Andar por la Fe

2
NATURALEZA DIVINA


Influencia en vez de poder

A fin de poder entender las bendiciones completas del plan de nuestro Padre relacionadas con el poder y autoridad del sacerdocio, cada joven y cada jovencita debe prepararse para hacer su parte. Si bien los deberes y las responsabilidades, la influencia así como las investiduras innatas de los muchachos y las jóvenes son diferentes, yo creo que su preparación para recibir las bendiciones completas del sacerdocio es más parecida que distinta.

Empecemos por el principio, por lo menos al comienzo de nues­tra vida terrenal, y consideremos esos tiempos cuando el poder y la autoridad del sacerdocio llegaron a ser muy importantes para nosotros personalmente.

Cuando llegamos a esta vida terrenal como pequeños infantes, recibimos una bendición y un nombre de parte de una persona que poseía la autoridad para obrar en el nombre de Dios. Empezamos nuestra misión terrenal y nuestros nombres fueron anotados en los registros de la Iglesia.

Esta norma fue observada aún antes del nacimiento de nuestro Salvador, cuando Zacarías y Elizabeth presentaron a su hijo para que recibiera su nombre terrenal y una bendición. El nombre del niño había sido revelado por un ángel. Había de ser conocido como Juan, el precursor de Jesucristo. Por el poder del sacerdocio fue dada esta bendición.

Cuando somos bautizados y llegamos a ser miembros de la Iglesia de Jesucristo, participamos de la primera ordenanza del sacerdocio en la cual hacemos convenios. Esto abrió la puerta para que pudiéramos iniciar el camino hacia nuestro Padre Celestial. Fuimos bautizados mediante el mismo poder y autoridad que Juan ejerció cuando bautizó a Jesucristo, nuestro Salvador, en el río Jordán.

El don del Espíritu Santo sigue al bautismo y constituye la siguiente ordenanza esencial del Evangelio. Sobre cada uno de noso­tros posan las manos de alguien con la autoridad del Sacerdocio de Melquisedec y por ese poder fuimos bendecidos para recibir el Espíritu Santo. El Espíritu Santo puede ser nuestro compañero cons­tante a lo largo de toda la vida. Se nos confiere para guiarnos, ense­ñarnos, inspirarnos y darnos testimonio acerca de la realidad del Salvador así como de las verdades del Evangelio restaurado.

Muchas de nosotras hemos tenido o tendremos otras experiencias con las bendiciones y el poder del sacerdocio así como con el don del Espíritu Santo. Algunos jóvenes son llamados y apartados por alguien que tiene la autoridad, para servir en un quórum o para pre­sidir en alguna clase. Cuando somos apartados se ponen las manos sobre nuestra cabeza y recibimos el poder o la autoridad para ejercer ese oficio al cual hemos sido llamados.

Una presidenta de Laureles lo explicó de esta manera: «Fuí lla­mada a ser presidenta de una clase de diecisiete jóvenes y el obispo me dijo que tenía la responsabilidad de ayudarlas. Estaba muerta de miedo. Ni siquiera estaba segura de saber quiénes eran. Entonces me dijo que escogiera a mis consejeras, recordándome de la necesidad de preguntarle al Señor por medio de la oración. Me preguntaba cómo funcionaría eso—¿cómo iba a saber a quién quería el Señor? Escribí diecisiete nombres en un papel», continuó diciendo, «Entonces oré en cuanto a esos nombres. Seguí pensando, orando y tachando los nombres por tres días. Cuando quedaban sólo dos nombres, tuve un fuerte sentimiento de saber a quiénes quería nuestro Padre Celestial. ¡Así es como funciona!» (New Era, mayo de 1974, pág. 14).

Es apropiado para ella y para cada una de nosotras reconocer y atestiguar del poder del Espíritu Santo al buscar inspiración en cuanto a los llamamientos que recibimos de nuestro Padre Celestial por medio del obispo.

El poder del sacerdocio así como la importancia de su restaura­ción y sus bendiciones llegaron a tener un significado especial en mi vida cuando tenía apenas quince años. Mis padres estaban lejos de nuestro hogar y mi abuela se estaba quedando conmigo. Mientras estaban lejos, se me desarrolló una infección seria en el oído y me llevaron de emergencia al hospital. La infección requería cirugía mayor, la cual llevaron a cabo inmediatamente. Después de la opera­ción, oí a uno de los médicos decirle a una de las enfermeras que el daño en mi oído había sido tan severo que perdería permanentemente tanto mi capacidad para oír como el equilibrio.

Cuando mis padres llegaron al hospital y se dieron cuenta de lo grave de mi situación, supieron lo que tenían que hacer. Mi padre y otro poseedor del sacerdocio, teniendo el poder y la autoridad para actuar en el nombre de Dios, me dieron una bendición, usando aceite que había sido consagrado por el sacerdocio para sanar a los enfer­mos. Mi padre puso sus dos manos sobre mi cabeza rasurada, la cual estaba casi totalmente cubierta de gasas y me dio una bendición. También mi mamá recibió la impresión de poner mi nombre en cír­culo de oración del Templo de Alberta, en donde aquellos que asistie­ran se unirían con fe en oración por mí. Era la primera vez que yo me enteraba de que las personas podían poner su nombre en la lista de oración del templo. Con el tiempo, a través de la fe y del poder del sacerdocio, sané completamente.

Como miembros de la Iglesia, ¿han sentido el poder del sacerdo­cio en las unciones y bendiciones que han recibido? ¿Han recibido bendiciones de sus padres? ¿Le han pedido a su padre que les dé una bendición en momentos especiales de necesidad—como por ejemplo al inicio de un nuevo año escolar, o durante tiempos de desánimo, o cuando están cumpliendo con una responsabilidad muy pesada o cuando están luchando por obtener una mayor comprensión? Éstos son tiempos en que pueden recibir esa fuerza que necesitan. En la ausencia de su padre, pueden pedirles a sus maestros orientadores, al obispo, o a un amigo especial quien haya sido ordenado para actuar en el nombre de Dios, que les dé una bendición. Sé que tales bendiciones pueden ser de gran consuelo para ustedes. Lo han sido para mí y pueden serlo para ustedes.

Están en una edad en la que piensan acerca de ciertas cosas y toman decisiones importantes en cuanto a ellas. Algunas veces son decisiones difíciles que afectarán el resto de sus vidas. Como miembros de la Iglesia, tienen el privilegio de recibir aún otra bendición única del sacerdocio: su bendición patriarcal. De acuerdo con su dig­nidad y cuando la soliciten, esta bendición les puede ser conferida por un patriarca ordenado de Dios a este llamamiento especial. La bendición patriarcal les puede servir de guía con las promesas que se hacen basadas en su fidelidad en guardar los mandamientos. Cuando tenía dieciséis años, el hermano Andrews, el patriarca de nuestra estaca, puso sus manos sobre mi cabeza y declaró mi linaje y me dio una bendición patriarcal. Esta bendición ha sido para mí una gran fuente de fortaleza a lo largo de mi vida. A través de los años, cuando han pesado sobre mi mente preguntas a las que no he podido encon­trar respuesta, he leído y vuelto a leer mi bendición cientos de veces. Ha sido un ancla, un consuelo, y una guía para mí. Mediante la autoridad del sacerdocio, la bendición patriarcal puede también ser para ustedes una guía y una ayuda durante toda su vida.

Otra de las grandes ordenanzas del sacerdocio designada para bendecirnos fue instituida por el Señor cuando se estaban acercando los últimos momentos de Su ministerio terrenal. Durante la última cena con Sus apóstoles, partió y bendijo el pan y lo pasó a ellos diciendo: «Tomad, comed; esto es en memoria de mi cuerpo el cual doy como rescate por vosotros». Entonces tomó una taza y dio gra­cias y la pasó a ellos diciendo: «Porque esto es en memoria de mi sangre del nuevo pacto, que es derramada por cuantos crean en mi nombre, para remisión de sus pecados» (TJS Mateo 26:22-24).

Todos los domingos, jóvenes poseedores del Sacerdocio Aarónico preparan y administran la sagrada ordenanza de la Santa Cena. Con el fin de fijar orden y gobierno sabio, nuestro Padre Celestial ha con­ferido el sacerdocio a los varones con las responsabilidades administrativas adherentes. Aún cuando es el deber de los poseedores del Sacerdocio Aarónico preparar y bendecir estos emblemas sagrados, todos los miembros dignos tienen el privilegio de participar y recibir las bendiciones prometidas dentro de esta ordenanza del sacerdocio.

Es también por medio de la autoridad del sacerdocio que son apartados tanto los hombres como las mujeres jóvenes, como mensa­jeros de verdad para enseñar el Evangelio cuando reciben el llamamiento de un profeta del Señor de servir como misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

De igual manera, en la Casa del Señor, el templo, todas las cosas se hacen mediante el poder y la autoridad del sacerdocio. En el tem­plo, el hombre y la mujer son investidos y hacen convenios sagrados del sacerdocio que son acompañados por promesas y bendiciones. Un día, todo joven y jovencita tendrán el privilegio y la oportunidad—si no en esta vida, en la eternidad—de concertar un matrimonio celestial y una familia eterna. Las bendiciones más altas del sacer­docio son conferidas sólo a un hombre y una mujer juntos en el tem­plo. Esta ordenanza del sacerdocio es necesaria para la exaltación en el grado más alto de gloria del reino celestial. Como dijo el Apóstol Pablo: «Pero en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón» (1 Corintios 11:11). Ellos son verdaderamente socios en las bendiciones del sacerdocio.

Así es que nos congregamos y nos regocijamos juntas al volver a contar las bendiciones que cada una de nosotras recibe como resul­tado del sacerdocio. Es un poder que nos bendice cada día y nos prepara para la eternidad.

Gracias a la restauración de la Iglesia en esta dispensación, las ordenanzas y los convenios que distinguen a los hombres y mujeres jóvenes del mundo están disponibles a todas las personas. Esto es de acuerdo con el plan de nuestro Padre Celestial. El preámbulo de los Valores de las Mujeres Jóvenes declara que toda mujer joven debe prepararse para hacer y guardar convenios sagrados, recibir las orde­nanzas del templo, y disfrutar de las bendiciones de la exaltación.

Conocemos muy bien cuáles son los deberes y responsabilidades de los jóvenes poseedores del Sacerdocio Aarónico. Pero, ¿qué deci­mos de nuestras mujeres jóvenes? ¿Cuál es su llamamiento? El presidente Spencer W. Kimball dijo: «El ser una mujer virtuosa es una cosa gloriosa en cualquier época. El ser una mujer virtuosa en las escenas culminantes de esta tierra antes de la Segunda Venida de nuestro Salvador es un llamamiento especialmente noble. La influencia de una mujer virtuosa puede ser diez veces mayor de lo que podría ser en tiempos más tranquilos» (Ensign, noviembre de 1978, pág. 103).

¿Cómo puede una mujer usar su influencia en este llamamiento? ¿Cómo la puede usar en rectitud? Permítanme compartir con ustedes lo que hizo una joven. Siguiendo su decisión de mantenerse firme en la verdad y la rectitud dentro de cualquier decisión difícil, recibió una carta de una amiga mayor que ella, la cual decía: «Sólo quería discul­parme por lo de anoche; me sentí orgullosa de ti por mantenerte firme en tus valores y no irte con la mayoría, lo cual es tan fácil de hacer. Quiero que sepas que me hiciste pensar dos veces y reevaluar mis propios valores sobre películas inmorales. Tu ejemplo ha hecho que me esfuerce más por escuchar el consejo de la Iglesia sobre este asunto. Estoy segura de que el Señor está orgulloso de ti. Gracias por tu amistad».

La edad no es una limitación. Cada una de nosotras tiene un lla­mamiento significativo. Cada joven que magnifica su llamamiento de llegar a ser una mujer virtuosa, como esta joven lo hizo, puede ayudar a destruir los poderes del adversario, impedir la propagación de por­nografía, y protegerse contra la inmoralidad. Nuestra influencia vir­tuosa puede afectar positivamente muchas cosas—el grado de amor y armonía en nuestros hogares, el número de jóvenes que proclamen el Evangelio, el comportamiento de algún amigo, el ambiente dentro de nuestros salones de clase y lugares de trabajo. El élder Russell M. Nelson ha dicho a las jóvenes de todas las edades: «Su poderosa influencia para bien se necesita hoy día como nunca antes. La influen­cia de una mujer virtuosa es grandiosa».

¿Cómo nos preparamos, como dijo el Profeta, para ser diez veces más influyentes de lo que podríamos ser en tiempos más pacíficos? Nuestra preparación viene de nuestro aprendizaje de saber «¿quiénes somos?», y «¿qué es lo que debemos hacer?» Los Valores de las Mujeres Jóvenes nos pueden guiar en esta preparación. A la pregunta, «¿Quién soy?», los valores de Fe, Naturaleza Divina y Valor Individual nos enseñan que todas somos hijas de un Padre Celestial que nos ama. Hemos heredado estas cualidades divinas. Todas somos de valor infinito con nuestra divina misión sobre la tierra.

A la pregunta, «¿Qué debo hacer?», los valores de Conocimiento, Elección y Responsabilidad, Buenas Obras e Integridad nos servirán de guía. Al buscar continuamente oportunidades de aprendizaje, aumentaremos nuestro conocimiento y testimonio del Evangelio. Seremos fortalecidas en nuestro deseo de siempre escoger lo bueno sobre lo malo y de aceptar responsabilidad por nuestras decisiones. Aprenderemos a nutrir a los demás y desempeñaremos un papel prin­cipal en la edificación del reino de Dios a través de un servicio vir­tuoso, empezando con nuestra propia familia. Finalmente, desarrolla­remos el valor moral para que nuestras acciones siempre sean compa­tibles con nuestro conocimiento de lo bueno y lo malo, permitiéndo­nos ser testigos de Cristo «en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar» (Mosíah 18:9).

Al estudiar los Valores de las Mujeres Jóvenes con sus referencias de las Escrituras, nos ayudarán a ejercer una influencia virtuosa. Y conforme usemos las virtudes como guías para nuestro diario vivir, el Señor nos fortalecerá y Su Espíritu traerá a nosotras un maravilloso despertar. Empezaremos a comprender el significado de ser «una luz en el Señor» y de «[andar] como hijos de luz» (Efesios 5:8-9).

Algunas veces he caminado al atardecer en los montes cerca de mi casa. Contemplo la puesta del sol al oeste sobre el lago y veo las sombras extenderse hasta cubrir gradualmente con obscuridad los lugares tan familiares para mí. De repente me siento sola y un poco insegura. Pero entonces sucede un pequeño milagro. Una por una empiezan aparecer las luces—en las casas, por las calles, y aun en la obscuridad envolvente—y nuevamente recobro mi sentido de direc­ción. Reconfortada y animada por la luz, encuentro mi camino de regreso a casa.

Cada una de nosotras es como esas luces. En un mundo que aumenta en obscuridad, en donde el adversario está haciendo todo lo que puede para eliminar la luz y obscurecer todo lo que es familiar para nosotros, la palabras del Salvador amorosamente nos imploran.-«Alzad, pues, vuestra luz . . .» (3 Nefi 18:24).

No es ni poder ni autoridad sino más bien la fuerza de nuestra luz, de nuestro gran ejemplo y de nuestra influencia lo que influye significativamente en el crecimiento espiritual de la Iglesia en los últi­mos días.

«Las mujeres fueron ordenadas . . . para ser guías y luces en rec­titud», dijo el élder Bruce R. McConkie (Ensign, enero de 1979, pág. 63)- Yo les prometo que si siguen el ejemplo del Salvador, viven los principios del Evangelio, y se mantienen firmes en la verdad y la rec­titud, llegarán a ser llenas de luz y darán vida y luz a los demás. Ésta es la misión gloriosa de las mujeres jóvenes.


¿Quién eres tú, al fin y al cabo?


Una tarde, ya casi de noche, en el aeropuerto de San José, California, la gente se estaba aglomerando en espera de que apare­ciera su equipaje en el carrusel, con muy pocos lugares para sentarse a esperar. Los ruidos familiares del aeropuerto aumentaron la impa­ciencia de los viajeros. Como grupo de personas extrañas los unos para los otros, cada uno de nosotros estaba interesado en su propio destino.

Contra la pared cerca de la puerta de salida, una anciana encor­vada se encontraba sentada en una de las pocas bancas que había en la sala de espera, y tenía un par de cajas amarradas con un cordel en el suelo junto a sus pies. Me acerqué a ella y la observé. Parecía no haberse percatado de mi presencia. Retorcía una y otra vez sus manos manchadas por la edad, mientras que se le formaban unas líneas profundas en su frente. Muchas personas pasaron junto a ella sin pres­tarle mayor atención mientras que ella mantenía firme su vista en la puerta de salida.

Acercándome un poco más, le pregunté: «¿Podría ayudarla de alguna manera?» Alzó la mirada, sorprendida y entonces dijo: «Tenía que haberme reunido con mi hija al frente del edificio. Ella dijo que me recogería, pero no se adónde ir y no puedo cargar mis cosas».

Juntas pasamos por la puerta grande con sus paquetes y encon­tramos una banca cerca del lugar en donde la gente esperaba ser recogida. Me preguntaba cuánto tiempo habría estado esperando allí y si su hija tenía alguna idea de lo asustada e insegura que se sentía su madre al estar en ese lugar desconocido. ¿Podrían haberse hecho mejores arreglos de vuelo para esa señora anciana, quien parecía estar tan sola, temerosa e insegura? La viajera, angustiada, lentamente se volvió a sentar acercando sus paquetes a ella y mirando hacia arriba a través de su lentes, preguntó: «Bueno, y a todo esto, ¿quién eres tú, al fin y al cabo? Has de ser alguien».

Le di mi nombre y entonces le pregunté a la desconocida anciana, encorvada con el peso y las preocupaciones de los años: «¿Quién es usted?». «Ah, no soy nadie», respondió. ¿Nadie? pensé. Es la madre de alguien y es … En ese momento se acercó un automóvil y una mujer en ropas finas, de mediana edad, bajó de él y se apresuró hacia la anciana. «Es ella. Es mi hija,» me dijo la mujer.

La hija, sin siquiera saludar o darle la bienvenida a su madre, la tomó del brazo y se apresuró con ella hacia su automóvil, demasiado aprisa para aquellas piernas gastadas y cansadas. Quizá su impacien­cia se debió a que estaba estacionada en doble fila. Esperaba que tal hubiera sido la explicación de su impaciencia. Cuando la madre estaba sentada en el auto, la hija regresó a la banca y recogió los paquetes, los cuales se veían ahora fuera de lugar dada la apariencia de la hija y su elegante vehículo. Se sentó en el asiento del conductor, su madre junto a ella apenas pudiéndole ver la cabeza por la ventana, y juntas se alejaron.  

Desde ese día en San José, a menudo oigo aquella voz cansada diciendo: «Ah, no soy nadie». Exactamente ¿cuántos «nadies» existen en este mundo? ¿Y cuántos que se consideran «alguien»? ¿Y cómo se puede distinguir entre los dos?

Un bello día de abril en Londres, Inglaterra, nuevamente vino a mi mente esa pregunta. Llegamos al aeropuerto de Heathrow y toma­mos un taxi hasta nuestro hotel pasando por el Palacio de Buckingham. Eran las tres de la tarde y un gran número de personas se acercaba al palacio. Al transitar por la calle opuesta a la entrada del palacio, vimos a oficiales de policía uniformados sobre lustrosos caballos negros. Algunos escolares con uniformes color azul marino con botones dorados, quienes se veían tan formales como los mismos oficiales de la ley, llevaban hermosos ramilletes de narcisos de un bri­llante color amarillo. «Ciertamente esto no es algo que ocurre regu­larmente», dije, y el chofer del taxi me informó que todo esto era en celebración del cumpleaños de la reina Elizabeth. La celebración empezaría a las cuatro de la tarde cuando los niños se reunirían al frente del gran palacio y comenzarían a cantar. Quince minutos des­pués, la reina de Inglaterra, la reina Elizabeth II, aparecería en el bal­cón y todos podrían participar del histórico evento cantándole «feliz cumpleaños».

En mi mente, recordé mi niñez y cómo mi abuela, quien provenía de Inglaterra, me recitaba una poesía infantil. «Gatito, gatito, ¿en dónde has estado? Estuve en Londres y a la reina he visitado. Gatito, gatito, ¿qué hiciste tú allí? Hasta abajo de una silla a un ratón corrí». Recordé la cantidad de veces que mi madre me había contado acerca de la reina y que yo podría ser como una princesa si hacía todas las cosas que debía hacer una princesa, «como tener buenos modales en la mesa, aun cuando estuvieras comiendo sola», ella diría. Me leía acerca de cómo los vestidos de la reina tenían unas pequeñas pesas en el dobladillo para que cuando estuviera en público y soplara el viento nunca se encontrara en una situación embarazosa para alguien en su posición. Mis hermanas y yo coleccionábamos fotografías de la reina y hacíamos álbumes con los recortes. En mi tierra natal, Canadá, casi todos los eventos públicos terminaban con la multitud cantando «Dios guarde a la reina.»

Pueden estar seguras de que a las cuatro en punto de la tarde yo estaba frente al Palacio de Buckingham, el mismo lugar del cual años atrás había coleccionado fotografías. Miré en torno a mí a las perso­nas, jóvenes y ancianos, pobres y ricos. Los observé mientras perma­necían de pie con los ojos fijos en el balcón, el cual estaba decorado con banderines de colores rojo, blanco y azul. A las cuatro, los niños empezaron a cantar. Quince minutos después el silencio cayó sobre la multitud. Se abrieron las puertas del balcón y salieron seis hombres en elegantes uniformes con cometas. Alzaron sus instrumentos, con banderines grandes colgando de cada una de ellos y tocaron una ani­mada fanfarria. Entonces la multitud empezó a vitorear cuando la reina apareció. Estaba vestida con un traje amarillo y como si les diera una señal, los niños alzaron sus narcisos y cantaron una canción espe­cial de cumpleaños. La reina saludó a la gente. Muchas de las perso­nas en la multitud tenían lágrimas en los ojos. Para sorpresa mía, yo también me emocioné al pensar en la historia de aquella familia real—su nobleza, su ejemplo, su servicio al país, su lealtad y su rea­leza. Allí estaba parada la Reina de Inglaterra, una verdadera «alguien» rodeada de sus subditos, su reino y su imperio.

No creo que nadie le haya preguntado jamás a la reina Elizabeth: «¿Quién eres tú?» Y si lo hicieran, todos podrían responder: «Ella es la Reina de Inglaterra» y nada más se tendría que decir.

¿Es el poder y la autoridad, la popularidad, el prestigio y la posi­ción lo que hace que la gente se convierta en «alguien»? Mi mente corrió del Palacio de Buckingham al aeropuerto de San José, California; de la Reina de Inglaterra a la ancianita que me dijo: «Ah, yo no soy nadie».

En el libro Raíces, el autor Alex Haley dice: «En todos nosotros existe el hambre, tan profunda como la médula misma, de conocer nuestras raíces, de saber quiénes somos y de dónde venimos. Sin este conocimiento valioso sólo existe un anhelo hueco. No importa cuá­ les sean nuestros logros en la vida, todavía queda un vacío, una sole­dad inquietante».        

Cuando sabemos quiénes somos, tenemos un gran sentido de bienestar, una razón de ser, una reverencia por la vida y un sentido de quiénes podemos llegar a ser. El presidente George Q. Cannon, uno de los consejeros en la Primera Presidencia hace casi un siglo, enseñó: «Nosotros somos hijos de Dios, y como tales no existe nin­gún don que le hayamos atribuido a Él que no tengamos nosotros, aún cuando estén en embrión o dormidos».

El élder Bruce R. McConkie nos ha dicho algo respecto a llegar a ser reinas: «Si hombres justos tienen el poder mediante el Evangelio y su ordenanza culminante del matrimonio celestial, de llegar a ser reyes y sacerdotes para reinar en la exaltación para siempre, tiene sentido afirmar que las mujeres que están a su lado (sin las cuales no podrían obtener la exaltación) serán reinas y sacerdotisas. La exalta­ción se obtiene a través de la unión eterna de un hombre y una mujer» (Mormon Doctrine, Bookcraft, 1966, pág. 613).

Yo le quería decir a la anciana en San José que ella podría llegar a ser una reina. Yo le quería hablar acerca del Evangelio de Jesucristo. Yo le quería decir a la Reina de Inglaterra que ella también podría seguir siendo reina no sólo de Inglaterra sino eternamente en el reino de Dios. Yo quiero que cada mujer, joven o mayor, que sienta que no es «nadie», así como a todas aquellas que sienten que son «alguien», sepan que en el Evangelio de Jesucristo cada una puede llegar a ser una reina a través de la ordenanza del matrimonio celes­tial en los sagrados templos de Dios.

Al observar la multitud en la celebración del cumpleaños de la Reina, yo hubiera deseado pararme en el balcón del Palacio de Buckingham y gritarle a cada mujer joven que oyera mi voz. «¡Ustedes son ‘alguien’!»

Entonces les habría hablado acerca de los Valores de las Mujeres Jóvenes. Si fuera posible, desearía haber podido hablarles personal­mente y a cada joven decirle: «Eres hija de un Padre Celestial que te ama y que tiene un plan eterno para ti, el cual está centrado en Jesucristo, tu Salvador». Le habría dicho que ella tiene una naturaleza divina y que ha heredado cualidades divinas. Le habría hablado de su valor individual, de su valor infinito, de su propia misión divina así como de la promesa de exaltación a través de las sagradas ordenan­zas y convenios en la Casa del Señor. Le pediría a cada joven de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que le pregun­te a toda persona a quien conozca si lo ha escuchado, y si no gri­társelo claramente a todo lo que den sus pulmones: «¡Nadie es un don nadie! Todos somos ‘alguien’ en el reino de nuestro Padre Celestial!» Todas somos hijas de Dios.

«Ahora pues, a causa del convenio que habéis hecho, seréis lla­mados progenie de Cristo, hijos e hijas de él, porque he aquí, hoy él os ha engendrado espiritualmente; pues decís que vuestros corazones han cambiado por medio de la fe en su nombre; por tanto habéis nacido de él y habéis llegado a ser sus hijos y sus hijas» (Mosíah 5:7).


Eres una magnífica persona


Era nuestro último día en Hawai y yo había seleccionado cuida­dosamente varios regalos para llevar a mi familia en casa. Ya tenía varios para Kent, de cinco años de edad, pero no pude resistir com­prarle una camiseta que me llamó la atención mientras esperábamos en el aeropuerto. Cuando llegamos a casa y abrimos nuestro equipaje para entregar los recuerdos a los niños de nuestra familia, el regalo que tuvo la mayor reacción fue la camiseta que le di a Kent.

A primera vista aparentaba ser tan común como cualquier otra, de las cuales ya tenía bastantes, pero cuando su hermana leyó el mensaje impreso al frente, se convirtió en algo más. Kent inmediatamente haló y haló la camiseta sobre su cabeza listo para quitársela y ponerse su regalo con grandes letras en colores brillantes que decían: «Dentro de esta camiseta hawaiana hay un niño maravilloso». Se colocó bien su camiseta sobre su pecho y anduvo caminando por todas partes para que todos la pudieran ver. Era obvio que aquella declaración portada con tanta audacia le hacía sentir que, en efecto, era un magnífico niño, y con la camiseta puesta tenía la evidencia que lo demostraría. Salió corriendo hacia la casa de nuestros vecinos para mostrársela a sus amigos. Esa noche durmió con su camiseta puesta.

A la tarde siguiente, después de haber jugado afuera toda la mañana, su mamá le sugirió que se cambiara su camiseta. Estuvo de acuerdo sólo con la condición de que su mamá la lavara inmediata­mente y la pusiera en la secadora para que la pudiera usar tan pronto como fuera posible.

Una noche, un par de semanas después, había yo acordado cui­dar a Kent mientras sus padres salían por algunas horas. Me sorprendí al verlo con la camiseta que le había regalado. Ya para entonces estaba mostrando señales de haberse usado considerablemente. No necesitaba que nadie leyera la inscripción al frente. El sabía lo que decía y estaba ansioso de recordármelo. Señalando su pecho anunció con seguridad: «Dentro de esta camiseta hawaiana hay un niño mara­villoso», y yo estuve de acuerdo.

Cuando lo ayudé a prepararse para ir a dormir, le quité la cami­seta por la cabeza. Entonces él la dobló cuidadosamente lista para otro día. Pensé que si esa inscripción que parecía aumentar su confianza pudiera ser impresa en su piel para que la usara siempre, que nunca se la tuviera que quitar, siempre le recordaría que es un mara­villoso niño.

Le froté la espalda y le dije: «Kent, esta camisa de piel está hecha de un material muy fino». Se rió y dijo: «Frótala más.» Le seguí fro­tando la espalda mientras continuaba explicándole: «Esta camisa de piel es lavable y crece contigo. Nunca te resultará chica. Si te caes y le haces un agujero, tal como cuando te lastimas las rodillas, sanará sin que la tengas que coser. Es verdaderamente muy fina. Es como si fuera un abrigo de piel y te ves maravilloso dentro de él».

Muy seguido desde aquella noche, Kent me ha pedido que le hable acerca de ese abrigo de piel y cómo dentro de ese abrigo hay un maravilloso niño. Quiero que sepan que aun cuando su camiseta ya no le quede bien, él de todas maneras sigue siendo ese niño mara­villoso en su interior.

Algunas veces, aun cuando nos hacemos mayores, hay quienes piensan que necesitan usar cierta ropa que ellos creen hará a sus amigos notar que son especiales. Hace muchos años, cuando estaba en la preparatoria, las muchachas que eran populares usaban una cierta marca de ropa. Yo creía que si podía tener un suéter o zapatos de cierta marca nunca más sentiría una falta de confianza o inseguri­dad.

Ahora, tal como yo era de joven, muchas mujeres jóvenes quieren usar las marcas «adecuadas». De hecho, los fabricantes están tan cons­cientes de las etiquetas que hasta las cosen por fuera para que todos puedan ver la marca que usan. Y claro que las tiendas pueden cobrar precios muy altos por marcas más populares. Algunas veces la cali­dad de la marca hace que verdaderamente valga la pena pagar el costo adicional, pero por lo regular es sólo la etiqueta lo que cuesta tanto ya que es lo que da el mensaje a las demás personas de que «si uso esta marca, me hace especial.»

Una joven hasta ahorró el poco dinero de sus almuerzos durante semanas, quedándose sin comer todos los días, porque tenía hambre de la confianza que ella pensaba podría comprar con cierto tipo de marca de vestimenta con la etiqueta en la parte delantera. Otra joven vendió la etiqueta de una camisa vieja a una amiga, quien no tenía suficiente dinero para poder comprar esa marca, pues pensaba que se sentiría mejor si pudiera aunque fuera coser la marca en el cuello de su suéter.

En qué problemas se verían los fabricantes y los diseñadores si se supiera la verdad y todos entendieran lo de su propio abrigo de piel, ese maravilloso material que siempre está con nosotros y que nunca nos podrán quitar. Cuando entendemos su naturaleza divina podemos recordar que dentro de ese abrigo de piel de cada persona hay una maravillosa alma humana. Aun cuando decidamos, ya sea por elección o circunstancia, usar ropa sin marcas populares, pode­mos irradiar una confianza que haga que la gente nos pregunte: «¿De qué marca es tu ropa?» Y quizá contestemos con una sonrisa: «¿Se refiere a mi abrigo de piel? Yo le llamo divinidad». Si hubieran más preguntas al respecto, los podemos referir al diccionario : «Divinidad: Naturaleza divina y esencia del ser de Dios».

Cuando descubrimos quiénes somos realmente así como la reali­dad de nuestra naturaleza divina, siempre estaremos ansiosas de ver­nos lo mejor posible y de que nuestro comportamiento siempre sea también el mejor. Llegaremos a tener confianza, no por las etiquetas sino por lo que llevamos dentro. El conocimiento de nuestra natura­leza divina así como de nuestro valor individual nos ayudará a enten­der al Salmista cuando dijo: «¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra» (Salmos 8:4-5).

Yo le diría a cada mujer joven, en días en que su confianza en sí misma sea insuficiente y en que su ropa no sea exactamente al último grito de la moda: Cierren su puerta, háblenle a su Padre Celestial y díganle que necesitan valor y confianza adicionales ese día. Antes de dejar la intimidad y seguridad de su habitación, deténganse lo sufi­ciente para recitar los primeros tres Valores de las Mujeres Jóvenes:

«Fé’: Soy hija de un Padre Celestial que me ama, y tendré fe en su plan eterno, cuyo centro es Jesucristo, mi Salvador.

«Naturaleza divina»: He heredado cualidades divinas que me esforzaré por desarrollar.

«Valor individual»: Soy de un valor infinito y tengo una misión divina que me empeñaré en cumplir».

Ahora ya están listas para enfrentarse al día y cualquier etiqueta que estén usando o no estén usando no va a tener importancia si recuerdan quiénes son realmente por dentro de ese maravilloso abrigo de piel.

Vivan con el anhelo de la llegada de ese día en que tengan el pri­vilegio de entrar al templo, la Casa del Señor, y desde ese día en ade­lante tendrán una vestidura especial para ponerse. Cuando finalmente lo comprendan, extraerán fuerzas de esta bendición y, como Kent, querrán usar esas prendas noche y día.


El regalo


Ya tarde en la noche, las luces de Navidad refulgían como joyas cuando dejábamos la ciudad y conducíamos a través de calles cubier­tas de nieve, hacia las afueras de la ciudad. Las luces aquí no eran tan abundantes, pero cada foco de color daba belleza a las casas más humildes que parecían estar acurrucadas la una junto a la otra en la nieve que caía suavemente. Conduciendo por una calle y después por otra, intentamos con dificultad leer sus nombres cubiertos con nieve. Finalmente encontramos la dirección que buscábamos; la numeración de la casa estaba arriba de la puerta principal protegida por el sobre­saliente alero del techo. Llenaba la ventana un árbol de Navidad enorme, el cual contribuía a la intimidad de la sala con las cortinas completamente abiertas.

Abriéndonos camino por entre la nieve profunda que no había. sido retirada, tocamos el timbre de la puerta e inmediatamente fuimos recibidos por Brent, un niño de ocho años de edad. Nos invitó a pasar, La sala era pequeña pero cálida y acogedora con fuego en la chimenea. El abuelo del niño, quien tenía ochenta y seis años de edad, descansaba sobre el sofá cerca del árbol con su pierna enye­sada. Se había resbalado del techo tratando de quitar la nieve pesada que había caído la noche anterior. Nos habíamos enterado del acci­dente y quisimos visitarlo para la Navidad.

Mientras intercambiábamos saludos y abrazos, Brent estuvo parado esperando ansiosamente la primera oportunidad que se le presentara para hacer una pregunta. De una manera muy directa y franca simplemente preguntó: «¿Alguna vez han tenido la oportuni­dad de estrechar la mano del Profeta?» El ansia con que hizo la pregunta me dio razón para pensar que quizá la había ensayado en su mente varias veces en preparación a mi visita.

«Sí, Brent», dije, «he estrechado la mano del Profeta».

Sus ojos se abrieron grandes y su voz me hizo recordar el privile­gio tan grande que eso era. «¡Si tan sólo pudiera yo estrechar la mano del Profeta!», añadió. Su tono sugirió que si ésa fuera una posibilidad, sería verdaderamente el regalo más grandioso de Navidad que pudiera recibir; y si no el más grandioso, por lo menos estaría entre los mejores.

Percibiendo el amor y el respeto que Brent obviamente tenía por el Profeta y queriendo de alguna manera proveer un lazo entre el Profeta y el niño, extendí mi mano. «Brent», le dije, «esta mano es la que saludó al Profeta».

Tomó mi mano y la sacudió vigorosamente. Entonces, soltándola, examinó su mano primero de un lado y después del otro concienzu­damente. «Nunca me lavaré la mano», dijo. Considerando el problema que esta decisión podría causar, sugerí que quizá debería lavar su mano y sólo conservar el recuerdo en su mente. Esta sugerencia no era aceptable. Él tenía una mejor idea. «Muy bien,» dijo, «me lavaré la mano pero conservaré el agua». Ésa parecía una buena idea aunque supuse que sólo estaría bromeando. Poco después Brent dejó la sala. El calor del fuego y las luces del árbol crearon un ambiente maravi­lloso para nuestra visita. Juntos con los abuelos adoptivos de Brent compartimos recuerdos de navidades pasadas.

Unos cuantos minutos después regresó Brent, esta vez con una bolsa de plástico chorreando agua. Antes de que le pudieran pregun­tar, anunció con mucho orgullo: «Me lavé la mano», alzando la bolsa para que todos la viéramos. Hablamos acerca del agua en la bolsa y cómo era una conexión distante con el Profeta; y entonces continua­mos con nuestra conversación de navidades pasadas. Brent estaba sentado ante el árbol de Navidad, sus rodillas se percibían a través de sus gastados pantalones vaqueros; de reojo lo observé examinando el agua como si esperara ver alguna evidencia de que fuera bendita. El fuego estaba bajo y las luces del árbol parecían encenderse más.

Después de unos minutos Brent se paró y llevando su tesoro con él, dejó la sala. Mientras me preguntaba si lo volveríamos a ver antes de irnos, regresó—esta vez sin la bolsa de plástico con agua. Había encontrado una solución mejor para su deseo de estar cerca del Pro­feta. Parado en la puerta con su camiseta empapada por delante, explicó lo que había hecho: «Me tomé el agua», dijo.

Tan creativa solución no era para ser tomada a la ligera ni para burlarse de ella. Brent estaba serio. Estaba llevando algo importante no sólo por fuera, donde podía deshacerse de ello, sino por dentro. El agua de la mano que se había lavado con la que había estrechado la mano del Profeta ahora era parte de él por dentro y allí la llevaría. Parecía estar muy contento con su solución.

¿Habría, realmente, alguna diferencia? Me quedé pensando. ¿Qué era lo que realmente significaba para Brent? Era mucho más que el agua, estaba segura, pero en las idas y venidas de la Navidad, olvidé el incidente por unos días. Entonces, durante una reunión sacramen­tal el domingo antes de la Navidad, recibí un poco de entendimiento acerca de lo que aquel niño, quien recientemente se había bautizado, estaba sintiendo y deseando.

Se había ofrecido la oración sacramental y se estaban repartiendo los emblemas reverentemente. El domingo anterior al día de la Navidad trae consigo una cierta sensibilidad que hace que las cosas importantes sean más importantes aún—es un tiempo para reafirmar compromisos y dedicación, de tristeza por los errores cometidos, así como de resolución y esperanza de ser mejores el año siguiente. Al pasarme la bandeja sacramental la hermana sentada a mi lado, dete­niéndola mientras tomaba el vasito con agua, vino a mi mente el pensamiento: «Quiero mantener el agua adentro». Pensé en Brent, un miembro recién bautizado. Recordé el convenio bautismal. Pensé en el simbolismo del agua, el lavamiento de nuestros pecados. El vasito con agua de la cual participaría renovaría las promesas y las bendi­ciones de la expiación de Jesucristo. Era Su cumpleaños el que está­bamos celebrando. Podía escuchar en mi mente la oración sacramen­tal para el agua: «Que siempre se acuerdan de él, para que puedan tener su Espíritu consigo. Amén».

Era la Navidad, una celebración santa en conmemoración del nacimiento de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador. El simbolismo del agua era representativo de Su sangre, que fue derramada por cada uno de nosotros para que pudiéramos vivir y tener la vida eterna. Las palabras de un pequeño verso que había escuchado hacía muchos años ahora tenían un nuevo significado para mí: «Aunque Cristo en Belén naciera mil veces, si no nace en ti, tu alma en la desolación perece».

«Gracias, Brent», me dije, «por este maravilloso regalo que me has dado del deseo de tomar de esta agua—el símbolo de Su expiación— de poderla tomar por dentro para que pueda llegar a ser más parecida a Él».

Cuando lleguemos a ser más como Cristo, renovando nuestros convenios cada semana, participando del pan y del agua y compro­metiéndonos a guardar los mandamientos, podremos tener Su Espíritu con nosotros; entonces seremos más como Él y lo irradiaremos.

Alma les preguntó a los miembros de la iglesia en su tiempo: «¿Habéis recibido su imagen en vuestros rostros? ¿Habéis experimen­tado este gran cambio en vuestros corazones?» (Alma 5:14).

Janice Kapp Perry parafraseó estas preguntas en la letra de su canción: «Su luz en tu semblante»:

¿Se ha reflejado en tu semblante Su bondad?
¿Brilla la verdad en tu mirar?
Cuando venga Él, ¿te reconocerá
por ser como Él es?
¿Crees que tu actitud se lo ha de revelar?
Pues Su luz en tu semblante ha de encontrar.

Y algún día responderemos: «Sí, Él nos conocerá. Él nos conocerá porque no sólo tendremos el agua dentro de nosotros sino al Espíritu de Dios encendido en nuestros corazones». A la pregunta de Brent: «¿Alguna vez has estrechado la mano del Profeta?», mi respuesta es: «Sí, pero también he estrechado la mano de un niño de ocho años y he aprendido verdades eternas importantes de los dos—un regalo precioso».


¿Existe un camino de regreso?


Estaba ella sentada junto a mí en el suelo con la cabeza aga­chada, sus dedos jugando con un pedazo de corteza de una pequeña rama. La tierra esponjosa del fondo del arroyo era suave con una capa gruesa de hojas secas y agujas de pino que se habían acumulado durante el curso de varias estaciones. Contemplamos el agua burbu­jear sobre las piedras brillantes, iluminadas por el sol que se filtraba a través de las hojas de los grandes árboles de álamo. El agua en el arroyo estaba baja ahora. El residuo de la primavera se había desva­necido y los sonidos efusivos de hace apenas unas semanas se habían reducido a sólo un gorgoteo suave.

No había visto a esta joven antes y apenas había hablado con ella brevemente por teléfono esa misma mañana. Me había enviado un recado por correo pidiéndome que la llamara. Se oía muy perturbada. A insistencia mía reconoció, no de muy buena gana, que quizá su casa no estaba tan lejos y me permitió ir a recogerla para que pudié­ramos hablar cara a cara. Ella dijo que estaría en la calle al frente de su casa. Le dije que estuviera pendiente de un automóvil Honda rojo.

Al llegar a su vecindario, noté a una joven en pantalones vaque­ros descoloridos que se paraba lentamente de la orilla de la banqueta donde había estado sentada. Parecía estar nerviosa, mirando en ambas direcciones. Me acerqué a ella y me incliné para abrirle la puerta y la llamé por su nombre. Rápidamente se subió al coche, y se dejó caer en el asiento golpeando la puerta un poco más fuerte de lo necesario. Quité el pie del freno y me alejé por la calle estrecha.

«¿Te gustaría ir a algún lado en particular?» Sacudió su cabeza en forma negativa. «Entonces ¿te parece bien si vamos a un lugar especial para mí, a un arroyo a poca distancia de aquí?»

«Sí», dijo ella sin siquiera mirarme.

«Me da gusto que me hayas escrito», le dije, esperando aliviar la tensión, «porque hay algo que me gustaría compartir contigo». No hubo respuesta de su parte, más que el sonido nervioso de su chicle. Aparentaba tener como unos quince años. Llevaba una cantidad gene­rosa de cosmético color azul y su mandíbula se movía de un lado a otro mientras rechinaba nerviosamente los dientes. Viajamos en silen­cio hasta que llegamos al arroyo.

Ahora, ya con el último pedazo de corteza quitado de la rama con la cual había estado jugando, lo echó al arroyo y empezó hablar. Su tono al principio estaba lleno de resentimiento, enojo y duda. Poco a poco fue descargando el peso de su corazón. El sonido del agua que corría era como un acompañamiento que suavizaba la angustia de su historia. Yo escuchaba. Finalmente, después de muchas pausas durante su largo relato de sufrimiento y dolor, sacó la última carga que había llevado dentro por tanto tiempo representando las últimas gotas de su tormento. Y sin embargo, la carga permanecía allí. Hablar acerca de ello no era suficiente para brindarle consuelo.

Su historia era una de tristeza, tragedia y remordimiento por las decisiones equivocadas, amigos equivocados, mal uso del tiempo y haber ido a lugares equivocados. Al alzar la vista sus ojos revelaron el disturbio, el dolor y la desesperación de su alma. En un tono dife­rente del anterior, preguntó: «¿Existe una manera de regresar? Sólo tengo trece años». Ella no quería una respuesta rápida ni fácil. Estaba haciendo una súplica para conocer la verdad y quería ayuda. Seguimos contemplando el agua por un momento hasta que el mismo arroyo me proveyó una ayuda visual para ese preciso momento. Tomé un poco de tierra floja y la eché al arroyo. Se desmenuzó, man­chando el arroyo en ese lugar, pero pronto desapareció de nuestra vista y el agua volvió a estar cristalina.

«Sí», dije suavemente. » Existe una manera de regresar. Sí la hay».

«¿Qué es lo que tengo que hacer?», preguntó con una pequeña nota de esperanza en su ansiosa voz.

«Antes de que te diga lo que has de hacer», le dije, «quisiera que comprendieras cómo y porqué funciona. ¿Me permites decirte esa parte primero?» Ella asintió con un movimiento de cabeza.

«¿Vendrías conmigo adonde estaba yo el año pasado en esta época para que caminemos juntas por donde Jesús caminó?» Podía yo sentir su espíritu, el cual me dijo que estaba lista: «Yo seré tu guía por el camino, y juntas imaginaremos que estamos cantando los himnos, caminando por las veredas y leyendo las Escrituras por nuestro camino, tal como hice el año pasado». La miré de reojo para ver su reacción al viaje imaginario. Ella estaba dispuesta.

«Allí está Belén», dije mientras ambas fijábamos la mirada en la corriente de agua. «Es el lugar donde nació nuestro Salvador, a sólo ocho kilómetros de Jerusalén ¿Puedes escuchar a nuestro grupo can­tar la última estrofa de esa dulce canción, ‘Oh Pueblecito de Belén? Escucha cuidadosamente.» El arroyo burbujeó en acompañamiento: «Mas en tus calles brilla la luz de redención que da a todo hombre la eterna salvación».

Miré a mi joven amiga. «Eso de ‘todo hombre’, nos incluye a ti y a mí. Mira esa pradera bañada por el sol en las afueras de Nazaret, en donde Jesús pasó Su niñez. Debe haber tenido tiempo para jugar y soñar allí. Llegó a familiarizarse con los pájaros y las flores, la semilla de mostaza, la higuera, así como con todas las demás creaciones de Dios. Posteriormente usó esas cosas para enseñar al pueblo, para que ellos pudieran comprender lo que Él deseaba que supieran». El agua que bañaba las piedras brillantes en el fondo del arroyo brindó la continuidad que se necesitaba para ese peregrinaje imaginario.

«Ahora ven y párate junto a mí en las orillas del Mar de Galilea. Es la tarde de un domingo. Éste es el mar de milagros; aquí estuvo Jesús. Él atravesó estas aguas muchas veces. Caminó sobre la superfi­cie. La gente tenía hambre y les dio de comer aquí. Toca el agua con­migo. Es de verdad. Todo está aquí y todo sucedió exactamente como las historias de la Biblia lo cuentan. Ahora estamos en la ribera estre­cha y veloz del Río Jordán. Aquí caminaremos calmada y reverente­mente. Ésta es Tierra Santa. Aquí es donde Jesús fue bautizado y en donde la voz de Dios pronunció las palabras: ‘Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia’ (Mateo 3:17). Eso sucedió realmente en este mismo río».

Aquí nuevamente el pequeño arroyo de alguna manera contri­buyó para darle realidad a nuestra experiencia. La joven, mirando el agua, parecía estar escuchando esperanzada. Hice una pequeña pausa y continué.

«Ahora ven, ¿quieres escalar conmigo el escabroso Monte de los Olivos?», le pregunté. «Jesús ha de haber escalado este monte hasta la cima muchas veces. Las personas se congregaban a Su alrededor. Querían estar cerca de Él y con Él. Las personas justas lo seguían y se convirtieron en Sus discípulos. ¿Recuerdas la canción de la Primaria?»

Me gusta pensar al leer que Jesús,
en la tierra al hacer Su misión,
llamaba a todos los niños a Él
para darles Su gran bendición.

El recuerdo de mi propio anhelo de esta experiencia como niña de la Primaria se apoderó de mi voz con emoción. «Todos los que lo conocían querían estar con Él, y todavía lo anhelan. Él amaba a todos, y aún los ama». Traté de explicárselo de una manera en que su cora­zón pudiera creer.

«Vamos ahora al pie de la montaña, al Jardín del Getsemaní. Está muy tranquilo. La gente está hablando en tono muy quedo o perma­nece en silencio. Los viejos y nudosos olivos están aún aquí tal como estuvieron entonces. Fue en este lugar sagrado que Jesucristo, nuestro Hermano, se convirtió en nuestro Salvador. Él sufrió y murió para expiar nuestros pecados—por ti y por mí. Realmente lo hizo». Nuevamente la miré mientras seguía escuchando.

«Fue aquí», le expliqué, «que Sus sufrimientos fueron mayores que todo lo que la comprensión mortal pudiera entender, que el peso de nuestros pecados causaran que Él sintiera tal agonía y dolor que sangrara por cada poro mientras sufría tanto en cuerpo como en espí­ritu».

El recuerdo de estar parada allí en el jardín tratando de compren­der ese sufrimiento y amor fue muy real. Hubo silencio. Sequé las lagrimas de mis ojos en el momento en que mi joven amiga miraba hacia arriba.

«Él voluntariamente tomó sobre Sí tus pecados y los míos, por­que eso es lo mucho que nos ama», continué. Escuchamos al arroyo y meditamos. «Su parte en este gran plan de salvación fue esencial para que pudiéramos regresar a nuestro hogar celestial. Es el gran amor que Él tiene por nosotros lo que nos da la fuerza para luchar y sufrir para vencer nuestros pecados. Fue en este mismo Getsemaní que Cristo expió los pecados de cada uno de nosotros. Es la expiación de Cristo lo que nos permitirá, si hacemos nuestra parte, salvarnos y des­hacernos de nuestros pecados y purificarnos. Nuestra parte es arrepentimos y hacer lo que es correcto».

Hubo silencio. Aún la corriente parecía haberse callado durante un momento. «¿Puedes escuchar las voces que cantan?» pregunté.

Asombro me da el amor que me da Jesús. Confuso estoy por Su gracia y por Su luz, y tiemblo al ver que por mí Él Su vida dio; Por mi, tan indigno, Su sangre Él derramó.

Para entonces su tensión ya se había apaciguado; estaba tran­quila; su espíritu estaba ansioso. «Sabemos que el Hijo de Dios conoce nuestras luchas y, más aún, que las entiende, cada una de ellas. Aun cuando Él fue perfecto, padeció toda clase de dolores y aflicciones para saber exactamente cómo nos sentiríamos. De esta manera nos puede ayudar con nuestras luchas más difíciles. Él no tenía por qué haber sufrido por nosotros, pero lo hizo debido a Su gran amor por nosotros y Su obediencia al plan de Dios, Su Padre y nuestro Padre. Y cuando cometemos errores, aun grandes errores, y sentimos el deseo de alejarnos, la gran promesa de la expiación que se llevó a cabo en el Jardín de Getsemani se nos ofrece para que este­mos en condiciones de regresar a nuestro hogar celestial, tener vida eterna y vivir con Él algún día».

El sonido del agua aumentó, como dando testimonio de esta gran verdad eterna, y entonces repetí estas palabras que conocemos tan bien:

Soy un hijo de Dios; Él me envío aquí.
Me ha dado un hogar y padres buenos para mí.
Guíenme; enséñenme la senda a seguir
para que algún día yo con Él pueda vivir.
Soy un hijo de Dios; me deben ayudar
a entender Su voluntad; no puedo demorar.
Yo obedeceré Su ley; haré Su voluntad.

La brisa de la tarde empezó a agitar las pequeñas hojas del álamo. Me volví para mirar a mi joven amiga y le pregunté: «¿Recuerdas el tercer Artículo de Fe, que dice ‘Creemos que por la Expiación de Cristo, todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio?'» Ella asintió. «¿Comprendes mejor ahora cómo funciona y porqué debes seguir los pasos del arrepentimiento, y sufrir a tu propia manera?» Nuevamente asintió.

Hablamos acerca de su visita con el obispo y cómo estaría él ansioso por ayudarla a descargar esta carga tan pesada y cómo le daría dirección, consejos y amor. «¿Puedes hablar con tu Padre Celestial acerca de esto?», pregunté.

«No sé».

«Entonces, ¿me permitirías hacerlo por ti?»

Asintió. Juntas nos arrodillamos en la ribera del pequeño arroyo que nos había servido tan bien durante nuestro viaje juntas. Parecía que aun la suave brisa estaba siendo reverente durante nuestra sin­cera oración.

Al susurrar «amén» la expresión de angustia en su rostro se disipó. «Creo que Él se interesa por mí», dijo ella,

«Le interesas tanto como para morir por ti», le testifiqué.


3 — VALOR  INDIVIDUAL

Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario