Capítulo 1
EL CAZADOR APRETÓ EL GATILLO de su Winchester 30-06. La explosión rompió la serenidad del alba y agitó la neblina que caía sobre la soñolienta pradera. El impacto del rifle contra su hombro le provocó un cálido torrente de adrenalina.
Bajó la mira telescópica de su campo visual, levantó la visera de su gorra de No Fear1 y concentró su atención en el objeto al que apuntaba: un imponente ciervo de cola blanca. Durante unos instantes contuvo su respiración y sólo observó. Si hubiese fallado el tiro el ciervo habría huido, no le cabía ninguna duda; sin embargo, el ciervo no huyó. Tras erguir su cuello se quedó quieto durante dos interminables segundos y después, por fin, se tambaleó y se derrumbó.
De repente, el Cazador sintió que se le caía el alma a los pies. Enfocó su atención en la cornamenta del ciervo y se dio cuenta de lo que acababa de hacer. Pero, ¿se había dado cuenta incluso antes de haber disparado el rifle? La verdad era que no estaba seguro.
El Cazador se volvió al oir los gritos de alegría de sus dos compañeros, Clacker y Beaumont, que aparecieron detrás de él, corriendo entusiasmadamente entre los árboles. No le habían visto apretar el gatillo; pero podían ver con toda claridad el montón de piel de color rojizo, medio escondido por la neblina, a una distancia de cincuenta metros.
—¡Genial! -dijo Beaumont con voz chillona. A pesar de que se acercaba a los treinta años, su voz retenía el tono de la de un niño de trece.
El Cazador vaciló indeciso mientras Clacker y Beaumont, ansiosos, le pasaron de largo. Finalmente, caminó hacia adelante. El rocío sobre la hierba de la pradera mojaba la pierna de su pantalón, empapándole el calcetín y congelándole la espinilla. Al llegar, encontró a sus compañeros arrodillados junto al ciervo, cautelosos, como detectives en la escena de un crimen. Ya no se oían gritos de alegría; el Cazador soltó un suspiro largo y cansado.
Beaumont alzó la mirada.
—¿Le habías visto la cornamenta? —dijo exhibiendo en su dentadura una muela ennegrecida, cubierta de tabaco de mascar.
El Cazador se encogió de hombros y sacudió suavemente la cabeza.
—Tu licencia es para una hembra, ¿no? —preguntó Clacker.
Asintió.
Clacker -un hombre bastante grueso- respiró hondo.
—¡Seguro que has pensado que era tu ex-mujer! —se echó a reir como un pavo.
El Cazador se enojó un poco y le miró de tal manera que su risa se transformó en un carraspeo de garganta.
Beumont silbó al admirar la cornamenta del animal: seis puntas-en cada asta, impresionante bajo cualquier criterio; sobre todo aquí, en el sur de Utah, donde los ciervos eran algo más pequeños que sus parientes del norte. Maldijo, agitando decepcionadamente su mata de pelo de vivo color rojo.
-¿Saben qué es esto? ¡Un desperdicio! ¡Eso es lo que es!
El Cazador se agachó para ver el lugar donde la bala había penetrado en las costillas del animal. El agujero era pequeño y había poca sangre. Por lo visto el ciervo no había sufrido mucho dolor, si es que eso era consuelo alguno.
—De acuerdo -comenzó a decir—, démosle marcha atrás a la camioneta y remolquémoslo fuera de…
—No creo que eso sea buena idea -le interrumpió Clacker sin reserva.
—No podemos simplemente dejarlo aquí —protestó el Cazador.
—Claro que podemos -respondió Beaumont poniéndose en pie.
Agarró un buen manojo de hierbas y las dejó caer de forma casual sobre el cuerpo muerto del animal.
-Sólo tenemos que cubrirlo así, con maleza, y después…
De repente, el ciervo comenzó a dar patadas, como si una corriente eléctrica se hubiera apoderado de su silencioso cuerpo. Los hombres gritaron al sobresaltarse, retrocediendo rápidamente cuando el venado se irguió sobre sus cuatro patas.
—¡Cuidado! —chilló Beaumont, casi como si pensara que el animal trataría de vengarse y atravesarles con una de sus astas. Pero el animal simplemente se alejó de ellos, correteando y adentrándose entre la maleza que se hallaba al borde del prado.
Clacker, que durante el alboroto se había caído y aterrizado sobre su trasero, se rió histéricamente. El Cazador, sin embargo, no se rió; sino que buscó al ciervo frenéticamente -con su mira telescópica- a través de una lluvia de ramas, zarzas, maleza y hojas, la mayor parte de las cuales se habían vuelto amarillas con la Llegada del invierno. El ciervo «cola-blanca» había desaparecido,
-¡Problema resuelto! —anunció Clacker aplaudiendo victoriosamente.
El Cazador apretó los dientes y comenzó a correr a través del prado.
—¿Qué haces? —preguntó Beaumont,
—Va a morir tarde o temprano —contestó el Cazador—. No quiero que sufra.
Siguió adelante, adentrándose en la maleza.
—¡Deja que se aleje! —le advirtió Clacker.
La risa de Clacker era contagiosa y, finalmente, Beaumont acabó sucumbiendo a ella. Observaron cómo el Cazador desaparecía entre el follaje de robles, olmos y sauces negros.
—¡No vamos a esperarte! -gritó Clacker, aunque el Cazador ya casi no podía oírles.
El Cazador se volvió para asegurarse de que sus compañeros no lo seguían y, disgustado, siguió adelante. Se adentró profundamente entre los árboles, concentrándose en la búsqueda de cualquier rastro de sangre u otra evidencia que pudiera delatar el paso de su presa. Encontró una huella en el camino y una mata de pelo enganchada en una rama rota; al menos confirmaba que se dirigía en la dirección correcta.
Pronto llegó a una charca que recordaba de su niñez. El lugar no había cambiado en absoluto; troncos y otros restos de árboles muertos que sobresalían del agua se habían quedado blancos con el paso de los años, trayéndole a la memoria imágenes y fotografías de fosas comunes, llenas de viejos esqueletos medio podridos. Caminó cuidadosamente en torno a sus orillas escarpadas, alrededor de un montón de brezos de apariencia un tanto desagradable. Pero al caminar a través del fango, en la orilla del borde opuesto, se detuvo repentinamente. Sintió algo extraño, aunque…
El suelo comenzó a vibrar-, ¡un terremoto! El Cazador perdió el equilibrio, pero se recuperó un instante después, casi sin aliento. A su alrededor se oía el crujido de las hojas de los árboles, muchas de las cuales caían y flotaban hasta alcanzar el suelo. La superficie de la charca estaba agitada, como el agua de una cazuela puesta a hervir.
Dos segundos más tarde cesó el temblor. Bajo sus pies, el suelo se estabilizó. Dirigió la mirada hacia la charca, donde pequeñas olas besaban la orilla. Uno de los troncos emblanquecidos que se encontraba en el medio del agua cayó lentamente, provocando una pequeña salpicadura.
Su cabeza continuó dándole vueltas en desconcierto. «No ha sido un terremoto -concluyó-, sólo un temblor». Hacía mucho tiempo que no había sentido uno tan intenso, al menos no desde el primer año después de mudarse a California. El Cazador titubeó durante unos instantes; después, por fin, continuó avanzando a través de las profundidades del bosque.
No obstante, tras rastrear un rato, empezó a sentirse de un modo bastante raro, incluso inquieto. Algo había cambiado, pero no sabía qué. Era como si ya… no reconociera este lugar; no reconocía ese grupo de árboles a su izquierda o aquéllos más altos, allí delante. Qué extraño, habría jurado que conocía estas tierras palmo a palmo; en el pasado, había venido a explorar estos alrededores todos los días. Justo enfrente oyó fluir el agua de un arroyo, y el murmullo era reconfortante. Si podía oír un arroyo -sabía él-era porque se encontraba muy cerca del centro de la hondonada.
El bosque por el cual avanzaba tenía un aspecto lúgubre, como algo gótico o arcaico. Era obvio que muchas inundaciones repentinas habían dejado su huella sobre la hondonada en su paso por los siglos. Como resultado, los árboles crecían tortuosos y se cruzaban entre sí, formando extraños ángulos contorsionados al brotar de la tierra. Había tantos troncos muertos como vivos; los árboles vivos se enredaban en torno a los muertos, como si tratasen de atraerlos al refugio de los vivos. O tal vez era al revés, y los muertos intentaban asfixiar a los vivos. Si uno fuera a estudiar el bosque bajo la niebla sería capaz de imaginar todo tipo de siluetas o pautas de figuras: espectros vengativos y hechiceros de dedos largos, fantasmas rumiantes y cadáveres torturados.
El Cazador había oído muchas historias acerca de estas tierras, de estos bosques en particular, cuentos de ruidos extraños e ilusiones ópticas. Aunque nunca había experimentado nada así, las historias no se le habían borrado completamente de la mente. Alguna gente del lugar creía que la hondonada estaba embrujada; pero cualquier paisano que quisiera añadirle interés a su terreno -se dijo el Cazador- demostraba dicha tendencia.
De repente distinguió lo que parecía ser un montón de piel rojiza corriendo disparada a través de los matorrales. Pero desapareció inmediatamente, otra vez, en una sección del bosque particularmente densa y oscura. El Cazador gruñó frustrado, ¿por qué no se moría de una vez? A pesar de todo admiraba su tenacidad, su voluntad de vivir. Comenzaba a sentirse fatigado, cada vez más sediento. Quizás sus amigos tenían razón, tal vez era mejor dejarlo escapar; ¿y si la herida no era mortal?, ¿y si la bala lo hubiese atravesado limpiamente y sin dañar ni un solo órgano? Se burló de sí mismo; había visto la herida con sus propios ojos, el lugar donde la bala había penetrado el torso de la bestia. El ciervo iba a morir, solamente era cuestión de tiempo.
Se abrió camino a través de una espesura de ramas que le dejó el rostro lleno de arañazos. El murmullo del arroyo aumentó de volumen. Se sintió animado por ello y se lamió los labios, el agua le llamaba.
Pero entonces se detuvo; un sentimiento nuevo, más insólito todavía, surgió en su pecho. Juraría haber oído el susurro de una brisa, y sin embargo, nada se movió. La neblina continuaba oscureciendo el fondo, el cual tenía una apariencia borrosa a más de diez metros de distancia en cualquier dirección. Se oyó un silbido lúgubre que comenzó a hacerse más fuerte, como una tetera al final de un largo túnel. Varios segundos después, el zumbido fue substituido por algo más extraño todavía -y más espeluznante-; se podían oír susurros entre los árboles, tenues e incomprensibles, como si el bosque estuviera intercambiando secretos. Durante unos instantes casi pareció que se trataba del cántico -lejano y resonante- de una sesión de espiritismo. Sus ojos se concentraron profundamente en la espesura del follaje, tratando de captar cualquier señal de movimiento.
Se volvió rápidamente para mirar hacia atrás, pero no pudo discernir cuál era la fuente del sonido. Las ramas se entrecruzaban a su alrededor, igual que una alambrada. Rayos de luz penetraban el toldo otoñal, como si radiaran de las yemas de los largos dedos de los ángeles del cielo, o de demonios impíos. No le cabía ninguna duda, el sentimiento que percibía a su alrededor no era bendito; un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
—¿Hola? —se dirigió a la neblina casi sin aliento.
De algún modo, su voz redujo las otras al silencio; los susurros cesaron o se alejaron. Trató de seguirlos con los ojos, pero fracasó. El Cazador, cuyo corazón latía con la intensidad de un tambor, tragó saliva exageradamente.
—¿Beaumont? ¿Clacker?
Otra vez no hubo respuesta; tampoco pudo oír más susurros o el ruido del viento. El Cazador se quitó la gorra y usó su manga para limpiarse el sudor de la frente.
Trató una vez más de deshacerse del sentimiento escalofriante que lo embargaba, y continuó hacia adelante, avanzando entre un grupo de ramas cuyas hojas se conservaban verdes todavía. Finalmente, vio el arroyo; una tersa columna de luz iluminaba el agua, como si se tratase de una corriente de joyas. La siguió con los ojos varios metros río arriba hasta que divisó, bajo las ramas tenebrosas de un enorme roble, un lugar donde poder arrodillarse a beber.
Al salir a trompicones de la última maraña de ramas se encontró en un espacio abierto. Tenía la boca tan seca como el carbón. Con el corazón lleno de desasosiego, examinó de nuevo los árboles a su alrededor. Salvo por el arroyo, el bosque guardaba silencio. A sus pies, el agua fluía tan clara como el cristal; sin embargo —a pesar de todo— esperó un buen rato, sintiendo la misma vulnerabilidad y desconfianza que sufren los animales antes de arrodillarse para beber.
¿Pero por qué tenía tanto miedo? Ya no oía susurros, ni había viento. Como un idiota, se había convertido en víctima de su excitable imaginación. Conocía este lugar; sin dudas, había pasado por este mismo sitio en muchas otras ocasiones. Quiso reírse de sí mismo, pero no pudo, algo en su interior le decía que la última serie de ruidos la había provocado él mismo, con el sonido de su voz o el ritmo de su respiración. Se dio cuenta de que la búsqueda del ciervo había llegado a su fin; lo único que deseaba era salir de este bosque.
Depositó una rodilla en el suelo y luego la otra. Después de dejar su rifle sobre unas rocas cubiertas de liquen, metió las manos en la corriente de agua fresca. Una vez que se hubo lavado las palmas se salpicó la cara con el agua, lo cual le hizo volver en sí, le despejó. Cuidadosamente, introdujo sus palmas ahuecadas en el manantial, tratando de usar sus dedos para filtrar cualquier impureza agitada por la corriente. Acto seguido, se dispuso a acercárselas a los labios.
Pero, antes de que el líquido le tocara los labios, sus manos se detuvieron. Algo le salpicó las palmas, mezclándose con el agua cristalina para formar una nube transparente de color rosa. Agrandó los ojos y se quedó sin respiración: ¡sangre! ¡Y había caído desde arriba!
Otra gota salpicó en el agua que contenían sus manos, transformándola en un horroroso color rojo. Arrojó el agua lejos de sí, como si se tratase de veneno o excremento. Con el corazón helado, alzó la cabeza para concentrar la mirada en las ramas del roble. Una nueva gota le salpicó la mejilla; otra, la tela azul de su gorra de No Fear.
Con una expresión estupefacta, el Cazador retrocedió varios pasos aceleradamente; un par de ojos negros sin vida le observaban desde arriba, y un hocico largo y oscuro reveló ser el origen de la sangre.
¡Era el ciervo! ¡Su ciervo! Podía reconocer el lugar donde la bala le había penetrado las costillas. Los restos del animal se hallaban colgados sobre una rama, a poco más de un metro sobre su cabeza. Las patas habían sido atadas con una cuerda de aspecto rudimentario y varios cortes profundos le cubrían el cuerpo, como si alguien hubiese comenzado a arrancarle la piel. Una flecha le sobresalía del cuello… ¡una flecha!
El Cazador comenzó a respirar aceleradamente; su mente era una avalancha de preguntas imposibles. El terror, disparado a través de sus venas como heladas explosiones en serie, se volvió primitivo; pero justo entonces, algo diferente le llamó la atención.
Los susurros habían regresado, más altos, más ininteligibles e indignados. Con ellos llegaron también las sombras. El bosque, en todas direcciones, estaba plagado de sombras, no de cuerpos —no de almas vivas—, sino de espectros indistinguibles con rostros ennegrecidos -manchados de sangre- y ojos blancos y penetrantes. El bosque entero se había convertido en una vorágine de hostilidad y caos.
A su derecha se oyó el eco de una vibración. Al mismo tiempo, sintió un dolor desgarrador en el hombro. Su cuerpo giró violentamente y chocó con el tronco del roble; la gorra de No Fear se cayó al suelo, y el Cazador se derrumbó y se cayó de rodillas: ¡acababan de dispararle! Su mirada se depositó sobre el astil de una flecha que tenía clavada en el hombro derecho. Las plumas eran azules y exóticas, y la madera había sido decorada con rayas de diseños vistosos, como algo de otra era. Se llevó la mano a la espalda y tocó la punta de la flecha que le sobresalía del hombro, tan afilada que se hizo un corte en el dedo. Sintió que una avalancha de pánico le arrebataba los sentidos. Los susurros habían escalado hasta convertirse en chillidos, igual que una bandada de cuervos. Las sombras entre los árboles descendían como lobos sobre él, y alzó el brazo ileso para protegerse la cara. El Cazador gritó.
























