El guerrero de Zarahemla

Capítulo 3


EL DESIERTO DE CALIFORNIA era un lugar solitario, especialmente durante la noche. Tal vez era simplemente el paisaje desde la autopista 1—15; tal vez —pensó Kerra—, más allá de las llanuras desecadas y de las mesetas quemadas por el sol, había ricos oasis verdes y frescas corrientes de agua. La experiencia le había enseñado que las carreteras estatales podían crear ese tipo de ilusión; ¿quién querría construir una autopista a través de las tierras más hermosas? Tendría más sentido construirla a través de los campos más feos y de aspecto más áspero y escabroso, para que el paisaje se conservara puro y limpio. Kerra estaba segura de que solamente se podía acceder a los lugares más hermosos del mundo a través de carreteras de dos direcciones —carreteras de dos direcciones o senderos hechos por excursionistas—.

Hoy intentaría encontrar uno de esos oasis privados, saldría en busca de un lugar que no había visto en una docena de años; por lo menos, desde que tenía cinco o seis anos. Encontraría el camino de memoria. Lo único de lo que estaba segura era de que se hallaba a muy corta distancia de una fea y ordinaria carretera interestatal.

Brock no se había sentido nunca tan abatido. ¿Hablaba su hermana en serio? ¿Realmente estaba planeando no regresar jamás? Todo esto era tan deprimente… Si se quedaban, les separarían —tal vez para siempre—, pero al marcharse, Brock se estaba despidiendo del único lugar sobre la Tierra que había conocido. Era como un horrible videojuego en el que cualquier camino que eliges te lleva hasta tu destrucción final.

—¿Vas a decírmelo ahora? —preguntó Brock. La verdad era que no esperaba que su hermana le contestara; se había pasado las tres últimas horas evitando la pregunta, probablemente con la esperanza de que se quedara dormido, pero Brock se sentía más despierto que nunca.

Se sorprendió cuando ella respondió:

—Utah.

—¿Utah? —repitió Brock sorprendido—. ¿Qué puede haber en Utah?

—Familia.

—Pero tú siempre has dicho que no teníamos más familia —dijo Brock arqueando las cejas.

—Y no la tenemos —dijo Kerra—, al menos no de verdad. Estos parientes son… son del lado de la familia de nuestro padre.

Ahora sí que Brock se había quedado pasmado.

—¿De nuestro padre?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo hace que…?

Kerra no le dejó terminar la pregunta.

—No les he visto desde que tenía cinco o seis años.

—¿Hablas en serio? Entonces, ¡por qué demon…!

—¡Cuidado con ese lenguaje! —le regañó Kerra—. Vamos solamente de visita, no es un arreglo permanente. Tal vez incluso nos ayuden.

—¿Ayudarnos? ¿Cómo? Ni siquiera he oído hablar de esta gente. ¿Por qué nunca hemos vuelto para que pudiese conocerles?

—Esa fue la decisión de mamá. No le gustaban mucho: son mormones.

—¿Eh?

—¿Nunca has oído hablar de los mormones? —preguntó Kerra.

—La verdad es que no. ¿Son como los gitanos?, ¿o como esos tipos que se afeitan la cabeza y se sientan así? —demostró cruzando las piernas sobre el asiento, juntando las palmas delante de su rostro y haciendo el sonido «ommwrn…»

—Creo que no, pero son raros en otros sentidos. ¿Nunca has visto a esos tipos que van en bicicleta con camisa blanca y corbata cuando hace cuarenta grados?

—Sí, me parece que sí.

—Pues la cosa se pone peor. Tienen prohibido comer un día al mes, no fuman ni beben cerveza o café y siempre están orando.

—¿Y recuerdas todo esto desde que tenías cinco años?

—Con toda claridad.

—¿Qué más hacen que sea raro? ¿Pueden comer carne?

—Problablemente no, al menos no jamón o mortadela. También tienes que llevar contigo, a donde quiera que vayas, provisiones de comida para un año.

—¿Incluso a la escuela?

—No, tonto —replicó Kerra, poniendo los ojos en blanco—. A la escuela creo que sólo tienen que llevar un kit de supervivencia de setenta y dos horas. Creen que el fin del mundo puede suceder en cualquier momento. Y no digas groserías delante de ellos. Creen que irás derecho al infierno si las dices.

—Vaya —dijo Brock— ¿Derecho?

—Como en el Monopoly, «sin pasar por la casilla de salida y sin cobrar doscientos dólares». Mamá solía decir que tienen más modos de ir al infierno que cualquier otra persona sobre la faz de la Tierra.

—Una familia divertida —dijo Brock sarcásticamente, con falta de entusiasmo—. Hurra.

—En estos momentos son los únicos parientes que tenemos —dijo Kerra—, y nuestra única esperanza hasta que se me ocurra qué es lo que vamos a hacer. No quiero que te burles de ellos.

—¿Yo? —dijo Brock inocentemente—. ¿Qué te hace pensar que haría algo así?

—Ya… me pregunto qué —dijo Kerra, dirigiéndole una sonrisa.

Veinte kilómetros más allá de Barstow, Kerra sintió que se le empezaban a cerrar los ojos. Brock y ella encontraron un área de descanso, y pasaron toda la noche intentando dormir con el ruido constante de las idas y venidas de los camioneros que paraban para usar el lavabo. Kerra trató de echar una cabezada con un ojo abierto, temiendo que algún perverso viajero intentara meterse en el coche, o que un policía patrullero se detuviera para comprobar la matrícula del auto. Seguro que el señor Paulson ya había denunciado el robo de su coche.

Pero a pesar de sus esfuerzos, Kerra pronto se quedó dormida profundamente, y en medio de todo ello, comenzó a soñar.

Vio un bosque muy verde, lleno de hojas, y el sol radiante infiltrándose a través de las ramas. La luz del sol iluminaba el rostro de una niña pequeña, de quizás cuatro o cinco años, que llevaba un vestido de verano de color rojo. Llevaba flores silvestres sobre su cascada de pelo rubio; sus ojos eran listos y viváceos y, mientras jugaba entre los árboles a los bordes de un pequeño claro, se oía el eco de una risa a su alrededor. No toda la risa emanaba de ella; podía oír otra, pero aunque había alguien con ella, Kerra no podía ver el otro rostro de la otra persona.

El sonido de la bocina de un coche la despertó, y alzó la cabeza sobresaltada. Kerra se volvió para ver su origen: alguien en una camioneta haciéndose el gracioso, pidiéndole a su amigo que regresara rápido del lavabo. Ya era por la mañana. Al este, el sol radiaba de color naranja. Kerra le echó un vistazo a su hermano, todavía dormido en el asiento de al lado, abrazando sus carpetas de cromos de Pokémon y Yu—Gi—Oh . Sonrió. Para un niño que había aprendido a puentear coches, Yu—Gi—Oh y Pokémon parecían ser su última conexión a una infancia semi—normal; aunque Kerra tampoco era ninguna experta en lo que se refería a la normalidad. Brock arrancó el coche de nuevo y reanudaron el viaje.

Llegaron a Las Vegas, Nevada, antes del mediodía, donde Kerra compró comida a través de la ventanilla de Caris Jr, Una hora después pasaron a través del Desfiladero del Río Virgen, en el rincón noroeste de Arizona; y, por primera vez desde que dejaron Los Ángeles, Brock apartó los ojos de su colección de cromos para concentrarlos en los altos precipicios rayados que dominaban ambos lados de la autopista.

Kerra rezumaba tensión, como si la sudara. Era un tipo de tensión extraña. Sí, estaba ansiosa por llegar a su destino, y se ponía nerviosa al pensar en cómo reaccionarían sus familiares; pero se trataba de algo más que eso. Había algo más que la inquietaba, pero no estaba segura de qué se trataba. Se sentía como si algo la atrajera a este lugar, aunque eso no tenía mucho sentido. Sus fondos se estaban agotando; si sus parientes mormones no los acogían, no sabría qué hacer. Encontraría un trabajo —supuso—, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa. Ella y Brock podían vivir en  el  coche durante algunos días,  eso no era ningún problema. Pero, sucediera lo que sucediera, volver a California no formaba parte del plan.

Al cruzar la frontera con Utah, Kerra se dio cuenta de que el motor del Pontiac Sunbird hacía un ruido un poco diferente, como si algo estuviese siendo golpeado debajo de la cubierta del motor. «No me falles ahora —susurró para sí, casi como una oración— sólo queda un poquito más».

Dejó atrás las pistas verdes de golf y las casas remilgadas de Saint George, y continuaron durante otros veinticinco kilómetros hasta que vieron la señal de salida hacia una localidad llamada Leeds —población 412—. Era aquí, reconocía el nombre. Cuando torció para tomar la salida, su corazón comenzó a palpitar aceleradamente.

Brock pegó su cara contra la ventanilla del coche. Había oído hablar de pueblos pequeños, como éste. Los había visto en las películas, pero nunca había visitado uno de verdad. Leeds tenía solamente una calle principal, de un kilómetro de largo más o menos, a los lados de la cual se encontraban alineadas deterioradas casas de finales de siglo, hogares modernos de aspecto económico, un edificio grande con el nombre «La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días» y un pequeño restaurante que también hacía las veces de tienda. Ningún centro comercial…, ningún cine…, ninguna sala de juegos…: se hallaban en el medio de la nada. Brock se fijó en un niño, con uniforme de Boy Scout, que incluso estaba ayudando a una viejecita a cruzar la calle.

—No me lo puedo creer —murmuró para sí mismo.

Kerra estaba concentrándose con todas sus fuerzas en esos momentos, siguiendo un recuerdo, una imagen borrosa de su infancia. El ruido procedente del motor del Pontiac era peor que nunca, igual que el estómago de su hermano después de haberse comido una pizza de peperoni entera. Llegaron a un cruce con un camino de tierra y un cartel con letras pintadas a mano que decía: «Instrumentos de Lee a 1200 m». Kerra detuvo el coche.

—¿Seguro que no nos hemos perdido? —preguntó Brock.

—Sí—dijo Kerra nostálgicamente— Es aquí. Estoy segura.

Kerra torció el volante y el coche bajó ruidosamente por el camino, lleno de baches, pasando por delante de un huerto de almendros y cerezos. Finalmente, Brock reparó en el traqueteo del motor.

—¿Le pasa algo al coche? —preguntó.

Kerra no le respondió. «Sólo un poquito más», pensó.

Por fin, llegaron a un destartalado taller de forma octogonal, de paredes encaladas, víctimas del clima, y rodeado de varios objetos propios de un depósito de chatarra: motores de coches, muebles viejos y un buen número de gatos abandonados. Sin embargo, lo más excepcional de todo era, tal vez, un viejo enebro muerto en cuyas ramas colgaban varios objetos. Al principio Brock no pudo distinguir qué era lo que colgaba del árbol, pero después cayó en la cuenta: eran instrumentos musicales, violines, resplandecientes bajo el sol con una nueva capa de barniz del color rojo de la sangre.

Brock se volvió hacia su hermana y preguntó en un tono medio serio:

—¿Crecen en los árboles?

Kerra sonrió.

—Es el taller de tu abuelo. Hace violines.

—¿Mi abuelo? —repitió Brock, como si la palabra fuese extraña para él, como una frase extranjera que tenía que ser pronunciada cuidadosamente.

Kerra todavía podía recordar los aromas: las dulces y acres fragancias de maderas exóticas y el olor a resina ardiente. Casi podía oír su voz, divagando acerca de cómo recrear el barniz secreto de Antón… Antoni… Antoni Stradman o algo así. Era gracioso cómo podía recordar la voz del anciano, e incluso casi evocar el nombre del viejo fabricante de violines al que tanto se esforzaba en emular; y sin embargo, casi no podía recordar el rostro de su abuelo.

Kerra no se detuvo. Continuó conduciendo, dejando atrás el taller, el árbol de los violines y una señal que decía claramente: «Carretera Privada». El camino de tierra descendía hasta llegar a una hondonada de arbolada espesura. Cuando el coche atravesó las garras de las sombras de los árboles, en el corazón de Kerra se despertaron unos sentimientos extraños. La hondonada era un lugar espeluznante y cautivador. Una de las últimas veces que había venido de visita, el bosque se había hallado bajo varios metros de agua; había sido una inundación repentina. Creyó recordar a alguien explicando cómo dichas inundaciones se producían, más o menos, una vez cada diez años; pero que el nivel del agua nunca llegaba a ser lo suficientemente alto como para inundar la finca que rodeaba la casa de sus tíos. Dichas inundaciones habían dejado, a su paso por los siglos, una extraña maraña de árboles vivos y muertos, muchos de ellos creciendo tortuosos, en extrañas direcciones, y todos ellos compitiendo violentamente por la luz del sol. Hoy en día, la zona estaba descontroladamente cubierta de maleza: arbustos, flores de damas de noche, cardos y mezquite espinoso, junto a florecientes secciones de hierba mansa, de un follaje verde y carmesí, que conferían al suelo del bosque un carácter un tanto subtropical. A lo largo de los precipicios rojos, a su izquierda, crecían uvas silvestres que habían sido plantadas originalmente —¡no podía creer que aún recordaba esto!— por exploradores españoles hacía trescientos años. Kerra condujo muy despacio, observando fijamente el enredo de ramas y maleza.

En su interior, Kerra se sentía casi entusiasmada. Cuando era pequeña, sus primos solían contarle que el bosque estaba embrujado, lleno de voces y de sombras misteriosas; pero Kerra nunca había tenido miedo, ni siquiera cuando vino aquí por primera vez a los tres o cuatro años de edad. De hecho, tenía el vivido sentimiento de que éste era uno de sus lugares favoritos en todo el mundo, pero… ¿por qué? No era más que una maraña de maleza. Era extraño… Sin embargo, se sintió cómo si estuviese deslizándose hasta caer en una especie de trance eufórico, mientras sus ojos se esforzaban por examinar los oscuros rincones de ese misterioso bosque. Entonces, de repente, detuvo el coche.

—¿Qué pasa? —preguntó Brock.

—Creo… que he visto algo —dijo Kerra.

Brock la observó durante unos instantes.

—¿Que has visto qué? —dijo con su mirada fija en los árboles.

Comenzó a decir algo acerca de que Bigfoot se hallaba en California, no en Utah; pero antes de haber terminado la oración, un golpe tremendo sacudió el coche: ¡algo se había caído encima del capó del Pontiac! Unos ojos los miraban fijamente desde el otro lado del parabrisas. ¡Era una persona! ¡Un niño! ¡Un niño pequeño se había caído de la rama sobresaliente de un árbol, y aterrizado directamente sobre su capó!

El niño, de siete u ocho años, continuó mirándoles boquiabierto durante unos instantes; después se bajó apresuradamente del capó y se fue corriendo a través del sendero arbolado hacia una casa de campo medio escondida, gritando:

—¡Hay alguien aquí! ¡Hay alguien aquí!

Kerra, cuyo corazón aún estaba recuperándose del susto, apretó el acelerador y siguió adelante. Brock se dio cuenta de que salía humo por debajo de la cubierta del motor, pero no dijo nada; su mente estaba concentrada en muchas otras cosas que había a su alrededor.

La casa era una mezcla extravagante de arquitectura colonial y victoriana, con un porche que la rodeaba y un alero igual que los de las casas hechas de dulces y golosinas. A juzgar por su aspecto, varias secciones estaban todavía por terminar, aunque Kerra sabía que la casa había estado aquí al menos trece o catorce años. Algunos de los pilares del porche habían sido solamente pintados a medias; láminas de tabiques se encontraban todavía apoyadas contra la baranda, junto a otros materiales de construcción, todos ellos cubiertos por una década de hojas muertas. El esqueleto oxidado de un viejo Cadillac descansaba sobre las malas hierbas, más allá del camino de entrada. Otras máquinas anticuadas estaban esparcidas por todos lados, algunas aparentemente en buenas condiciones, y algunas no: partes de motocicletas, maquinaria para granjas e incluso una vieja y oxidada retro—excavadora, la cual —recordaba Kerra— había sido usada para hacer retroceder la colina que se levantaba bruscamente detrás de la casa. Parecía que no había sido usada desde entonces.

Había evidencia de la presencia de niños por todas partes en la parte delantera de la casa: muñecas, discos voladores, camiones de juguete… y una cama elástica vieja y gastada. Estacionaron el Pontiac al lado de un furgoneta familiar Maxiwagon, mientras el niño que había aterrizado sobre su capó desaparecía a través de unas grandes puertas de doble hoja que daban al camino de entrada. La cortina en una de las ventanas del primer piso se cerró de golpe. En un garaje separado de la parte principal de la casa, dos chicos adolescentes en buzos grasientos —y trabajando inclinados sobre el motor de un coche viejo— levantaron la cabeza. Brock reconoció el modelo del coche: un Mustang del 60. Había robado uno idéntico el invierno pasado.

Antes de que Kerra apagara el motor del coche, el Pontiac dejó escapar algo parecido a un último grito ahogado, petardeó y se paró. El humo que salía por debajo de la cubierta del motor se hizo denso y negro. Kerra y Brock vacilaron unos instantes; pero finalmente, Kerra le dio al tirador para abrir el capó y le hizo una seña a su hermano para que la siguiera. Abrieron las puertas y se acercaron a la parte delantera del coche. Kerra abrió el capó y lo levantó; una bocanada de humo de olor pestilente, como una nube nuclear en forma de champiñón, salió expulsada. Kerra estornudó una o dos veces mientras su hermano trataba de disipar el humo con los brazos—, pero inmediatamente después, dirigieron su atención hacia las puertas con mosquiteras a lo largo del lado sur del porche.

A través de ellas apareció una mujer de mediana edad, ojos severos, moderadamente regordeta y con el cabello de un brillante color rojo. Se estaba limpiando las manos en su delantal, observando a los extraños y al coche —que seguía despidiendo humo— con bastante curiosidad. Detrás de la mujer, Kerra advirtió la presencia de varios niños de diferentes edades; otros más pequeños tenían las caras pegadas contra una ventana que estaba justo a la derecha de la puerta.

—¡Cielos! —exclamó la mujer—. ¿Se han perdido, niños? ¿Puedo ayudarles en algo?

Kerra continuó estudiando fijamente a la mujer, hasta que reconoció quién era.

—Hola, tía Corinne —dijo tímidamente.

La mujer dejó de limpiarse las manos. Les miró con los ojos entrecerrados, como si tratase de estudiar cada línea y curva de los rostros de Kerra y Brock. Abrió la boca un poco, como si se dispusiera a decir algo, pero pareció cambiar de opinión inmediatamente, y terminó por no decir nada.

—Soy Kerra —confesó—. Creo que… soy tu sobrina.

La mujer se quedó con la boca abierta una vez más, pero esta vez con una expresión muy diferente; sus ojos se llenaron de asombro.

—¡Kerra! —declaró medio susurrando—. ¡Cielo Santo! ¡CIELO SANTO!

Con los ojos llenos de lágrimas, la mujer bajó del porche prácticamente volando, y rodeó a Kerra con sus brazos. Kerra no se había dado cuenta al principio, pero sus ojos estaban húmedos también. Eran lágrimas de alivio en su mayor parte, aunque tal vez lloraba también por esa esperanza secreta que había alimentado en su corazón durante doce años, y que acababa de hacerse realidad. Su madre le había dicho que nunca serían bienvenidos de nuevo aquí; pero no era cierto. Su madre había estado equivocada.

Algunos de los niños comenzaron a emerger de la casa también. Los dos chicos del garaje observaron la escena, con su mirada fija todavía sobre la belleza de pelo rubio y ardientes ojos azules.

Uno de ellos le dijo en voz baja al otro:

—¿Ha dicho que era mi prima?

—Sí —dijo su compañero con una sonrisa de satisfacción—. Lo siento por ti.

→ Capítulo 4

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