Andar por la Fe

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CONOCIMIENTO


Los tesoros que nos llevamos con nosotros


Su sueño de toda la vida se había convertido en lo que ahora parecía una pesadilla. Durante los días largos de verano, mientras tra­bajaba cosechando papas y pepinos, Alicia se había visto en una visión caminando por las instalaciones de la Universidad Brigham Young. Era esa meta la que le daba fuerzas para seguir adelante cuando de otra manera se habría dado por vencida.

Su determinación la había llevado a la universidad en un semes­tre de otoño y ahora la frustración, la angustia y la presión a las que se enfrentaba parecían más una pesadilla que una recompensa por sus esfuerzos. No lo había planeado así. En realidad, después de haber llegado, no había hecho ninguna clase de planes.

Alicia era una de las estudiantes de mi clase. Por alguna razón no se había dado cuenta de la diferencia entre asistir a la universidad y aprender. Ella se sintió más atraída por la vida social que por estudiar y aprender. La urgencia de prepararse para los exámenes finales se había hecho realidad cuando ya casi había pasado la oportunidad de hacerlo. No debía fallar, pero no estaba preparada. No se había pro­puesto a recibir una educación; solamente estaba asistiendo a la uni­versidad.

Ella recordaba que la gente de su ciudad natal a menudo le pre­guntaba: «¿Qué quieres ser cuando seas grande?» El ser grande o adulto parecía algo tan remoto. Ahora estaba buscando una respuesta a esa pregunta, no por ellos sino por ella misma. ¿Qué era lo que quería hacer con su vida y qué papel desempeñaba la preparación universitaria?

Todos debemos enfrentarnos a esa pregunta tarde o temprano algún día si hemos de ser responsables de nuestra vida. Cuando encontramos la respuesta, cobramos un cierto sentido de lo que que­remos aprender o a qué clase de ocupación queremos dedicarnos o cómo podemos llegar a ser mejores madres y esposas, gracias a nues­tra preparación. Podemos vislumbrar de esta manera un poco de lo que la vida nos ofrece; un propósito, un destino, un curso de acción que determina lo que podemos llegar a ser en la eternidad. Es sólo cuando podemos captar un poco de la emoción, de los beneficios, de las oportunidades, de la calidad de vida que nos puede brindar una preparación universitaria, que la disciplina que debemos tener para estudiar se convierte en un precio muy pequeño a pagar.

Con nuestra mira hacia la eternidad, la preparación es el tesoro que nos llevaremos con nosotros y esto nos dará la ventaja en el mundo venidero (véase D. y C. 130:18-19). Y hoy día nos abre las puertas a oportunidades que de otra manera estarían cerradas. Nefi escribió: «Pero bueno es ser instruido, si hacen caso de los consejos de Dios» (2 Nefi 9:29). Si nos falta sabiduría, debemos pedirla, y si bus­camos diligentemente, conoceremos la verdad. Y la verdad nos hará libres (Juan 8:32)—libres para tomar buenas decisiones; libres para experimentar la vida con nuevos horizontes maravillosos y siempre cambiantes; libres para alzar nuestra voz y defender lo que es correcto, libres para influir en aquellos que están buscando la verdad; libres para prepararnos en nuestra juventud para una vida rica en recompen­sas; libres para conservar nuestro deseo de aprender mucho durante toda nuestra vida, haciendo que cada día sea más productivo.

La hermana Camilla Kimball dijo: «Debemos estar interesadas en prepararnos para la vida, y esa preparación resulta de nuestra capaci­tación académica. Ya sea que la utilicemos para educar a nuestra familia o para ganarnos la vida, tanto los hombres como las mujeres necesitan tener el conocimiento que realce sus talentos naturales». (Discurso pronunciado durante la dedicación del edificio Spencer W. Kimball, Universidad Brigham Young, 9 de marzo de 1982). La pre­paración de la vida es tanto para las jóvenes que se casen como para las que no se casen. Es para las mujeres que ayudarán a educar así como para las que no tendrán que hacerlo. Es para las mujeres que tendrán que mantenerse a sí mismas y a sus hijos en alguna etapa de la vida.

Para algunas de nosotras, esto significa hacer cursos técnicos. Para otras, será estudiar desde la casa. Para todas nosotras, significa hacer que esta meta a largo alcance sea un proyecto sobre el cual tra­bajemos toda nuestra vida, no sólo durante dos o cuatro años des­pués de la secundaria en lo que se llama «educación superior.»

Una se podrá preguntar, si el buscar una preparación académica no contradice nuestra meta de casarnos y tener una familia. Definitivamente, ¡no! Necesitamos tener una preparación tanto para el beneficio de nuestras familias como para el de nosotras mismas. Con todas las contradicciones y las voces que tratan de confundirnos, necesitamos tener nuestra propia dirección clara ahora más que nunca antes. Una joven siempre debe tener presentes las metas del matrimonio y la familia dentro de las decisiones que toma. Pero tam­bién debe estar preparada para otras experiencias ricas y maravillo­sas que encontrará en la edificación del reino.

Una mujer que ahora es la madre de once niños, soñaba en la universidad con las luces de un escenario, mientras tomaba clases de filosofía y economía, así como de ciencias políticas. Ahora se encuen­tra en su propio escenario, actuando de una manera magnífica. Ella ha escogido enriquecer, proteger y cuidar su hogar. El verano pasado ella y otra mujer Santo de los Últimos Días hicieron una campaña desde sus hogares siendo escogidas como dos de las cuatro delegadas para ayudar a elegir a un nuevo líder de un partido político. Estas mismas mujeres posteriormente organizaron una reunión en el par­que de la ciudad en base a un asunto sobre el cual sentían que afec­taría la vida de una manera negativa en su provincia en Canadá.

Le pregunté a esa hermana cómo se las arreglaba para tener tanta influencia. «Tienes que conocer el procedimiento parlamentario den­tro de las reuniones públicas», ella contestó. «Si estás familiarizada, puedes proteger la democracia y tu hogar usando las reglas eficaz­ mente.»

«¿Dónde y cuándo aprende uno estas reglas?», le pregunté.
Ella rió y dijo: «Durante la cena anoche la conversación se des­arrolló así:
Sara: «Honorable Presidente, la sopa está deliciosa.'»
Presidente: «¿Alguien desea hacer una moción en ese sentido?»
Sharon: «Hago la moción de que se registre que la sopa está deli­ciosa.»
Presidente: «¿Alguien desea respaldar?» Respaldada. «¿Alguna objeción?»
Amy: «Está demasiado condimentada».
Presidente: «Procederemos a la votación».

«Los resultados de la cena: La sopa pasó. La mermelada pasó por unanimidad. La moción a favor del agua será considerada en otro momento pendiente de una mayor investigación.

«Una madre que tenga una buena preparación puede inculcar en sus hijos el mismo entusiasmo por aprender. Clases en economía familiar y desarrollo infantil, así como de relaciones familiares pue­den ayudar a fortalecer nuestras futuras familias. De igual manera lo pueden hacer los estudios sobre docencia, enfermería, leyes y debate, ciencias políticas, ingeniería, medicina, historia, comunicaciones, y ¡aun estadísticas!»

Hay quienes preguntan, si las mujeres se capacitan en aspectos tan extensos, ¿serán tentadas a abandonar el hogar? El hogar puede fortalecerse de muchas maneras con su preparación académica. En el futuro, el tener una mayor preparación les proveerá más oportunida­des para estar con su familia, para establecer sus propias horas de tra­bajo, para contar con el conocimiento para crear un negocio y poder satisfacer las necesidades económicas de su familia si tuviera que asu­mir el papel de proveedora. El conocimiento y la inteligencia son herramientas que pueden usarse en rectitud o en maldad. El uso adecuado nos puede ayudar a proteger y salvaguardar el hogar.

Aquellas que tienen la oportunidad de escoger se encontrarán pro­tegiendo y salvaguardando a sus familias en el frente de batalla desde el hogar. Otras estarán en campos extraños en ocasiones, trabajando para mantener al enemigo alejado de sus puertas. Esos campos pue­den incluir la participación en la Asociación de Padres y Maestros, en partidos políticos y organizaciones cívicas, así como en varias profesiones. Ya sea que seamos casadas o solteras, con muchos hijos o sin ellos, la preparación académica es importante y está disponible para nosotros dentro de las paredes de nuestro propio hogar. Nadie tiene que ser privado de ello. Necesitamos obtener esa preparación para defender nuestros valores y para ser una influencia fuerte para el bien.

Cuando la Reina Ester, del Antiguo Testamento, fue puesta en posición de salvar a los judíos en Persia apelando a su esposo, el rey, su tío Mardoqueo le dijo: «¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?» Así como Ester estaba en el palacio para ayudar a su pue­blo, cada una de nosotras tenemos cosas importantes que lograr, muchas de las cuales fueron establecidas antes de que viniéramos a este mundo.

El Presidente George Q. Cannon escribió: «Dios nos ha escogido de entre el mundo y nos ha dado una gran misión. No tengo la menor duda que fuimos elegidos y preordenados para nuestra misión antes de que el mundo fuese, que nos fueron dados nuestros papeles en este estado mortal tal como nuestro Salvador recibió el que le fue asignado a Él» (Gospel Truth, comp. Jerreld L. Newquist, Salt Lake City: Deseret Book, 1974, 1:22).

Al esforzarnos por conocer la voluntad del Señor y al decidir lle­varla a cabo, Él estará allí para guiarnos, para amarnos, y para velar por nosotros, para ayudarnos a progresar y a aprender. Y debido a nuestra extensa preparación, tendremos muchas oportunidades en donde nuestra influencia, nuestra sabiduría, nuestra voz y nuestro voto marcarán la diferencia—no en si la sopa habrá de aprobarse, sino en si se defenderá la rectitud.

En lo que una joven se convertirá cuando sea una mujer depen­derá de lo que ahora se prepare para llegar a ser.


Procura aprender por el estudio y por la fe


Hace muchos años, cuando daba clases en la escuela primaria, tuve una entrevista con la madre de uno de mis alumnos. Ella expresó su profundo agradecimiento por un milagro que sintió se había efec­tuado. Su hija de cuatro años experimentaba algunas dificultades en su aprendizaje y había estado batallando durante meses con lo que parecía ser una tarea imposible: resolver problemas de divisiones lar­gas. Ese día, sin embargo, había llegado a su casa en éxtasis, excla­mando: «Mamá, ¡lo puedo hacer!» Su madre me dio las gracias «por explicarlo bien», por «abrir la mente de su pequeña hija», como ella lo expresó.

No le dije a aquella mujer que yo también de niña había domi­nado el arte de calcular todo de la manera equivocada antes de que encontrara la correcta, y que por lo tanto podía entender a su hija. En ese momento todas mis luchas personales con el aprendizaje de años pasados parecieron valer la pena. Pensé en la admonición de: «… [enseñaos] el uno al otro …» (véase D. y C. 88:77). Ese día fue grat-ificador para mí como maestra y como persona.

Todos podemos estar aprendiendo algo cada día de nuestra vida. El tiempo pasa tan aprisa que hace que aprendamos las cosas rápida­mente—si estamos buscando diligentemente. A través del profeta José Smith, el Señor dio el siguiente consejo a los Santos: «. . . buscad dili­gentemente y enseñaos el uno al otro palabras de sabiduría; sí, bus­cad palabras de sabiduría de los mejores libros; buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe» (D. y C. 88:118). Si podemos mantener viva esa sed de conocimiento durante toda nuestra vida, cada día será más pleno, y la velocidad con la que aprendamos no será tan importante como lo qué aprendamos.

El presidente José F. Smith escribió: «Oímos mucho hablar acerca de hombres que son especialmente dotados, de genios en asuntos del mundo, obligándonos a pensar que algunos de nosotros no tenemos la capacidad para hacer mucho; por lo tanto, poco importa que vivamos una vida holgada ya que no pertenecemos a esa clase favorecida. Es verdad, no todos tenemos los mismos dones, ni todos somos dotados con la fuerza de un gigante; sin embargo, cada hijo e hija de Dios ha recibido algún talento y cada quien tendrá que ren­dir cuentas del uso que le demos. El espíritu del genio es el espíritu de trabajo duro» (Juvenile Instructor 18:689).

Recuerdo una vez haberle preguntado a mi papá con angustia: «Si la gloria de Dios es la inteligencia y no eres inteligente, ¿qué te pasará?» Y mi padre, quien era muy sabio y erudito, quien nunca se graduó de la secundaría pero que era autodidacta e inteligente a tra­vés de su diligencia en estudiar y su gran fe, mitigó mi preocupación explicando: «Mi querida niña, si eres diligente en tus estudios y haces tu mejor esfuerzo y eres obediente a los mandamientos de Dios, un día, cuando entres al santo templo, el cual es la universidad del Señor, estarás preparada tanto en tu mente como en tu espíritu para aprender todo lo que necesitas saber para regresar a tu Padre Celestial». Fue la fe en esa promesa lo que pareció abrir mi mente. Fueron el estudio y la fe los elementos que se combinaron.

Pero eso fue hace muchos años, cuando concursos de deletreo y de multiplicación medían nuestra preparación para el futuro, por lo menos para pasar al siguiente año. Y, ¿qué hay de estos tiempos con sus computadoras, procesadores de palabras, viajes al espacio, satéli­tes, y verdades recién descubiertas? ¿Podemos mantenernos al corriente? ¿Debemos hacerlo? ¿Qué tipo de aprendizaje debemos bus­car? Y, ¿qué debemos enseñar, escribir o hablar?

Para cada una de nosotras los desafíos de hoy requieren una pre­paración mayor tanto de mente y de cuerpo, como de espíritu. La preparación académica presupone que el uso extensivo de conoci­miento deberá preparar a las personas en desarrollar las habilidades, actitudes y valores para edificar el reino del cielo aquí en la tierra. Nuestros hogares son parte del reino. Deben reflejar algo de la belleza espiritual de nuestra patria celestial, aun cuando estén rodeados de nubes obscuras de tempestad y aun bajo ataque.

Nuestra prioridad más grande siempre deberá ser el enriquecer, proteger y salvaguardar nuestro hogar. Para hacer esto, debemos tener al Espíritu Santo para guiarnos en nuestra vida personal. Debemos conocer la verdad y no ser engañadas. Nuestro aprendizaje, nuestro estudio y nuestra fe deberán estar enfocados en esa prepara­ción que fortalecerá el hogar y la familia.

Nuestras actitudes y decisiones respecto al aprendizaje son dig­nas de nuestra más seria consideración. La sabiduría es un don del Espíritu. Me ha impresionado el anhelo aparente de Emma Smith, esposa del profeta José Smith, por tener sabiduría y entendimiento. Cuando su esposo decidió regresar a Carthage, la decisión que lo lle­varía a su muerte, ella le pidió que le diera una bendición. Él le pidió que escribiera la mejor bendición que deseara, y él la firmaría cuando regresara. Emma escribió la bendición, pero el Profeta nunca regresó de Carthage. Sus palabras mostraban que el deseo más grande de su corazón era tener sabiduría:

«Antes que nada desearía, como la bendición más rica del cielo, recibir diariamente sabiduría de mi Padre Celestial, para que lo que diga o haga no sea causa de arrepentimiento al finalizar el día, ni que sea negligente en efectuar ningún acto que resultara en bendición. Deseo el Espíritu de Dios para conocerme y entenderme, para que pueda vencer cualquier tradición o naturaleza que pudiera alejarme de mi exaltación en los mundos eternos. Deseo tener una mente activa y fructífera para poder comprender los designios de Dios, aun cuando sean revelados a través de Sus siervos sin dudar. Deseo el espíritu de discernimiento, el cual es una de la bendiciones prometi­das del Espíritu Santo.

«Particularmente deseo sabiduría para poder educar a todos los niños que estén o puedan estar asignados a mi cuidado, de tal manera que puedan ser utilizados como instrumentos en el reino de Dios, y que en el futuro puedan levantarse y llamarme bendita.

«Deseo prudencia para evitar que por ser ambiciosa abuse de mi cuerpo y cause que envejezca prematuramente y que se desgaste, sino que pueda tener un rostro alegre, que pueda vivir para realizar la obra que he convenido hacer en el mundo de los espíritus y ser una bendición para todos los que de alguna manera necesiten de mí.

«Deseo con todo mi corazón honrar y respetar a mi esposo como la cabeza de nuestro hogar, para que pueda siempre tener su con­fianza, y que actuando al unísono con él pueda retener el lugar que Dios me ha dado a su lado. Deseo ver que me pueda regocijar con las [hijas de Eva] en las bendiciones que Dios tiene para todas aque­llas que estén dispuestas a ser obedientes a Sus requerimientos. Finamente, deseo que, cualquiera que sea mi suerte en mi vida, pueda reconocer la mano de Dios en todas las cosas» {Cursos de estu­dio de la Sociedad de Socorro 1985).

Todo lo que hacemos toma tiempo, y nuestro tiempo es nuestra vida. Algunos dedican su vida a poco o a nada y entonces se les ter­mina. Pero si nuestra vida se dedica a aprender y enseñar la verdad, si la usamos en rectitud, entonces la inversión es buena. Vale la pena el precio que hemos pagado porque su adquisición es transportable. Se nos ha dicho que: «Cualquier principio de inteligencia que logremos en esta vida se levantará, con nosotros en la resurrección; y si en esta vida una persona adquiere más conocimiento e inteligencia que otra, por medio de su diligencia y obediencia, hasta ese grado le llevará la ventaja en el mundo venidero» (D. y C. 130:18-19)-

Estamos en una era de conocimientos que se conoce con el tér­mino de explosión informativa. Mucho del aprendizaje del mundo pronto se vuelve obsoleto; mucho de lo que aprendimos el año pasado ya es viejo ahora. En contraste, el conocimiento del Evangelio nunca es obsoleto; es la verdad del Evangelio.

Se me parte el corazón y me siento preocupada cuando me entero de personas que pasan mucho de su tiempo viendo una repre­sentación distorsionada de la vida, día tras día, en las novelas de la televisión, o quienes ven videos mundanos o leen libros con un con­tenido similar, en vez de estar participando activamente en esta vida preparándose para la venidera. Si gastáramos la mayor parte de nues­tro tiempo en las cosas triviales de la vida, ¿cuál sería la calidad de la reserva de nuestro aprendizaje? ¿Qué profundidad tendría el agua? ¿Cuál sería su color? ¿Qué podríamos sacar de nuestra reserva en momentos de necesidad? ¿Qué podríamos recordar de la profundidad de nuestra memoria?

El presidente Joseph F. Smith escribió esto acerca del aprendizaje así como de nuestra habilidad para recordar: «En realidad un hombre no puede olvidar nada. Puede tener un lapso de memoria; puede no recordar en el momento algo que sabe, o palabras que ha dicho; puede no tener el poder para recordar a su voluntad estos eventos y palabras; pero cuando el Dios Todopoderoso toca la fuerza motriz de la memoria, y la despierta, ¡encontrará que no ha olvidado ni una de las palabras vanas que ha pronunciado!» (Improvement Era 6:503—4)

Algún día recordaremos todas las cosas que han pasado por nuestra mente, y esto podría ser una bendición gloriosa y maravillosa. Imagínense tener acceso rápido a la reserva de conocimiento que se ha acumulado a lo largo de toda una vida, disponible para recordar inmediatamente. Todas las cosas buenas almacenadas allí que han estado fuera de nuestro alance, olvidadas por algún tiempo, aún formarán parte de nuestro aprendizaje. Las frustraciones del olvido serán cosa del pasado.

La pregunta será: ¿Qué podremos aprovechar de los libros que hemos leído, de los programas de televisión o de los videos que hemos visto? ¿Cuáles son las cosas en las que hemos puesto nuestra atención o aun nuestra vida?

El eider John A. Widtsoe nos ayuda a entender con más claridad la responsabilidad por las cosas que hemos aprendido: «Necesitamos, en esta Iglesia y reino, para nuestro propio bienestar y el del mundo, un grupo de hombres y mujeres que sean individualmente una luz a las naciones, verdaderos estandartes para el mundo. Tales personas deben ser diferentes del mundo como lo conocemos ahora … a menos que el mundo tenga el mismo objetivo que nosotros. Estamos aquí para edificar Sión para el Dios Todopoderoso, para la bendición de todo el mundo. En este objetivo somos únicos y diferentes de las demás personas del mundo. Debemos respetar esa obligación, y no tener temor. No podemos caminar como los demás hombres ni hablar como los demás hombres, porque tenemos un destino, obligaciones y responsabilidades diferentes que se nos han comisionado y debemos estar en condiciones de poder realizar ese gran destino y obligación» (en Conference Report, abril de 1940).

En otras palabras, no pueden ser un salvavidas si se parecen a todos los demás nadadores en la playa.

¿Cuál es el camino, o la manera de buscar lo que debemos apren­der? ¿Es por el estudio? Sí, pero también es por la fe. La voz del Espíritu nos enseña la verdad. Un joven de sólo diecinueve años de edad y en su segunda semana en el Centro de Capacitación Misional, explicó cómo es que esto funciona: «Cuando se estudia con el Espíritu, es increíble la velocidad con la que se aprende. Una vez en particular, cuando estaba trabajando muy duro y sentía el Espíritu muy fuertemente, pude aprender todo un concepto en un poco más de cinco minutos. Estoy empezando a percibir el poder que está detrás de esta obra».

Es nuestra responsabilidad tratar de aprender por medio del estu­dio y por la fe a fin de que podamos realizar nuestros convenios de permanecer como testigos y edificar la fe de otras personas. Estamos rodeados por los Korihores de nuestro día, tal como Alma se tuvo que enfrentar a ellos en su época—aquellos que se refieren a las «locas» tradiciones de nuestros padres, aquellos que hacen preguntas, que distorsionan la verdad, que nos confunden, que demandan una señal y buscan crear dudas en nuestra mente, y hasta algunos que profe­san ser miembros de la Iglesia. Mientras rodean estas preguntas nues­tro campamento amenazando nuestra seguridad, nuestros testimonios deben sonar fuertes y verdaderos, inquebrantables e intransigentes. Además, «un testimonio no es suficiente», advirtió el presidente J. Reuben Clark. «Aparte de esto, deben tener uno de los elementos más preciosos y más singulares del carácter humano—valor moral».

Aun cuando una mente inquisitiva es muy deseable, la tendencia para algunos es estar siempre comprobando hasta los eventos más corrientes de la vida para ver si son válidos. Existen algunas cosas que tienen que ser aceptadas por la fe, al menos por el momento, y quizá las preguntas se guarden por un tiempo para ser contestadas más ade­lante. El estar constantemente tratando de encontrar errores aun en los principios más básicos puede destruir en nosotros con el tiempo— y a veces en otras personas—todo lo que es importante. Algunas veces nuestro deseo de comprobarlo todo puede ser no tanto la falta de confianza en la verdad, sino la falta de seguridad dentro de noso­tros mismos. No debemos temer nunca la verdad mientras se use en rectitud.

El presidente Joseph F. Smith nos proporciona esta observación ilustrativa: «El simple hecho de atiborrar nuestra mente con conoci­miento de los hechos no significa una preparación académica. La mente no sólo debe poseer un conocimiento de la verdad, sino que el alma lo debe reverenciar, estimar, y amar como una joya preciosa, siendo esta vida moldeada y guiada por el mismo a fin de cumplir con su destino. La mente no sólo debe ser cargada de inteligencia, sino que el alma debe estar llena de la admiración y el deseo por la inteligencia pura, la cual viene como resultado del conocimiento de la verdad. La verdad puede sólo hacer libre a aquel que la posee, y continuará dentro de ella. Y la palabra de Dios es verdad, y durará para siempre. Prepárense académicamente no sólo para este tiempo, sino para la eternidad» (The Contributor 16:570).

No debemos tomar a la ligera nuestro cometido de excelencia en cuanto a la preparación académica. Debemos remar con ambos remos—el estudio y la fe—si hemos de estar completamente prepara­dos para alcan2ar nuestra meta. En la Iglesia hoy en día no estamos exentos de aquellos que sólo están remando con el remo intelectual. Sin un equilibrio en nuestros esfuerzos, nos encontraremos dando vuelta en círculos.

Si una persona decide hacer a un lado las cosas del Espíritu mien­tras persigue sólo los esfuerzos académicos, el resultado es predeci-ble. Para aquellos que escogen remar con apenas un remo durante un período extenso de tiempo, desarrollarán un solo juego de mús­culos mientras que los otros se les atrofiarán. En un tiempo posterior como graduados con sus títulos, tales personas podrán comparar el conocimiento académico que hayan adquirido contra los hilos delga­dos de la fe que han sido debilitados por negligencia. Su fuerza espi­ritual quizá haya permanecido igual o regresado al nivel de la infan­cia. Y cuando tratan de ejercer un juicio de las cosas del Espíritu que sólo viene con la fe, esa gran reserva de verdad en la cual podían haberse sumergido será poco profunda, descolorida o estancada. Ésta es la condición de la que habló Nefi cuando dijo: «¡Oh ese sutil plan del maligno! ¡Oh las vanidades, y las flaquezas, y las necedades de los hombres! Cuando son instruidos se creen sabios, y no escuchan el consejo de Dios, porque lo menosprecian, suponiendo que saben por sí mismos; por tanto, su sabiduría es locura, y de nada les sirve; y perecerán. Pero bueno es ser instruido, si hacen caso de los consejos de Dios» (2 Nefi 9:28-29).

Es triste comprobar que algunos Santos de los Últimos Días dota­dos de una gran capacidad intelectual se están limitando al emplear sólo un remo. He allí el consejo sabio de «buscar conocimiento por medio del estudio y de la fe», lo cual nos asegura que permanecere­mos en el debido curso.

Existen muchas cosas que podemos aprender por medio del estu­dio, pero la verdad no se adquiere solamente por medio del estudio. También debemos buscar conocimiento por medio de la fe si hemos de saber por nosotros mismos que Dios el Padre vive, que Jesucristo es Su divino Hijo; que Ellos aparecieron personalmente al joven José Smith; que a través de José «la única Iglesia viviente y verdadera sobre la faz de la tierra» (D. y C. 1:30) fue restaurada. Es por medio de la fe que sabemos que José Smith y sus sucesores son profetas, videntes y reveladores; que ellos reciben revelación con respecto a la administración de la Iglesia y que el Libro de Mormón fue de hecho traducido por el Profeta por medio del poder de Dios.

Del ministerio del Salvador obtenemos muchas ideas de cómo aprender por medio de la fe. En una ocasión, durante la Pascua, Él fue al templo y enseñó, y «las personas escucharon con mucha aten­ción. Los maestros judíos estaban asombrados, tanto así que se hacían preguntas entre ellos, ‘¿Cómo es que este hombre conoce las letras, si nunca las aprendió?’ Jesús no se había graduado de la escuela de rabinos. Ellos obtenían su capacitación pasada de una generación a otra de un gran maestro rabino a otro asegurando que su linaje lle­gaba a Moisés. Pero, ¿de dónde había obtenido este carpintero, sin ninguna preparación secular, su conocimiento?

«Jesús respondió a sus preguntas confiictivas diciendo: ‘Mi doc­trina no es mía, sino de aquel que me envió’. Y entonces sabiendo que lo disputarían, ofreció esta prueba: ‘Si cualquier hombre desea hacer su voluntad, conocerá la doctrina, si viene de Dios, o si hablo por mí mismo’. Ahora sobre los que escuchaban había sido puesta la tarea de ponerlo a prueba. Era también una invitación que les estaba haciendo. Prueba la doctrina, absórbela dentro de tu propio ser. Vívela y sabrás» (Ardeth G. Kapp y Judith Smith, The Light and the Life, Bookcraft. 1985, págs. 71-72).

Los fariseos del tiempo del Señor lo observaban cuidadosamente, esperando encontrar alguna razón para cuestionar Su mensaje. Habían entrenado sus ojos y sus oídos para ver y escuchar lo que ellos esperaban que estuviera equivocado—ya fuera el hacer sanida­des en el día de reposo o separar trigo o perdonar a la mujer peca­dora. Ellos conocían la ley; ellos la habían estudiado. Cada vez que se escuchaba el mensaje de Jesús, sentían mucho fervor al consultarse entre ellos mismos para determinar si había alguna debilidad o errores en Su mensaje para que pudieran probar que no era el Hijo de Dios. La elección de su curso cerró sus oídos y su corazón adormeciendo sus espíritus para que no pudieran escuchar Su mensaje. Mientras que ellos debatían sobre Sus palabras y detalles buscando fallas, perdie­ron el mensaje que podrían haber aprendido por medio del Espíritu y por la fe, el cual les habría salvado su vida eterna. Ellos estaban «siempre aprendiendo mas nunca llegando al conocimiento de la ver­dad» (véase 2 Timoteo 3:7).

Éste no fue el caso entre los dos mil jóvenes de Helamán, quienes lucharon con una fe milagrosa sin que ninguno de ellos fuera herido: «Hasta entonces nunca habían combatido; no obstante, no temían la muerte, y estimaban más la libertad de sus padres que sus propias vidas; sí, sus madres les habían enseñado que si no dudaban, Dios los libraría. Y me repitieron las palabras de sus madres, diciendo: No dudamos que nuestras madres lo sabían» (Alma 56:47-48).

Es mi testimonio que si continuamos buscando conocimiento por medio del estudio y por medio de la fe, recibiremos la verdad por medio del testimonio del Espíritu, y tendremos el poder de discerni­miento para guiarnos y protegernos contra el engaño. Se nos ha pro­metido que al estudiar diligentemente, aprenderemos de Él; y al bus­car diligentemente, por cierto lo encontraremos.


El canal de riego


La siembra de alfalfa era la mejor de todas, en parte debido a que se encontraba situada en la orilla más baja de nuestras treinta y dos hectáreas por la arboleda de olmos, y en parte debido al canal de riego con sus riberas cubiertas de plantas de habichuelas silvestres, las cuales marcaban los límites del lado sur de nuestras tierras. Principalmente, pienso que era la mejor de todas por su aroma. Es el recuerdo de ese aroma de alfalfa en la quietud de la madrugada que trae consigo cada emoción de esos tiempos a través de los años, tan claramente como si lo estuviera experimentando por primera vez. En la madrugada, antes del desayuno, cuando recién nos levantamos, ese aroma es el mejor.

Mi papá y yo, a menudo caminábamos juntos por nuestros cam­pos. Él usaba botas de hule altas y llevaba una pala sobre su hombro, y un tallo largo de trigo colgaba de su boca. Me encantaba la manera en que el rocío abundante de la mañana aún daba destellos como si fueran cristales sobre las hojas de alfalfa y hacían aparecer nuestras botas como si fueran nuevas y más brillosas con cada paso que dába­mos. Yo caminaba a su lado y él a veces se detenía a recoger un puñado de tierra casi con reverencia, y la dejaba deslizar por entre sus dedos mientras la devolvía suavemente al suelo. Mirando hacia arriba el cielo azul sin una sola nube, decía: «Dios nos ha dado esta buena tierra, pero nosotros debemos hacer nuestra parte», y casi en un susurro repetía: «Debemos hacer nuestra parte». Siempre parecía como si estuviera hablando con otra persona y no conmigo, de manera que yo no sentía la necesidad de responderle.

En esa mañana en particular caminamos juntos entre la alfalfa hasta que nos detuvimos a la orilla del canal de riego principal. Nunca habíamos ido por ahí antes y yo no conocía su plan, pero había aprendido a observar y escuchar, guardando las preguntas para después.

Papá tomó la pala que llevaba sobre su hombro y bajó hasta la ribera del canal a la orilla del agua. Entonces, dándose vuelta, con un pie en alto sobre la ribera, extendió su mano hacia mí. Tomando mi mano dentro de la suya, me ayudó a bajar hasta que estuvimos para­dos juntos cerca del agua. Muy a menudo podía adivinar por la mirada de sus ojos y el ángulo de su barba la naturaleza de la lección que iba a compartir conmigo, y sabía que ésta iba a ser «una buena oportunidad para aprender», como él siempre la llamaba, agregando suavemente: «si tienes una buena actitud».

«Vamos a saltar al otro lado del canal», explicó. «Yo te enseñaré cómo hacerlo».

Observé cómo alcanzaba con su pala a la mitad del canal, la sumergía varias veces para evitar las piedras antes de empujarla hacia el fondo. Entonces, moviendo el mango en ángulo hacia él, agarró la pala con sus dos manos impulsándose hacia adelante hasta el otro lado. «Así», dijo.

Observé cuidadosamente. Tenía sólo otra oportunidad de obser­var antes de que fuera mi turno. Lo demonstró nuevamente, regre­sando a mi lado del canal.

Había llegado el momento de hacer preguntas: «Papá, ¿qué pasará si no puedo saltar?» Y como siempre guardó su consejo para usarlo cuando realmente importara. «Si haces tu mejor esfuerzo, lo lograrás». Entonces noté una leve sonrisa al decirme: «Si no lo logras, caerás en el agua y te empaparás».

«Y, ¿entonces qué hago?», fue mi siguiente pregunta.,

«Tendrás que regresar al otro lado».

Con esas opciones, parecía importante que tratara de seguir su primer consejo. Mi papá no me apresuró. Fue como si supiera que cruzar el canal era quizá más importante aún que el agua que usaba para regar.

Me paré y observé. De repente parecía estar frente a una multitud que me alentaba. Los pájaros en el olmo cantaban, casi como si estuvieran alentándome. Un abejorro que había estado zigzagueando de un lado a otro entre las hierbas amarillas a lo largo de la ribera se unió a nosotros zumbando en círculos mientras arrojaba una sombra en la superficie del agua para que los insectos acuáticos pudieran eludir.

Al estar allí parada observando unos insectos acuáticos de la fami­lia de las arañas rozar la superficie del agua, papá ofreció la siguiente sugerencia: «Mi amor, no te concentres en el agua. Tienes que mante­ner tu vista en la ribera al otro lado. Es el mantener tu mirada puesta en la meta lo que marca la diferencia».

Creo que él percibió que ya estaba lista y que era tiempo de hac­erlo. Lentamente estiró el mango de la pala hacia mí ayudándome a tomarlo con ambas manos. Miré hacia arriba notando su sombrero de paja que ocultaba su cabello ondulado y sus cejas formando un marco parcial para sus bondadosos ojos azules que podían penetrarlo todo. Sonrió diciendo: «Haz tu mejor esfuerzo».

Habiendo dicho esto, me agarré fuertemente de la pala con las dos manos. Hice una breve pausa fijando la mirada sobre un grupo de hierbas amarillas al otro lado del canal. Respiré profundamente, apreté las manos firmemente, miré a mi papá e hice mi mejor esfuerzo dando un salto hacia la ribera. Lo logré, cayendo exacta­mente sobre las hierbas amarillas.

Rápidamente me di vuelta para ver a mi padre. Me dio la acos­tumbrada señal de victoria juntando sus manos y alzándolas arriba de su cabeza y dando gritos como si hubiera sido un gran logro. «¡Sabía que lo podías hacer!» Lo observé mientras brincaba el canal con tanta facilidad que me tuve que preguntar a mí misma: ¿Por qué tanto albo­roto por lo que yo había logrado?

Fue una buena mañana y para la tarde ya habíamos limpiado todos los canales pequeños de pasto o hierbas que pudieran obs­truir la corriente del agua. Papá hizo ahora una pausa sacando su reloj de bolsillo, sostenido con una agujeta a su cinturón. Echando un vistazo rápido a su reloj y después mirando al sol—nunca sabía yo qué consultaba, si el sol o su reloj—anunció: «Ya es hora de almorzar».

Nos dirigimos a unos árboles cerca del viejo granero. Era un lugar familiar. Se había formado un camino entre el pasto que con­ducía a los árboles. En medio de los árboles había un lugar en donde el pasto, que alguna vez había estado alto, ahora estaba aplastado por las veces que habíamos comido allí. Me senté en mi lugar favo­rito y papá separó el pasto donde estaba nuestro almuerzo para mantenerlo fresco. Cuando abrió la caja que contenía la comida, se quitó su sobrero de paja limpiándose la frente humedecida, la cual toda­vía mostraba la impresión de la banda interior del sombrero. Después de dar gracias por todas las bendiciones recibidas, estába­mos listos para comer.

Era el cántaro grande cubierto de arpillera lo que más recuerdo. Era el aroma, el sentir esa textura áspera tan cerca de mi nariz y el tener que echar la cabeza hacia atrás esperando que el agua clara y fresca tocara mis labios mientras que papá sostenía el cántaro, lo que convirtió el evento en casi un rito. Al cabo de haber bebido yo, fue el turno de mi papá.

Después del almuerzo, nos recostamos en el pasto alto y suave mirando hacia arriba entre los árboles. Algunas veces yo hablaba y papá escuchaba, o papá hablaba y yo escuchaba. Como lo recuerdo ahora, parece que papá escuchaba tanto como hablaba, pero esta vez era mi turno escuchar.

«Sabes Ardie», dijo, «hoy aprendiste una lección importante».

Rápidamente asentí: «Sí, aprendí a saltar el canal».

«Así es», dijo. Entonces levantándose tras apoyarse sobre un codo preguntó: «¿Cómo piensas que lo lograste?»

Ésa me pareció una pregunta extraña ya que me había visto como lo había hecho, pero quería algo más, de manera que traté de explicar. «Bueno, primero te observé y entonces cuando fue mi turno, sentí miedo».

Eso parecía ser lo que estaba esperando escuchar ya que rápida­mente preguntó: «Y entonces, ¿que pasó?»

«Bueno, miré hacia las hierbas amarillas al otro lado y me esforcé mucho y salté».

Como para reforzar la lección, la volvió a repasar. «Eso fue exac­tamente lo que pasó, Ardie. Tenías la mirada puesta en la meta, te esforzaste y lo lograste».

Descansando su codo, se volvió a recostar en silencio mientras las nubes, que parecían plumas, empezaron a invadir el cielo azul. Podíamos escuchar a los pájaros en los árboles, el mugido distante de las vacas, y el sonido leve del agua que caía sobre la bajada del canal.

Parecía haber pasado mucho tiempo hasta que papá volvió a hablar, y entonces en un tono que casi puedo escuchar aún, dijo:

«Ardie querida, existen muchos canales de riego que tendrás que cru­zar en la vida. Muchos de ellos los tendrás que cruzar sola». Entonces, como concluyendo su lección, repitió: «Mantén tu vista sobre el otro lado, esfuérzate, y lo lograrás».


5 — ELECCION Y RESPONSABILIDAD

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