado el teléfono. Era evidente que no iba a darse por vencido; era posible que incluso llamase a la policía. Sería mejor poner todas las cartas sobre la mesa con Kerra, decidió. Su mayor preocupación en estos momentos era que Kerra se sintiese traicionada, que huyeran y no regresaran jamás. Corinne sería incapaz de aguantar eso. Pero por otro lado, había un coche robado en su garaje. Tenía que persuadir a Kerra de que era mejor que fueran a la policía. Corinne estaría a su lado a cada paso del camino; lucharía por ella y, si Dios quisiera, tal vez pudiera conseguir que Kerra y Brock se quedasen a vivir con ellos permanentemente. Oh, ¡si el buen Señor permitiese un milagro así! Sin embargo, para su gran frustración, no parecía ser capaz de hacer que Kerra se quedase quieta el tiempo necesario para tener una conversación. Mientras metía los platos del almuerzo en el lava vajillas, decidió que apartaría a la muchacha a un lado para hablar con ella justo después de la cena. Pero justo cuando había tomado esta decisión, la puerta se abrió de golpe.
Teáncum entró atemorizado, como si estuviese tratando de alejarse de alguien. Pero antes de poder cerrar la puerta otra vez, alguien la abrió de una patada. Tres jóvenes, que rondaban los veinte años de edad, entraron como un huracán. Cada uno de ellos llevaba una cinta alrededor de la frente, vaqueros y ropa de cuero, y tantos pendientes que, si quisieran, podrían construir entre ellos la cadena de un perro. Pero lo que llamó la atención de los niños —y le heló el corazón a Corinne— era lo que tenían en la mano: pistolas y armas automáticas.
Las niñas, que estaban en el salón jugando, chillaron.
—¡Vamos! —gritó el de las gafas de sol y perilla negra—. ¡Todo el mundo! Júntense aquí! ¡Vamos a jugar a un juego! Se llama «siéntense, cállense todos y nadie recibirá un balazo en la cabeza». ¡Todo el mundo! ¡AHORA MISMO!
Corinne intentó alcanzar el teléfono, pero antes de poder llamar a la policía, una mano lo agarró y lo arrancó de la pared. Corinne se volvió para ver el rostro del pandillero: tenía una terrible cicatriz en forma de corte y parecía ser incapaz de enfocar bien uno de sus ojos. Le quitó el auricular de la mano a Corinne y sonrió, moviendo el dedo delante de su cara, como si estuviese regañando a un niño.
Corinne vislumbró a su hijo Skyler a través de la ventana de la cocina. Al oír el alboroto, había salido afuera y ahora se asomaba por un lado del garaje; pero al ver el asalto a la casa, retrocedió dentro del garaje otra vez, ocultándose. Corinne se dio cuenta de que, tanto ella como sus hijos, estaban solos e indefensos.
Esforzándose por sonar enfadada, le dijo al de las gafas de sol:
—Mi esposo llegará en cualquier momento.
—Mejor —dijo el delincuente—. Cuantos más seamos más reiremos.
—¿Qué es lo que quieren? —exigió Corinne.
Por fin, se quitó las gafas de sol.
—Me alegro tanto de que haya hecho esa pregunta.
La campana tintineó cuando Brock entró por la puerta principal del Restaurante y Mercado Molly’s. Le seguía Chris, todavía en andrajos y con las manos atadas. Detrás de él entraron los cuatro gadiantones, con sus lanzas y espadas alzadas todavía, por si acaso alguien les causaba problemas. Si no fuese porque temía por su vida, Brock se habría muerto de vergüenza; tenían que estar ofreciendo una escena francamente ridicula.
La parte del establecimiento que hacía de mini—mercado se hallaba a la derecha de la puerta, mientras que el restaurante, con cuatro mesas de bancos pegadas a la pared y otras tantas en el centro del restaurante, estaba a la izquierda. Había más de una docena de clientes presentes, la mitad de ellos comensales y la otra mitad haciendo compras. Todos se quedaron quietos con el cubierto en la mano o con la palabra en la boca para mirarles, verdaderamente asombrados. Una camarera adolescente y un cliente de la misma edad soltaron unas risitas.
Otra adolescente, detrás de la caja registradora, estaba haciendo un esfuerzo para contener la risa mientras preguntaba:
—¿Puedo hacer algo por ustedes?
Los gadiantones se quedaron estupefactos ante la enorme cantidad de bolsas de papas fritas, bandejas de rosquillas, perritos calientes y dulces. Se les hizo la boca agua con el olor a hamburguesas y a grasa caliente que procedía de la cocina. Al ver a algunos de estos gadiantones tan flacos, Brock se dio cuenta de que posiblemente pasaban hambre. Ogath, en concreto, estaba casi loco de excitación, delirante, sin saber a qué hincarle primero el diente.
Un hombre mayor con camisa blanca y corbata arrugada, posiblemente el dueño del restaurante o el supervisor, salió de una oficina en la parte trasera del establecimiento. Miró a sus nuevos clientes de arriba a abajo.
—¿Son ustedes parte del espectáculo de Manti?
Shemish y Ogath ya estaban olfateando el pan de molde y los pastelillos de fruta a través de sus envoltorios de plástico. Bakaan se acercó a una de las mesas de bancos que estaban contra la pared, donde un niño un tanto regordete —de unos trece años— había estado zampándose una hamburguesa de queso, aunque en realidad no le había dado ni un bocado desde el momento en que los gadiantones habían entrado en el local. Tenía los dedos apretados alrededor de la hamburguesa y la boca completamente abierta. Bakaan alzó su espada de hoja serrada en amenaza y le arrancó la hamburguesa de queso de las manos. Poniéndola de lado, intentó metérsela entera en la boca, cubriéndose la nariz y la barbilla de grasa y mostaza.
Chris, que se encontraba más cerca que los otros del dueño, intentó susurrarle discretamente:
—Llame a la policía.
Kush escupió una orden a sus compañeros.
—¡Llévense la comida! ¡Tanta como puedan transportar!
Bakaan blandía el arma de manera agresiva mientras devoraba el resto de la hamburguesa, observando con los ojos entrecerrados a los clientes, desafiando a todos a hacer el más mínimo movimiento. Ogath hizo pedazos una bolsa de papas fritas y su contenido salió disparado en todas direcciones. Shemish se apoderó de un cubo de basura que tenía varias bolas de chicle mascado pegadas alrededor de sus bordes. Sacó la bolsa que estaba dentro, medio llena de basura, y la arrojó a través del pasillo. Después se dispuso a llenar el cubo con comestibles, y también a volcar dentro los platos de comida de todos los comensales.
Finalmente, un fornido camionero con una gorra de béisbol de los Diamondbacks se cansó del espectáculo. Intentó echarle la mano a Bakaan desde atrás, pero el astuto asesino estaba preparado. Con un movimiento rápido hacia atrás, le golpeó en la cara con el extremo opuesto de la lanza. El camionero se derrumbó, totalmente inconsciente y con un moretón en forma de blanco hinchándosele en medio de la frente. La camarera y varios de los otros clientes empezaron a gritar. Algunas de las personas que se encontraban en la parte del mercado salieron volando por la puerta. El dueño descolgó el teléfono que se hallaba junto a la caja registradora y comenzó a marcar números frenéticamente.
—¡Vamonos! —gritó Kush.
Empujó a Chris hacia la puerta. Brock advirtió una puerta trasera y se encaminó hacia ella, pero Ogath le agarró del pelo y le dio un tirón hacia atrás. El chico chilló de furia y de dolor mientras el gadiantón del labio partido lo arrastraba hacia la puerta principal.
Al salir, Brock vio en el estacionamiento a los clientes corriendo en todas direcciones para subirse a sus vehículos. Varios coches se alejaron con un chirrido de frenos. Bakaan y Shemish tenían la boca atiborrada de comida.
Kush asió a Brock por el brazo y le puso derecho. Indicó hacia varios coches que seguían estacionados.
—¿Conoces estas máquinas?
Brock asintió.
—Nos llevarás en una de ellas —ordenó Kush.
Ogath reaccionó con presteza para llevar a cabo el objetivo de su líder, acercándose a un Crown Victoria de cuatro puertas al que un hombre y su esposa estaban subiéndose a toda prisa. La mujer ya estaba cerrando la puerta, pero el hombre sólo había metido su pierna dentro cuando Ogath le agarró por los hombros y le tiró a la calzada. La mujer abandonó el coche voluntariamente, chillando a todo pulmón. Kush empujó a Brock hacia la puerta.
—¡Espera! —dijo Chris. Se giró de lado, revelando sus manos atadas y le dijo a Kush—. Desátame. Él es sólo un niño. No puede conducir.
Brock abrió la boca para protestar pero entonces vio la mirada severa y suplicante que le lanzó Chris. Entendió el mensaje.
—Tiene razón —dijo Brock—. Yo no puedo conducir.
Kush les miró con los ojos entrecerrados de sospecha. A lo lejos se oían las sirenas de la policía. Kush gruño con resentimiento, parecía que lo que Chris había dicho era cierto; no había ningún niño conduciendo coches; era evidente que estas máquinas eran sólo para adultos.
Chris vio a Ogath inclinado sobre el hombre al que había tirado a la calzada. ¡El asesino acababa de sacar un cuchillo! ¡Iba a cortarle la garganta!
—¡NO! —gritó Chris—. ¡O me niego a conducir! ¡O les juro que no les ayudaré!
Ogath levantó la mirada hacia Kush, el cual asintió con la cabeza para que se apartase. Decepcionado, Ogath le dio otro empujón al hombre y éste se cayó de nuevo al suelo. El hombre intentó escabullirse a rastras, temblando como una hoja y lloriqueando como un niño. Con un cuchillo de hoja negra, Kush cortó las ataduras de Chris. Mientras Chris se masajeaba las muñecas, el líder gadiantón apretó el cuchillo contra su cuello.
—Intenta algo y no lo pensaré dos veces —dijo Kush furioso.
Kemish se dio cuenta de que no había sitio para meter el cubo de basura, así que volcó todo su contenido en el asiento trasero. Ogath, Bakaan y él, se subieron atrás, empujando toda la comida hacia el espacio de los pies y sin dejar de atiborrarse con ella. Obligaron a Brock a sentarse entre ellos. Chris y Kush se sentaron delante, Kush amenazándole aún con el cuchillo. El Crown Victoria giró para meterse en la carretera, con varias lanzas gadiantonas sobresaliendo por las ventanas del coche.
Chris se alejó del pueblo y de las sirenas de la policía, dejando atrás el disturbio. Brock observó a Chris incluso con más curiosidad que antes, el esclavo de las barbas parecía sentirse realmente a gusto detrás del volante. Le había salvado la vida al hombre en la calzada. ¿Quién era este individuo? Ahora Brock sabía con certeza que no era de la misma época que los gadiantones, así que, ¿de dónde había venido?
Brock no tardó mucho en hallarse cubierto de Doritos y migas de rosquillas mientras los gadiantones a ambos lados de él insistían en devorar todo cuanto tuviese cabida en sus estómagos.
—¿Qué es esto? —preguntó Shemish mientras abría rápidamente una de las bolsas de plástico y sacaba de ella un largo gusanito de goma.
—Golosinas —dijo Brock.
Al darle un mordisco al gusanito, Shemish arrugó la cara y lo escupió contra el cristal.
—Ése es ácido —le dijo Brock.
Chris dobló hacia el camino de tierra que llevaba al taller de violines del abuelo Lee y a la hondonada, lo cual le pareció a Brock muy curioso; parecía saber exactamente a dónde iba. Ojalá pudiese hacerle algunas preguntas, pero no era el momento ni el lugar adecuado.
—¿Adonde nos llevas? —le preguntó Kush al conductor vociferando.
—De regreso al lugar de donde vinimos —replicó Chris.
—No confíes en él —dijo Bakaan—, ¡Nos ha desafiado! Ha ofendido a Lord Giddiani, ¡debe morir!
Brock vio que Ogath observaba algo a través de la ventana del coche. El asesino tuvo que mirar dos veces. Brock miró en la misma dirección, más allá de los arbustos de artemisa, intentando ver lo que le había llamado tanto la atención. Entonces parpadeó, desconcertado. Por una milésima de segundo el paisaje se había transformado. Fue algo tan rápido como un relámpago de colores. Pero en ese relámpago, Brock percibió la misma jungla majestuosa que había visto en el bosque al pasar por debajo del arco. Unos segundos más tarde, un muro de energía en forma de rayo, como un prisma de luz pálida y transparente, pareció salir disparado del suelo justo a la izquierda del camino, y a un ritmo constante, hacerse más intenso. Era igual que esforzarse por ver a través de la calina en una larga canvlera, o a través de las aguas de un gigantesco acuario. Al otro lado de esa bruma se veían imágenes borrosas de un bosque tropical. Todos habían visto ya el fenómeno, incluso Chris. Miró de reojo a Kush, en el asiento de al lado, para asegurarse de que estaba totalmente distraído. Entonces, Chris giró el volante bruscamente. Brock fue arrojado a un lado, y su cuerpo se quedó aplastado por el peso de los tres gadiantones que estaban a su alrededor. El Crown Victoria se salió de la carretera, dando tumbos al pasar por la cuneta, chocando contra la estaca de una alambrada de púas y llevándose los arbustos por delante. ¡El coche iba derecho hacia el muro de energía!
Con los ojos como dagas, Kush se volvió hacia Chris, alzando el cuchillo para atacar. Brock presintió que Chris era hombre muerto. Kush intentó asestarle una puñalada, pero en ese preciso instante el coche atravesó el muro. Lo que sucedió entonces sorprendió a Brock McConnell más que ninguna otra cosa que había visto hasta ahora.
Kush desapareció. De hecho, los cuatro gadiantones se desvanecieron con la rapidez con la que se prende una cerilla. El cuchillo de hoja larga de Kush pareció pasar a través del cuello de Chris, pero en un abrir y cerrar de ojos después, Brock y Chris se encontraban solos. El Crown Victoria se cayó dando tumbos por la ladera de una quebrada. Los faros chocaron contra una pequeña montaña de tierra. Brock y Chris fueron lanzados hacia delante cuando el coche se paró de golpe. El chico abrió la puerta y se bajó, aunque sus piernas casi no podían sostenerle. Chris, tosiendo a causa de la nube de humo, hizo lo mismo. Ambos podían oír un extraño zumbido en el aire, como el chillido de miles de grillos, agudo e incesante.
Brock subió la ladera de la quebrada hasta el muro de energía que acababan de atravesar. Se dio cuenta de que una grieta, una fisura torcida en la tierra, era lo que emitía la energía. La fisura era entre cinco y diez centímetros de ancha, hacía una curva y seguía hacia el Norte, desapareciendo bajo los arbustos. Brock supuso que se extendía serpenteante entre los árboles por otros cuarenta y cinco metros, hasta el extremo sur de la hondonada. Cuando Brock se aproximó al muro, que parecía ser hecho de agua arremolinada, empezó a oír en ecos, como si se tratara de un sueño, las voces de Kush, Bakaan y los otros. Entonces, un segundo después, los vio.
Los cuatro asesinos gadiantones se hicieron visibles al otro lado de la fisura, en medio de la jungla y árboles cubiertos con musgo. La imagen aparecía enfocada y rápidamente desenfocada otra vez, fundiéndose con el telón de fondo del desierto de Utah. Durante unos segundos las imágenes de las dos épocas se entremezclaron, una sobre la otra, como la técnica de disolvencia en una película. Los gadiantones estaban en el suelo, intentando torpemente ponerse otra vez en pie. Estaban llenos de golpes y cortes, cubiertos con tierra y hojas. Brock se había quedado mudo de asombro. Cuando Chris cruzó el muro de energía, los gadiantones, de algún modo, se habían «caído» en su propia época. «¡Increíble!», pensó Brock. El impulso del automóvil les había lanzado volando y rodando entre los tropicales matorrales. Brock se volvió a mirar a Chris, ¿por qué él no se había caído al otro lado? Brock supo la respuesta sin tener que pensar en ello. Era porque el hombre de las barbas vestido en harapos pertenecía a este lugar. Chris pertenecía al siglo veintiuno, mientras que los gadiantones…
Brock se percató de que Kush acababa de verle. El asesino de ojos de tiburón estaba observándole a través del muro de energía. Bakaan también le había visto y, recogiendo su lanza del suelo, se abalanzó sobre Brock, con ojos llenos de odio. Brock podría haber intentado retroceder, pero era demasiado tarde. Se preparó para morir.
Sin embargo la punta de la lanza no le penetró la piel. Lo único que cruzó sobre la fisura fue una breve visión del arma —la mera «sombra» de la lanza—. Por alguna razón, el arma de Bakaan no consiguió cruzar la barrera de energía. Brock bajó los brazos y miró a Bakaan y a Kush con una expresión de sorpresa. Los cuatro se pusieron hechos una furia y empezaron a echar pestes y a gritar, pero sus voces llegaban como un sonido hueco y apagado, como si estuviesen muy, muy lejos.
La mano de Chris aferrándole el hombro le sobresaltó.
—Vamonos —dijo en un tono urgente.
Pero Brock fue incapaz de apartar los ojos de la imagen turbia.
—¿Qué les ha pasado? —preguntó.
—Éste no es su mundo —explicó Chris—, así que no pueden pasar por aquí.
Brock movió la cabeza con gesto consternado.
—No lo entiendo.
—Algunos lugares son entradas, otros son salidas. Y algunos, como éste, son solamente ventanas. Pero no se pueden predecir. No se sabe cómo cambiarán, cuánto poder ganarán o cuándo desaparecerán. ¡Vamos! ¡Tenemos que cruzar la hondonada!
Brock miró a Chris maravillado. ¿Cómo sabía tanto acerca de ello? ¿Dónde había obtenido su experiencia con este fenómeno? Pero Chris ya estaba bajando a zancadas la ladera de la quebrada y le hizo señas con la mano a Brock para que le siguiera. Brock comenzó la bajada, pero se volvió una vez más para echar una última mirada. Lo que vio le dejó de piedra. En la jungla, más allá de donde se encontraban Kush, Bakaan, Shemish y Ogath, se veían más gadiantones, ¡cientos de ellos! Todos cubiertos en sangre y armados hasta los dientes con espadas, lanzas y arcos. ¡Marchaban directamente hacia ellos!
Pero entonces, como si alguien hubiese bajado de repente una persiana, la fisura absorbió de nuevo la «ventana» de energía. Una vez más, lo único que Brock pudo ver fueron los arbustos y la piedra roja de las colinas del sur de Utah. Pero la mente de Brock no se dejó engañar; los gadiantones seguían allí. Tal vez ya no podía verles pero sabía que estaban en camino, y estaban marchando hacia la hondonada.
Chris se detuvo para que Brock pudiese alcanzarle y los dos se precipitaron hacia los árboles.
—Así que es verdad —le dijo Brock a Chris—. Eres de aquí, es decir, de hoy, de mi época.
Chris, sin dejar de correr, torció la cabeza hacia atrás para mirar a Brock.
—¿Cómo te llamas, chico?
—Brock McConnell.
De súbito el hombre de las barbas se detuvo. Brock se detuvo también.
Chris se puso pálido y le miró con los ojos muy abiertos, como en un estado de shock. Jadeando para recobrar el aliento y aclarándose la cabeza, preguntó:
—¿Cómo has dicho?
—Brock McConnell —Brock no sabía qué pensar de la expresión en el rostro del hombre.
—La casa de mi tío está a más o menos un kilómetro y medio de aquí, a través de estos árboles —añadió torpemente.
Chris alzó la mano, un tanto temblorosa, y le tocó la cara al niño.
—¿Cuántos años tienes?
—Once —contestó Brock.
—¿Tienes una hermana? —preguntó el hombre con la voz quebrada por la emoción.
Brock sintió que un extraño sentimiento se extendía por todo su cuerpo. Asintió y dijo:
—Kerra.
—¿Sakerra?
—Sí —dijo Brock con la cabeza ladeada y los ojos entrecerrados, intentando averiguar lo que estaba pasando.
¿Por qué estaba actuando así el hombre de las barbas?—. ¿Cómo lo sabes?
Se dio cuenta de que Chris tenía los ojos llenos de lágrimas. Pero antes de poder responder a la pregunta del chiquillo, el zumbido de los Silbadores comenzó a aumentar de volumen. Chris se enderezó, de pronto totalmente alerta y examinando los alrededores alarmado.
—Se acercan —declaró—. ¡Tenemos que seguir adelante!
Agarró al niño de la mano y lo llevó a través de los árboles.
El abuelo Lee se encontraba sentado a su mesa de trabajo. Su único objeto de atención era la escritura delante de él. Con creciente asombro, masculló las palabras de Tercero Nefi, capítulo 4, versículo 7: «…y fue en el sexto mes; y he aquí, grande y terrible fue el día en que se presentaron para la batalla; e iban ceñidos a la manera de ladrones; y llevaban una piel de cordero alrededor de los lomos, y se habían teñido con sangre, y llevaban rapada la cabeza, y se habían cubierto con cascos; y grande y terrible era el aspecto de los ejércitos de Giddiani…»
Levantó la mirada del libro.
— Sexto mes… Año diecinueve.
El abuelo Lee sintió un escalofrío. Si era cierto y Kerra tenía razón, algo terrible estaba a punto de tener lugar. Algo amenazador y diabólico. También se dio cuenta de que se trataba de algo que podía marchar justo por delante de la casa de su hija.
Brock dio un grito de terror, ¡había fantasmas en el bosque! Las sombras de espectros ensangrentados aparecían y desaparecían a su derecha y a su izquierda, a veces justo delante de ellos, obligándoles a girar y a cambiar de dirección.
Chris siguió agarrando el brazo de Brock mientras bajaban un pequeño risco. Abajo había un pantano con docenas de árboles muertos brotando del barro. Las ramas, emblanquecidas por el álcali, tenían una apariencia extraña y esquelética que acentuaba el sentimiento de horror y muerte creado por los fantasmas gadiantones. Se movieron con rapidez alrededor de sus orillas. Por lo visto Chris se dirigía hacia la casa de los tíos de Brock.
De pronto, Chris se detuvo de golpe. En el ensombrecido follaje justo delante de ellos algo se separó de los matorrales: ¡era un guerrero gadiantón! ¡Uno al que nunca habían visto! Con la espada desenfundada se disponía a cargar contra ellos.
Instintivamente, Chris trató de ponerse delante del niño, pero Brock ya se había lanzado a un lado, apartándose de su camino. El gadiantón colisionó con el pecho de Chris con la fuerza de un barril y los dos se cayeron del risco. Durante unos instantes los dos volaron por el aire, hasta que por fin cayeron en las grasientas aguas negras del pantano con un fuerte ¡plaf! Brock observó el espectáculo con un nudo en el estómago, mientras Chris luchaba contra el gadiantón, empleando sus puños y usando el propio escudo de su atacante para repeler el golpe letal de su espada de filo de obsidiana.
Chris vio a Brock arriba, en el risco.
—¡Corre! —gritó.
Pero Brock vaciló; ¡los gadiantones le matarían! ¡Con toda certeza! En ese mismo instante otro guerrero pintarrajeado con sangre salió de entre los árboles a su derecha. Brock se agazapó detrás de algunas zarzas con muchas hojas para evitar ser visto. El segundo gadiantón saltó al agua desde el risco para ayudar a su camarada. Brock casi había decidido unirse a la reyerta, sabiendo muy bien que probablemente acabaría muerto, pero había algo inexplicable en este hombre de las barbas que conocía el nombre de su hermana. El presentimiento le hizo preguntarse si salvarle la vida a este hombre sería una causa por la que merecería la pena morir. Pero entonces otro gadiantón surgió de los árboles. Y después otro. El bosque estaba abarrotado de guerreros gadiantones. Unirse a la lucha ya no era un acto de coraje, sino un suicidio. Brock ni siquiera conseguiría llegar a la orilla del agua sin ser abatido. Con el alma partida en dos, retrocedió a rastras a través de la maleza. Por fin, pudo ponerse en pie y se fue corriendo en dirección a la casa. Tenía que buscar ayuda. Si quería salvar a Chris tenía que regresar con hombres y armas. ¡Oh, cómo disfrutaría viendo la expresión de un gadiantón al ser apuntado con una escopeta de barriles!
Corrió más rápido que nunca, esquivando ramas y arbustos a cada paso, sin poder apartar de su mente la cara de Chris o su voz, pidiéndole a Brock que repitiera su nombre. El chico siguió sin llegar a ninguna conclusión, la mera noción de ello le aterrorizaba. Lo único que sabía era que salvarle la vida a Chris podría convertirse en la acción más importante de toda su vida.
























