Capítulo 6
EL SUELO COMENZÓ A RUGIR con un temblor que parecía mantenerse alejado de todo sonido audible, como si procediera del oído mismo y se difundiera en todas direcciones. Kerra sintió que sus piernas no podían sostenerla, igual que si estuviese caminando sobre espuma. Bajó la mirada por las escaleras, contemplando las posibilidades de la terrible caída, y se aferró a la barandilla para sujetarse, dejando caer la carpeta de cromos de Yu—Gi—Oh de su hermano. Al pie de las escaleras vio varios objetos balancearse hasta caerse de sus estanterías. Algo se hizo añicos en algún lugar de la casa, y oyó el chillido de Tessa y el alarido de la tía Corinne.
Las luces parpadearon una vez y después se apagaron completamente, dejando a Kerra rodeada de una oscuridad sorprendente, una oscuridad primitiva. Siguió aferrada a la barandilla, más por el miedo que por tratar de mantener el equilibrio. Durante una décima de un segundo Kerra estuvo segura de que se trataba del final del mundo.
El rugido cesó, pero persistía una extraña inestabilidad, como si el suelo estuviese nadando en varías direcciones a la vez. De repente, incluso esa sensación se desvaneció, dejando solamente la oscuridad. Kerra oyó los gritos de sus primos más pequeños, procedientes de varios lugares de la casa. Oyó la frenética voz de su tío, que preguntaba:
—¿Están todos bien? ¿Hay alguien herido?
Se oyó el ruido de pasos subiendo las escaleras a toda velocidad.
—¡¿Tío Drew?! —gimió Kerra.
—Agárrate a mi mano —dijo él.
—¡Brock! —gritó Kerra—. ¡BROCK!
—Estoy aquí —llegó la respuesta.
Su tío la agarró del codo. Segundos más tarde Brock se pegó a su cintura. El tío Drew les guió a un lugar seguro.
Según la estación de radio KDXU de Saint George —en Utah— el terremoto era de un 4,9 en la escala Richter. El epicentro estaba a un kilómetro y medio aproximadamente, al noreste de Leeds. Todavía no se había recibido ningún aviso de daños, pero por la mañana se llevaría a cabo una evaluación de los daños más detallada. Cuando la voz del interlocutor comenzó a perderse, el tío Drew extendió la mano y le dio a la manivela de su radio—linterna. Kerra estaba asombrada; nunca había visto una invención semejante, ni siquiera sabía que existía.
—Cuatro coma nueve —se burló Brock—, Eso no es nada.
Como había crecido en Los Ángeles se consideraba a sí mismo el experto en terremotos por antonomasia.
—No daba la impresión de que no fuese «nada» —dijo Teáncum.
—Un kilómetro y medio al noreste de Leeds —repitió Skyler— ¡Eso es justo debajo de nosotros!
La familia entera se había reunido abajo, en el salón, donde el titileo de una docena de velas iluminaba cada rostro. Las pequeñas Bernadette y Saríah se habían quedado dormidas en el sofá a ambos lados de la tía Corinne. Spencer dormía junto a su hermana Tessa. Los demás se habían quedado despiertos durante la vigilia; la adrenalina había disipado en sus rostros todo rastro de sueño. ¡Acababan de pasar por un auténtico terremoto!
—No ha sido tan fuerte como el del 92 —comentó el tío Drew—. Aquel fue de 5,8, pero el epicentro estuvo a treinta y dos kilómetros al Sur, por eso éste nos ha parecido más fuerte.
La memoria de su tío era más aguda que de costumbre —notó Kerra—; Natasha había tenido razón cuando dijo que la memoria de su padre mejoraba en situaciones de excitación.
Que ellos supieran, el único daño que la casa había sufrido era un florero roto. Otros objetos se habían caído de sus estanterías o de la encimera, y el cuadro del Templo de Saint George se había quedado torcido, pero no parecía quinada más se hubiera roto. El tío Drew y Skyler se llevaron varias linternas y salieron para asegurarse de que el abuelo Lee, que estaba en el taller, se encontraba bien. Después inspeccionaron el exterior de la casa, buscando daños en su estructura. No encontraron nada, pero expresaron su deseo de comprobar de nuevo a la luz del día.
Un par de horas después, incluso a los más animados primos de Kerra se les estaban cerrando los ojos. Sólo quedaba una vela, las demás se habían extinguido. La tía Corinne y el tío Drew se fueron a la cama, seguidos de varios de los más jóvenes miembros de la familia, los cuales insistían ansiosamente en que les dejaran dormir en su gigantesca cama. Kerra, Brock, Skyler, Teáncum, Natasha y Sherilyn —todos los que tenían dormitorios arriba— se enredaron entre almohadas y mantas en el salón y durmieron amontonados en sofás y sillones.
Kerra no consiguió quedarse dormida profundamente; sentía un extraño hormigueo en su interior. No sabía lo que era ni lo que significaba, pero el hormigueo la tenía inquieta y lo único que consiguió hacer fue dormitar.
Se hallaba en este estado, ni siquiera lo suficientemente inconsciente como para tener sueños, cuando se encendió la luz de la cocina. Kerra se despertó y miró a su alrededor. Muchas de las luces de la casa acababan de encenderse, todas las que habían estado encendidas antes del corte. La luz del salón, sin embargo, seguía siendo bastante tenue; el objeto más brillante era el reloj digital del vídeo. Nadie más se había despertado.
No sabía qué hora era, sólo que el reloj del vídeo marcaba las doce, la hora que asumía cuando no había sido programado. Echó un vistazo por la ventana del salón y vio que apenas acababa de empezar a hacerse de día. Debían de ser poco más de las seis de la mañana. Kerra se quitó la manta de encima y, de un salto, se puso en pie. Aún estaba vestida con los vaqueros y camiseta que se había puesto ayer después de ir a la Iglesia. Sólo le faltaba calzarse. Brock roncaba, inconsciente de todo a su alrededor, igual que Teáncum. De nuevo, se fijó en la pálida luz que entraba por la ventana del salón. De pronto, frunció el ceño. Había algo curioso en esa luz, algo extraño…
Cuando Kerra dio varios pasos hacia la ventana, se dio cuenta de que no se trataba de la luz, se trataba del sonido. Urgentemente, se acercó hasta la puerta principal, la abrió de golpe y salió al porche. No le entraba el aire en los pulmones; era como si el oxígeno hubiese sido aspirado de toda la Tierra y ésta se hubiese quedado sin aire. El corazón le latía apresuradamente y en su cabeza estalló una tormenta de asombro y ansiedad.
«¡El sonido!»
¡Era el sonido! El de su niñez. El sonido del que Sherilyn y Natasha habían hablado. El sonido que, tiempo atrás, se había apoderado de la hondonada cuando sólo había silencio, y que había desaparecido después de la última inundación. Sólo con oírlo un instante recordó de nuevo el pasado.
—Los Silbadores… —murmuró Kerra.
Pero, ¿qué significaba eso? ¿Era realmente un silbido? Kerra pensó que se parecía más a un susurro; aunque la verdad es que no era ninguno de los dos. Era como un zumbido bajo y monótono, más alto en tono que el ruido de las alas de un grillo, pero tampoco era un zumbido. Era casi como si tuviese un eco, aumentara de volumen y se evaporase, igual que un susurro.
Pero, ¿era realmente un sonido? ¿O era algún tipo de vibración? Kerra no sabía. De lo único que estaba segura era de que Natasha estaba equivocada; no era el viento soplando entre los árboles, como los agujeros de una flauta. Las hojas no se movían, y la hondonada estaba tan tranquila como el sanctasanctórum de una catedral. El sonido no tenía nada que ver con el viento.
Kerra respiró por primera vez en lo que parecía haber sido cuestión de minutos. Temblaba como una hoja y lodo:, sus instintos le advertían que no se moviera, pero Kerra se negó a obedecerlos. Dejó el porche, cruzó el camino de entrada y se adentró en la oscura maleza de la hondonada.
Los árboles se erguían como fantasmas contra el fondo del bosque, como atemorizantes hechiceros vestidos de negro, amenazando con agacharse y envolverla con sus ramas. Pero Kerra siguió adelante, ganando determinación con cada paso. Llegó al viejo corral de caballos, dejó atrás la señal de «Prohibida la caza. Prohibida la entrada» —deteriorada ya por el tiempo— y entró en la parte más densa de la hondonada, segura de cuál era su destino pero sin saber por qué se dirigía hacia allí. Habría jurado que el sonido subía de volumen con cada paso que daba; ya eran casi gritos. Al principio había dado la impresión de que salía de cada oscuro y tenebroso rincón en el que se posaban sus ojos. Después se estabilizó; se hizo constante y —pensó Kerra— curiosamente relajante, como el sonido de las olas del mar o las alegres melodías de una feria lejana.
De repente, el único ruido a su alrededor fue el de su respiración entrecortada y el del crujido de hojas y ramas rotas bajo sus pies. Quiso pestañear, pero resistió la tentación y abrió los ojos con fuerza, temiendo perder un sólo instante de algo importante. Como resultado, sus ojos se llenaron de lágrimas, y se las secó con la manga. Cuando abrió los ojos de nuevo se dio cuenta de que había llegado al claro; estaba de pie casi en el borde. Y menos mal que se había detenido, porque justo delante de ella había una grieta en el suelo, una fisura de unos veinte o veinticinco centímetros de ancho que seguía una línea torcida a través del bosque. Kerra no tenía ni idea de cuál era su profundidad o su longitud de Norte a Sur. Como una serpiente, desaparecía bajo la maleza en ambas direcciones. No era lo suficientemente ancha como para caerse dentro, pero podría haberse torcido el tobillo con bastante facilidad o, tal vez, haberse roto una pierna. Kerra estudió la grieta con asombro y levantó la mirada. La pálida luz y un grupo de cardos altos le dificultaban la vista dentro del claro. Otra vez miró a sus pies y cruzó la fisura, con cuidado, atravesando los cardos en un solo paso. Levantó de nuevo la mirada.
El corazón le dio un vuelco.
¡No estaba sola! Había alguien sentado sobre la piedra en la que solía sentarse ella, ¡a una distancia de apenas seis metros! Un hombre, pensó. ¿Por qué no le había visto hacía sólo un segundo? Estaba de espaldas a ella e iba vestido con una especie de… no estaba segura de lo que era, la luz era demasiado tenue todavía y las sombras demasiado oscuras. Pero llevaba algo en la cabeza, ¿un casco? Varios objetos —herramientas o algo así— estaban apoyados a su lado contra la piedra. Kerra oyó su propio grito ahogado y el sonido que hizo su palma al golpearse el pecho.
El hombre se puso en pie de un salto, se volvió bruscamente y tomó una postura defensiva, alargando la mano hacia su cinturón. Madre mía, ¡estaba sacando un arma!, ¡estaba a punto de atacar!
Kerra retrocedió a trompicones. Era un movimiento instintivo y tonto, porque se había olvidado de la grieta. Al meter el pie dentro, su cuerpo se retorció y se cayó hacia el otro lado de la fisura. Cuando su hombro chocó con el duro suelo, soltó un gruñido, pero antes de que su mente pudiese asimilar dolor o vergüenza, se apresuró a levantarse sobre una rodilla, de frente otra vez al claro.
Kerra se quedó atónita. ¡El hombre había desaparecido!
Ahora sí que estaba completamente desconcertada. ¿Adonde se había ido? Miró con los ojos entrecerrados, buscándole a través de los cardos. Se levantó mirando rápidamente de izquierda a derecha; ¡el claro estaba vacío!, ¡el hombre del chaleco de piel había huido!
Kerra sintió un miedo auténtico y salvaje. ¿Estaba rodeándola para lanzarse sobre ella desde los matorrales? No oía el crujido de la maleza. Era casi como si se hubiese evaporado, pero eso no tenía sentido —aunque ver a alguien en este bosque a las seis y media de la mañana tampoco lo tenía—. Miró en todas direcciones mientras su corazón latía desmesuradamente contra sus costillas.
El hombre había desaparecido. A medias, se preguntaba si realmente había estado ahí, ¿se trataba de un truco de su imaginación? ¡No! ¡El hombre había estado ahí! ¡No se había vuelto loca!
Con los dientes apretados miró hacia abajo para asegurarse de no meter de nuevo el pie en la fisura, dio un largo paso a través de ella y levantó los ojos.
Lo que sucedió después desafió toda sensatez y lógica. Kerra pensó que se parecía al efecto óptico que tiene lugar cuando observas una de esas imágenes holográficas que vienen en los paquetes de galletas, y que al torcerla un poco se transforma en una segunda imagen. Al cruzar la grieta, una figura se formó entre los cardos —¡el hombre del casco!—, ¡esta vez a menos de treinta centímetros de su cara!
Kerra gritó, pero el hombre estaba gritando también con una expresión de susto y sorpresa. De nuevo Kerra saltó hacia atrás. El hombre hizo lo mismo, aunque Kerra no se quedó para confirmarlo. Torpemente, salió corriendo, cruzando la fisura y adentrándose a toda velocidad en la maleza, chocando con brezos, ramas y hojas. En su mente oyó el eco de las palabras de su abuelo hablando de extrañas voces e imágenes.
Kerra estaba convencida de que acababa de ver, por primera vez en su vida, a un fantasma de verdad.
























