El guerrero de Zarahemla

Capítulo 15


CHRIS Y BPvOCK SE HABÍAN quedado dormidos, apoyados el uno contra el otro al fondo del cobertizo. Kerra había cerrado los ojos, apenas dormitando, con el ruido de voces y cornetas llenándole la cabeza; aunque era difícil saber cuántos de ellos emanaban de la batalla que se estaba librando en la distancia, y cuántos tenían origen en sus sueños. La trémula luz del amanecer asomaba en el cielo, apartando a la noche suavemente a un lado. Kerra abrió los ojos una vez para verla, pero su cerebro fue incapaz de absorber la imagen; sus pensamientos vagaron a la deriva en dirección a otros horizontes.

Los tres siguieron durmiendo hasta que los ruidos en la hondonada se hicieron más tenues y apagados. De súbito, algo diferente removió el interior de la tierra. Se dieron cuenta de ello cuando la madera vieja y decrépita del cobertizo empezó a crujir. Kerra abrió los ojos de golpe al sentir el temblor. El terremoto duró solamente dos o tres segundos más, como el alma desasosegada de una montaña dándose la vuelta en sueños; entonces cesó y no hubo más.

La voz adormilada de su padre llegó desde la oscuridad. Las palabras parecían tan ajenas, tan de otro mundo, que Kerra tardó un segundo en comprender su significado. Finalmente, lo entendió.

—La réplica del terremoto —había dicho.

Kerra se irguió para sentarse, con la mente tan clara como al mediodía y la adrenalina haciendo surcos por sus venas. Entonces reconoció por qué la voz de su padre había sonado de forma tan extraña: no había nada en el fondo acompañándola, ningún zumbido, ningún susurro.

Los Silbadores estaban en silencio.

Kerra dejó escapar un grito ahogado, como si estuviese siendo estrangulada. El sonido espabiló completamente a Chris y a Brock.

—¿Qué sucede? —preguntó Brock.

Kerra se levantó y salió corriendo del cobertizo. Se detuvo fuera, tratando de escuchar algo. Brock y su padre se unieron a ella, observando sus acciones con gran curiosidad. Un momento después, Chris también pareció darse cuenta de que el bosque había cambiado. Había mucho más silencio.

—Se han ido —dijo Kerra.

—¿Qué? —preguntó Brock.

—¡Los Silbadores! ¡Se han ido!

Brock estaba perplejo, aparentemente sin entender por qué razón se disgustaría alguien por la desaparición de un sonido. El chico se volvió súbitamente cuando vio algo entre los árboles detrás de ellos. Era el rayo de luz de una linterna, cortando entre las densas sombras del anochecer. Una figura salió de entre la maleza: era el abuelo Lee.

—¡Kerra! ¡Brock! —llamó.

A una distancia de unos diez metros, el abuelo Lee se detuvo, lleno de asombro. Apuntó con la linterna directamente al rostro de Chris, al rostro de su hijo. Después apartó la luz, como si solamente el amanecer pudiese revelar completamente la verdad: el abuelo Lee se había quedado mudo.

Con una voz rebosante de emoción, Chris habló primero:

—Hola, papá.

Por fin, el abuelo Lee pronunció el nombre de su hijo, apenas en un susurro:

—¡Chris!

Dio unos pasos hacia adelante y padre e hijo se abrazaron. El abuelo Lee empezó a llorar desconsoladamente a lágrima viva. Justo entonces, Kerra rompió a correr y desapareció entre los árboles.

Kerra siguió adelante sin vacilación; se abrió paso entre la maleza y, finalmente, atravesó limpiamente la última barrera de sauces negros. Sus piernas cruzaron la fisura y entró en el claro corriendo, dando vueltas en cada sentido, examinando desesperadamente toda la zona.

¡Habían desaparecido! ¡los cuerpos de los asesinos gadiantones, las flechas y otras armas rotas! ¡Desaparecidos! ¡Alguien se lo había llevado todo!

No, era peor que eso: ¡era como si nunca hubiesen estado aquí! Aparentemente, no había ni la más remota evidencia de ningún disturbio en la zona. Entonces sus dedos apretaron el tronco del álamo junto al que había visto a Kiddoni luchando con uno de los gadiantones cuerpo a cuerpo. Sintió el lugar en el que —estaba segura— una de sus lanzas se había clavado; ¡la muesca seguía ahí! La lanza rota se había esfumado, pero la muesca estaba ahí: un corte en la corteza del árbol.

Y sin embargo, no significaba nada, sólo que no estaba loca, sólo que todo había sucedido tal y como recordaba. Pero, ¿por qué no había cadáveres? ¿Por qué no había armas? ¿Por qué había desaparecido el zumbido, ya ambiental, de la hondonada?

La luz de la linterna del abuelo Lee parpadeó entre los árboles poco antes de que Chris y Brock entraran en el claro y encontraran a Kerra en el suelo, con la espalda pegada a la piedra. La muchacha estaba totalmente afligida y apesadumbrada. La luz del amanecer había aclarado un poco más la mañana, así que el abuelo Lee apagó la linterna. Al acercarse vieron que Kerra estaba llorando, sacudiendo la cabeza.

Sin levantar los ojos declaró:

—Ha desaparecido. La falla ha desaparecido.

Cuando el tío Drew entró en casa, encontró a su esposa de pie en el salón. El lugar estaba hecho un desastre: sillas y mesas habían sido volcadas; sofás y cojines habían sido arrojados por todas partes; el televisor y todo lo demás que formaba parte del mueble había sido tirado al suelo y esparcido de un extremo de la casa al otro. El rastro de la devastación llegaba hasta la puerta principal e incluso subía varias docenas de metros por el camino de entrada. Era como si un ejército hubiese marchado a través de su salón; y efectivamente, así había sido.

Pero cuando el tío Drew cruzó la habitación para consolar a su esposa, advirtió algo a sus pies, y se agachó para recogerlo. Al ver sus acciones, Corinne se acercó para ver lo que había encontrado. Drew levantó una foto de familia. Estaba boca abajo, pero al darle la vuelta, ambos vieron que estaba perfectamente intacta; el marco no había sido doblado ni el cristal roto.

—Eh —le dijo a Corinne—, mira. No se ha roto nada. No se ha perdido nada.

Corinne miró a su marido a los ojos. Ni siquiera sabía si él podía recordar los sucesos de la noche previa, pero en realidad tampoco importaba. No podía haberlo expresado de un modo mejor; los niños estaban fuera en la furgoneta, algunos durmiendo y otros esperando la señal de sus padres de que no había ningún peligro. Pero todos ellos estaban sanos y salvos.

En medio de las ruinas, Corinne abrazó a su esposo.

—No —respondió ella—, no se ha perdido nada.

Hitch Ventura salió de la cavidad entre las rocas. Había esperado poder descubrir que había sido todo una horripilante pesadilla; algún tipo de visión retrospectiva causada por drogas de mala calidad. Pero el majestuoso mundo verde en el que había entrado la noche anterior estaba a su alrededor, ahora iluminado por la suave luz de la mañana. Aparentemente, la pesadilla aún no había llegado a su fin.

Llevaba el brazo en un cabestrillo que había hecho con su camiseta desgarrada, exponiendo, en el hombro, el tatuaje del dragón que le identificaba como un Shaman. Esparcidos por el suelo estaban los cuerpos de varios de los guerreros pintados con sangre que le habían perseguido la noche anterior, y que, evidentemente, habían muerto en la lucha que había oído a lo largo de toda la noche. Pero, ¿quién les había matado?

Hitch se volvió, sobresaltado, cuando oyó que alguien se aproximaba. Desde la jungla, a unos veinte metros a su izquierda, aparecieron varias docenas de hombres. No iban vestidos como los hombres que estaban en el suelo, no tenían los rostros embadurnados en sangre y no llevaban cascos de calaveras; sin embargo, sus ropas parecían recién salidas de una película de Tarzán, ¿o de una película de gladiadores? No era como si tuviese realmente ninguna intención de quedarse y preguntar; varios de ellos levantaron sus armas amenazadoramente.

Hitch echó a correr a través de los árboles. Subió gateando el barranco por el que se había caído la noche previa. Pronto llegó al lugar desde el que había «cruzado» al mundo de la jungla; pero cuando trató de atravesar de nuevo la barrera —al tratar de volver a casa— no sucedió absolutamente nada, no hubo ningún cambio en el paisaje. De hecho, el batallón de guerreros que se aproximaba pensó que tenía un aspecto bastante ridículo saltando de un lado a otro como un lunático.

—¿Qué sucede? —exclamó Hitch en voz alta—. ¿Qué está pasando?

Finalmente, cuando Hitch se dio cuenta de que estaba rodeado, dejó de saltar y se enfrentó a los antiguos guerreros con una mirada en los ojos de desafío; es decir, de desafío mezclado con el típico miedo sobrecogedor de toda la vida.

—Capitán Gidgiddoni —llamó uno de los hombres mirando hacia atrás.

Un hombre enorme se abrió paso entre las filas, evidentemente algún tipo de comandante, según parecía por su uniforme y decorado casco. El hombre se detuvo a más o menos un metro de él; dirigió la mirada hacia la cara de Hitch, y después hacia el dragón en su brazo. El comandante nefita entrecerró los ojos amenazadoramente; apuntó con el dedo al tatuaje y pronunció su veredicto para que lo oyeran sus hombres:

—Gadiantón.

Kerra se sentó sobre la piedra en el centro del claro. Se sentía como si se le hubiese partido el corazón en dos. Su padre, Brock y el abuelo Lee estaban a su lado mientras miraba fijamente al lugar entre los árboles a través del cual Kiddoni se había materializado de la nada para acercarse a ella. Se sentía impotente, incluso un poco desagradecida: la falla le había devuelto a su padre, pero no a Kiddoni. Aún así no perdió toda esperanza, y continuó con la mirada fija en los árboles. «Si al menos —pensó Kerra— el poder de la falla pudiese ser alterado por desear en extremo…, por querer algo con tanta fuerza… por amor». Se rió de sí misma. Era absurdo; solamente otro terremoto, otra inundación u otro fenómeno podría restaurar el milagro, y eso no sucedería tal vez en muchos años, otro milenio… o incluso nunca.

Finalmente, su padre le puso una mano sobre el hombro.

—Vamos, cariño —le dijo solemnemente.

Kerra levantó lo ojos hacia él, sonriendo, aunque tenía los ojos húmedos. Exhaló un profundo suspiro rebosante de tristeza, pero también de satisfacción. Cubrió con su mano la de su padre y se levantó. Les lanzó la misma sonrisa cariñosa a Brock y al abuelo Lee y se acercó al borde del claro. Se dio la vuelta para echarle una última ojeada de despedida al lugar y se volvió hacia el camino que llevaba de vuelta a casa; pero antes de pasar por encima de la fisura, su pie se detuvo casi en pleno movimiento.

Acababa de oír algo, algo muy débil —casi demasiado débil—, tan apagado que después de esperar varios segundos decidió que su oído le había gastado una mala pasada. Por lo visto los demás no lo habían oído; la miraban extrañados, preguntándose por qué se había detenido. Pero entonces, cuando se volvió de nuevo hacia el claro, lo oyó una segunda vez.

—Sakerra…

El corazón le dio un vuelco y se le hinchó el nudo que tenía en la garganta. La voz parecía ser remota y estar llena de ecos, pero era inconfundible: se trataba de Kicldoni. Miró a su alrededor en un estado de pánico; pero no había nadie, ninguna imagen borrosa, ningún espejismo vago. No había nada fuera de lo común entre las austeras sombras de la mañana. Y sin embargo estaba segura…

—¿Sucede algo? —preguntó Brock.

—¡Shh! —siseó el abuelo Lee.

Así que no había sido la única que lo había oído. Kerra intentó recordar la primera vez que Kiddoni y ella se habían encontrado cara a cara: había cruzado la fisura de un paso y —¡boom!— él se había materializado de la nada, casi tropezando el uno con el otro. Kerra pensó que tal vez la falla era muy concreta con respecto a su situación, muy específica, a lo mejor incluso hasta la medida precisa en metros o centímetro cuadrados. Los demás la estudiaban con curiosidad mientras recorría los bordes del claro, en círculos, como si —en el verdadero sentido de la palabra— estuviese intentando espantar a un fantasma. Concentró la mirada en todo a su alrededor, esperando realmente que su imagen se materializase en el aire. Kiddoni estaba aquí; podía sentirlo, pero… ¿dónde?

Dejando atrás la piedra, caminó hasta el otro extremo del claro. Allí mismo captó su primera imagen de Kiddoni: de pie justo al otro lado del tronco que estaba tumbado en el suelo. Pero Kerra había dado un paso de más hacia adelante; cuando por fin se detuvo, se había esfumado otra vez. Lentamente —muy lentamente— retrocedió, y dos segundos después su imagen apareció de nuevo, como un destello de luz reflejado en un espejo.

Kiddoni le estaba lanzando una sonrisa tan llena de amor y desenvoltura que Kerra sintió que no le cabía el corazón en el pecho. Ya no iba vestido ni con su fuerte armadura —sólo con una túnica y un cinturón— ni con casco, únicamente con su leal espada serrada detrás del hombro. Llevaba el hombro vendado a causa de la herida que la flecha del gadiantón le había inferido; pero no había señales de ninguna otra herida, sólo de su brillante y gloriosa sonrisa, como la de un hombre plenamente seguro de lo que lleva en su mente y su corazón.

Los demás no podían distinguir qué era lo que Kerra estaba mirando. Brock se dispuso a acercarse un poco, con la determinación de ver lo que Kerra estaba viendo; pero tanto su padre como el abuelo Lee lo pararon. Sabían que Kiddoni estaba ahí, y sabiamente llegaron a la conclusión de que nadie debería intervenir. Una intervención ahora podría alterar la falla. Además, este momento le pertenecía a Kerra, era su momento a solas con Kiddoni.

En un gesto reflexivo, Kerra estiró la mano, deseando tocarle… abrazarle. Pero cuando su imagen se enturbió, Kerra se dio cuenta de que la falla era más débil que nunca. No había nada que pudiese tocar, nada que abrazar, y Kerra se sintió terriblemente decepcionada. Sin embargo, se mantuvo erguida y le devolvió la misma sonrisa cariñosa.

—Veo que estás bien.

—Sí —respondió él en una voz todavía remota y con eco—. La batalla ha sido una victoria; hemos hecho retroceder a los gadiantones, y hemos dado muerte a su líder, Giddiani. Las fuerzas de los gadiantones han sido seriamente mermadas, al igual que su habilidad para convertirse de nuevo en una verdadera amenaza para nosotros. Y es gracias a ti, Sakerra.

Kerra negó con un gesto de cabeza.

—No, es gracias a ti. Has sido tú el que no ha estado equivocado; pasaron justo por aquí, tal y como habías dicho que sucedería.

—¿Y tu hermano y tu padre? —preguntó súbitamente preocupado.

—Están bien —dijo Kerra—. Están aquí, detrás de mí. ¿No puedes… no puedes verles?

—No, sólo te veo a ti, pero tan vagamente… —respondió Kiddoni negando con la cabeza.

—La falla se está desvaneciendo —dijo Kerra con tristeza,

—Lo sé —dijo Kiddoni—, pero no para siempre. No se desvanecerá para siempre.

Se calló, queriendo expresar con cuidado sus próximas palabras.

—Me has enseñado algo además del odio. Sólo… quería darte las gracias. Te quiero, Sakerra.

Kerra sintió las lágrimas asomando a sus ojos, y contestó

pesarosamente:

—Yo también te quiero

—Había pasado tanto tiempo… —dijo Kiddoni en un suspiro—. Te había esperado tanto… Por favor… no me hagas esperar tanto otra vez,

—No —dijo Kerra ,no tanto, Te veré otra vez, lo sé, estoy segura de ello. Nunca te olvidaré, Kiddoni.

Estiró la mano hacia adelante, aunque realmente no esperaba poder tocar nada, Sin embargo, cuando él también estiró su mano hacia ella —igual que si sus moléculas acabasen de entremezclarse pudo realmente sentir algo: era más que calor, pero rio era dolor. Estaba segura de que, de algún modo, sus manos apoyaban el peso el uno del otro. Kerra cerró los ojos y, durante un segundo, tuvo la sensación de que su mano estaba apretada dentro de la fuerte mano de Kiddoni, aunque la sensación era realmente incluso mejor que eso; era como si parte de los dos se hubiese fundido en uno.

Kiddoni se inclinó hacia adelante. Con cuidado, suavemente, cubrió los labios de ella con los suyos. Aunque tenía los ojos cerrados, Kerra pudo sentir el beso, cálido y perfecto.

Momentos después, Kiddoni retrocedió un poco y susurró:

—Adiós, Sakerra… mi pequeño ángel.

Cuando Kerra abrió los ojos otra vez, su imagen parpadeó de nuevo. Parecía que se había debilitado notablemente. No quería verle desaparecer; no estaba segura de que podría soportarlo. Así que se echó un poco hacia atrás, sólo unos centímetros, y le lanzó otra sonrisa reluciente.

Kiddoni, sin embargo, estaba resuelto a no perder ni un sólo instante. Mientras Kerra fuese visible se negaba a dar un paso. Pero Kerra se volvió lentamente, se detuvo durante un momento, luchando con la tentación de mirarle otra vez. Entonces sus pulmones se llenaron de aire y se dirigió hacia su padre, su hermano y su abuelo.

Sólo cuando llegó al borde del claro se dio media vuelta. Tal y como esperaba, el nefita había desaparecido; sabía que sería así. Se había dado la vuelta únicamente para recordar el lugar; para memorizar el sitio exacto; para que, cuando volviese, pudiese reconocer el lugar inmediatamente.

Su padre la apretó en sus brazos. Finalmente, la familia dejó atrás el claro y se abrió paso a través de la maleza, hacia la casa de campo. Brock estiró el brazo y tomó a su hermana de la mano. Kerra le dio un apretón con toda la fuerza de su corazón.

Entonces cerró los ojos y se concentró, intentando captar otra vez la dulce y débil canción de los Silbadores.

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