El guerrero de Zarahemla

Capítulo 5


CUANDO KERRA SE DESPERTÓ, la dulce melodía del canto de un cenzontle llegaba desde los árboles en la hondonada. El arrullo del pájaro tenía un efecto reconfortante y tranquilizador, tanto que Kerra se sentía contenta simplemente con quedarse un rato más en la cama ele Natasha a disfrutar del canto. Momentos después, oyó llegar desde el salón las voces de sus tíos, las cuales se filtraban a través del agujero por el que bajaba el poste de bomberos.

—No hacía falta que te vistieras —le dijo Drew a su esposa—. Puedo conducir yo esta mañana.

—Ya lo hago yo, ya lo hago yo —dijo Corinne con voz firme pero cansada—. Pasamos por esto cada mañana. Si condujeras tú, nunca te vería otra vez. Hoy es viernes, así que estarás en la hectárea norte. Asegúrate de que…

Su voz se desvaneció cuando la puerta principal se abrió y se cerró de nuevo. Kerra decidió salir de su nido de mantas, anduvo hasta la ventana, y vio a Corinne y a Drew alejándose de la casa en la furgoneta familiar, que acababa de desaparecer bajo el toldo formado por los árboles. Era una mañana nublada, aunque tenía que haber un agujero entre las nubes —al este, detrás de ella—, ya que parecía que un rayo de luz iluminaba la hondonada y la rocosa falda de la colina que se hallaba al oeste. Kerra observó el follaje del bosque otra vez.

Y escuchó.

Sin embargo, lo único que oyó fué el canto del cenzontle, junto a los cantos de otra media docena de pájaros melodiosos cuyos nombres no conocía. Kerra cerró los ojos y respiró hondo, tratando de absorberlo todo. Entonces tuvo una idea nueva y traviesa; se vistió rápidamente, se calzó y descendió las escaleras silenciosamente, para no despertar a nadie. Después abrió la puerta principal y respiró el aire de la mañana fresca y resplandeciente.

Kerra cruzó el camino de entrada y se adentró entre los árboles, dando patadas mientras caminaba a través de las hojas carmesí de hierba mansa. Parecía que las nubes habían empezado a despejarse. Cerró los ojos y se dejó sentir atraída por los aromas de mezquite, salvia y el polen de millones de flores silvestres. Cuando los abrió de nuevo, oyó el cantar de codornices, y advirtió a varias de ellas escapándose a través del suelo del bosque, se trataba de una madre con su nidada de cuatro o cinco crías. Levantó la vista hacia los troncos de varios sauces negros y álamos de ramas enredadas y tortuosas, que pintaban telarañas de sombras y luz sobre cada superficie. ¡Era un lugar tan mágico! Se concentró con todas sus fuerzas para tratar de oír esos silbidos y susurros de los que habían hablado Sherilyn y Natasha; pero, excepto por los pájaros y el crujido de sus pisadas, el bosque se hallaba en completo silencio.

¡Pero estaba tan lleno de recuerdos! ¡De una sinfonía de recuerdos! Los árboles enmarañados parecían más pequeños ahora, a pesar de que el follaje era tan denso que, a menudo, apenas se podía ver el azul del cielo. Como niña, había creído que si entraba demasiado en el bosque se perdería para siempre en un mundo de fantasía, lleno de hadas y reinos mágicos.

Cruzó los testos de un viejo corral de caballos que no parecía haber sido usado en cincuenta años. Seguramente había sido construido por imprudentes colonos que no sabían nada acerca de las inundaciones repentinas que ocurrían una vez cada diez años. Lo único que quedaba eran algunas vallas rotas, madera deteriorada con el paso del tiempo, alambradas oxidadas y una vieja señal de plástico con letras blancas y rojas que decía: «Prohibida la caza. Prohibida la entrada». Kerra ahogó un suspiro de alegría. Recordaba esa señal, la conocía igual que a un viejo y querido amigo, ¡incluso desde antes de haber aprendido a leer! El tío Drew la había clavado días antes de su accidente para desanimar la caza de ciervos, faisanes y conejos. Kerra ignoró la señal, igual que había hecho hacía más de una década, y siguió adentrándose profundamente en la espesura del bosque.

Sus sentidos estaban más y más alertas con cada paso que daba. El crujido de ramas rotas comenzó a hacerse más pronunciado, cada vez más aislado de otros sonidos. Con una vaga idea de su destino en la mente, se abrió camino a través de una espesura de ramas que ocultaban el sendero. Lo único que sabía era que se trataba de un lugar oculto y secreto en el que había jugado cuando era niña. «Por qué se sentía atraída a este lugar?», se preguntó a sí misma. Todo parecía tan borroso… tan incierto. Como si fuese el recuerdo mismo el que la llamaba, el que la atraía.

Los latidos de su corazón pronto disiparon todos los sonidos, incluso el crujido de ramas rotas. Sintió que la tensión le calaba las venas. De repente, los rugosos árboles parecían ser tan grandes como recordaba, siniestros y atemorizantes. No había ningún rastro de intrusión humana en toda la zona: ni el poste de una cerca, una vieja lata oxidada o incluso el envoltorio de un chicle. Era como si hubiese cruzado algún tipo de frontera con un mundo prehistórico. Se sentía total y completamente sola y, sin embargo, siguió adelante hasta hallar el lugar que buscaba.

Era un claro en medio del bosque. No era ancho, tenía un diámetro que medía entre ocho y diez metros solamente. Cardos y zarzas de mezquites protegían sus bordes. Un viejo y enorme álamo se había caído de lado hacia la derecha, pero a pesar de la suerte del álamo, varias de sus ramas, a lo largo de la parte superior del tronco, seguían produciendo miles de vivas hojas verdes, como si el claro tuviese el poder de darle vida a cosas moribundas. Tiempo atrás, Kerra había sentido que el lugar tenía ese mismo efecto sobre ella.

La tensión en su interior le hizo latir el corazón con la fuerza de un reloj. ¿Acaso era miedo lo que sentía? Se rió de sí misma; hacía solamente un rato el corazón le había saltado en el pecho con una euforia indescriptible. ¿Qué había cambiado? ¿Qué podía asustarla tanto?

Apartó las malas hierbas y encontró la piedra. Casi se sorprendió al verla, con el mismo color rojo oxidado y liquen blanco que recordaba. Aquí era donde solía sentarse. Era evidente que nadie se había sentado aquí en los útimos doce años, pensó con tristeza.

Kerra agitó la cabeza para aclararla. ¡Caramba! ¿Cual sería la próxima emoción? Si seguía a este paso acabaría por experimentarlas todas. Pero la cascada de recuerdos no había llegado a su fin todavía; igual que hacía dos noches, a su mente llegó la imagen de una niña con un vestido de verano rojo. Oyó risas mientras la niña danzaba y jugaba bajo la resplandeciente luz del bosque verde. Pero ahora recordaba algo más.

Era una pluma —la pluma de un pájaro exótico cuyo nombre no conocía— de magníficos y brillantes colores azules y verdes. La pluma flotaba suspendida en su pensamiento. Se sintió como si pudiese ver a la pequeña con la mano abierta, mientras la pluma le atravesaba los dedos y aterrizaba suavemente a sus pies.

La pequeña se rió incluso más al verlo, y levantó los ojos. Estaba mirando a alguien. En su mente Kerra se esforzó por ver el rostro de la otra persona. ¿A quién estaba mirando la pequeña?

De pronto sintió la necesidad de retroceder, de volver al borde del claro para poder concentrar la mirada en todo el lugar a la vez. Mientras se volvía, sus ojos se posaron en la cara de otra persona, pero no era la cara que esperaba. Un grito ahogado se le escapó de los labios.

Era un hombre viejo. De canoso pelo, tan blanco como una helada de noviembre. Su barba retenía algunos tonos castaños; pero era, sobretodo, de un color blanco grisáceo, como el pelo de un oso Kodiak. Llevaba una camisa a cuadros verde oscura y tirantes de un suave azul—gris, del mismo color que sus ojos. Una vez que se hubo recuperado del susto, Kerra se dio cuenta de quién era. Su memoria había sido completamente restaurada. Curiosamente, no parecía haber envejecido ni un sólo día desde la última vez que le había visto.

—Ha cambiado mucho —dijo el anciano observando el bosque y el claro, como si hubiese estado aquí antes pero no hubiese vuelto en muchísimo tiempo. Se acercó a Kerra y dijo, con un aire casi soñador:

—Hace doce años hubo una inundación aquí. Entonces fue cuando paró.

—Eres… el abuelo Lee —dijo Kerra casi sin aliento.

—Sí. Y tú debes de ser Sakerra, la pequeña que solía vivir prácticamente entre estos árboles, como un hada del bosque. ¿Tengo razón?

Kerra asintió.

—Me has asustado.

—Hago eso a menudo —dijo el abuelo Lee—. Tu abuela, que en paz descanse, solía decir que se lo hacía a ella constantemente. Te vi entrar en el bosque cuando bajaba por el camino, y supuse que vendrías hacia aquí.

—Hace mucho tiempo que nadie me llama Sakerra.

El abuelo Lee se acercó más.

—Tu padre escogió tu nombre: «Pequeña Flor de Cereza». Creo que es japonés.

Kerra recordaba que antes del divorcio de sus padres todo el mundo la llamaba así, pero a su madre no le hacía ninguna gracia el nombre. Kerra ni siquiera sabía si su nombre aparecía así en los documentos oficiales, excepto por su certificado de nacimiento, claro. Oírlo ahora le resultaba curioso y estimulante.

—¿Cómo sabías que me dirigía hacia aquí? —preguntó Kerra.

—Porque, no sé cómo, cuando eras pequeña siempre acababa siendo a mí al que mandaban salir para ir a buscarte. Te encontré aquí varias veces.

—¿Qué quieres decir con que «entonces fue cuando paró»?

—El sonido de los Silbadores —dijo el abuelo Lee misteriosamente—. Las sombras que vuelan y rodean estos parajes, las voces y los espíritus de los muertos. De algún modo, la inundación debe de haber roto el equilibrio de todas las cosas.

—No comprendo —dijo Kerra.

—Claro, porque estoy intentando hacer que suene lo más escalofriantemente posible. ¿Lo hago bien? El abuelo Lee meneó sus dedos en el aire y dio un gracioso aullido desafinado, como el de un fantasma en Halloween. Después empezó a reírse.

Kerra sonrió, un poco sonrojada.

—Vaya, hombre, ahí está —dijo el abuelo Lee apuntando a la cara de Kerra—. Ahí está. Ahí está la pequeña que yo recuerdo… en esa sonrisa.

Los ojos de Kerra se llenaron de lágrimas. Abrazando a su abuelo se echó a llorar.

El abuelo le devolvió el abrazo y preguntó:

—Bueno… pero, ¿qué es esto?

—No sé —dijo Kerra secándose una lágrima—. Supongo que… no sabía… no me había dado cuenta de lo mucho que había echado todo de menos.

El abuelo Lee sonrió feliz.

—Tengo algo para tí en mi taller. Está caliente. Apuesto a que ya sabes de que se trata.

—Sé exactamente de qué se trata —asintió Kerra.

Media hora después estaba sentada cómodamente entre los bancos y herramientas del taller de violines de su abuelo, dejando caer un malvavisco dentro de una espumosa taza de chocolate caliente. No se trataba de uno pequeño, sino de un espécimen gigantesco que amenazaba con colmar la bebida. Pero Kerra sabía exactamente cómo hacerlo flotar suavemente —arriba y abajo— con la punta de la uña, dejando que el calor lo disolviera lentamente.

Los olores a aguarrás, cedro curado y arce eran pronunciados, tal y como Kerra recordaba. Sobre su cabeza colgaban hileras e hileras de bloques de madera que medían exactamente cuarenta centímetros de largo, doce y medio de ancho y dos y medio de grosor. La madera procedía de árboles de diversas zonas, algunas tan lejanas como los Alpes Tiroleses de Suiza y otras tan cercanas como la Montaña Cedar, al noreste de Cedar City, en Utah. Parte de la madera había estado secándose, o curándose, durante al menos veinte años. El destino de cada pieza de madera era convertirse en tapa o fondo, mástil o diapasón de los violines de Lee McConnell.

—Recuerdo que solía sentarme aquí durante horas… —dijo Kerra—, viendo cómo tallabas y mezclabas tus barnices secretos.

Los ojos del abuelo Lee centellearon, como si estuviese guardando un gran secreto.

—Tengo que enseñarte algo.

Abrió un estuche de terciopelo negro en cuyo interior se hallaba un hermoso instrumento rojo de madera, de tal brillo que parecía tan profundo como un prisma de cristal.

—Aquí está —dijo el abuelo Lee—. Estás viendo en estos momentos el mejor instrumento hecho en los últimos trescientos años. Lo conseguí, Sakerra; recreé a la perfección el barniz ámbar de Antonio Stradivari. De hecho, lo mejoré. El lustre de este violín seguirá igual de hermoso mil años después de que el brillo del mejor violín de Stradivari se desvanezca. Te lo aseguro, este instrumento les enorgullecería a todos: a Stradivari, Guarneri, Amati… Y el sonido… escucha, escucha.

Lo sacó del estuche con cuidado, lo apoyó contra su cuello y dejó que el arco se deslizara sobre las cuerdas. Tocó las primeras notas de «Variaciones sobre un tema de Paganini», de Rachmaninoff, mientras Kerra escuchaba fascinada —en un estado de ensueño— cómo cada rincón y hueco del atestado taller se llenaba del sonido más dulce y conmovedor jamás oído bajo las estrellas del firmamento. Conocía un poco de música clásica, a menudo había sintonizado su radio para oírla en algunas emisoras. Pero lo que mejor conocía era, tal vez, el sonido. Era algo que nunca había aprendido de nadie. Simplemente lo había conocido. El abuelo terminó con un floreo y miró a Kerra, como si su opinión significara el mundo para él.

—¡Es precioso! —dijo Kerra sinceramente—. Uno de los sonidos más maravillosos que jamás… ¿Vas a venderlo?

La expresión en el rostro del abuelo Lee se suavizó. Bajó la mirada y, con ademanes un poco nerviosos, colocó el instrumento en su estuche otra vez.

— La verdad, pequeña Sakerra, es que esa pregunta es un poco complicada. La artesanía de violines es un juego complicado y muy político. Verás… Sigo vivo. Nadie respeta a un artesano que sigue vivo. Igual que con la mayoría de las obras de arte, el artista tiene que morir para que su trabajo tenga realmente algo de valor. A lo mejor algún día tú podrías venderlo por mí.

—¿Yo? —dijo Kerra sorprendida—. Oh… no, abuelo. Yo nunca podría..,

—Pues claro que podrías. Tienes el don, mi niña. Incluso cuando eras pequeñita podías oír cosas que casi nadie más oía. Lo percibo… Siempre lo he percibido. Es el mismo don que te atrae al bosque.

—¿Crees que me siento atraída hacia el bosque a causa de un don? —preguntó Kerra arqueando las cejas.

El abuelo sonrió un poco, seguro de sí mismo, pero como sí no quisiese parecer tan serio.

—Creo que sí. Ese bosque es un lugar antiguo; toda la hondonada lo es; esta zona entera, para ser sinceros. Los indios lo sabían y todavía venían a orar aquí cuando yo era pequeño. Es algo que no puedo explicar… Es posible que sea la falla que corre a lo largo de la base de la colina o una combinación de varias cosas. Todo se junta aquí mismo: la historia, las voces, todo lo que ha sucedido hasta ahora. No solamente aquí, sino… bueno… en el resto del continente.

Al ver la expresión confundida de Kerra se dio cuenta de que no entendía.

—Los profetas han dicho que, hace mucho tiempo, los pueblos más nobles que jamás han pisado el mundo establecieron su hogar en estas tierras, igual que lo hicieron los pueblos más viles.

—¿Los profetas han dicho eso? ¿Qué profetas?

—Nefi y Moroni, Brigham Young, Heber C. Kimball… Los profetas contemporáneos han dicho cosas muy interesantes con respecto a estas tierras y a sus pequeñas localidades: Hanisburg, Leeds, Silver Reef, Saint George…

—Ah… te refieres a los profetas mormones —dijo Kerra.

En esc instante el abuelo pareció darse cuenta de que ella no sabía nada acerca de estas cosas, y vio que estaba profundamente decepcionado, como si Kerra debería haber sabido más, pero alguien la había defraudado.

—Sí, profetas mormones —repitió el abuelo Lee—. Pero tú lo sientes también, ¿a que sí? Puedes sentir su presencia y oír sus voces, como ecos del pasado. Yo también puedo —a veces— especialmente en el bosque.

Observó el cambio en el semblante de Kerra. Se puso inquieta y nerviosa.

—No creo que eso sea lo mismo que siento yo.

—¿No? —el anciano la observó durante un instante y soltó un suspiro—. Bueno, quizás no lo sientas. Quizás yo tampoco, pero debes de admitir que la imaginación es dulce y reconfortante. Sí…, muy reconfortante.

Kerra sonrió de nuevo. De pronto, el abuelo pareció cansado y lleno de soledad. Kerra se dio cuenta de que había estado solo durante mucho tiempo; su esposa había muerto incluso antes de que ella hubiese nacido.

Kerra tomó un sorbo del chocolate caliente y, en busca de ese dulce consuelo, le dio rienda suelta a su imaginación.

Spree estaba seguro de haber oído un ruido.

Miró fijamente a la oscura calle, a través de la ventana de la casa de su primo en el este de Los Ángeles, manteniéndose con cuidado a un lado de la ventana para evitar que su silueta le hiciera un blanco fácil. Esta noche estaba solo. Su primo no había vuelto a casa todavía y Spree, en su paranoia, estaba comenzando a considerar que le había traicionado, que le había dicho a Hitch donde se escondía.

Spree temblaba tanto que casi no podía asir el cuchillo en su mano derecha y, además, se había quedado sin tabaco para que le calmara los nervios. A estas horas los Shaman ya tenían que saber lo que había robado. Spree también estaba seguro de que lo buscarían. Lo que no había considerado era que se sentiría como si no hubiese lugar sobre la Tierra en el cual estaría a salvo. Se había pasado toda la tarde atormentado por la posibilidad de que jamás volvería a sentirse seguro.

El ruido no estaba en su imaginación; estaba seguro de haber oído pasos a un lado de la casa. Juraría haber oído un susurro; pero aún así, Spree fue incapaz de ver nada en las oscuras sombras bajo las farolas, y nada tampoco a lo largo de la desvencijada valla de madera en el lado sur de la casa.

Decidió que ya no podía aguantar más. Se largaba de aquí, pero ¿a dónde iría? ¡No podía marcharse! ¡Le había dicho al chico que lo llamara aquí! Nada de esto tendría sentido si se marchaba antes de recibir esa llamada. ¿Dónde estaba Brock? ¿Por qué no había llamado?

Su primo tenía contestador automático. Spree pensó que sería buena idea irse durante unas horas, comprar más cigarrillos, y volver para ver si había algún mensaje. Tal vez estaba demasiado agitado. Tal vez los ruidos y los susurros eran todos un truco de su imaginación; pero en cualquier caso, estaba seguro de que si salía a la calle durante un rato se sentiría mucho mejor.

Pero antes de que Spree llegara a la puerta, Hitch Ventura la abrió de una patada. A través de ella entraron rápidamente cuatro de los miembros más crueles de la banda de los Shaman: Hitch, Adder, Prince y Dushane. Spree se volvió para escaparse por el dormitorio de atrás, que tenía una ventana. Intentó lanzarse de cabeza a través de la mosquitera, pero Adder y Dushane lo seguían de cerca. Lo echaron hacia atrás de un tirón y lo aprisionaron firmemente contra la pared. Spree tenía aún el cuchillo en la mano y podía haber intentado defenderse; pero sus agallas parecían estar conectadas directamente con los músculos de su muñeca y, a falta de ellas, dejó caer el cuchillo al suelo.

—¿Dónde está?

—¿Dónde está qué?   preguntó Spree— ¿A qué te rene…?

—Sabes perfectamente bien a lo que me refiero.

—No, te lo juro. Puedes registrar la casa. Regístralo todo; no lo tengo, Hitch.

Hitch le dio una bofetada.

—¿Crees que soy imbécil? Me decepcionas, hombre.

Sin vacilar, Hitch se llevó la mano a la espalda, sacó de su cinturón un revólver 38 Specíal, y apretó el cañón contra la sien de Spree; el juego había acabado. A Spree se le hicieron las piernas mantequilla y Adder y Prince se esforzaron por mantenerlo en pie.

—¡Espera! —chilló Spree en un alarido—. ¡No lo hagas! ¡Por favor! ¡Fue el chico! ¡Se lo di al chico!

Las sospechas de Hitch fueron confirmadas. Ya había registrado el apartamento de Brock y Kerra, y le había preguntado a todo el mundo, pero nadie parecía saber qué había sido de ellos.

—El chico se ha ido —dijo Hitch—. ¿Dónde está?

—No lo sé —dijo Spree llorando a moco tendido. Cuando Hitch apretó de nuevo el revólver contra su sien, gritó:

—¡Lo juro! ¡Se han ido de la ciudad! Pero va a llamarme.

—¿Llamarte? —dijo Adder—. ¿Aquí?

—Sí —dijo Spree.

—¿Cuándo? —demandó Hitch.

—En cualquier momento. Te lo juro, Hitch. Te lo j—juro.

Finalmente, dejaron que el cuerpo de su viejo camarada se desmoronara al suelo, después de haberse deshecho en lágrimas y del contenido de sus entrañas.

Hitch observó ávidamente el teléfono sobre la mesita de noche.

Corinne echó un vistazo a través de la ventana de la cocina, con sus dedos incrustados en masa para pizza, la cual amasaba para que subiera lo máximo posible. Kerra estaba fuera, junto al garaje, Inclinada sobre el motor del Pontiac Sunbird. A su lado se encontraban Skyler y su amigo Orlan. Sólo con verles la cara, Corinne supo que el coche no estaba en buenas condiciones, El arreglo del coche de Kerra iba a ser, casi con toda seguridad, una tarea bastante cara. Incluso si pudiesen hacerlo funcionar, a Corinne no le hacía ninguna gracia que Kerra y Brock lo condujeran durante más de tres mil kilómetros hasta Florida; pero, ¿qué podía hacer ella al respecto? Aparentemente su madre le había dado el visto bueno al viaje, aunque Corinne comenzaba a preguntarse cuánto sabía Delia realmente acerca de lo que estaba sucediendo.

Justo cuando se había decidido a insistir para que Kerra le diera alguna dirección o número de teléfono para poder hablar con Delia personalmente, el teléfono comenzó a sonar. Corinne buscó un trapo a su alrededor para limpiarse la masa de las manos, y al final, frustrada, se dio por vencida y lo descolgó.

—¿Dígame?

—¿Señora Whitman? —dijo una voz masculina.

—Sí, soy yo.

La voz tomó un descanso, casi aliviada, como si una búsqueda difícil hubiese dado finalmente buenos resultados.

—Soy Carson Paulson, de la Oficina de Bienestar y Servicios Familiares de California. Estamos buscando a sus sobrinos, Kerra y Brock McConnell. Su nombre no se encontraba en ninguno de nuestros archivos, pero hemos hecho algunas averiguaciones y…

Corinne estaba sorprendida.

—¿Han hecho algo malo?

—Eh… pues sí —confirmó el hombre—. Me temo que sí. Man robado un coche, señora Whitman, y abandonado nuestra custodia. Hay una orden judicial pendiente. Sé que la muerte de su madre ha sido un duro golpe para ellos, pero estos cargos son muy serios y…

—¿Delia ha muerto? —interrumpió Corinne, sorprendida.

De pronto, la voz masculina sonó incómoda.

—Sí, lo siento, creí que ya lo sabían. Los niños están bajo la custodia del estado. Tenía la esperanza de que tal vez supieran algo acerca de su paradero. Es posible que…

—Tengo que colgar —dijo Corinne.

—¿Cómo? —dijo el señor Paulson— ¿Señora Whitman?

Corinne colgó el teléfono con rapidez y se quedó quieta, observándolo con la boca abierta. ¿Qué acababa de hacer? O peor aún, ¿qué iba a hacer ahora?

Esperó un minuto para aclararse las ideas y, finalmente, se lavó la masa de las manos y limpió la harina del auricular.

Cuando salió fuera, Kerra estaba en el porche, apoyada en la baranda y mirando cómo los niños saltaban en la cama elástica. Brock y Teáncum estaban saltando juntos, intentado cada cual hacer que el otro perdiera el equilibrio, mientras el resto se reía y les animaba para que siguieran. Corinne se hizo de ánimo y se acercó a ella, a pesar de que no tenía ni idea de lo que iba a decir.

Kerra apuntó a su hermano con la barbilla y comentó:

—Creí que se había olvidado de cómo ser un niño.

—Seguro que tú tampoco has tenido mucha ocasión para ser niña —dijo Corinne estudiando a su sobrina.

Kerra se encogió de hombros y dirigió la mirada hacia algún lugar imaginario del horizonte.

—Es cuestión de suerte —supongo— lo que hace que las cosas sucedan como suceden, lo que hace que sean así.

Corinne se inclinó sobre la baranda, a su lado, y dijo filosóficamente:

—Pero el modo en que las cosas acaban… en eso sí que tenemos algo que decir, ¿no crees? ¿Si Dios quiere?

—Me temo que no soy muy religiosa —dijo Kerra sonriendo dudosamente.

—A lo mejor sólo necesitas algo en qué creer —respondió Corinne pensativamente.

Kerra asimiló sus palabras y dijo:

—Mi padre era mormón, ¿no?

Corinne percibió amargura en su voz, en el indirecto desafío que acababa de lanzar. Frunció el ceño y dijo dolorosamente:

—Tu padre te quería, Kerra. A pesar de lo que te puedan haber dicho…

Kerra cambió de tema inmediatamente.

—Tía Corinne, me estaba preguntando… si conoces algún lugar donde puedan darme trabajo. Durante el verano, claro.

Corinne tuvo la sospecha de que Skyler ya le había dado a Kerra algún tipo de presupuesto para el arreglo del coche.

—Es posible. ¿Qué pasa con Florida?

—Mamá no se ha instalado completamente todavía —explicó Kerra después de una pequeña pansa. Estoy segura de que no pondrá ningún obstáculo.

La joven no la miró a los ojos; o no quería, o no podía hacerlo.

—Si necesitas alguna ayuda, Kerra —dijo Corinne con seriedad—, no importa lo que sea, puedes contar conmigo. Sea lo que sea.

Kerra levantó los ojos por fin para mirar a su tía. Con la misma rapidez apartó la vista.

—Gracias.

Corinne estudió el rostro de su sobrina, mientras ésta continuaba observando a los niños en la cama elástica.

El día siguiente era domingo, y se trataba de la primera vez en doce años que Kerra asistía cualquier tipo de servicio religioso. Tomó prestado un vestido de Natasha, a pesar de que le quedaba un poco apretado y casi no le llegaba a las rodillas —aunque Orlan, el amigo de Skyler, comentó que le quedaba muy bien—. Brock llevaba una camisa blanca que le había prestado Teáncum. Los dos niños estaban esforzándose en vano por atar bien el nudo de la corbata de Brock, un dilema resuelto rápidamente por las hábiles manos del tío Drew. Brock tuvo que recordarle otra vez que no era uno de sus hijos.

Los dos huérfanos soportaron la Reunión Sacramental con expresiones aburridas, entendiendo muy poco y disfrutando incluso menos. Brock se negó a separarse de Kerra durante la Escuela Dominical, a pesar de la diferencia de edad. Accedió a ir con Teáncum a la segunda mitad de la Primaria, pero se negó a cantar ni una sola nota de «palomitas de maíz florecer» o de «de los limon—itas hace una relación», aunque cualquiera sabía lo que era un «limon—ita».

Brock se sintió aliviado cuando regresaron todos a casa. alrededor de las cuatro de la tarde, pero se quedó perplejo cuando fue incapaz de convencer a alguien para salir a jugar fuera en la cama elástica o a conducir el quad en tan maravilloso día veraniego.

—Hoy es el día de reposo —explicó Sherilyn.

—¿Quieres decir que todo el mundo se queda en casa y ve la tele? —preguntó Brock.

—La verdad —dijo Teáncum— es que a mamá tampoco le gusta que veamos la tele los domingos. Pero podemos jugar a juegos.

—¿Qué tipo de juegos? —preguntó Brock.

—Muchos juegos: Biblia Quest, Misionero Imposible, Celestial Pursuit, Huellas de tenis entre los neritas…

—Ese no —dijo Sherilyn—. Las preguntas son demasiado difíciles.

—¿Qué tal Yu—Gi—Oh? —preguntó Brock.

—Supongo que ése estaría bien —dijo Teáncum, inquieto.

—Entonces haga usted el favor de pasar por aquí… –dijo Brock sonriendo de oreja a oreja. Los niños desaparecieron escaleras arriba.

Después de la cena, digna de un día de Acción de Gracias, y una tarde de conversación con la tía Corinne, el tío Drew y Natasha, Kerra se dispuso a subir las escaleras para ir a acostarse cuando vio a Teáncum, cabizbajo, sentado en el primer escalón.

—¿Dónde está Brock? —preguntó.

—Arriba.

—Creía que estaban jugando juntos.

—Y estábamos. Hasta que ganó todos mis cromos.

—¿Que hizo qué?

—Todos mis cromos de Yu—Gi—Oh y de Pokémon. Los ha ganado todos.

Kerra apretó los puños y sintió subírsele la sangre a la cabeza. Llena de furia, marchó escaleras arriba y encontró al culpable en la litera inferior del dormitorio de Teáncum, admirando sus ganancias.

—Devuélveselos —gruñó Kerra.

—¿Que devuelva qué? —preguntó Brock haciéndose el inocente.

—Sabes perfectamente bien a qué me refiero. No puedo creer que te hayas aprovechado así de tu primo.

Los labios de Brock formaron una sonrisa.

—Bah, iba a devolvérselos de todas maneras. Aquí tienes, puedes devolvérselos de mi parte si quieres.

Le entregó un montón de cromos.

—¿Esto es todo?

—Sí, prácticamente.

—No me mientas, Brock. ¿Es esto todo, sí o no?

—Incluiré dos de los míos también.

—¿ES ESTO TODO, SÍ O NO?

—He ganado sus cromos jugando limpio. Tengo todo el derecho de quedarme al menos con uno.

—Dámelo.

—No —dijo Brock.

Kerra vio el susodicho cromo sobre la manta a su espalda. Él intentó esconderlo con el brazo.

—¡Dame ese cromo!

—¡No!

Kerra se lanzó hacia delante, de cabeza, a por el reluciente cromo de Yu—Gi—Oh «Exodia». Brock lo alcanzó primero y se tiró, cuerpo entero, encima de él. Kerra clavó sus uñas en la piel del brazo de su hermano. Cayeron rodando de la litera, peleando hasta el suelo. Por fin, Kerra le retorció el brazo a su hermano con fuerza. Sus dedos aferraron la esquina del cromo y le obligó a soltarlo. Cuando Kerra se puso en pie observó que el cromo estaba doblado y un poco roto.

—¡Mira lo que has hecho! —gritó Brock.

—Le darás uno de los tuyos para reemplazarlo. El que él elija.

Kerra se apoderó de la carpeta de Brock y se volvió para marcharse.

—¡Te odio! —oyó mientras cerraba la puerta de golpe—. ¡TE ODIO!

Kerra se dirigió hacia las escaleras. Acababa de poner su pie en el segundo escalón…

Y entonces fue cuando acometió.

→ Capítulo 6

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