Capítulo 4
NO PUEDO CREERLO! —declaró Corinne con los brazos alrededor de Kerra y de su hermano, mientras les guiaba, y prácticamcnlc les acarreaba, dentro de la casa.
—Oh, ¡nunca lo habría imaginado! Kerra, te has puesto tan bonita…. ¡Y tú! —se referió a Brock— No te he visto desde que eras un bebé en la barriga de tu mamá.
—¿Seguro que no te molesta que lleguemos sin avisar? —preguntó Kerra otra vez.
—No digas ridiculeces —dijo Corinne—. No te he visto en doce años, ¿cómo se te ocurre pensar que necesitas una invitación?
Brock, que todavía no había dicho ni una sola palabra, oyó sin querer lo que decían las dos niñas que les miraban desde el pie de las escaleras.
—Su ropa huele mal —susurró una.
—Sólo es humo —replicó la otra—, igual que la gente en Las Vegas.
Había por lo menos ocho niños en el hogar de los Whitman, desde los dos hasta los dieciocho años de edad.
Kerra solamente podía recordar a tres niñs viviendo aquí
cuando era pequeña. Se acordaba del myor, llamado Skyler. También se acordaba de la hermana mayor, la cual era algunos meses más joven que ella misma y que —recordaba
tiernamente— había sido su mejor amiga. Su nombre era
Natasha. Había otra niña que se llamaba Sherllyn. Kerra vio a dos adolescentes de pelo castaño rojizo que podían ser ellas,
pero hasta que fuesen presentada de nuevoevo no podía estar
segura de quién era quién.
Kerra había pasado las últimas diez horas contemplando
cuidadosamente cuál sería el mejor modo de plantearse este
encuentro con sus parientes. Considerando lodo lo que había sucedido en las últimas veinticuatro horas, era evidente que se trataba de un asunto delicado; estaba abundantemente claro que la única solución era mentir. Más tarde, cuando estaban todos sentados el el salón, Kerra explicó:
—Mamá acaba de conseguir un trabajo nuevo en Florida, y Brock y yo nos dirigimos hacia allí para reunimos con ella.
—¿Están viajando solos? —pregunto Corinne con el ceño fruncido.
—Claro —dijo Kerra, resuelta a no romper el contacto visual; aunque se temía que ya había apartado la vista más de una vez.
Era posible que la tía Corinne sospechase algo, pero no parecía estar interesada en hacer averiguaciones. A través de la ventana vio que el Pontiac seguía emitiendo un poco de humo por debajo de la cubierta del motor.
—Parece que se van a retrasar algunos días. Haré que Skyler le eche un vistazo; se da mucha maña con los coches y motores. ¿Cuándo los espera su madre?
—Dentro de algunas semanas —dijo Kerra.
Al ver el modo en que se les abrieron los ojos a su tía y a sus primos, Kerra se dio cuenta de que habría sido mejor darles un período de tiempo más corto, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
De nuevo, Corinne pareció quitarle importancia al asunto.
—Bueno, esta noche se quedan aquí. Skyler, Teáncum, ayúdenles a traer su equipaje dentro.
El chico mayor y otro, con brillante pelo rubio y pecas, asintieron y se dirigieron a la puerta. Brock se retorció nervioso; pensó en la bolsa de piel que se encontraba dentro de la suya de viaje. Aunque era impensable que alguien pudiese vaciar su bolsa y encontrar la otra, no pudo evitar sentirse nervioso. Finalmente, se levantó y les siguió.
Por fin, una de las muchachas de pelo castaño se presentó a sí misma. Era bonita, aunque más baja en estatura y no tan impresionantemente hermosa como Kerra. Sobre su pequeña nariz llevaba gafas de fina montura.
—Kerra, ¿te acuerdas de mí? ¿Natasha?
—Sí, me acuerdo de ti —sonrió Kerra resplandecientemente.
Otra joven, de aproximadamente catorce años y un aire definitivamente poco femenino, fue la siguiente en hablar:
—¿Y de mí? ¿Sherilyn?
—Sherilyn —repitió Kerra cariñosamente—, la última vez que te vi tenías solamente tres años.
Los otros niños se acercaron también, como si las acciones de Natasha y Sherilyn hubiesen confirmado que no había nada que temer.
—Bueno, vamos, no la apretujen todos al mismo tiempo —dijo Corinne—. Niñas, enséñenle la habitación en la que va a dormir. Brock puede quedarse en el dormitorio de Teáncum, puede dormir en la litera de abajo. Colter, tú puedes dormir en tu vieja cama en la habitación del bebé.
—Ayyy —protestó el niño, de siete u ocho años, que se había caído del árbol encima del capó del Pontiac.
Corinne no pudo resistirse y abrazó a Kerra una vez más.
—Estoy tan contenta de tenerlos aquí… —dijo, y agarró unas llaves que estaban sobre la mesa—. Voy a buscar a su tío al huerto de árboles frutales. Sherilyn, usa un palillo para comprobar si el pan de plátano que está en el horno ya está hecho. Tessa, Saríah… saquen a estos gatos de aquí.
Ésa era otra cosa que Kerra recordaba, el hogar de los Whitman siempre había estado lleno de gatos. En esos instantes había un gato común, de colores brillantes, lamiendo un plato sucio sobre la encimera de la cocina.
Los recuerdos, como las hojas de otoño, formaron un remolino en la mente de Kerra. Tantas cosas vistas, tantos sonidos y olores… El poste de bomberos seguía allí; se deslizaba desde un pasillo en el primer piso hasta el centro del salón. El poste había sido el orgullo y la alegría de su tío Drew, el cual lo había instalado hacía tiempo —cuando construyó la casa— antes de que Kerra hubiese nacido. El aroma embriagador del pan de plátano cociéndose en el horno se mezclaba con los otros olores que llegaban desde la cocina. Sobre el sofá seguía colgada imperiosamente la misma foto enorme del Templo de Saint George. En aquella época Kerra había imaginado que se trataba del castillo de un príncipe rico y misterioso. Incluso los chillidos de protesta de la niña de dos años, con la cual Corinne estaba saliendo por la puerta principal, parecían sorprendentemente familiares. Cuando Kerra tenía cinco años, esos chillidos habían salido de Sherilyn; ahora venían de Bernadette. Después fue presentada a los más pequeños: a Colter, de nueve años; a Tessa, de siete, y a una niña de cinco años llamada Saríah.
Aún así, Kerra se sentía inquieta, casi como una intrusa. Algunos de los recuerdos asociados con este lugar eran tristes y oscuros. Fue aquí —en este mismo salón— donde le dijeron que sus padres iban a divorciarse. Había pasado casi todo el verano con los Whitman, mientras su madre y su padre peleaban y discutían acerca de la custodia de los niños, del dinero y de todas esas cosas sobre las que los padres divorciados pelean y discuten. Había estado viviendo aquí también cuando su padre se marchó de su vida para siempre. Incluso podía identificar el asiento de respaldo reclinable en el que se había sentado cuando su madre le dijo que su papá se había ido. Delia le había explicado que su padre se había marchado en busca de otra vida diferente: una vida sin los problemas y las complicaciones de una familia. Pero entonces Kerra había tenido sólo cinco años, había sido demasiado pequeña para comprender, demasiado pequeña para darse cuenta de lo mucho que su mundo acababa de cambiar. Aquella había sido también la última vez que había visto a sus tíos y a sus primos.
Estaba sorprendida por lo mucho que recordaba de las imágenes y los sucesos de aquel verano. Los recuerdos de la primera infancia de los seres humanos no eran normalmente tan vividos, ¿verdad? Pero claro, ¿cuántas personas han tenido su vida alterada irrevocablemente a la edad de cinco años? Éste era el motivo —pensó— por el cual recordaba con claridad tantos detalles.
Kerra miró hacia fuera y vio a Brock, a Teáncum y a algunos de sus otros primos descargando el equipaje del Sunbird —el pobre coche estaba ya en pleno «estado de coma»—. La tía Corinne se fue al volante de su furgoneta familiar Maxiwagon. Teáncum le ofreció ayuda a Brock para llevar su bolsa de viaje, pero Brock insistió en llevarla él mismo. Kerra oyó cómo Teáncum le preguntaba entusiasmadamente acerca de las carpetas de Yu—Gi—Oh que tenía bajo el brazo. Sonrió; al menos los dos niños tendrían algo en común.
Natasha guió a Kerra escaleras arriba hasta su dormitorio. Skyler apareció en la puerta justo detrás de ellas, vestido con su buzo cubierto de manchas de grasa y cargando el enorme baúl de Kerra.
Sonrió torpemente y le preguntó a Kerra, casi sin aliento:
—¿Dónde quieres que lo ponga?
Natasha contestó por su prima:
—Allí mismo. Kerra puede dormir en mi cama.
—Te has hecho muy alto —le dijo Kerra a Skyler.
—Sí, tú también —Skyler titubeó durante unos instantes, buscando algo más que decir, pero se conformó explicando—. Mi amigo Orlan quiere conocerte. Es el que, eh…, estaba conmigo en el garaje
—¡Ahora no! —dijo Natasha.
Empezó a cerrarle la puerta a Skyler en las narices, pero no antes de que Sherilyn se colara en la habitación con ellas.
—¿Recibiste mis cartas? —le preguntó Natasha a Kerra.
—¿Cartas? —repitió Kerra.
—Te escribí por lo menos diez veces cuando tenía siete u ocho años, pero nunca respondiste a ninguna de mis cartas.
—Lo siento —dijo Kerra—, nunca recibí ninguna.
Natasha asintió, como si esto confirmara una vieja sospecha.
—Mi madre dijo que, seguramente, eso era lo que había pasado; dijo que no le caíamos bien a tu madre. Oh, ¡te he echado tanto de menos! ¡Madre mía, Kerra! Eres tan hermosa… Siempre fuiste así de hermosa.
Kerra apartó la mirada y respondió modestamente:
—No es cierto.
—¡Ni se te ocurra negarlo! —dijo Natasha—. Apuesto a que tienes cientos de novios.
—No, no tengo ninguno —dijo Kerra.
Natasha se sentó en la cama dando unas palmaditas sobre la manta para que Kerra se sentase a su lado.
—Cuéntanos todo lo que sepas acerca de California. ¿Has ido a Disneylandia?
—Sí, yo…
—¿Has nadado en el océano? —preguntó Sherilyn.
—Las preguntas las hago yo —dijo Natasha bruscamente. Se dirigió de nuevo a Kerra— ¿Conoces a alguna estrella de cine?
Kerra se sentó sobre la cama, un poco abrumada.
—Sí, he nadado en el océano, y no, no conozco a ninguna estrella de cine.
—¿Hablas en serio? —dijo Sherilyn— ¿Ni siquiera has visto una?
—Me temo que no.
—¿Todavía hablas con «el Donny—Kid»? —fue la siguiente pregunta de Natasha.
A Kerra se le borró la sonrisa de la cara.
—¿Con quién?
—Con «el Donny—Kid». ¿No te acuerdas? Cuando eras pequeña solías pasar horas hablando con «el Donny—Kid», tu amigo imaginario. Solías inventarte historias disparatadas acerca de él
Kerra se volvió y abrió su baúl.
—No, ya no lo hago. Eran invenciones mías.
—Mujer, ¡pues claro que eran invenciones tuyas! —dijo Natasha—. Nunca se me ocurrió pensar que te las creías.
—¿«El Donny—Kid»? —repitió Sherilyn—, ¿Quieres decir como «Donny el Niño»? ¿Era un vaquero? —soltó una risita al imaginarse a Donny Osmond con un sombrero de ala ancha y un cinturón con pistolas.
—No, sólo era un niño mágico, ¿verdad que sí, Kerra? —preguntó Natasha.
Kerra seguía sintiéndose incómoda.
—Lo siento —dijo Natasha—, ¿te he avergonzado?
—No, no —dijo Kerra—, es sólo que ha pasado mucho tiempo desde… desde la última vez que pensé en ello. Solía hacer que la gente se enfadara.
El último comentario se quedó corto. Kerra estaba segura de que la gente había pensado que estaba completamente loca. Se había inventado a «Kid—Donny» —o «el Donny—Kid»—poco después de la separación de sus padres. Cada vez que se sentía sola, «Kid—Donny» había sido su compañero de juegos, su protector y su mejor amigo. Kerra nunca había tenido ningún problema distinguiendo entre la realidad y la fantasía, pero la gente a su alrededor no estaba tan segura de ello. Tiempo después, cuando su madre la amenazó con mandarla a un psiquiatra, Kerra, sin demora, dejó a su amigo imaginario en un rincón de la memoria y nunca volvió a fantasear otra vez.
—A mí me parecía maravilloso, de todos modos —persistió Natasha—. Me inspiró en la creación de mi propio amigo imaginario: le llamé Rey Cory.
—Uy —dijo Sherilyn con Una sonrisa de complicidad—. ¿Como Cory Miner?
—No, idiota —dijo Natasha—. No tenía nada que ver con Cory Miner. Cory es un asqueroso. De todos modos, quería que mi amigo imaginario me protegiera, igual que a ti el tuyo; aunque nunca funcionó, porque no dejé de tener miedo… Supongo que no era tan creativa como tú.
—¿Tenías miedo? ¿De qué? —se preguntó Kerra.
—De lo de siempre: roperos oscuros, ruidos durante la noche,…
—Los Silbadores…—añadió Sherilyn.
Kerra se quedó de una pieza.
—¿Silbadores?
—No tienes ni idea de lo que estás diciendo, Sherilyn. No has oído a un Silbador en toda tu vida —dijo Natasha riñéndole a su hermana.
—Sí que lo he oído.
—Está mintiendo —dijo Natasha—. Nadie los ha oído desde hace prácticamente una eternidad.
De repente, Kerra recordó algo.
—Ahora me acuerdo. ¡Los Silbadores! —se levantó y caminó distraídamente hasta la ventana, que daba al bosque—. Vaya, ha pasado tanto tiempo. ¿De verdad que ya no se oyen?
—Sí —dijo Natasha—. No se oyen desde que yo era muy pequeña. A mamá no le gusta que hablemos de cosas así; dice que asustamos a los más pequeños. En cualquier caso, solía decir que se trataba solamente del viento que soplaba a través de la hondonada, como a través de los agujeros de una flauta.
—¿Por qué cesó?
—Nadie lo sabe —contestó Natasha encogiéndose de hombros.
—¿Lo has oído tú alguna vez? —preguntó Sherilyn.
—Sí —dijo Kerra pensativamente—. Cr—creo que sí.
Era un recuerdo vago, pero Kerra creyó recordar… algo. Era curioso, pero no recordaba que estuviese asociado con el viento.
—¿A qué sonaba?
—¿No acabas de decir que lo has oído? —cuestionó Natasha.
—Lo hice —dijo Sherilyn—. Sólo quería saber si habíamos oído la misma cosa.
Kerra intentó recordar.
—Era como… —Natasha y Sherilyn esperaron. Kerra acabó rindiéndose y negó con un movimiento de cabeza— No sé.
—Está bien —dijo Natasha—. Yo tampoco me acuerdo.
—¿Qué es lo que oíste tú? —preguntó Kerra volviéndose hacia Sherilyn.
Sherilyn respiró hondo para contestar. De repente, se puso colorada, se dejó caer sobre la cama y, riéndose, se llevó las manos a la cara.
—De acuerdo, lo confieso, Nunca he oído nada.
—Lo sabía —dijo Natasha lanzándole a su hermana una sonrisa de satisfacción.
—Pero el abuelo Lee dice que La hondonada está llena de fantasmas —añadió Sherilyn.
Natasha levantó los brazos de golpe en señal de frustración.
—¡Fantástico! Lleva cinco minutos en casa y ya va a creer que estamos mal de la cabeza.
Kerra sonrió cálidamente. Después dirigió la mirada hacia la hondonada y dijo:
—Solía pasar horas jugando en ese bosque. Tengo la impresión de que todavía puedo recordar cada árbol, cada piedra…
Natasha estaba sorprendida.
—Es increíble, porque por nada del mundo habríamos querido nosotros ir a jugar allí —ansiosa súbitamente por cambiar de tema, preguntó—. ¿Seguro que nunca has visto a ninguna estrella de cine?
Kerra se quedó estudiando ñjamente el oscuro follaje de la arboleda.
Los cromos estaban colocados boca arriba sobre la mesa del comedor. La colección de Brock era mucho más impresionante que la de Teáncum. A pesar de ello, Brock abrió los ojos como platos al ver un cromo, en concreto, en el montoncito de Teáncum.
—¿Tienes un «Exodia»? ¿De dónde lo has sacado?
—Vino en el paquete original —dijo Teáncum—. Mi madre sólo me compró dos.
—¿Dos paquetes? ¿Sólo te compró dos paquetes? ¿Y en uno de ellos venía éste?
—Sí, ¿es valioso?
Brock cerró la boca. Temía que su entusiasmo le hubiese descubierto. Después de recobrarse se encogió de hombros.
—Oh, no… no tan valioso, pero es bastante bueno. Bueno para un principiante, claro. Yo tengo algunos que son mucho más valiosos. Si quieres, más tarde podemos hacer un cambio.
La treta de Brock fue interrumpida cuando la puerta lateral se abrió y la tía Corinne y el tío Drew entraron en casa. Era la primera vez que Brock veía a su tío. La ropa de Drew estaba polvorienta, y su rostro bronceado, como si hubiese estado trabajando mucho en el campo, bajo el sol. Drew Whitman era un hombre flaco y alto, casi demacrado, pero de ojos amistosos y con las manos más grandes que Brock jamás había visto. Brock también advirtió el pequeño hundimiento que tenía en el lado derecho de su frente y, en el centro de ella, una cicatriz en forma de estrella.
Saríah, que tenía cinco años, bajó de, un salto de la silla en la que había estado sentada a la encimera —haciendo migas un trozo de pan de banana fresco— y se lanzó a los brazos de su padre.
—¡Papi! ¡Papi!
—Hola —dijo Drew con un cierto aire de confusión.
Brock observó cómo la pequeña colocaba sus manos sobre las mejillas de su padre, obligándole a mirarla directamente a los ojos.
—Saríah —dijo ella, como si estuviese presentándose a sí misma.
Brock sonrió bobamente, preguntándose si se trataba de un juego. En ese instante la confusión se desvaneció completamente del rostro del hombre, y abrazó a su hija con fuerza.
—|Sariah! ¡Claro! ¡Pequeña mía! ¡Te quiero muchísimo!
—Yo también te quiero. Mucho, mucho, mucho respondió ella.
Cuando la depositó en el suelo, Tessa, de siete años, se acercó a su padre.
—Yo soy Tessa.
—¡Hola, Tessa! —dijo Drew animadamente, acercándola para darle otro emotivo abrazo.
Brock pestañeó, perplejo. Era como si este hombre hubiese estado lejos de su casa durante años, como si acabase de regresar de luchar en alguna guerra lejana. Brock levantó los ojos hacia Corinne, la cual le hizo una señal sutil de asentimiento; actuaba como si quisiese explicarle algo pero no podía, porque no era el momento adecuado. El tío Drew acababa de advertir la presencia de Brock. Corinne le presentó.
—Éste es Brock —dijo.
—¡Brock! —dijo Drew—. ¡Éste es mi chico! ¿Cómo estás?
Brock se puso rígido al recibir también un fuerte abrazo.
Corinne corrigió a su marido:
—No, cariño. Brock es tu sobrino: el hijo de Chris y Delia. ¿Te acuerdas de Delia?, ¿de California?
—Delia… Sí, claro —dijo Drew de forma despistada—. ¿Eso que estoy oliendo es pan de plátano?
Drew se dirigió a la encimera con la intención de reclamar una rodaja de pan, soltando a Brock como si no acabase de cometer ningún error, ninguna metedura de pata. Brock se sentía avergonzado. ¿Qué le sucedía al tipo este? ¿Había confundido a Brock con uno de sus hijos? ¿Es que no podía recordar a sus propios hijos? Incluso más extraño todavía —pensó Brock— era el hecho de que por lo visto él era el único actuando como si algo insólito acabase de suceder. Los otros niños ni siquiera prestaban atención. Teáncum y su hermano de nueve años, Colter, continuaron estudiando la colección de cromos de Brock. La pequeña Tessa estaba explicándole a su madre que la segunda barra de pan de plátano seguía en el horno porque el palillo había «salido manchado de masa».
Kerra apareció al pie de la escalera en el mismo instante en que Natasha y Sherilyn bajaban por el poste de bomberos. Brock, instintivamente, se acercó a su hermana, sintiendo la necesidad de pisar terreno familiar. Kerra notó su expresión desconcertada.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Brock no respondió, sólo apuntó con la barbilla al tío Drew. Natasha y Sherilyn interrumpieron a su padre, con la comida en la boca, para darle un beso en la mejilla y saludarle entusiasmadamente. No se molestaron en presentarse. Drew las abrazó tan entusiasmadamente como lo había hecho con los niños más pequeños. Brock empezó a preguntarse si se estaba imaginando cosas. No sucedía nada extraño, eran todas imaginaciones suyas.
—Kerra está aquí, papá —dijo Natasha.
—¡Vaya! —dijo el tío Drew con una ilusión que comenzaba a parecer un poco mecánica, como si Kerra se tratase de otra persona a la cual debiese recordar pero simplemente no podía. Dio varios pasos hacia ella.
—Hola, Kerra.
—Hola, tío Drew —dijo Kerra.
Mientras los dos se abrazaban, Corinne le explicó a su marido desde atrás:
—Kerra es la hermana de Brock, cariño. Es tu sobrina.
—¡Qué alegría! —dijo Drew—. ¡Bienvenida! ¿Vas a quedarte a cenar?
—Sí —contestó Corinne en su lugar—. Ambos, Brock y Kerra, se van a quedar a cenar. Se quedarán con nosotros un par de días.
—Fantástico, «Mi casa es su casa». Es un dicho muy típico, ¿saben lo que significa?
Kerra asintió, pero Drew contestó de todos modos.
—Significa que se pongan cómodos y que todo lo que es nuestro es suyo; aunque se lo agradecería mucho si no se llevasen nuestra vajilla —dijo guiñándoles un ojo.
Natasha estaba imitando a su padre, moviendo los labios al mismo tiempo que él pronunciaba las palabras; era evidente que se trataba de una broma familiar y algunos de los niños se rieron. Drew intentó hacerse con otro trozo de pan.
Corinne le dio una suave palmada en la mano.
—Ve a tomar una ducha y cuando salgas, la cena estará lista. ¡No hay más pan para ti! Te quitará el apetito.
Drew les dijo a Kerra y a Brock:
—Lleva diciéndome lo mismo desde el día de nuestra boda, hace diez años, y aún no se me ha quitado el apetito —consiguió apoderarse de otro pedazo de pan y se escabulló hacia su dormitorio.
Brock hizo algunos cálculos mentales. ¿Diez años? Estaba claro que la tía Corinne y el tío Drew habían estado casados durante más tiempo. Se inclinó hacia su hermana y le preguntó en un susurro:
—¿Qué es lo que le pasa?
Kerra sacudió la cabeza. Éste no era ni el lugar ni el momento adecuado.
El gran pedazo de jamón curado que descansaba sobre la mesa hizo que se evaporara en la mente de Kerra cualquier mito acerca de los mormones y la carne de cerdo. Sobre la mesa había también puré de papas, guisantes, pepinillos en vinagre, bollos de pan y vasos llenos de leche entera. Kerra y Brock observaron a todos cruzarse de brazos e inclinar la cabeza para bendecir la mesa. Imitaron sus movimientos torpemente, a pesar de que a Brock le costó mucho cerrar los ojos, y acabó por mirarlos a todos varias veces a hurtadillas.
La pequeña Saríah, de cinco años, bendijo la comida, cerrando sus ojos con una fuerza hermética.
—Querido Padre Celestial —comenzó—, te damos gracias por el día de hoy, y por mis gatitos, y por mi caballo, y por mis Barbies…
Tessa —que tenía siete años— decidió que su hermana necesitaba ayuda, y susurró:
—Y bendice la comida…
Saríah levantó los ojos para mirar a su hermana.
—¡Todavía no! —bajó la cabeza de nuevo y continuó—. Y por Brock y… —levantó los ojos otra vez—, ¿cómo se llamaba?
—Kerra —dijeron Corinne y varios de los niños a la vez.
—Y por Kerra. Y esperamos que nos visiten otra vez. Y esperamos ser un buen «ijemplo», como dice mami. Y esperamos que su coche se ponga mejor. Y esperamos que no estén escapando de la ley…
Al oír eso, la tía Corinne y Kerra abrieron los ojos de golpe.
—Y bendice la comida. En el nombre de Jesucristo, Amén.
Después de la oración se estableció un silencio incómodo, aunque sólo duró un segundo. Entonces, la tía Corinne se apresuró en pedirle a alguien que le pasara los pepinillos.
Kerra y Brock contestaron muchas preguntas más acerca de cómo era crecer en California. Corinne también hizo algunas preguntas sobre Delia y la mudanza a Florida. Kerra las contestó tan escuetamente como le fue posible; no le gustaba mentir y estaba segura de que, además, lo hacía bastante mal. Brock se fijó en que el tío Drew actuaba de un modo bastante normal durante la cena, aunque parecía estar más dispuesto a escuchar que a hacer preguntas.
Esa noche, más tarde, Brock y Kerra se encontraron a solas durante un rato en el dormitorio de Teáncum. Finalmente, sentados en la litera inferior, Brock le arrancó a su hermana de la boca la explicación acerca del tío Drew.
—Fue herido —explicó Kerra—. Sucedió el verano en el que nuestros padres se divorciaron. Si la memoria no me falla, tuvo una especie de accidente en un taller de maquinaria. Una barra de metal le golpeó aquí mismo —indicó el mismo lugar en su frente donde se encontraba la cicatriz de Drew—. Creo que dijeron que todavía tiene un trozo dentro.
Brock hizo una mueca de dolor y abrió los ojos como platos.
—¿Dentro de su cerebro? Así que, ¿es como un zombfí
—Claro que no —dijo Kerra—. Aún es el dueño de una arboleda muy grande de almendros y cerezos. Y creo que todavía la dirige él. ¿Acaso parece un zombfi
—No, pero…
—Sólo le afectó la memoria.
—¿Cómo se la afectó?
—No estoy muy segura —dijo Kerra.
—Le afectó a su memoria a corto plazo —dijo una voz desde la puerta: se trataba de Sherilyn. Tenía en su mano un cepillo de dientes con pasta dentífrica a rayas blancas y azules, y había estado escuchando a escondidas. Parecía como si se sintiese orgullosa de poder haber repetido una frase tan sofisticada.
Era obvio, por las expresiones en sus rostros, que Brock y Kerra no entendían. Con mucho gusto, Sherilyn explicó detalladamente:
—Es igual que ese pez en la película «Buscando a Nemo», excepto que en la película no lo explicaron bien. Significa que mi padre puede recordar cosas que sucedieron hace mucho tiempo. Lo único que no puede recordar son cosas que sucedieron ayer, o incluso hace una hora. De hecho, le cuesta recordar todo lo que ha sucedido desde que sufrió el accidente.
—¿Se ha puesto… peor con el paso de los años? —preguntó Kerra.
Sherilyn se encogió de hombros.
—A mí me parece que sigue igual. Al menos a mí me conoce… la mayor parte del tiempo. Se acuerda de Skyler y de Natasha también; pero a los pequeños… tenemos que recordárselos todos los días.
—¿Todos los días? —preguntó Brock con incredulidad.
—Están acostumbrados a ello —dijo Sherilyn un poco a la defensiva—. Todos estamos acostumbrados a ello. Recuerda mejor las cosas cuando se excita por algún motivo. Cuando eso sucede, estoy segura de que puede nombrar la capital de cada estado y a cada presidente de un tirón —vio la expresión en los rostros de Brock y Kerra y añadió sinceramente —. Mi padre quiere a todo el mundo y todos le quieren a él. Abraza a todos cuantos conoce sin importar quienes sean, incluso a extraños. Supongo que tiene miedo de haberles conocido ya y no quiere sufrir vergüenza, Supongo que es gracioso, pero a mí me parece estupendo. Bueno… buenas noches.
Sherilyn empezó a lavarse los dientes mientras se alejaba.
—A mí me parece que es raro —susurró Brock después de asegurarse de que se había ido—. Toda la familia es rara, como la familia Brady después de beber varios millones de litros de cafeína. No puedo aguantarlo; tengo que salir de aquí.
—No te preocupes —dijo Kerra—. No nos quedaremos mucho tiempo.
—Saben que pasa algo —dijo Brock—. Nos delatarán.
—No creo. Además, ahora mismo no podemos marcharnos. No hay ningún otro lugar donde podamos quedarnos.
—Puedo robar otro coche…
—No —dijo Kerra severamente—. ¡No quiero que hagamos algo así nunca más!
—Pero quiero ir a casa —dijo Brock, desolado.
—¿Por qué? —preguntó Kerra—. Ya no nos queda nada. Creía que te estabas llevando bien con Teáncum. Tiene cromos de Yu—Gi—Oh, ¿no?
—Un buen cromo. ¡Esta gente son pueblerinos! No tienen Nintendo, ni Sega. ¿Has visto sus vídeos y DVDs?: Disney, Disney, Disney, Disney… ¡Ahhh! ¡Me están volviendo loco!
Brock se acostó en la cama, entre convulsiones y sacudidas, como si estuviese sufriendo algún tipo de descarga eléctrica.
Kerra lo observó, impasible.
—¿Has acabado?
Brock dejó de convulsionarse, pero replicó:
—No.
Kerra se rió y envolvió a su hermano en un abrazo.
—Estaremos bien. Podemos sobrevivir varios días.
—No, no podemos —dijo Brock.
—Sí, sí podemos —dijo Kerra.
—No, no podemos.
Kerra besó a su hermano en la frente.
—Sí —dijo suavemente—, sí podemos.
Corinne estaba sentada en la hamaca del porche con su esposo. Era una tarde fresca y parecía que la mayoría de los niños se habían ido a la cama. Drew estudiaba la luna, reluciente en el cielo a pesar de que ni siquiera estaba lo suficientemente oscuro para ver la mayor parte de las estrellas.
—Tal vez debería llamar a su madre —dijo Corinne, hablando más consigo misma que con Drew.
—Buena idea —respondió Drew.
Corinne sabía perfectamente que lo más probable era que Drew no supiese de lo que estaba hablando. Sabía que ya había olvidado los nombres de Kerra y Brock, y que tendría que recordárselos mañana; pero así había sido el curso de la vida de Corinne Whitman desde hacía más de una década, y estaba acostumbrada a ello. De hecho, no amaba menos a su marido por ello; incluso le gustaba conversar con él. Sí, era verdad que discutir asuntos del pasado con él podía ser frustrante; y sin embargo, se asombraba a menudo de lo profundos que solían ser sus pequeños consejos y respuestas. A menudo, decía lo que decía por orgullo, sin querer admitir que no entendía completamente; pero había momentos —preciosos, benditos momentos— durante los cuales Corinne estaba convencida de que el Espíritu iluminaba su mente nublada y le guiaba para decir exactamente lo que ella necesitaba oír.
—Dicen que Delia todavía no tiene teléfono en su apartamento en Florida —suspiró Corinne lamentándose—; aunque claro, incluso si fuese posible llamarla…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Drew—. ¿Por qué no podrías?
Corinne guardó silencio durante unos instantes. No estaba segura de si Drew aún recordaba todo el resentimiento del último encuentro con Delia. Sucedió justo después de que el hermano de Corinne se fuera. Delia McConnell se había sentido casi aliviada cuando Chris desapareció, como si su desaparición probase que su opinión acerca de su ex—marido siempre había sido acertada, como si justificase todas las cosas horribles que había dicho y hecho; pero Corinne tenía una opinión completamente diferente al respecto.
Finalmente, le contestó a su esposo:
—Supongo que simplemente no quiero remover las aguas. Voy a disfrutar de mis sobrinos mientras pueda. Una llamada telefónica podría estropearlo todo.
—Todavía la culpas a ella, ¿verdad? —dijo Drew.
Corinne lo miró sorprendida. Se trataba de uno de esos momentos lúcidos e inexplicables. Por experiencia, sabía que no debía de intentar asegurarse de si él comprendía lo que acababa de decir. Habría parecido de repente como si fuese un comentario perteneciente a una conversación que había tenido lugar hacía veinte años. Corinne tenía que aceptarlo por lo que era. Y en el contexto actual, sabía exactamente lo que significaba.
—Tal vez lo hago —dijo Corinne—, tal vez culpo a Delia —dirigió la mirada hacia la oscuridad. Sobre su corazón sintió descender una oleada de dolor y resentimiento. Dijo amargamente—. Mi hermano no abandonó a su familia. Ella lo hizo, Drew. Y si no, al menos sabe quién lo hizo. Lo mató y ha quedado impune, durante todos estos años… —se le apagó la voz.
Desde las colinas llegó el eco del aullido de un coyote. Drew no dijo nada durante un buen rato. Entonces, al final, miró su reloj.
—Eh, deberíamos irnos a la cama, ¿no crees, mi amor?
Corinne le miró a los ojos de nuevo. La inocencia que vio en ellos disipó toda sombra de resentimiento.
Le besó en la mejilla.
—Si, creo que deberíamos.
























