El guerrero de Zarahemla

Capítulo 7


KERRA SE AGACHÓ JUNTO A la base de) abrevadero de cemento casi desmoronado, de — cuya estructura salían barras de refuerzo a cada veinte o veinticinco centímetros, apuntando hacia arriba. Segura de que no habría conseguido hacer todo el camino de regreso hasta la casa antes de que la alcanzara su perseguidor, se detuvo al llegar al viejo corral de caballos. Necesitaba pensar, revaluar el peligro. Seguía con los ojos pegados al conjunto de árboles entre el claro y ella, convencida de que, pronto, el hombre emergería de ellos con su arma en la mano y acosándola como un depredador. Pero en el bosque reinaba el silencio otra vez. Incluso el volumen de los Silbadores, o los Susurradores, se había ido desvaneciendo. Kerra se maldijo, ¿por qué seguía aquí?, ¿qué esperaba ver? Debería volver corriendo a casa y dar la voz de alarma. Pero, ¿qué podía decir? «¿Hay un fantasma en la hondonada? ¿Sálvese quien pueda?»

La meterían en un psiquiátrico. Sopesó el internarse a sí misma en un manicomio; todo esto había sido un error, no era real. De algún modo lo había malinterpretado todo. No se refería a la presencia del hombre; no, el hombre era muy real. Era un joven de unos diecinueve o veinte años. Tenía el pelo oscuro y los ojos más oscuros todavía, o quizás era sólo la luz. Había desaparecido ya la palidez del cielo que daba comienzo a la mañana. El día había clareado considerablemente. Los árboles, la maleza, las sombras… todo habia tenido un aspecto completamente diferente hacía sólo quince minutos. Creer que se trataba de una ilusión óptica era lo correcto; ¿qué otra explicación podría haber? Era absurdo pensar que el hombre se había evaporado en el aire y reaparecido otra vez. Era un truco de la luz, de los sentidos. Sí, eso era lo lógico, eso era sensato.

Cuando Kerra se sobrepuso al susto, reconstruyó los hechos y el aspecto del hombre en su mente, ¡qué aspecto tan raro tenía! Iba vestido con algún tipo de uniforme, parecido al traje de un soldado romano, pero no era eso. Había diseños geométricos en su chaleco y plumas en su casco. ¿Era un indio? No, no era probable. Jamás había visto a un indio con un uniforme así, además el rostro del hombre no era indio, de eso estaba segura. Aunque claro, algunos de sus rasgos… ¡Ahh, no estaba segura! Estaba demasiado oscuro, demasiado ensombrecido. Pero fuese lo que fuese, el hombre sí era real.

Y estaba invadiendo propiedad ajena.

Una vez que dejaron de traicionarla los nervios, se dejó guiar por la razón. Recordó que el hombre había estado igual de sorprendido al verla a ella; se habían asustado el uno al otro. A lo mejor seguía escondido, igual que ella, al otro lado de la hondonada; no porque tuviera miedo sino porque había sido pillado.

Pero, ¿pillado haciendo qué? ¿Qué hacía aquí? ¿Cazar? En esta hondonada vivían numerosos ciervos. Quizás entre sus armas tenía un equipo de arco y flechas. Quizás era parte de un juego, uno de esos locos juegos de supervivencia —de los que había leído— en los que un chiflado se iba a la montaña para demostrar que podía sobrevivir durante meses usando sólo herramientas rudimentarias, y alimentándose de raíces, bayas y otras cosas así.

Kerra sintió una nueva oleada de valentía. Lo más probable era que el hombre ya no estuviese en las inmediaciones; que hubiese salido corriendo como un conejo, cruzado al otro lado de la colina y se hallase —en este mismo instante— alejándose a toda velocidad en su camioneta, con un suspiro de alivio al haber escapado, por los pelos, de un encuentro con los dueños de las tierras y con la policía, la cual le habría arrestado por invasión de propiedad ajena y, tal vez incluso, por cazar en vedado. De repente se sintió enfadada. Enfadada porque alguien había arruinado su lugar privado.

Comenzó a andar a grandes zancadas hacia el claro, sintiendo el extraño impulso de defender su territorio; pero, al acercarse, el instinto de supervivencia se hizo más fucile y sus pies vacilaron repentinamente. Se agachó y recogió del suelo una rama rota y vieja. Cuando se encontró de nuevo con la fisura se movió con pies de plomo. La luz del sol formaba rayas al penetrar las ramas de los sauces negros, pero ninguna de ellas caía sobre el claro. Ya no cabía la posibilidad de ser engañada por ilusiones ópticas; el claro estaba tan soleado y brillante como al mediodía, pero se encontraba vacío.

Kerra cruzó la grieta, penetró el último obstáculo de cardos y se detuvo en el centro del claro. Bajó la mano en la que asía la rama. Todo sentimiento de peligro y cautela había desaparecido; por fin estaba sola.

—¡Ka—chuck—a—ti!

A Kerra se le heló la sangre. La voz venía desde su derecha. Se volvió bruscamente y le vio ahí mismo; el hombre al que había visto hacía sólo veinte minutos estaba de pie entre un tupido montón de maleza. No se había escapado. Era casi como si hubiese estado esperándola, ¡espiándola!

Pero, ¿qué acababa de decir? No había reconocido sus palabras. Kerra se sintió como si tuviese las piernas atadas, no podía ni gritar ni moverse. El extraño del uniforme antiguo comenzó a andar hacia ella. Un colorido escudo le protegía su fuerte y musculoso cuerpo. En su mano derecha asía una especie de arma larga y pesada, con un filo dentado, pero no de metal, sino de piedra.

Habló de nuevo, pero —al igual que antes— sus palabras eran extrañas, de otro idioma, ronco y áspero. Pero algo estaba sucediendo; ¡el sonido estaba cambiando! Asombrosamente, la voz del hombre pareció retumbar como una serie de ecos mientras se acercaba, ¿o eran imaginaciones suyas? Kerra se dio cuenta de que sí entendía sus palabras. Las ásperas y roncas sílabas se transformaron en palabras de verdad, en el idioma de Kerra, como si… pero no fue capaz de describirlo; era solamente uno más de esos cientos de increíbles bits de información que su cerebro estaba intentando procesar.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el hombre bruscamente—. ¿Es que no sabes que es peligroso? Se detuvo a cinco pasos de ella y bajó la vista para seguir mirándola con el ceño fruncido, tan intimidantemente como pudo.

El miedo de Kerra dio paso a otra emoción. Un buen modo de llamarla habría sido indignación; quería arrancarle la cabeza al tipo este.

—¿Que qué estoy haciendo aquí? —dijo furiosa—, ¡Esto es propiedad privada!

—¿Propiedad de quién? Estas tierras son salvajes, no son propiedad de nadie. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?

—Soy la sobrina de Corinne y Drew —le espetó ella—, y si supiesen que estás aquí sacarían su escopeta de caza y usarían tu trasero como blanco.

—No conozco esos nombres.

—Viven ahí mismo. Te aconsejo que te vayas de su propiedad, ¡ahora mismo! —se le quebró la voz. Por desgracia, se olvidó de su enfado cuando se sintió de nuevo dominada por el miedo.

—¿Ahí mismo? ¿Dónde?

Kerra recuperó la compostura.

—No pienso pedírtelo otra vez. Simplemente me iré y les diré que llamen a la policía.

El joven estaba rodeándola, manteniendo la misma distancia a cada ángulo. Sus ojos la miraban de arriba a abajo, asimilando cada centímetro de ella, casi como si nunca hubiese visto… bueno… como si nunca hubiese visto a una mujer antes de hoy. Kerra tenía que girar constantemente para seguir mirándolo de frente.

—Si grito me oirán. Llegarán en un abrir y cerrar de ojos.

La verdad era que Kerra no sabía si era cierto o no. La casa estaba a más de cien metros y con su voz amortiguada por todos estos árboles…

—¿Por qué llevas ropas tan raras? —preguntó él.

Kerra arqueó las cejas.

—¿Yo? ¿Que por qué…? ¿Te has mirado alguna vez en el espejo?

—¿Cómo te llamas? —preguntó con exigencia—. ¿Cuál es tu tribu?

Se había acercado tanto que Kerra intentó pegarle con la rama. El hombre, sin embargo, la paró fácilmente, se la arrancó de la mano y la tiró al suelo. Kerra levantó las manos, con las palmas hacia afuera en un gesto defensivo, totalmente segura al fin de que se trataba de un lunático, ¡tal vez un paciente que se había escapado del manicomio!

—Escucha… ehh… ahora me voy a casa. Te dejo aquí para que sigas con tus… tus juegos de aztecas, o apaches O…

Cuando él levantó el arma Kerra abrió los ojos como píalos. Ahora que podía verla claramente pensó que se trataba del arma más bruta que jamás había visto: un grueso trozo de madera con cristal volcánico de color negro incrustado a lo largo de los bordes, como el hocico de un pez sierra.

—No irás a ningún sitio —dijo furioso—. Eres uno de ellos, ¿verdad?

—¿Uno de… «ellos»? —repitió Kerra, rígida como una tabla.

—¡Un gadiantón! Típico de ellos, mandar a una mujer como espía.

—T—te juro… que n—no sé de qué me estás hablando —dijo con un gemido.

—¡¿ENTONCES CUÁL ES TU TRIBU? —gritó a unos centímetros de su cara—. ¡¿CÓMO TE LLAMAS?!

—¡S—Sakerra!

Había dejado escapar su nombre, su verdadero nombre, como si hubiese surgido de un manantial en su interior. Se había llevado ambas manos a la cara para protegerse. Se sintió mareada; pero antes de permitirse desmayarse se atrevió a echarle una última mirada a su ejecutor.

Para gran sorpresa suya, el semblante del hombre se había transformado; sus ojos se habían agrandado, rebosantes de admiración, y tenía la boca abierta. Lentamente bajó su espada. De pronto, pareció sentirse tan vulnerable y tímido como Kerra.

—¿Sakerra? —repitió.

El sonido de su nombre quedó suspendido en el aire, casi con reverencia, como si lo hubiese oído antes, como si… la conociera.

Kerra bajó las manos lentamente. Se había quedado sin habla. Lo único que pudo hacer fue estudiar, con la boca abierta, las talladas facciones de su rostro. Miró más allá de él, a través de él y a su alrededor, reconstruyendo una imagen que no podía realmente surgir de su memoria. Un sueño, un cuento de hadas de su infancia, la imagen de un niño mágico que un día había llenado su mundo con miles de razones para vivir.

Se quitó el casco, exhibiendo cada mechón de su reluciente cabello negro.

—Soy yo —declaró en poco más que un susurro—, Kiddoni.

De nuevo Kerra huyó del claro, esta vez sacudiendo la cabeza con incredulidad y los ojos nublados por las lágrimas. Oyó que gritaba su nombre cuando salió corriendo, pero no se volvió. No tenía sentido, no podía ser verdad. Las ramas y las hojas tenían un aspecto borroso al pasar a toda velocidad.

«El Donny Kid», Kid—Donny. Kiddoni.

Apenas pudo recordar el camino de vuelta a casa y se sorprendió cuando llegó al porche. Al entrar rápidamente por la puerta principal vio a todos sus primos en el salón, despeinados y con mantas sobre sus hombros, porque acababan de despertarse. Corinne estaba hablando por teléfono desde la cocina, y levantó la vista en el mismo instante en que Kerra entró.

—No importa —le dijo al abuelo Lee, al otro lado de la línea—. Acaba de entrar en casa.

—¿Kerra? —llamó mientras colgaba el teléfono.

Pero Kerra no se detuvo. Siguió corriendo escaleras arriba, se metió en la habitación de Natasha y cerró la puerta. Se subió a la cama y se apoyó contra la pared en la esquina opuesta, deshecha en lágrimas. No quería que nadie la viese así; le pedirían explicaciones, y ¿cómo podía explicar esto? La cabeza le daba vueltas, igual que un ciclón.

Unos minutos más tarde oyó que alguien llamaba suavemente a la puerta.

—Kerra, ¿estás bien?

Se limpió las lágrimas de los ojos con prontitud y se esforzó para que su voz sonara normal.

—Sí, tía Corinne. Salgo enseguida.

—De acuerdo —respondió finalmente su tía con una nota de escepticismo—. El desayuno está en la mesa. Huevos. El terremoto no rompió ni uno.

—Bajaré enseguida —dijo Kerra.

Oyó los pasos de su tía alejándose y Kerra se abrazó a la almohada con fuerza.

«El Donny Kid». Kid—Donny. Kiddoni.

La encerrarían, tal y como su madre siempre había amenazado. Kid—Donny era un producto de su imaginación. Se había dicho eso a sí misma durante doce años y había terminado creyéndoselo; ¿cómo podía ser de otro modo? Aquel niño… Aquel pequeño, simpático y maravilloso… era su amigo imaginario. A veces realmente sí había fingido, algunas veces había hablado con él, por la noche, en la oscuridad de su habitación. Pero eso había sido solamente años más tarde —cuando ya no lo veía—, después de que su madre la arrancara de este lugar para siempre.

Ahora las lágrimas brotaban incluso más copiosamente, pero algunas eran lágrimas de alivio. No estaba loca; los recuerdos eran auténticos, recuerdos de cuando tenía cuatro o cinco años. Kid—Donny era real. El pequeño niño de pelo oscuro que solía hablar con ella durante horas, enseñándole a bailar y contándole historias de guerreros y de viajes a tierras lejanas… ¡era real! A veces le enseñaba trucos de magia; ¡desaparecía!, ¡y reaparecía otra vez! A veces no sentían nada cuando alargaban las manos para tocarse el uno al otro; sus manos se atravesaban. Jugaban a lo mismo, pero con una bella pluma azul y verde. Kerra solía alargar la mano para tomarla, pero la pluma se caía a través de ella. Y sin embargo, a veces… Ah, ¡los recuerdos eran tan vagos!

Pero esta mañana no era un niño pequeño, sino un hombre —un guerrero—. ¿Qué significaba todo esto? ¿Cómo podía ser explicado? Los Silbadores, la inundación una década atrás, el terremoto, la lisura en la tierra… ¡A lo mejor sí estaba como una cabra! El fantasma de su niñez había vuelto para atormentarla, ¡para conducirla al borde de la locura!

«Contrólate», se dijo Kerra a sí misma. Había visto algo, no le cabía la menor duda. Súbitamente, se sintió como una tonta por haber huido. ¡Él se había acordado de ella! Kerra se levantó de un salto; tenía que volver una tercera vez, ¡ahora!, ¡no había tiempo que perder! Pero, ¿cómo podía escabullirse? Su tía la estaba esperando abajo y Kerra no quería que nadie sospechase, o que alguien la siguiese; no estaba lista para revelar su secreto, al menos no hasta que pudiese entenderlo mejor ella misma. Tenía que hablar con Kiddoni otra vez.

Kerra se metió en el baño y se lavó la cara. Se limpió la sangre del antebrazo, el arañazo de un brezo. Después, se arregló un poco la ropa, respiró hondo y bajó a desayunar.

Toda la familia estaba ya a la mesa. Todos menos el tío Drew, que seguramente seguía trabajando en el huerto. La radio de la cocina estaba encendida y se oían más noticias acerca del terremoto: «… hasta ahora los únicos informes de daños estructurales nos llegan de una casa en Silver Reef, que ha informado a las autoridades de una fisura en el camino de su entrada. Se ha dado parte también de objetos que se han caído de sus estanterías, al igual que de platos y cristales rotos; pero hasta ahora, no se han recibido informes de ningún herido. Sólo de mucha gente trastornada en Saint George y en las localidades vecinas, donde la pasada noche tuvo lugar el terremoto de 4,9, cuyo centro fue localizado en las afueras de Leeds, a unos veinticinco kilómetros al norte de…»

Natasha estaba hablando muy excitada cuando Kerra se acercó a la mesa:

—Lo oí cuando me desperté. ¿Por qué siempre soy la única? —cuando vio a Kerra comenzó inmediatamente a interrogarla—. Kerra, ¿lo has oído? ¿Has oído a los Silbadores?

—¡Ya basta! —dijo la tía Corinne, depositando la jarra de jugo de naranja sobre la mesa—. Los niños están ya bastante asustados por lo que pasó anoche, no creo que sea necesario echarle más leña al fuego con esas tonterías.

Cuando Kerra se sentó, Brock vio que su hermana titubeaba un poco, incluso parecía algo nerviosa.

—¿Dónde has estado? —preguntó.

—Yo… salí a dar un paseo —replicó Kerra.

La tía Corinne le sirvió a Kerra una cucharada de huevos revueltos.

—No estabas aquí cuando Drew se fue a trabajar.

—Lo siento —dijo Kerra.

—¿Has visto si tenemos grietas en nuestro camino de entrada? —preguntó Teáncum.

—No me he fijado —dijo Kerra.

De pronto el abuelo Lee entró por la puerta principal y los niños le saludaron, encantados de verle. Tessa se levantó para darle un abrazo.

—Sólo quería asegurarme de que estaban todos bien.

—Estamos todos bien —dijo la tía Corinne—. ¿Has desayunado, papá?

—Bueno, ya que insistes —dijo tomando el asiento junto a Kerra.

Skyler le dijo a su abuelo:

—Varios geólogos van a venir hoy. Creen que el epicentro ha tenido lugar aquí mismo, en medio de nuestra hondonada, así que van a hacer una inspección de toda la zona.

Kerra se quedó inmóvil.

—¿Cómo lo sabes? —dijo alarmada.

—Llamaron hace media hora —respondió Corinne.

Se acabó, nada de eso de dejarlo para más tarde. Kerra empezó a levantarse.

—Tengo que irme.

La tía Corinne frunció el ceño.

—¡Espera! Ni siquiera has probado la…

Pero Kerra ya estaba en camino a la puerta. Se volvió y dijo retrocediendo:

—Lo siento. N—no tengo hambre. Por favor, yo… volveré enseguida.

Se marchó de casa a toda velocidad. Brock la observó alejarse, lleno de curiosidad.

Con menos miedo esta vez, pero aún con un sentimiento abrumador de incertidumbre acerca de lo que iba a ver, Kerra se acercó al claro. Llegó a la grieta que corría a lo largo del límite del claro y pensó para sí misma: «La fisura… Aquí está la barrera, el punto de cruce».

Este era el lugar en el que las dos realidades se mezclaban y confundían la una con la otra, como el agua fresca del río Santa Clara mezclándose con el oleado y salado océano Pacífico. Al otro lado de este lugar dos realidades se convertían en una. Pero, ¿cuál era su realidad? ¿Cómo estaba definida? ¿Era él de otro tiempo? ¿De otro Universo? Kerra tembló de exasperación; había visto demasiadas películas de ciencia ficción. Lo más probable era que él fuese… ¿qué? No sabía ni por donde empezar a especular. A lo mejor las películas de ciencia ficción habían dado en el clavo.

Con cuidado, cruzó la fisura de un paso, con los ojos fijos en la piedra que estaba en el centro y dando dos pasos más para salir de entre los cardos. Pero el claro estaba vacío; el hombre de ropa y equipo de batalla antiguos no estaba a la vista. Sus ojos recorrieron el claro con rapidez, tratando de enfocarlo todo a la vez. Dio varios pasos más, recelosa como un leopardo. Tal vez la barrera no era la fisura, tal vez estaba varios metros más allá. ¿Cuánto medía exactamente esta «zona de mezcla»? ¿Un metro cuadrado? ¿Cien?

Llegó a la piedra en el centro del claro; no parecía que hubiese nada fuera de lo común. Los pájaros cantaban desde sus ramas. Incluso el sonido había desaparecido, los Silbadores. Por lo visto el fenómeno se había desvanecido con la salida del sol. Se preguntó si el suceso estaba conectado de algún modo con la oscuridad o el crepúsculo, ¿o se había acabado de una vez por todas? ¿Se había arreglado la brecha? ¿Había curado la realidad su propia herida?

Se dejó caer pesadamente sobre la piedra, con el corazón contraído. Se había ido. La fantasía de su niñez había vuelto a la vida y se había esfumado otra vez, con la misma rapidez con la que había llegado.

—Has vuelto.

Se volvió bruscamente; la voz llegaba desde sus espaldas. Kiddoni estaba de pie en el mismo lado de la fisura, justo al otro lado de los cardos. Llevaba su espada de cristal volcánico atada detrás del hombro; había bajado su escudo y aún tenía su casco, aunque lo llevaba equilibrado en el pliegue del codo. Kerra percibió en sus ojos la misma vulnerabilidad que había visto unos instantes antes de huir de nuevo hacia la casa. Se puso de pie y reparó en que respirar seguía siendo sorprendentemente difícil.

—Eres tú, ¿verdad? ¿Sakerra?

Ella asintió.

Él sonrió —una sonrisa infantil de alegría— en un gesto totalmente fuera de lugar con su armadura y todas esas armas de aspecto sanguinario.

—Has crecido —dijo él.

—Tú también —dijo Kerra tragando saliva.

—Debo de haber venido aquí mil veces después… después de que tú dejaras de venir —Kerra percibió en sus ojos un asomo de dolor—, ¿Por qué? ¿Por qué dejaste de venir?

—Yo… no pude…

—Elegí este lugar como mi puesto, en medio de esta jungla, en estas tierras salvajes. Es mi lugar favorito en todo el mundo. Pero sólo por ti, porque tenía la esperanza de que algún día tú… que algún día yo volvería a verte.

Kerra se sentó otra vez sobre la piedra.

—Vaya… —dijo un poco mareada. Casi sonaba como una imprecación. Se sentía totalmente abrumada y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas otra vez.

—No llores, por favor —dijo Kiddoni—. Solías llorar mucho cuando éramos pequeños, pero nunca pude comprender por qué razón lloraría un ángel.

—Dejé de creer en ti. No pude creer en ti… —levantó la vista para mirarle a los ojos—. ¿Qué me has llamado?

Titubeó un instante antes de repetir:

—Un ángel.

Kerra ladeó la cabeza, sorprendida.

—Eso es lo que eres, ¿no? Mi padre solía pensar que eras un demonio, pero yo le dije que no. Sólo un ángel podría ser tan hermoso.

—No me llames eso —dijo Kerra—. Soy un ángel tanto como puede serlo Della Reese.

Ahora le tocó a Kiddoni parecer confuso.

—No importa —dijo mirándole fijamente. En su mente, como brillantes luces de neón, ardían todas las preguntas que nunca había hecho, preguntas que no habían tenido ninguna importancia para una niña de cinco años, pero que parecían ser vitales ahora Le miró con los ojos entrecerrados, concentrándose totalmente en él.

—¿Qué eres, Kiddonl?

Él consideró su pregunta y se irguió orgullosamente al anunciar.

—Soy un nefita, un descendiente de la tribu de José y un descendiente del Padre Lehi que guió a nuestros antepasados a través de las Grandes Aguas. Y soy un guerrero en el ejército de Gidglddoni, liste es mi puesto—, estoy de guardia, al acecho de espías enemigos.

Kerra arrugó la nariz.

—¿Espías enemigos?

—Los ladrones de Gadiantón —aclaró con una gota de veneno en su voz—. Estos bosques y montañas están infestados de ellos. Mi pueblo ha reunido todas sus posesiones y ha venido a mi tierra natal de Zarahemla para defenderse.

Kerra abrió los ojos enormemente e intentó pronunciar la palabra.

—¿Zara—hem…?

Kiddoni entrecerró un ojo, con un aire de sospecha.

—Si no eres un ángel, ¿qué eres?

—Una muchacha —replicó ella—. Solamente una muchacha. Mi tierra se llama Estados Unidos. Esto… —levantó los brazos—, todo esto es Estados Unidos. En concreto, Utah. Hacia allí hay un pueblo pequeño llamado Leeds. Y otro, llamado Saint George, está justo…

Él negó con la cabeza, casi como si su inteligencia acabase de ser insultada.

—No hay poblados por allí —señaló hacia el Norte—. Zarahemla está por allá, a través de la jungla.

—Me temo que aquí no hay ninguna jungla, al menos no en mi universo. Es desierto, en su mayoría —dijo ella negando con un gesto de cabeza.

—¿Mi… qué?

—Universo —Kerra se dio cuenta de que sólo le estaba confundiendo más—, No espero que comprendas, casi no lo entiendo yo tampoco. Escucha, Kiddoni, creo que tú y yo vivimos en dos universos. Dos fases de la realidad separadas.

Kiddoni estaba completamente desconcertado.

Kerra persistió.

—Tal vez ocupamos el mismo pedazo de tierra, pero… pero nunca nos vemos el uno al otro, excepto en este pedazo aquí mismo, ¿comprendes?

Sacudió la cabeza. Kerra soltó un suspiro de frustración; era obvio que necesitaba sentarlo en una silla frente al televisor para ver algunos episodios de Star Trek y ponerlo al día.

Kiddoni estalló, diciendo:

—Ésta es, y siempre ha sido, la tierra de Zarahemla, la tierra de mis antepasados; nombrada así por el primer hombre que la poseyó —Zarahemla—, un descendiente de Mulek, hijo del rey Sedequías de la Antigua Jerusalén, el cual cruzó las Grandes Aguas para huir de la gran destrucción infligida por Babilonia bajo la mano brutal de…

Kerra se enderezó cuando algo le llamó la atención.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

Kiddoni se calló momentáneamente.

—¿En qué parte?

—En la de la Antigua Jerusalén, Babilonia. ¿Tu pueblo vino de Oriente Medio? ¿Vinieron de… de Israel?

—Sí —dijo Kiddoni frunciendo el entrecejo.

Kerra se llevó la mano a la frente en señal de asombro.

—Eres del pasado.

—¿De dónde? —dijo él levantando una ceja.

—¡Del pasado! ¿No lo ves? Eres de una tierra que dejó de existir hace… no sé. ¡Quizás miles de años! ¡Kiddoni, yo vengo de tu futuro!

Él se quedó de pie, inmóvil, asimilándolo todo. Finalmente, replicó.

—Esto es absurdo.

Kerra se mostró comprensiva.

—Oye, lo siento. Sé que tiene que ser difícil para ti digerirlo todo.

Ahora sí que se sentía insultado.

—No soy tonto. ¿Por qué soy yo el que tiene que estar en el pasado? A lo mejor eres tú la que está en el pasado.

Ella negó con la cabeza.

—No, lo siento mucho. Es…

—¿Por qué estás tan segura?

—Por lo que has dicho, acerca de la Antigua Jerusalén y Babilonia… —decidió probar otra táctica—. ¿Cuánto tiempo hace que tu pueblo cruzó el océano?

—Seiscientos años —respondió rápidamente, como si la prontitud de sus respuesta pudiese fortalecer su argumentación.

—Seiscientos años —se concentró—. Así que sería…

Él contestó por ella:

—… el sexto mes del año diecinueve después de la señal del nacimiento de nuestro Señor. En unos pocos años habrá…

—Espera, espera, espera… —dijo Kerra—. ¿Qué Señor?

—Jesús, el Mesías, claro.

—¿Cómo? —dijo Kerra boquiabierta.

—¿Nunca has oído hablar de Jesús, el Mesías? Entonces no eres del futuro. En el futuro todos habrán oído el nombre de…

—No, no, claro que he oído hablar de Jesucristo —dijo Kerra—. Es sólo que no era consciente de que… Simplemente no sabía que alguien aquí hubiera… es decir, desde luego que la gente de este continente ha oído el nombre de Jesús desde el siglo XVI, cuando los españoles llegaron y conquistaron, pero… ¡oh, no!

Kerra cayó en la cuenta de lo que acababa de hacer. Le había revelado su destino a un hombre, el destino de su pueblo. Intentó ponerse en su lugar, y se dio cuenta de que, aunque todos creen que les gustaría conocer su futuro, cuando llega el momento de la verdad…

—No ha sido mi intención… —continuó Kerra.

De repente se oyó la voz de Brock que provenía de la densa maleza, a unos veinte metros detrás de ellos.

—¡Kerra!

Se volvieron hacia el lugar de donde venía la llamada. Kiddoni adoptó inmediatamente una postura de defensa y sacó el arma que llevaba al hombro.

—No pasa nada —intentó asegurarle Kerra—. Es mi hermano.

Kiddoni la miró, como si estuviese juzgando si decía la verdad o no. Entonces dijo:

—Haz que baje la voz, antes de que el bosque culero se llene de…

—Voy a buscarle —dijo Kerra—. La verdad es que sólo vine para avisarte de que va a venir gente.

—¿Gadiantones?

—No. Geólogos. Gente de mi mundo. Son… olvídalo. Sólo mantente alejado de este lugar durante un tiempo, uno o dos días.

—No puedo abandonar mi puesto —dijo Kiddoni.

—¡Entonces escóndete! —dijo Kerra frustrada—. ¡Por favor! Si te encuentran aquí, quién sabe lo que…

Brock la llamó otra vez; parecía como si se hubiese quedado atrapado. Seguro que había intentado seguirla y se había quedado enganchado en las zarzas.

—Tengo que irme —dijo Kerra dirigiéndose al borde del claro.

—¡Espera! —dijo Kiddoni bruscamente. Por lo visto se había cansado de las idas y venidas de esta muchacha. Se plantó delante de ella para tratar de prohibirle el paso; pero, aunque Kerra se preparó para chocar contra el pecho de Kiddoni, no sintió absolutamente nada. ¡Su cuerpo pasó directamente a través del suyo! Acababa de atravesar al nefita como si se tratase de Casper, el fantasma amistoso. Se dio la vuelta rápidamente y vio que él no se había movido. Perplejos, se miraron el uno al otro. Finalmente, Kerra dio media vuelta y se fue, dejándolo atrás, y encaminándose hacia el lugar de donde procedía la voz de su hermano.

Lo encontró un instante después; se había quedado enganchado en un nido de maleza y zarzas, tal y como ella había pensado.

—¡No puedes salir por ahí! —le avisó ella—. ¡Da la vuelta!

—Estoy atrapado —gruñó Brock—. ¿Con quién estabas hablando?

—Con nadie. Quédate quieto. Voy a entrar por el otro lado.

Después de rescatarle, Kerra insistió en que regresaran a casa. Siguió haciéndose la inocente pero a Brock no podía engañarlo.

—Sé muy bien lo que he oído —dijo.

—No, no lo sabes —dijo Kerra obstinadamente.

Varias horas más tarde, mientras seguían discutiendo sobre lo mismo, varias camionetas blancas, llenas de geólogos y otros empleados estatales, se detuvieron a lo largo del camino de entrada a la casa. Sherilyn les había oído discutir por casualidad, mientras Kerra negaba las acusaciones de Brock. Su imaginación se ocupó del resto. Mientras permanecían de pie junto a la ventana del salón, observando la llegada de las camionetas, le preguntó a Kerra:

—¿Has visto realmente a alguien? ¿A uno de los fantasmas del abuelo?

—¡NO! —soltó Kerra de repente—. ¡No he visto a NADIE! ¡Déjenme en paz de una vez! ¡Todos!

Estaba harta de todos ellos. Kerra salió de casa por tercera vez ese día. Al pasar por delante de las tres camionetas blancas, los geólogos levantaron la vista de sus sujetapapeles y taquímetros. Uno de ellos incluso lanzó un silbido de admiración al verla, pero Kerra no se dejó distraer de su objetivo.

Había llegado el momento de hacerle ciertas preguntas a su abuelo.

→ Capítulo 8

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