El guerrero de Zarahemla

Capítulo 2


KERRA McCONNELL OBSERVÓ gravemente cómo los empresarios de pompas fúnebres y los  empleados del cementerio descendían el ataúd de su madre hasta su sepultura. Su hermano Brock —que tenía once años— estaba de pie a su lado, con el ceño fruncido y una expresión en el rostro difícil de juzgar. El ataúd era barato, de madera de pino con un acabado de laca: el más barato en la lista de precios. Así eran los funerales que corrían a cuenta del Estado de California.

El señor Paulson, su asistente social, permanecía de pie al otro lado de la tumba rectangular cavada en la tierra. Se trataba de un hombre con aspecto de ratón y gafas gruesas plateadas. Sobre su cabeza había peinado una oscura mata de pelo negro para que cubriera un buen trozo de su reluciente calva. A Kerra no le gustaba el tipo. Peor aún, no confiaba en él. Las vidas de su hermano y ella se encontraban en manos de este hombre, y la idea le daba escalofríos. Sí, ahora eran huérfanos; pero en algún lugar del Universo tenía que existir una idea mejor que la de colocar la suerte de dos personas en manos de un hombre con un perpetuo olor a sudor y a loción Oíd Spice para después del afeitado.

Hacía cuatro días que su madre había fallecido a causa de una sobredosis, lo cual no fue ninguna sorpresa ni para Kerra, ni para su hermano. En sus recuerdos, Delia McConnell siempre había sido una acérrima drogadicta, fumadora y bebedora. Kerra, a sus diecisiete años, había hecho todo cuanto había podido para ayudarla; al menos, tanto como una adolescente era capaz de hacer en dichas circunstancias. Pero al final, sus esfuerzos habían resultado ser inútiles: Brock y ella se hallaban solos en un mundo que intentaba desesperadamente separarlos.

Ahora Kerra se daba cuenta de que solamente se tenían el uno al otro; aunque, en cierto modo, siempre había sido así. Su padre los había abandonado a muy temprana edad —Kerra tenía solamente cinco años por aquel entonces— y su madre había hecho un esfuerzo minúsculo para criarles. Durante la mayor parte del tiempo, Kerra había actuado como si fuese la madre en su familia; se había hecho cargo de Brock, se había hecho cargo de Delia y, del mejor modo posible, se había hecho cargo de sí misma.

A pesar de todo, Kerra se había convertido en una joven de extraordinaria belleza, aunque esa no era la imagen de sí misma que ella veía en el espejo. La verdad era que tampoco pasaba mucho tiempo delante de ningún espejo. Su pelo, rubio y largo, caía sobre sus hombros con una languidez casi poética. Sus ojos eran como el ardiente mar azul, rebosantes de pasión y determinación; aunque, últimamente, esa pasión consistía en una cosa solamente: la supervivencia. En otras circunstancias —circunstancias más normales—, Kerra podría haber sido animadora, delegada de su clase o reina del baile de fin de curso. Pero no tenía tales aspiraciones. Por necesidad, se había convertido en adulto a los cinco años. Cosas que otras jóvenes de diecisiete años consideraban asuntos de vida o muerte, ella las veía como frivolidades y tonterías. Al fin y al cabo, había pasado toda su vida cuidando a su madre y salvando el alma de su hermano.

Según la Oficina de Bienestar y Servicios Familares, Brock era un producto típico de su entorno: enfadado, rebelde y antisocial. La mayoría de la gente opinaba que tenía un futuro bastante negro. Peor aún, Brock sabía lo que pensaban de él sin necesidad de oírlo; lo presentía. Sin embargo, también poseía la desagradable costumbre de escuchar a escondidas. Como nadie esperaba mucho de Brock, la verdad era que él tampoco esperaba mucho de sí mismo y, al igual que Kerra, dedicaba las pasiones de su vida a la supervivencia. Pero al contrario de Kerra, Brock había adoptado sus propios métodos para conseguirla. Con mucho gusto arrebataba, se aprovechaba y manipulaba cada vez que era posible y donde fuese que la oportunidad se presentase. Aunque extraño, su hermana parecía ser la única persona que no le consideraba un parásito, un vagabundo o un futuro enemigo público número uno; pero claro, ¿ella qué sabía?

Últimamente, ambos habían tenido numerosos roces acerca de las horas a las que Brock regresaba a casa, de normas y otras cosas que Brock opinaba que no eran asuntos de su hermana. Prefería la compañía de Spree y de los otros miembros de los Shamans —la banda callejera local que solía pasar el rato en el centro comercial Stonewood y en los callejones de Downey, en California—,

En enero fue arrestado por hacerle un puente a un Lincoln Continental descapotable del 61. En aquella ocasión, su cómplice —que tenía más edad— se había llevado la mayor parte de la culpa; aunque había sido Brock el que, con destreza, había hecho el puente y conducido el coche lejos del lugar del crimen. Su madre, siempre capaz de hacer el papel de madre soltera con los nervios destrozados de preocupación   delante   de   cualquier  espectador,   había convencido a las autoridades de que nunca volvería a suceder. Pero ahora, la policía no le quitaba el ojo de encima al joven Brock McConnell. La verdad era que Kerra era la que realmente había impuesto alguna disciplina en casa, dictando un horario de entrada, instalando un candado en la ventana de su dormitorio para asegurarse de que no saliera por la noche y buscándole, hasta dar con él, cada vez que burlaba las medidas de seguridad. Y eso era justo antes de que su madre comenzase el descenso final al abismo.

Por el bien de los niños, el empresario de pompas fúnebres ofició una especie de funeral, junto a la sepultura, que duró tres minutos y medio. Kerra levantó la cabeza y miró al cielo. Le fastidiaba que hiciera un día tan claro y soleado. Se suponía que los funerales tenían que tener lugar bajo la lluvia, ¿no?, entre paraguas negros, multitudes apretadas y el olor a calles mojadas y a tumbas viejas y húmedas. En vez de eso —y se sintió ofendida por la ironía—hacía un día perfecto para ir a la playa. Este era el día más oscuro de su vida. Era un día cuya llegada había temido durante años; un día que había deseado desesperadamente que no llegara hasta tener la edad requerida para convertirse en la guardiana legal de su hermano Brock.

—Siento lo de su madre —dijo el señor Paulson, casi obligadamente, mientras se dirigían al coche cruzando el césped recién cortado del cementerio.

Trató de parecer sincero, realmente lo intentó; pero a los oídos de Kerra sonaba como una repetición, como otro suceso de un día típico en la vida de un asistente social de California.

—La verdad es que no sé por qué hemos tenido que venir a esta tontería —dijo Brock mientras se subían al Pontiac del 91.

Éstas eran las primeras palabras que había pronunciado Brock en toda la tarde. Kerra, sentada a su lado en el asiento de atrás, trató de tomarle la mano, pero él la apartó.

Una hora después se encontraban en la oficina del señor Paulson. Un hombre y una mujer, a los cuales Kerra no reconocía, se hallaban presentes también. Sin embargo, Kerra supo casi de inmediato cuál era el motivo de su presencia, y sintió que se le oprimía el corazón en el pecho, como una esponja estrujada en un puño. Era obvio que se trataba de una pareja de padres de custodia, a los que el estado recompensaba por su sacrificio en el cuidado de los niños. Aunque les habían informado a Brock y a ella que la pareja estaba en camino, la situación no parecía ser real; nada de lo que había sucedido estos últimos cuatro días parecía ser real.

—Desgraciadamente —comenzó el señor Paulson—, no podemos mantenerlos juntos. En este tipo de situaciones en las que el padre no está presente y no existen otros familiares… —levantó la mirada pensativamente e hizo la misma pregunta que había formulado ya dos veces—. ¿Seguro que no saben dónde puede estar su padre?

Kerra negó impacientemente con un gesto de cabeza.

—No, nos abandonó. Brock ni siquiera se acuerda de él.

El señor Paulson, cansado, se inclinó hacia atrás en el asiento.

—Ya saben que en este tipo de situaciones nuestras opciones son un tanto limitadas. El señor y la señora Fleagle han accedido a alojar a Brock en su casa. En cuanto a ti, Kerra, pronto tendremos…

—No permitiremos que nos separen —dijo Kerra sin rodeos.

El señor Paulson soltó un suspiro y se quitó las gafas, un gesto evidentemente practicado para aparentar compasión.

—Sé cómo se sienten…

—No —respondió Kerra—, no lo sabe.

Puso el brazo sobre los hombros de su hermano y lo acercó a ella.

No permitiremos que nos separen.

La señora Fleagle, una mujer de aspecto austero y dientes torcidos, miró del señor Paulson a Kerra, y de ésta, de nuevo al señor Paulson.

—Me—me temo que no tenemos espacio en casa para un niño y una niña…

—No necesitamos a nadie más —insistió Kerra—. Yo puedo cuidarlo. He sido yo la que lo ha hecho hasta ahora.

—Lo siento, Kerra —dijo el señor Paulson con aire cansado—, pero la ley es bastante clara al respecto. Tú tienes solamente diecisiete años y como el chico ya tiene antecedentes penales…

—Nos mudaremos —replicó secamente—. Encontraré un trabajo… Estaremos bien.

Su voz tenía un toque de desesperación. Brock estudiaba los diseños de las baldosas en el suelo, con los hombros caídos, haciendo todo lo posible por aparentar que no estaba preocupado. Pero a Kerra no la engañaba; el niño estaba aterrado.

El señor Paulson negó con un movimiento de cabeza.

—Ni pensarlo. Tal vez en el futuro podamos hacer unos arreglos más permanentes para que se alojen los dos con la misma familia.

—¿Puede usted garantizar eso? —preguntó Kerra.

El señor Paulson vaciló sólo un instante, pero fue una vacilación letal —pensó Kerra—. Sin embargo, el’asistente social respondió:

—Haremos cuanto sea posible.

Kerra tomó su decisión en ese instante; pero tenía que seguirles el juego, tenía que ganar un poco más de tiempo.

—De acuerdo —dijo con voz derrotada—, pero todavía no ha hecho sus maletas. Todas nuestras cosas se encuentran aún en el apartamento. Déjeme que le ayude a hacer las maletas esta noche. El señor y la señora Fleagle pueden recogerle allí por la mañana.

El señor Fleagle murmuró algo acerca del poco espacio que tenían para más maletas, considerando que ya tenían otros tres niños a su cuidado. Kerra le aseguró que las cosas de Brock no ocuparían mucho espacio. Finalmente, el señor Paulson soltó un suspiro y cedió; incluso ofreció llevarles a casa.

—Pero sólo para recoger sus cosas —añadió rápidamente—. Esta noche dormirán los dos en el centro.

Se volvió hacia los Fleagle:

—Brock estará listo alrededor de las ocho de la mañana.

Una hora después, mientras el sol veraniego se sumergía en el Pacífico, llegaron a su edificio de apartamentos en la calle Stimson. El señor Paulson se había puesto cada vez más nervioso durante el camino. Kerra podría pensar que él estaba acostumbrado a vecindarios de residentes hispanos, negros o pertenecientes a otras minorías; pero lo que ella no sabía era que Carson Paulson había hecho cuanto era posible en su carrera para trabajar desde una oficina, y no en la calle. Al entrar en el estacionamiento, varios individuos con tatuajes les observaron sospechosamente.

—¿Estará seguro el auto si lo estaciono aquí? —les preguntó a los chicos.

Brock replicó sarcásticamente:

—Si yo fuese usted me preocuparía, hay mucha demanda hoy en día de Pontiacs viejos en el mercado.

—Esto puede llevarnos un par de horas —dijo Kerra—. Podemos encontrarnos aquí cuando hayamos acabado.

El señor Paulson miró a su alrededor de nuevo, ojeando el barrio descuidado y los tatuajes.

—No les gustan mucho los extraños —le informó Brock.

El señor Paulson miró su reloj.

—De acuerdo, pero tienen solamente una hora. Estén preparados.

Kerra y Brock se bajaron del coche, y observaron al señor Paulson alejarse. Cuando perdieron el coche de vista, Kerra agarró el brazo de su hermano y tiró de él hacia el apartamento.

—Vamos —dijo ella.

—¿Eh? —dijo Brock, confuso.

—No estés tan sorprendido; nos vamos de aquí.

Brock esperó hasta que estuvieran dentro del apartamento, sacando bolsas de viaje y el baúl de su madre del armario, antes de preguntar lo obvio.

—¿Adonde vamos?

—¿Acaso importa? —dijo Kerra—. Estaremos juntos.

—¿Qué pasa si yo no quiero ir? —dijo Brock—. Todos mis amigos están aquí.

Kerra se dio la vuelta hacia su hermano, con el corazón dividido entre ternura y frustración.

—¿Es que no lo entiendes? En una casa de custodia no los verás de todos modos. Tampoco nos veremos el uno al otro. ¿Quieres que nos separen para siempre?

—No —confesó Brock después de pensar en ello unos instantes.

—¿Quieres que ellos nos impidan estar juntos otra vez algún día?

Sus palabras retumbaron en la mente del niño. Finalmente, sacudió la cabeza y declaró:

—Les odio.

Kerra revolvió en el cajón, al lado del frigorífico, hasta encontrar las llaves del Ford Taurus del 94 de su madre. Delia McConnell debía aún tres mil dólares del préstamo, lo cual era bastante más de lo que valía el coche hoy en día. A pesar de ello, ningún plazo había sido hecho durante varios meses. Pegada en el frigorífico se hallaba una amenaza del banco para embargarlo; pero, aunque había vencido hacía cuatro días, la amenaza no se había llevado a cabo todavía. Kerra depositó la bolsa de viaje sobre los brazos de Brock.

—Llénala —le ordenó.

Arrastrando los pies, Brock siguió el pasillo hasta su habitación. Siguió escuchando a su hermana quejándose en voz alta acerca de cómo serían obligados a vivir en lados opuestos del mundo, cómo a nadie les importaban y cómo tenían que cuidarse el uno al otro, porque «nadie más lo haría por ellos». También mencionó que solamente contaban con ochenta y seis dólares.

Todo esto era demasiado para Brock; y sin embargo, no podía negar que la situación tuviera un cierto elemento ele aventura: Kerra y él, solos contra el mundo. Aunque… ¿no había sido siempre así? Brock sintió un escalofrío —no estaba muy seguro del motivo—, ¿podía ser la posibilidad de perder a su hermana para siempre? Esta era una revelación sorprendente; siempre la había considerado una gran espina en el trasero.

Brock entró en su dormitorio y se detuvo inesperadamente. «Qué extraño», pensó al ver que la ventana de su habitación estaba abierta de par en par. Más extraño aún era que oscilaba ligeramente… y no hacía viento. Entonces vio el candado que su hermana había instalado desde fuera. Había sido cortado.

De repente, sintió una mano sobre la cara, apretando con fuerza contra su boca. Trató de chillar, pero el grito se ahogó en su garganta. Brock se volvió para ver a su agresor e, inmediatamente, sus hombros se relajaron: era Spree, su amigo de dieciocho años y compañero de la misma banda. Tenía un dedo sobre sus labios y le hacía señas, fervientemente, para que no dejara escapar ni un sonido. Spree llevaba puesta su habitual vestimenta de estilo grunge, dos pendientes en cada oreja y otro justo debajo del labio inferior. Alrededor de su frente llevaba atada la cinta roja y negra de su banda: «los Shaman».

Por fin, Spree le quitó la mano de la boca al niño.

—¿Qué estás haciendo aquí? —susurró Brock urgentemente.

—¡Shhh! —dijo Spree, echando una ojeada hacia la puerta para asegurarse de que Kerra seguía en la cocina.

Brock estaba fuera de sí.

—¡Si mi hermana te encuentra aquí se pondrá histérica!

—¡Entonces deja de susurrar tan alto!

Brock reparó en una pequeña bolsa de gimnasia de piel que Spree asía en su mano izquierda. Tenía una cremallera doble en el medio, cerrada con un pequeño candado para asegurarse de que el interior de la bolsa fuera inaccesible. Spree se acercó a la ventana, y con aire nervioso, recorrió la oscuridad con la mirada.

—¿Te has colado en mi habitación? —preguntó Brock sorprendido.

—Tuve que hacerlo —Spree se volvió y dijo solemnemente—. Oye, he oído lo de tu madre. Una lástima, aunque todos sabíamos que sucedería tarde o temprano. ¿Y tú? ¿Cómo estás?

—Bien —dijo Brock con tono evasivo.

A pesar de sus condolencias, Spree parecía distraído por otras cosas; actuaba como si estuviera francamente inquieto. Spree siempre había sido un poco nervioso, pero Brock nunca lo había visto tan alterado como esta noche.

Tras echarle un vistazo al corredor una vez más, Spree se volvió de nuevo hacia Brock y dijo:

—Tú y yo somos hermanos, ¿verdad? ¿Socios?

—Claro, Spree, pero…

—Entonces tengo que pedirte un favor —sus ojos se enfocaron firmemente en los del niño y anunció—. Me voy de los Shaman.

—¿Te vas?

—Dejo la banda. Me salgo de ella, hombre, en busca de otros aires, y necesito que cuides de algo durante un tiempo.

Spree acercó la bolsa hacia delante.

—¿Qué es? —preguntó Brock.

—No importa. Y nada de abrirla para mirar.

—Pero nosotros nos vamos, Spree.

—¿Se van? ¿Adonde?

—No lo sé todavía. Nos vamos de la ciudad, esta misma noche.

Spree reflexionó durante un momento y después declaró:

—Perfecto.

De nuevo dirigió la mirada al otro lado de la puerta, cautelosamente, por si acaso venía Kerra. Entonces asió la bolsa de Brock, y se tomó la libertad de colocar la bolsa de piel —con el pequeño candado— dentro de ella. Spree comenzó a sacar ropa de los cajones de la cómoda de Brock, y a enterrar con ella sus bienes, igual que haría un perro con un hueso.

—Llámame por teléfono a la casa de mi primo cuando llegues a dondequiera que vayas —continuó Spree dándole una pequeña tarjeta con el número en el dorso.

—Pero no sé cuando será —dijo Brock.

—No importa, simplemente llama. ¿Qué te parece si nos montamos un negocio? ¿Tú y yo juntos?

—Sí —dijo Brock con incertidumbre—, claro.

Spree lo agarró por los hombros para zarandearlo, tratando de contagiarle su entusiasmo.

—¡Lo sabía! ¡Somos un equipo! ¿Cuántos coches hemos robado juntos? ¿Diez? ¿Quince?

—Tres —le corrigió Brock.

Spree ignoró su respuesta e indicó la bolsa de viaje y sus bienes enterrados dentro.

—No lo pierdas. Confío en ti. Te quiero, chico, siempre te he querido. Juntos podemos hacer cualquier cosa!

—¿Qué cosa? —preguntó Kerra. La hermana de Brock estaba de pie en mitad de la puerta del dormitorio. Spree y Brock levantaron la cabeza, sobresaltados. Kerra, entró en la habitación despidiendo fuego por los ojos.

—¡Eh, Kerra! —dijo Spree con aire inocente, como si nunca hubiese roto un plato—. Oooh, qué buen aspecto tienes… ¿Pantalones nuevos? Vaya, vaya, vaya…

—¿Cómo has entrado aquí? —demandó Kerra.

—Ehh, pues…

Kerra vio la ventana abierta y el candado roto. Levantó la voz en furia:

—¿Cómo te atreves a colarte en mi casa?

Brock dirigió la mirada rápidamente hacia la bolsa de viaje para asegurarse de que la bolsa de piel de Spree estaba bien escondida.

—Sólo me despedía del chico… —dijo Spree alzando las manos inocentemente.

—¡Fuera! —rugió Kerra. Agarró una vieja raqueta de tenis de la estantería de Brock y la blandió amenazadoramente.

—¡Ya me voy! —dijo Spree dirigiéndose hacia la ventana—. ¡Ya me voy!

—¡AHORA!

Spree vaciló un instante, con una sonrisa torcida en los labios.

—¿Ni siquiera un beso de despedida?

Kerra dio varios pasos hasta donde se encontraba e intentó sacudirle con la raqueta, casi asestándole un golpe en la nariz.

—¡Era una broma! —dijo Spree medio bajando y medio saltando fuera.

Brock corrió hasta la ventana antes de que su amigo se dejase caer.

—Te llamaré.

—¡No! ¡No te llamará! —respondió Kerra gritando—. ¡Fuera de aquí, Spree!

Brock y Spree chocaron los puños de sus manos, el uno sobre el del otro, en un gesto de camaradería.

—Hermanos —dijo Spree— No lo olvides.

Brock asintió.

Kerra apartó a Brock y golpeó con la raqueta en el alféizar de la ventana, atizándole a Spree en los nudillos. Spree se dejó caer el último metro y aterrizó torpemente sobre los setos. La vecina de Kerra y Brock —la señora Dunquist, que tenía ochenta años— sacó la nariz por la ventana de su dormitorio para averiguar de dónde venía el alboroto.

—Una pequeña pelea de enamorados, ya sabe cómo son estas cosas —explicó Spree. Después se volvió de nuevo hacia Kerra—. Me perdonas, ¿a que sí, cariño? ¿Amorcito?

—¡Nunca vuelvas a hablar con mi hermano! —exclamó Kerra despidiendo veneno.

Spree retrocedió, tirándole besos. La ventana de Brock se cerró de golpe. La señora Dunquist, con el ceño fruncido en señal de reproche, desapareció también. Spree se rió una última vez. De pronto, se quedó en silencio y una vez más, nervioso, examinó los oscuros rincones a su alrededor. Por fin, el joven malhechor recogió la cizalla de la hierba, se metió la otra mano en el bolsillo y desapareció rápidamente en la noche.

—Aún no me has dicho adonde vamos —dijo Brock en voz baja.

—No deberías preocuparte por ello —replicó Kerra.

Acarreando un baúl casi tan grande como ella misma, Kerra guió a su hermano a través de las plazas del estacionamiento. Brock también iba cargado, no solamente con la bolsa de viaje, sino con varias carpetas de anillas llenas de cromos de Pokémon y Yu—Gi—Oh. Al igual que Spree, Brock y Kerra sentían recelo de la noche. A Kerra, todo   esto   le   parecía   demasiado   fácil.   No   se   habría

sorprendido si el señor Paulson hubiese saltado de detrás de un coche, iluminándoles la cara con una linterna.

Al llegar a la plaza que había sido asignada al número de su apartamento, se les hundió el alma a los pies: se hallaba vacía; el coche de su madre había desaparecido.

—Te dije que había dejado de pagar los plazos del préstamo del coche —dijo Brock.

—Ya lo sabía —contestó Kerra bruscamente.

—El tipo de embargos se habrá ido contento con su Ford Taurus —añadió Brock.

El peso de la catástrofe cayó con fuerza sobre Kerra.

—¿Qué vamos a hacer? —se preguntó farfullando. No tenía un plan B. ¿Cuál era el plan B?

De repente, su hermano le dio un tirón y se agacharon detrás de una camioneta estacionada en la plaza de al lado. Echaron una ojeada por encima del capó del coche y observaron cómo el Sunbird del señor Paulson bajaba lentamente por el acceso principal del estacionamiento, deteniéndose finalmente junto al andén, a unos veinte metros de distancia.

—Ha llegado temprano —susurró Brock.

Podían ver la silueta del señor Paulson detrás del volante, comprobando la hora en su reloj y mirando ansiosamente hacia el edificio donde tenían su apartamento. Kerra miró hacia atrás, intentando hallar una ruta de escape. No importaba lo que ella y su hermano decidieran hacer al final; ella estaba resuelta a no dejarse atrapar de nuevo por la Oficina de Bienestar y Servicios Familiares de California.

—Vamos —dijo Kerra.

—Espera un momento —dijo Brock sin soltarle la manga.

Observaron cómo el señor Paulson se bajaba del coche, con aire impaciente. En su mano llevaba un trozo de papel en el cual, evidentemente, había escrito el número del apartamento de Kerra y Brock. Nervioso, y tras asegurarse de que la zona se encontraba libre de matones y maleantes, se dirigió hacia las escaleras del edificio.

—Sigúeme —dijo Brock.

Kerra observó a su hermano moverse sigilosamente hasta el otro lado de la camioneta.

—¿Adonde vas? —preguntó.

Pero Brock no le respondió; siguió adelante hasta llegar al coche del señor Paulson. Con reticencia, Kerra levantó el baúl y le siguió. Estuvo a punto de exigir que regresara para poder huir en la dirección contraria, pero su curiosidad pudo más; al menos, hasta el momento en que su hermano introdujo el brazo a través del pequeño espacio abierto en la ventanilla de atrás, y abrió la puerta trasera. Kerra creyó recordar cómo su hermano había bajado la ventanilla antes, casi como si hubiese planeado esto. Si no lo había planeado, al menos lo había esperado.

—¿Qué estás haciendo? —susurró Kerra severamente.

Brock continuó sin apenas detenerse.

—Quieres salir de aquí, ¿no?

Después de colarse en el asiento trasero del Ponliac, Brock trepó torpemente sobre el asiento delantero y se sentó detrás del volante. Kerra lo vio desaparecer al deslizarse hasta el espacio para los pies, que estaba debajo del volante. Dio la vuelta alrededor del coche para poder ver mejor y vio cómo arrancaba parte del panel de plástico. Brock empezó a manipular varios cables justo debajo del cuadro de mandos. Aterrorizada, Kerra miró a su alrededor. Pronto el señor Paulson se daría cuenta de que habían abandonado el apartamento; seguramente regresaría al coche a toda velocidad. El corazón le latía desmesuradamente.

En ese momento oyó que el motor del Pontiac se ponía en marcha. El tubo de escape expulsó una bocanada de humo; ¡su hermano acababa de hacerle un puente al coche del asistente social! Kerra se sintió indecisa. Por un lado quería arrancarle el pelo a Brock, y por otro, darle un beso.

Brock, con una sonrisa de satisfacción en los labios, se inclinó y abrió la puerta del lado del acompañante. Incluso le dio un empujón para abrirla.

—¡Entra! —invitó.

Kerra titubeó un instante y, finalmente, tiró su equipaje en el asiento de atrás. Sin embargo, no estaba dispuesta a subirse en el asiento del pasajero. Tal vez Spree y el resto de la banda de los Shaman le habían enseñado a su hermano cómo puentear un coche con destreza; pero aún así, ella no estaba dispuesta a dejarle conducir. Abrió la puerta del lado del conductor y gritó:

—¡Cambíate de asiento!

Brock obedeció, con una gran sonrisa en los labios.

—Hermanita, no creí que lo llevabas dentro —se rió.

Kerra bajó la ventanilla para tener una mejor vista de la escalera y del corredor a través del cual había desaparecido el señor Paulson. Puso el coche en primera y apretó el acelerador ligeramente.

—¡Pisa a fondo! —dijo Brock—. ¡Hagamos como las abejas y salgamos zumbando de aquí!

—Estamos en el estacionamiento —respondió brusca­mente—, ¿quieres que mate a alguien?

Cuando se acercaron a la entrada del estacionamiento, Kerra vio algo que le hizo hervir la sangre. Se trataba de un coche deportivo negro, un Acura NSX—T. Normalmente, el coche iba sin capota; pero hoy la llevaba subida, de modo que era imposible ver los rostros de sus pasajeros. No obstante, podía sentir las vibraciones de la música rap que emanaban de él, como las pulsaciones del epicentro de un terremoto. Como llevaba su propia ventanilla completamente abierta, Kerra temía que los ocupantes del coche pudieran reconocerla. Sus temores se hicieron realidad cuando el coche, con un movimiento súbito hacia adelante, les bloqueó la salida hacia la calle.

La música cesó, y las puertas del Acura se abrieron de golpe. De su interior salieron los más conocidos miembros de la banda callejera de los Shaman. Eran seis y a la cabeza del grupo, acercándose al Pontiac, se hallaba Torrence Ventura —o «Hitch», como le llamaban todos—. Tenía los hombros anchos y los ojos sin vida de un tiburón. También era el más corpulento de los Shaman, medía casi uno noventa. Kerra estaba segura de que por esa razón le habían nombrado líder; ya que, en el salvaje mundo de las bandas callejeras de Los Angeles, el tamaño era importante, y el que tenía la fuerza siempre tenía la razón. Pero también sospechaba que su papel como líder tenía algo que ver con su implacable crueldad; circulaban rumores horribles acerca de cosas que había hecho, en particular a aquellos que no le mostraban lealtad. ¿Cómo se había mezclado su hermano con ratas de cloaca como éstas?, se lamentó otra vez.

Había sido el ilustre líder de los Shaman durante los últimos dos años, desde el día en que una banda rival había matado a tiros al anterior líder, en Kimberly Park. Algunos sospechaban que Hitch le había pasado información a la otra banda acerca del paradero del líder de los Shaman. Desde aquel día, Hitch transformó a los Shaman en una fuerza considerable: drogas, casa desvalijadas, coches robados… Lo que fuera con tal de que pagara las facturas. Y tenían el poderoso apoyo de la más conocida rama de la mafia rusa en California. Pero esta noche Torrence «Hitch» tenía un problema muy serio.

Se acercó contoneándose hasta la ventanilla de Kerra mientras el resto de sus secuaces rodeaban el Pontiac por cada lado. Llevaba la misma chaqueta de piel negra y gris —que se había convertido en su marca característica— sobre una apretada camiseta que le hacía resaltar los pectorales. Tenía muchos pendientes, igual que Spree. El único pelo visible en su cara era una estrecha raya, deliberadamente afeitada así, que acababa en punta al final de su barbilla. Alrededor de su frente tenía atada la misma cinta roja y negra que llevaba Spree, la misma cinta que llevaba cada Shaman.

Hitch apoyó el brazo en la ventanilla de Kerra.

—Bonito coche —comentó sarcásticamente, echándole un vistazo al Sunbird—, ¿es nuevo?

—Apártate de nuestro camino, Hitch —demandó Kerra.

Hitch fingió sentirse insultado:

—¿Qué mosca te ha picado? Sólo estoy siendo amable… —se dirigió a Brock, en el asiento del acompañante—. ¿Cómo te va, chico?

—Bien, Hitch —dijo Brock con tono respetuoso.

—¿Dónde está tu cinta? —preguntó apuntando a su frente.

—Con el equipaje —replicó Brock.

—Esos son tus colores. Deberías vestirlos con orgullo.

—Mueve tu coche fúnebre, por favor —dijo Kerra.

—¡Ay! ¡Eso duele! —dijo Hitch llevándose la mano al pecho. Le echó un vistazo al asiento trasero—. ¿A qué viene el equipaje? ¿Se van de viaje?

—Siempre y cuando sea lejos de ti —respondió Kerra.

—Oye, lo sentí mucho al oír lo de tu madre —dijo Hitch tratando de sonar sincero, pero fracasando.

Otro joven asintió y añadió:

—Era una buena cliente.

Era el de aspecto más sospechoso del grupo, y Kerra lo conocía únicamente por el nombre de Adder. Un corte de navaja en la cara le había dejado con un ojo vago; Kerra se preguntaba si el ojo era real, aunque tal vez era de cristal. Cuando Adder sonrió abiertamente, Hitch le lanzó una mirada desagradable, como diciendo que el comentario había sido de muy mal gusto.

Pero Hitch tenía algo más en la cabeza. Se inclinó hacia ellos para que los dos pudiesen oír su próxima pregunta:

—¿Han visto a Spree?

Kerra levantó la vista, atrapada momentáneamente en la mirada fija y determinada del líder de la banda. Temía haber vacilado demasiado tiempo, pero Brock declaró:

—No, Hitch.

—¿Seguro? —preguntó Hitch estudiándoles de cerca.

—¿Ha desaparecido? —preguntó Brock con aire inocente.

—Se podría decir así —dijo Hitch—. Necesito hablar con él urgentemente. Muy urgentemente.

La voz de Hitch tenía un cierto matiz venenoso; no obstante, eso no era asunto de Kerra. Detestaba a esta persona y todo lo que ella representaba; los Shaman habían reclutado a su hermano durante su época más vulnerable, prometiéndole lealtad, amistad y un lugar al que podría sentir que pertenecía, todas ellas cosas que Brock ansiaba. Pero antes, Kerra hubiera preferido ver a su hermano en un nido de escorpiones. Sabía que solamente estaban usándolo. Había hecho de centinela, de chico de los recados y a saber de qué más.

Kerra había aguantado suficiente.

—Suelta ya mi puerta, imbécil.

Hitch sonrió abiertamente y se inclinó más cerca dentro del coche.

—Siempre tan antipática… ¿por qué eres tan antipática? Una chica tan linda… Podría hacer cosas por ti. Podrías tener a alguien que te cuidara, que te protegiera…, sobretodo si vas a estar en la calle a estas horas de la noche.

Trató de tocarle la mejilla pero Kerra le apartó la mano violentamente. Los otros Shaman se rieron.

Detrás de ellos, Kerra oyó una voz que gritaba.

—¡EHHH!

En el espejo retrovisor divisó al señor Paulson, corriendo hacia ellos. Kerra decidió que no tenía más opción que apretar el acelerador, y el Pontiac dio una sacudida hacia delante. Hitch y sus compinches retrocedieron cuando ella tiró del volante, tratando de escapar a través del estrecho espacio entre el bordillo del andén y el parachoques delantero del NSX—T de Hitch.

—¡Cuidado con mi coche! —rugió Hileh.

Kerra atravesó el espacio victoriosamente, en cierto modo, deseando haber fracasado y dejado un buen arañazo y una abolladura en la carrocería del Acura; pero la última cosa que necesitaba en estos momentos era provocar la ira de los Shaman y tenerles persiguiéndolos a través de las calles de Los Angeles. El Pontiac pasó por encima de la esquina del bordillo y derrapó al salir a la calle.

Hitch gritó mientras el coche se alejaba:

—¡Si ven a Spree, díganle que estoy buscándolo! ¡Vuelvan pronto!

El señor Paulson se detuvo en medio de los Shaman, furioso y sin aliento.

—¡Me han robado el coche! —dijo enfurecido—. ¿Quién tiene un teléfono? ¿Alguien tiene un…?

Miró los rostros de los pandilleros a su alrededor y se dio cuenta, súbitamente, de que el robo de su coche era el menor de sus problemas. Oyó risitas procedentes de varios de ellos, mientras otros parecían estar formando un círculo a su alrededor.

—Bonitos zapatos —dijo Adder—. Ojalá pudiera echarle mano a un par de zapatos como esos.

—Sus pantalones no están mal —dijo otro.

El señor Paulson tragó saliva.

→ Capítulo 3

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