Andar por la Fe

3
VALOR  INDIVIDUAL


Más de diecisiete


Cuando le pregunté a Julie su edad, me dijo que tenía diecisiete años. Sí, de acuerdo a su vida terrenal ella tenía diecisiete años, pero tenía miles de años si tomamos en cuenta su vida preterrenal. Ella había olvidado su vida premortal y lo mismo sucede con cada uno de nosotros. Recordamos sólo los pocos años que hemos estado aquí. Un día, dentro del gran plan de salvación, recordaremos todo—quié­nes somos realmente y qué es lo que llegaremos a ser. Julie tenía más de diecisiete años y era mucho más importante de lo que pensaba.

Estábamos sentadas en mi porche de atrás contemplando una puesta sol. Su cabello color rubio ceniza estaba recogido hacia atrás. Sus facciones no eran finas y delicadas sino distintivas y clásicas. Su ropa no estaba a la moda ni elegante sino que era jovial y cómoda.

Julie se dejó caer en la silla y se quedó con la mirada fija en el patio, más allá de la cerca hacia el lago y aún más. Su mirada parecía estar puesta en el sol que desaparecía en el horizonte, dándole una bendición final a otro día. No se oía nada excepto el sonido de los grillos. Yo sabía que Julie tenía su corazón apesadumbrado y algunas veces la mejor manera de ayudar es escuchar. Esperé que ella rompiera el silencio. Los minutos parecen horas cuando se está esperando. Yo quería escuchar sus pensamientos, sus sentimientos, así como sus preocupaciones. Quería que compartiera conmigo algo de la carga que parecía llevar. Es difícil ayudar a llevar la carga de otros si no sabemos cuál es.

«Julie», dije finalmente, «¿te puedo ayudar?»

Encogió los hombros. Lo intenté nuevamente: «¿Quieres que hablemos?» Y en vista de que no había dicho que no, supuse que quería decir que sí, pero no sabía por dónde empezar. El comienzo siempre es la parte mas difícil. Conociendo lo importante que es el sentimiento de valor individual para nuestra felicidad, le pregunté: «Julie, ¿cómo te sientes en relación a ti misma?»

Sin voltear la cabeza y ni siquiera parpadear, continuó mirando hacia el frente mientras se formaban lágrimas en sus ojos empezando a resbalar por sus mejillas bronceadas. Esperé. Finalmente rompió el silencio: «Si tan sólo fuera yo bonita», dijo casi en un tono suplicante, «entonces quizá le agradaría a la gente».

Quería iniciar una fuerte defensa en apoyo de la realidad de su belleza , pero sabía que si en su mente se había hecho a la idea de que no era bonita, poco importaría que yo pudiera ver la evidencia de que la opinión que ella tenía de sí misma era incorrecta. Ése no era el momento para expresar mi desacuerdo.

«¿Qué es lo que te hace pensar que no eres bonita?», le pregunté.

Continuó mirando hacia adelante hasta que la obscuridad gra­dualmente cubría la forma de los árboles y se empezaba a sentir la brisa del anochecer. «Si yo fuera bonita le agradaría a las personas».

«¿Alguien te ha dicho alguna vez que no eres bonita?», le pre­gunté.

«No», dijo ella, «pero yo lo puedo ver».

«¿Qué es lo que puedes ver?» Insistí en una respuesta.

Entonces, con un poco de impaciencia, me miró directamente a los ojos, y me dijo: «Puedo ver que no soy bonita. ¡Soy fea!» Sus lágri­mas ahora corrían libremente y no hacía ningún intento por escon­derlas. Su secreto había salido a la luz. Estaba sufriendo por dentro debido a una idea que tenía en su mente: que era fea.

Hasta que Julie pudiera cambiar sus sentimientos hacia ella misma, yo sabía que en su mente siempre sería fea. Ella se había con­vencido a sí misma de ello. Me dí cuenta de que no era su apariencia externa lo que tenía que cambiar, sino su manera de pensar, su falsa opinión de sí misma. Se había estado diciendo las cosas equivocadas. Había escuchado sus propios mensajes y éstos gradualmente habían destruido su confianza personal. Continué escuchando su historia hasta que finalmente la obscuridad dio fin a otro día de vida terrenal con todos sus desafíos, bendiciones y luchas.

«No soy bonita», volvió a decir, «¿por qué intentarlo? No hay caso».

Resistí el impulso de interrumpir y expresar mi desacuerdo. Ella continuó: «Nada me sale bien, no importa lo que haga. No le caigo bien a nadie y algunas veces quisiera no haber nacido». Escondió su rostro entre sus manos.

Yo sabía que si había de ayudar a Julie, seria ayudándola a cam­biar su manera de pensar acerca de sí misma. El expresar mi des­acuerdo no era la respuesta, y negar sus sentimientos era sólo contri­buir a sus problemas haciéndole pensar que a mí no me importaba tampoco. Pensé y pensé. ¿Cómo se puede convencer a una persona en contra de sus propias convicciones? No se me ocurría nada. Quizá no ayudaría—pero quizá sí.

«Julie», dije, «¿me permitirías compartir contigo una experiencia que tuve hace algún tiempo, aun cuando al principio parezca que no tiene nada que ver con el asunto?»

«Bueno», dijo ella en un tono de voz que parecía decir si así lo quieres. Empecé.

«Hace algunos años me encontraba en una asignación de la Iglesia en Corea. Ninguna reunión se había programado para el lunes, de manera que la hermana Till, esposa del presidente de la misión, gentilmente se ofreció para llevarme al pueblo a un mercado al aire libre para ver los puestos así como a los cientos de personas ven­diendo y otras comprando. El pueblo coreano me había impresionado y estaba ansiosa de entender mejor sus hábitos y costumbres. Anduvimos por el mercado observando los diferentes lugares de inte­rés, sonidos y aromas. Entonces la hermana Till sugirió que visitára­mos una fábrica donde quizá quisiéramos hacer algunas compras.

«Caminamos alguna distancia hasta la fábrica, la cual estaba en un viejo almacén. Adentro encontramos fila tras fila de mesas cubier­tas con cajas de madera de diferentes diseños y todas talladas. Los tallados eran variados y a través del polvo parecían estar hechos de conchas marinas. La hermana Till me preguntó si me interesaría com­prar alguna de esas cajas. «No creo», le respondí. No tenía la aparien­cia de ser algo que prefiriera, y no la compraría para darla como regalo a nadie. Nos detuvimos ante una mesa y sacudimos el polvo para ver una caja hecha de laca que me parecía barata. La hermana Till sutilmente sugirió que realmente debía comprar por lo menos una y si no tenía ningún uso para ella, que la podría regalar. Como había sido tan gentil en llevarnos de compras, sentí que por sólo diecisiete dólares debería por lo menos comprar una, al menos como cortesía hacia ella. Escogí una al azar, pagué, y dejamos el lugar para conti­nuar nuestra caminata por el mercado. Ya de regreso en la casa de la misión, guardé la caja dentro de mi equipaje; cuando regresé a casa, la guardé en mi gabinete y me olvidé de ella.

«Un día, meses después, visité a una amiga que trabajaba en una tienda muy elegante. Mientras esperaba que ella terminara de atender a un cliente, miré los escaparates de finos regalos de todas partes del mundo. De pronto vi una caja que sorprendentemente se parecía a la que había comprado en Corea. Me pregunté si acaso sería igual a la que yo tenía. Después de examinarla cuidadosamente, determiné que sí era posible. La caja se hallaba sobre un estuche de vidrio, con un espejo al fondo exponiendo la pieza por todos los ángulos. Una luz arriba reflejaba el incrustado sobre la tapa de la caja en forma hexago­nal. Mientras revisaba cuidadosamente el artículo tan artísticamente presentado, mi amiga regresó y comentó: ‘Es una pieza bella, ¿verdad? Nos las traen de Corea.’ Alzó la caja diciendo: ‘Fíjate en la artesanía. Es hecha de una madera especial que sólo se encuentra en Corea. Nota la destreza con la que esta concha nácar ha sido incrustada haciendo este diseño tan artístico’. Hasta el diseño tenía cierta familia­ridad para mí, aun cuando no le había prestado mucha atención al comprarla en Corea. ‘Toca la superficie’, ella continuó, demostrando la suavidad de la madera. ‘Tiene más de diez manos de laca que han sido aplicadas cuidadosamente y talladas a mano entre cada capa. Esta pieza se vende por 150 dólares—una verdadera ganga para una artesanía hecha con tanta destreza’. Estuve de acuerdo con mi amiga. Sentí que habría pagado de buen agrado 150 dólares por ella. Me pareció que los valía».

Para entonces Julie debe haber estado pensando qué tenía esto que ver con lo que habíamos estado hablando. La invité a que pasara a la sala de mi casa y que se sentara en el sofá. Allí sobre la mesa había una caja hexagonal decorada con una incrustación de concha nácar. La tapa tenía diez capas de laca que habían sido talladas a mano. Le pasé la caja a Julie, y ella pasó sus dedos por la superficie y sonrió.

«¿Sabes por qué la caja ya no está guardada en mi gabinete?», le pregunté. «Porque crees que es bonita», ella contestó. «Y, ¿qué pien­sas tú?», le pregunté. «Realmente es bonita», ella dijo, examinándola cuidadosamente. Era una réplica de la caja sobre la cual mi amiga se había tomado el tiempo de explicarme en la tienda de regalos.

«Verás», le dije, «yo no reconocí su calidad. No comprendí el cui­dado que se había tenido en su creación. No había puesto atención a la complejidad del diseño. No fue sino hasta que la vi aparte de todas las demás en la tienda donde mi amiga me abrió los ojos en cuanto a su valor, que pude valorar esta pieza tan bella. Julie», le pregunté, «¿qué fue lo que cambió su valor?»

Ella respondió: «La caja no cambió, sólo te parecía diferente».

«Pero, ¿cómo pudo ser?», pregunté. «¿Cómo fue que cambió mi opinión?»

Se quedó pensativa, así que traté de explicarle.

«Verás», dije, «había visto la caja en Corea, pero no la había apre­ciado verdaderamente. No fue sino hasta que mi amiga me abrió los ojos a su verdadera belleza que tuvo valor para mí. Cuando com­prendí cómo fue creada y vi el precio que tenía en la tienda, el valor de esta pieza cambió mi reconocimiento. Volví a casa y la saqué de mi gabinete y la vi verdaderamente por primera vez. Ahora tiene este lugar especial en mi hogar».

Hice una pequeña pausa y continué: «Cuando conocemos el valor de algo así como el precio que se tiene que pagar, empezamos a entender mejor su valor verdadero. Julie, tú realmente eres muy bella, y algún día cuando conozcas más acerca de tu naturaleza divina, empezarás a comprender la profundidad de tu propio valor. Pedro nos enseñó que debemos ‘ser participantes de la naturaleza divina, . . . poniendo toda diligencia, [y añadir a nuestra] fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor’ (2 Pedro 1:4—7). Así como mi amiga me había abierto los ojos para que pudiera descubrir el valor de esta cajita de Corea, yo quisiera ser la amiga que te ayudara a ver la reali­dad de tu propio valor. Hasta que aprendas a sentirte bien hacia ti misma, nunca podrás creer que le agradas a la gente y nunca podrás creer que eres bonita, aun cuando lo seas».

Ya era tarde y Julie sabía que su madre estaría preocupada por ella. Siempre lo estaba. No había habido mucha comunicación entre ellas, y al salir Julie no le había dicho a su mamá a dónde iba. Realmente pensaba que nadie estaba interesado en ella.

«Antes de que te vayas, Julie», le pregunté «¿pondrías a prueba un experimento durante tan sólo tres semanas y regresarías a hablar nue­vamente conmigo?»

Sonrió y dijo: «¿De qué se trata?»

«Quiero que trates de no decirte a ti misma cosas desalentado­ras», le expliqué. «A esto se le llama ‘soliloquio,’ y tu mente cree lo que tú le digas. Cuando dices cosas como: ‘No soy bonita, ¿para qué intentarlo?’, contribuyes a los sentimientos de duda y depreciación interiores. Recuerdo haber leído una vez que la depreciación es un pecado». Tomé unas hojas de música. «Cada vez que tengas pensa­mientos negativos, detente y piensa en la letra de esta canción. Quisiera tener el talento para poder cantártela, pero en vista de que no puedo hacerlo, quisiera tan sólo leerte lo que dice. Escucha cui­dadosamente y después me dices cómo te sientes».

Leí la letra de la canción: «Soy de inmenso valor», la cual fue escrita por Joy Saunders Lundberg, con música de Jardee Kapp Perry;

Sí acaso yo me pregunto,
O dudo, quizás, si valgo o no,
Recuerdo al Señor y lo que hizo por mí.
Cuando entre los hombres vivió
Sufrió una pena enorme,
pagó por mis faltas en Getsemaní,
en la cruz padeció y hasta Su vida dio
y todo lo hizo por mí.
Con amor Cristo me mira.
Él sabe que valgo todo lo que Él pagó.
Tengo que mostrarle de lo que soy capaz
y hacer cuanto Él me pidió. Línea por línea me esfuerzo,
Sin las alabanzas del hombre esperar.
Buscaré el galardón de una eterna mansión
y los dones de Dios heredar.
Pues soy de valor, de inmenso valor,
y Él siente mucho amor por mí.
Por ser de valor, de inmenso valor,.
Seré lo que espera Él de mí.
Yo lo amo y le sirvo
y espero poder con mi divina misión cumplir,
porque siente mucho amor por mí.

«Julie», le dije, dándole una copia de la canción, «¿memorizarás la letra, y cada noche antes de acostarte y de hacer tu oración repetirás estas palabras, así como cada mañana mientras te estás arreglando para ir a la escuela?»

«Sí,» dijo, mientras leía.

«Y una sola cosa más: escucharás los mensajes que te estás dando a ti misma, y cada vez que empieces a pensar en algo que podría hacer que disminuyera la opinión que tengas de ti misma, te deten­drás y repetirás el estribillo de la canción? ¿Podrás hacer esto?», le pre­gunté.

«Sí, lo haré», prometió.

Al caminar hacia la puerta, nos detuvimos y nos paramos ante un espejo en el pasillo. La luz de una lámpara cercana aumentó la belleza de sus facciones clásicas y distintivas. Una joven única. Una creación de naturaleza divina. Una persona de valor individual. Le pregunté: «¿Eres más bonita ahora que cuando llegaste en la tarde?» Julie sonrió al verse a sí misma en el espejo. Quizá lo era por primera vez en muchos meses.


¿Lo logré, o no lo logré?


«Siempre había querido ser líder de vitoreo deportivo,» declaró Kay. «Hay quienes disfrutan tocando el piano o haciendo otra cosa, pero para mí era eso». Su cabello largo de color rubio ceniza enmarcó su delicado rostro mientras estaba sentada erguida en la silla. Cruzó una pierna sobre la otra mientras su pie se bamboleaba con emoción.

«La gente no se da cuenta de todo el trabajo que tienen que hacer las líderes», explicó. «No es sólo diversión y juegos como parece». Con una sonrisa de confianza continuó: «Yo fui líder durante mi penúltimo año de la secundaria, y aprendí que tenía que ser muy dedicada. Es algo que a una tiene que gustarle; tienes que desear hacerlo o no podrás soportar la disciplina que requiere».

Casi sin parar para tomar aire, mientras los ojos le brillaban de continuo, dijo: «No puede ser algo que se haga sólo para ser popu­lar. Realmente lo tienes que disfrutar. El ser líder principiante es una prueba porque no recibes para ti toda la gloria ni los aplausos de los espectadores. Eso no viene hasta que lo eres en la universidad.»

Subrayando la profundidad y la intensidad de su cometido de alcanzar su meta, explicó: «Toda mi vida he escuchado que si estás dispuesta a trabajar duro por lo que quieres, lo lograrás.» Entonces, inclinándose hacia adelante con ambos pies en el suelo enfrente de ella, concluyó: «Yo lo creo. Había trabajado duro ese año, y el ser líder principiante me ayudó a entender lo mucho que yo quería serlo en la universidad.»

Los meses de verano pasaron rápidamente. Pronto las pruebas empezaron a ser el punto de interés. Un alto nivel de ansiedad se sentía no sólo entre los participantes, sino también en los vecinos, parientes, maestros, y cualquiera que estuviera cerca de los aspirantes a ese honor tan codiciado.

Las participantes actuaron primero para los jueces oficiales que habían sido escogidos por la secundaria. Las candidatas que alcanza­ban cierta calificación pasaban a la siguiente ronda actuando ante todo el estudiantado. Aquellas que no obtenían los puntos necesarios, eran eliminadas de la competencia y prácticamente olvidadas. Sólo en la intimidad de sus hogares podrían encontrar refugio, registrando para nunca ser olvidados los resultados de la competencia. El dolor llega a los corazones de todos los interesados. Nadie sufre solo.

Kay se echó hacia atrás en la silla y reflexionó por un minuto. «Yo había determinado mi meta. Había trabajado duro y estaba prepa­rada». Agachó la cabeza y su cabello rubio se le fue hacia adelante, cubriendo su bello perfil. Entonces, como si fuera difícil creer, susu­rró: «Ni siquiera tuve los puntos para que los jueces me tomaran en cuenta».

Hubo una larga pausa. «¿Y cómo te sentiste?», le pregunté suave­mente.

Kay alzó la cabeza, recordó las emociones que había experimen­tado en aquellos momentos que nunca olvidaría. «Cuando pierdes después de haber trabajado tan duramente, sientes un dolor muy grande por dentro. No lo puedes explicar—sólo te enfermas y te sien­tes confundida. Salí corriendo de la escuela. Sólo quería correr y no detenerme nunca. Quería morir y pensaba: ‘No vale la pena’. Y enton­ces me puse a llorar, y lloré y lloré. No lo podía evitar».

Hizo una breve pausa y entonces me miró con una leve sonrisa cuando le pregunté: «¿Y cómo te sentías hacia los jueces?»

«Estaba muy enojada con ellos, debo reconocerlo. No quería tener malos sentimientos hacia nadie, pero realmente estaba muy des­ilusionada. ¡Deseaba tanto ser líder! Para eso me había esforzado toda mi vida, y no lo podía entender. Mi mejor amiga y yo hicimos la prueba juntas, ella pasó y cuando se enteró que yo no había pasado me dijo: ‘No quiero ser líder si no podemos serlo juntas’. Estaba dis­puesta a ceder su lugar por mí. Pero eso no era lo que yo quería; yo nunca habría aceptado eso. No quería privarla sólo porque yo no había podido lograrlo».

«¿Cómo te sentiste cuando por fin llegaste a tu casa, Kay?»

Sonrió al pensar en el apoyo que había recibido de su familia. «Estaban muy desilusionados porque sabían lo mucho que aquello significaba para mí. Sé que fue muy duro para ellos verme tan des­alentada. Mi madre me abrazó para hacerme saber cuánto lo sentía. Mis hermanas lloraron—para ellas había sido duro también. No recuerdo exactamente lo que todos me dijeron, pero me hicieron sen­tir que ellos sabían lo importante que era para mí y que igual me amaban, fuera líder o no.

«Creo que lo más difícil fue amarme a mí misma aunque no fuera líder», confesó. «Me di cuenta de que tendría que regresar a la escuela al día siguiente, y que mi vida tenía que continuar». Explicó: «Cuando llegué a la escuela mis amigos me dieron mucho apoyo. De hecho, personas que ni siquiera conocía se acercaron a mí para decirme que ellos pensaban que yo debía haber sido escogida. Me dijeron que estaban circulando una petición para que me permitieran hacer la prueba nuevamente delante de todo el estudiantado. No lo podía entender. Pensé: ‘¿Por qué están haciendo tanto escándalo por esto, sólo por mí?’ De repente me di cuenta. Se me quitó el dolor y empecé a pensar que a veces vale la pena perder, aun cuando duela. Me di cuenta de todos los amigos que tenía y lo mucho que se interesaban por mí». Y entonces me confió: «Pero seguía pensando por qué me tenía que pasar a mí».

«¿Cómo fue que desapareció el dolor?», le pregunté.

«Gradualmente», dijo. «El tiempo ayuda—y la oración. No sé exactamente cómo, pero siempre que oro, al terminar me siento reconfortada. Siempre pensé que sucedió por alguna razón». Reflexionó: «Mi maestro de seminario habló conmigo después de las pruebas y me dijo: ‘Aun cuando no haya una razón aparente ahora, quizá algún día, cuando seas madre, tus hijos pasen por las mismas cosas que tú. Si siempre fueran fáciles las cosas, te resultaría difícil entenderlos y no los podrías animar. No los podrías consolar ni ayu­dar a que lo siguieran intentando’. Creo que esas palabras de aliento fueron las que más me ayudaron». Hizo una pausa nuevamente como si estuviera repasando en su mente el consejo de su maestro de semi­nario. «Quizá pueda ayudar a alguien más».

El tener que enfrentarnos a desilusiones algunas veces nos deja cicatrices imborrables y nos dañan el entusiasmo. «Esta experiencia, ¿ha abatido tu espíritu?», le pregunté.

Kay respondió: «Claro que no. Yo no soy así. No importa cuánto me duela, lo intentaré una y otra vez. Amo la vida. Disfruto al estar cerca de la gente. Disfruto estar en la escuela. No cambiaría nada de lo que tengo».

«Pero, ¿y entonces que pasó con el deseo de ser líder?»

«Ah, todavía me gustaría serlo, porque una está enfrente de todos y puede hacer participar a la gente en lo que está sucediendo. Pero pienso que muchas chicas quieren ser líderes porque creen que le van a caer bien a más gente. Quizá lo mejor para mí fue darme cuenta de lo mucho que tantos se interesaban en mí y que les caía bien aun cuando no fuera líder.

«He aprendido muchas otras cosas también. He empezado a com­prender que no siempre te salen las cosas como quisieras, aun cuando hayas trabajado muy duro. Tienes que aprender a aceptar lo malo con lo bueno. Éstas son lecciones importantes y prefiero apren­derlas ahora para saber cómo hacer frente, más tarde, a desilusiones mayores».

«Kay», le pregunté, «¿qué les podrías aconsejar a las jóvenes que no obtienen el puntaje necesario para ir al siguiente nivel de compe­tencia y sufren desilusiones semejantes?»

«Yo les diría que no se den por vencidas», dijo, sentándose muy derecha y llena de confianza. «Yo sé cómo se sienten y el dolor que llevan dentro, y cómo piensan que nunca lo volverán a intentar, pero si se dan por vencidas y no lo vuelven a intentar, nunca llegarán a ser lo que pueden llegar a ser. Yo no me considero menos porque no sea líder de vitoreo deportivo.

«Ademas», agregó, «¿quién podría asegurarme que realmente dis­frutaría de ser líder este año? Quizá algo podría haber pasado que no me conviniera. Creo que mi Padre Celestial sabe mejor que yo lo que me conviene. Algunas veces, cuando pienso en esa experiencia, me pregunto si lo logré después de todo.»


¿Crees que el Señor se siente orgulloso de mí?


En el Campamento Familiar de Aspen Grove esa semana había muchas familias—abuelos y abuelas, tías y tíos, primos, madres y padres, hermanos y hermanas. La primera noche, después de que todos los participantes fueron asignados a sus respectivas cabanas escondidas entre los pinos y después de haberse puesto de acuerdo respecto a quien dormiría en cuál cama, se podían ver a personas jóvenes y adultas en grupos de dos o tres deambulando por el lugar, explorando los puntos de interés, sonidos y aromas de su hogar tem­porario en las montañas. Al caminar juntos por la alfombra de agujas de pinos, mientras las sombras se deslizaban en la suave brisa del anochecer, se estaban compartiendo sentimientos más que pensa­mientos, empezando a formarse lazos—esos sentimientos que man­tienen a las personas interesadas y con amor, aun cuando a veces creen no simpatizar entre sí.

Durante los días siguientes observé desde un pequeño balcón del parador Sunrise, en donde estaba hospedada, todo lo que sucedía cerca de o en el centro del campamento. Desde ese lugar estratégico podía yo ver la respuesta inmediata a la campana anunciando que se reunieran en el comedor para una comida familiar. Era muy parecido a casa, pensé. Los primeros en la fila eran siempre los mismos, y también lo eran los últimos. Era como si les hubieran sido asignados esos lugares junto con sus cabañas específicas y sus camas.

La primera noche resultó claro que las familias estaban agrupa­das con los suyos. De hecho, varios grupos tenían camisetas iguales como para hacerles saber a los demás o para recordarles a sus familia­res de su parentesco, del lazo que los unía como miembros de una misma familia. Al promediar el segundo día, con actividades para todas las edades e intereses, los grupos familiares ya no eran tan distintivos. Primero fueron los niños pequeños, después los adolescentes y más tarde los adultos quienes comenzaron a salirse de su núcleo familiar deambulando ansiosamente entre otros grupos, aumentando de tal manera su círculo de amistades.

En el campamento había un caballero de nombre Max. Era bajo de estatura y usaba lentes pesados de armazón negra unidos de un lado por un pequeño gancho. Descansaban sobre su nariz en un ángulo, lo cual quizá explicaba porque él caminaba con la cabeza ladeada y cojeando. Su rostro obscuro no había sido rasurado y con su espesa barba, su caminar inseguro, se distinguía entre todos los demás. Al observarlo moverse entre la gente, me puse a pensar en las cosas que lo hacían verse diferente a los demás. Al principio los adul­tos eran respetuosos pero distantes; fueron los niños quienes empeza­ron a abrir el círculo permitiéndole la entrada. Lo invitaban a jugar con ellos. El hecho de que tuviera cuarenta y tantos años no les importaba. Mucho después de que los adultos ya se habían cansado de los juegos de los niños, Max continuaba jugando con ellos. Su con­tribución mayor fue el aliento que daba a cada niño, fuera que gana­ran o perdieran. Sobre los gritos se podía escuchar la voz de Max lla­mando a cada persona por su nombre diciendo, «¡Muy bien hecho!»

A la sombra del edificio principal, había una cancha de «Hi-Ball», deporte que era muy popular, particularmente durante las horas tem­pranas de la mañana o en las tardes ya casi anocheciendo. Hi-Ball es un juego que se desarrolla sobre un trampolín con una red en su derredor y dividido por la mitad como una cancha de tenis. En cada extremo hay una abertura, algo parecido a un aro de baloncesto en donde los jugadores tratan de encestar una pelota de esponja mien­tras procuran mantener el equilibrio sobre el trampolín.

La primera noche en el campamento conocí a una niña de nueve años llamada Sandy que se había, ofrecido a ayudarme con una asig­nación en el programa de la noche de hogar. Me impresionó su confianza y la disposición que tenía de ayudar a una persona extraña, ya que no nos conocíamos en ese momento.

El tercer día de campamento, cuando pasé por la cancha de «Hi-Ball» temprano en la tarde bajo un sol aún radiante, me sorprendí de ver a Sandy a un lado de la cancha y a Max del otro. Sandy me vio y gritó: «¡Él tiene cuarenta y cinco puntos y yo tengo nueve!» Ante esa declaración tan entusiasta, Max dejó de saltar lo suficiente para expli­car: «Ella es mi entrenadora», y el juego se reanudó.

Al continuar por el camino alineado por árboles y mientras oía el canto de los pájaros pensaba en el impacto de aquella niña entrena­dora, así como en el alcance de su influencia. Entonces me di vuelta y regresé a la cancha. Me di cuenta de que Sandy no era la «entrena­dora» sólo de Max, como él lo había dicho, sino que también me estaba entrenando a mí. Yo quería acercarme más a ella, quería aprender de ella.

La niña seguía vitoreando a Max, al llevar la cuenta de un marca­dor bastante desparejo. Entonces, al alzar la vista, me miró y gritó: «Hermana Kapp, ¿por qué no viene a jugar con Max?» Continuaron jugando mientras yo consideraba la invitación. Comprendí que sin recibir la primera lección de tan poderosa entrenadora, quizá no hubiera pasado la prueba poniendo algún pretexto acerca del calor o de lo ocupada que estaba. Me preguntaba si habría, yo aprendido de ella la gran lección, o si simplemente seguiría siendo una espectadora.

«Jugará Max conmigo?», pregunté. La respuesta fue inmediata: «¡Claro que sí!», gritó él. Sin mayor discusión me subí al trampolín por una abertura de la red.

Sandy me dio unas breves instrucciones y entonces bajó del tram­polín y se quedó cerca donde pudiera seguir «entrenando» tanto a Max como a mí. Ahora alentaba a Max cada vez que anotaba una canasta y a mí cada vez que lo intentaba. El adiestrarse en algunas habilidades es más difícil de lo que aparenta ser al principio, y aun cuando no estaba encestando muy bien, me percaté de que mi entrenadora me estaba enseñando a tener resultados en maneras que no son computadas numéricamente.

Max continuó anotando canastas, una tras otra, y Sandy seguía anunciando los resultados alentadoramente. Parecía ser que el éxito que estaba teniendo Max sostenía y hasta aumentaba su nivel de energía. Con cada brinco que daba, sus habilidades para hacerlo aumentaban. «¡El Señor me dio un talento que yo no sabía que tenía!» gritó. Y entonces, señalando a Sandy, añadió, «¡Y ella es mi entrena­dora!» Aun cuando mi nivel de destreza estaba bajo, tanto Max como Sandy me alentaban cada vez que intentaba anotar. «¡Lo hiciste bien!», gritaban.

Esa experiencia me hizo recordar que no todos tenemos los mis­mos talentos y energía, especialmente si estamos cortos de aire y fuera de equilibrio; finalmente sugerí que había tenido suficiente para un día. Sandy estuvo de acuerdo y se acercó a la cancha para ayu­darme a bajar. Max nos siguió. Resumiendo su clase del día, éste repi­tió con entusiasmo, «¡El Señor me dio un talento que yo no sabía que tenía!» Y entonces para no llevarse solo toda la gloria, señaló a Sandy diciendo: «¡Y ella es mi entrenadora!»

Sandy sonrió con mucho orgullo al haber sido reconocido su papel tan importante. Poco sabía, sin embargo, del impacto que había tenido sobre su otro alumno. Mientras estábamos sentados en la banca abrochándonos los zapatos, Max se volvió hacia mí y preguntó: «¿Usted cree que el Señor está orgulloso de mí?» Mi respuesta no se hizo esperar. «Sí,» dije con convicción en mi corazón. «Estoy segura de que el Señor está orgulloso de usted y de Sandy también». Les di las gracias a Max y a Sandy y entonces caminé sola por el sendero de altos pinos. Las palabras de Max seguían resonando en mis oídos y en mi corazón: «¿Usted cree que el Señor está orgulloso de mí?» En una arboleda cerca de un arroyo en las montañas, me detuve a repa­sar el juego en mi mente. Entonces me pregunté, ¿cuán bien estaré desempeñando el juego verdadero? ¿Estará el Señor orgulloso de mí?

Quería darle las gracias a Sandy, mi joven entrenadora, por ense­ñarme tanto. También quería darle las gracias a Max, el hombre dife­rente en el campamento, por sus diferencias. Hice un voto en mi corazón que recordaría sus enseñanzas, su ejemplo, su entrenamiento, y su aliento cada vez que hiciera un intento por jugar. Quizá la pró­xima vez iniciaría yo la invitación de participar en el juego y usar mejor los talentos que el Señor me ha dado.

Permanecí sentada allí durante mucho tiempo, contemplando los pájaros y escuchando la brisa susurrar entre las hojas mientras la comente del arroyo gorgoteaba sobre las piedras lustrosas. En la distancia, el majestuoso Monte Timpanogos era testigo de todo cuanto acontecía en ese retiro entre las montañas, ese refugio del mundo, en donde las cosas grandes se hacen pequeñas, dejando espacio para que las cosas pequeñas se hagan grandes.


La tribuna celestial está vitoreando


¿Alguna vez se han fijado una meta y no la han alcanzado? La res­puesta seguramente es que sí. ¿Y cómo les hace sentir esto? ¿Algo así como fracasadas? La respuesta nuevamente de seguro es afirmativa. Entonces, ¿de qué manera se pueden evitar esos sentimientos de fra­caso que destruyen su autoconfianza? Eso se arregla no fijándose nin­guna meta, ¿no? ¡No es así! Por otro lado, ¿qué sucede cuando tienen una meta fija en la mente y se esfuerzan mucho hasta que la alcan­zan? Entonces, ¿cómo se sienten?

Kent, de seis años de edad, estaba a la mesa esperando impacien­temente que su familia se reuniera para hacer la oración familiar. Esto era muy extraño ya que casi se había convertido en un rito familiar que cada uno en la familia estuviera en su lugar, arrodillado cerca de su silla, cuando su madre los llamara: «Por última vez—si no vienen ya, ¡se van a tener que ir sin tomar el desayuno!» La hermana de Kent se sonrió al escuchar la amenaza hecha en balde, la cual había escu­chado muchas veces. No podía recordar cuándo se había quedado sin tomar el desayuno después de esa amenaza, y mucho dudaba de que Kent lo experimentara. Algunas veces él bajaba, lentamente la esca­lera; lo cual le daba la sensación de estar en control de la situación familiar mientras los hacía esperar por su entrada triunfal. Sin embargo, esa mañana era diferente. Él se había levantado y había estado apurando al resto de la familia para que se reuniera.

Inmediatamente después del desayuno de avena (lo cual no le gustaba) y pan tostado con canela (lo cual sí le agradaba), Kent se alejó sigilosamente de la mesa mientras los demás miembros de la familia repasaban sus planes para el día, hacían arreglos para llegar a sus diferentes compromisos, y determinaban quién tenía que estar dónde y cuándo. El plan que tenía Kent estaba claro en su mente, y demorarse significaba un atraso en la realización de su meta.

Salió por la puerta que conducía al garaje, aparentemente sin que nadie se percatara hasta que el ruido de la puerta lo revelara. Su madre dejó la mesa y se apresuró hacia la puerta en donde vio a Kent batallando para sacar su bicicleta que estaba atascada entre el auto­móvil y la camioneta. «¿Y adónde crees que vas?», le preguntó. «No voy a ninguna parte», respondió, empujando la bicicleta hacia la entrada. Su madre percibió su obvia determinación. Ya había inten­tado una vez subirse a la bicicleta pero sus piernas eran demasiado cortas y tendría que crecer más antes de que pudiera alcanzar su meta.

«Quizá para el fin del verano», le habían dicho la última vez que intentara alcanzar los pedales. Eso había sido sólo dos semanas antes y todavía tenía todo el verano por delante. La espera aparentemente no tenía ningún sentido para Kent, de manera que su madre le sugi­rió que empujara la bicicleta por la calle para que probara cómo se sentía al caminar con ella. Entonces regresó ella a la casa para iniciar sus actividades matutinas.

Como a las nueve de la mañana fue a la ventana de la sala para mirar a su hijo. Estaba tratando de montarse a la bicicleta. Ésta se bamboleaba de un lado a otro y antes de que se alejara un metro, se cayó la bicicleta con él arriba golpeándose el mentón con el manu­brio. Su madre salió corriendo de la casa, lo alzó, lo limpió, revisó su mentón raspado y ofreció poner la bicicleta en el garaje por él, pero Kent quería tener la bicicleta allí. Ella pensó que con la caída ya esta­ría satisfecho con solamente caminar con la bicicleta de modo que lo dejó.

Antes de que pudiera entrar a la casa escuchó un golpe y volvién­dose para ver al niño, lo encontró caído en la acera con la bicicleta. Nuevamente corrió al rescate. Esta vez notó que le sangraba el codo. Con tanta persistencia por parte de ese niño, la mamá de Kent deter­minó que debería ayudarlo en sus esfuerzos. Sostuvo la bicicleta mientras se subía el niño y corriendo a su lado la sujetaba hasta que alcanzara un poco de velocidad. Él entonces gritó: «¡Suéltala!, ¡suél­tala! ¡Yo puedo hacerlo solo!»

Respondiendo a su petición la soltó. Se alejó sólo unos metros, y con la velocidad que había adquirido esta vez, se volvió a estrellar y se lastimó la rodilla. Viéndolo en el suelo obviamente lastimado, su madre se arrepintió de haberlo soltado. Sintiéndose responsable por la nueva lastimadura, corrió a su lado, se hincó junto a él y lo con­soló. «Te voy a llevar a la casa, te voy a curar tus heridas y te voy a dar un baño tibio», dijo ella. Ante tal sugerencia. Kent se incorporó y contestó: «Mamá, no quiero que me cures las heridas, y no quiero un baño tibio; lo que quiero es aprender a andar en esta bicicleta».

Persistió durante todo el día, con su mamá corriendo a su lado sujetando la bicicleta y soltándola por momentos. Cuando ya se habían agotado tanto sus fuerzas como su tiempo, la madre regresó a la casa pensando que ahora sí su hijo ya había trabajado sobre su meta lo suficiente para un día.

Al atardecer, Kent estaba a la entrada de la cochera esperando ansiosamente la llegada de su papá en la camioneta. Cuando la camioneta estaba a una cuadra de distancia, Kent salió corriendo a alcanzarlo. Su papá se detuvo a recogerlo. «Papá», exclamo Kent, «¡lo hice, lo hice!» Lo había hecho de verdad.

Con su mamá, su papá y algunos vecinos como espectadores ante su gran actuación, Kent levantó la bicicleta con determinación, la llevó hasta el buzón contra el cual la recostó mientras la montaba. Echó un vistazo para asegurarse de que todos lo estuvieran viendo, entonces se soltó del buzón tratando de coordinar ambos pies mien­tras la rueda delantera se movía de un lado a otro como una hoja al viento. Persistió hasta que pudo controlarla lo suficiente para andar sobre ella una media cuadra.

Aún no había aprendido a dar la vuelta ni sabía cómo pararla, pero ésa no era su meta del día. La detuvo simplemente dejándose caer sobre un lado como si así lo hubiera planeado. Entonces se paró muy alto aceptando orgullosamente el aliento de sus espectadores que lo habían apoyado. «Lo hice yo sólito, ¿verdad?» dijo, más como una declaración que como una pregunta.

Ya en su cama esa noche, Kent no podía contener su alegría. Saltó de la cama, corrió al cuarto de sus padres para usar el teléfono y marcó mi número. «Hola», contesté. Sin tomarse el tiempo para decir quién era, irrumpió con la emocionante noticia. «¡Lo hice yo sólo, yo sólito!» me dijo. «¿Qué hiciste?», le pregunté. «Me subí a la bicicleta yo solito». «¿De veras?» dije, «¿tú solito?» Esperando que con mis respuestas sintiera que había captado la magnitud de su hazaña. «Sí, lo hice solo. ¿Puedes venir a verme?». «¿Ahora?» le pregunté. «Sí,» contestó, «ahora mismo». «Me temo que es demasiado tarde, pero iré mañana». «¿Vendrás en la mañana?», preguntó. «Estaré allí a las cinco de la tarde. ¿Está bien?», pregunté. «Está bien», dijo. Entonces agregó: «Vas a estar muy orgullosa de mí».

Esa noche llamé a la mamá de Kent quien me proporcionó todos los detalles de su hazaña. Me enteré de los raspones, de su determi­nación y de su victoria final.

Ahora, cuando pienso en mis metas, recuerdo lo que aprendí de Kent. Despertó en la mañana con el objetivo fijo en su mente. Lo más probable es que se haya visto a sí mismo sobre la bicicleta, como lo hacen los muchachos grandes. Cuando tuvo una visión clara de su logro, su autoconfianza también aumentó. En su mente ya se había visto teniendo éxito. Con esa fe en sí mismo, él sabía que lo podía lograr. No sabía cuán difícil sería, pero sabía que lo podría hacer y que valdría la pena el esfuerzo.

Después formuló un plan. No un plan de sentarse y pensar sobre él, no un plan de esperar hasta que fuera más grande o, peor aún, hasta que otros pensaran que ya era lo suficientemente grande. Su plan era que después del desayuno—aun antes si se podía escapar— se subiría a la bicicleta y ese día alcanzaría su meta. Su deseo de andar en bicicleta sobrepujaría la lucha a veces tan dura como desalentadora. Tales momentos siempre acompañan las metas importan­tes, son experiencias que nos hacen que alcancemos y que nos exten­damos mas allá de donde estamos. Algunas veces es doloroso y algu­nas personas se dan por vencidas y lo intentan en otra ocasión, pero con determinación, la mayoría de las metas se pueden realizar a pesar de los obstáculos. Entonces nos podemos decir con orgullo a noso­tros mismos: «¡Lo hice! ¡Lo hice!»

El autodominio causa profunda satisfacción. Provee una tremenda fuente de confianza para abordar la siguiente meta, y la siguiente, y la siguiente. Y cuando una meta, como aprender andar en bicicleta, es algo del pasado, las lecciones aprendidas en el proceso pueden recor­darse y usarse una y otra vez con cada meta nueva.

Algunas veces están allí algunos de nuestros amigos y familiares para alentarnos. Otras veces estarán aquellos que nos desalentarán o nos dirán que no se puede hacer. Ya sea que tengamos una tribuna de personas visibles o invisibles alentándonos, podemos siempre recordar que cuando estemos esforzándonos por alcanzar metas que valen la pena, las «tribunas celestiales» nos animarán (Ezra Taft Beñson, charla fogonera de trece estacas, Universidad Brigham Young, 4 de marzo de 1979).


4 — CONOCIMIENTO

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