Andar por la Fe

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ELECCION Y RESPONSABILIDAD


¿Qué tienes que declarar?


Era el último día del trimestre en la universidad y habían finali­zado los exámenes. Con un grupo de compañeros, me subí al viejo automóvil de un amigo para el viaje de regreso a Canadá. Siempre había más personas en el auto de las que el espacio permitía que via­jaran con comodidad, pero lo que sacrificamos en comodidad, lo aho­rramos en costo. Con emparedados de atún y cualquier otra cosa que habíamos encontrado en la alacena, nos dirigimos hacia el norte.

En la frontera se nos requirió abrir nuestras valijas—por lo regu­lar con ropa entre gris y blanca que esperábamos nuestras madres pudieran remendar. El oficial de aduana iba de un lado a otro haciendo las preguntas de rutina: «¿Qué traen para declarar?» Los via­jeros experimentados por lo regular hacían una lista de todas las cosas de valor que llevaban para facilitar el paso por la aduana y acelerar su llegada a casa. Para nosotros, casi nunca había demasiado que decla­rar—sólo nuestro nombre, nuestro destino, y nuestro lugar de resi­dencia.

Al pasar la frontera, empecé a pensar acerca de nuestro viaje final, el viaje de regreso a nuestro hogar celestial. Cuando lleguemos a esa frontera, cómo responderemos a esa pregunta: «¿Qué tienes que declarar?» Creo que la lista que se requerirá de cada uno será escrita «no con tinta», como dijo Pablo, «sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón» (2 Corintios 3:3). Creo que será la evidencia de nuestro amor mutuo lo que nos ayudará a pasar. El oficial de aduana—¿quién será? Nefi nos dice lo que podríamos esperar: «He aquí, la vía para el hombre es angosta, mas se halla en línea recta ante él; y el guardián de la puerta es el Santo de Israel; y allí Él no emplea ningún sirviente, y no hay otra entrada sino por la puerta; porque Él no puede ser engañado, pues su nombre es el Señor Dios» (2 Nefi 9:41).

En los momentos quietos de meditación, al considerar el éxtasis y el gozo de las experiencias que tenemos en esta vida, creo que se quedarán cortas en comparación con lo que experimentaremos en el momento cuando demos un informe de nuestra vida al Santo de Israel, una declaración silenciosa de responsabilidad que hablará cla­ramente de cómo ejercimos nuestro albedrío, de las elecciones que hicimos y, finalmente, de los valores y principios que hicimos nues­tros para protegernos y dirigirnos en los caminos angostos y traicione­ros de nuestro viaje.

Yo conozco un poco acerca de los riesgos de viajar sobre carrete­ras con hielo en tiempo de invierno cuando hay advertencias de peli­gro por todas partes, cuando el riesgo de una tormenta de nieve ame­naza nuestra seguridad y algunas veces causa demoras en nuestro progreso mientras nuestros seres queridos toman turnos vigilando y esperando. Yo sabía que durante esos momentos habían sido ofreci­das oraciones familiares en nuestro favor para que pudiéramos regre­sar a salvo a nuestros hogares.

¿Pueden ustedes mentalmente percibir ese sentimiento de bien­venida aun cuando no hayan tenido esa experiencia? Por otro lado, consideren la tragedia que sería que una patrulla de caminos tuviera que informar a seres queridos aguardando su llegada que el paso por las montañas y las carreteras estaban muy empinados y resbalosos, que quizá no leyeron las señales de peligro o que se durmieron al volante o que sus reflejos no estaban lo suficientemente alertas para responder a los peligros, que no pudieron dar una vuelta—que no hubo sobrevivientes. Piensen en aquellos seres queridos que esperan. Quiero compartir con ustedes lo que yo creo que será el gozo que experimentaremos al acercarnos a nuestro hogar celestial. Pero pri­mero, consideremos cuáles son las advertencias por el camino que estamos siguiendo para asegurar que nuestro viaje sea seguro.

¿Estarían dispuestas a tocar la puerta de su corazón e inquirir adentro respecto a los valores o señales que declaran tanto pública como privadamente, aquellos que tienen la convicción de seguir? Si sólo usamos señales externas, tales como los valores o reglas, reglamentaciones o normas de otras personas, si sólo usamos advertencias externas para determinar nuestro curso a seguir, ¿qué sucederá cuando en una noche obscura se apaguen las señales y nos encon­tremos a solas en la obscuridad? Ningún comité, institución o tripula­ción iza nuestras velas. Debemos tener nuestros valores claramente definidos como llamas dentro de nosotros. Solamente entonces ten­dremos un jurado interno al cual poder apelar para un juicio respecto a nuestra actuación—nuestra actuación, no la de otra persona.

Estoy tratando de alcanzar y extenderme lo más que puedo cuando sé de otros que parecen navegar bien en aguas turbulentas. Pero aún más heroica es la conducta de aquellos que saben tomar buenas decisiones en aguas aparentemente tranquilas y sin mayor peligro. Permítanme ilustrar esto con el siguiente relato:

«Iba yo dirigiéndome a una escena que no quería ver. Un hombre accidentalmente había dado marcha atrás a su camioneta y atrope­llado a su pequeña nieta en la entrada del estacionamiento de la casa. Fue una fatalidad.

«Al estacionarme, vi a un hombre corpulento de cabellos blancos en ropas de trabajo parado junto a una camioneta. Las cámaras esta­ban sobre él y los reporteros le estaban pegando sus micrófonos a la cara. Con expresión de confusión, trataba de contestar a sus pregun­tas. Más que nada estaba moviendo sus labios, parpadeando y con un nudo en la garganta. Aún puedo ver en mi mente a aquel anciano abrumado mirando hacia el lugar en donde la niña había estado.

«Junto a la casa se encontraba una porción del jardín que se había preparado para sembrar flores y junto a ese lugar había una pila de tierra. ‘Solamente estaba dando marcha atrás para esparcir esa buena tierra’, me dijo, aun cuando yo no le había preguntado nada. ‘Ni siquiera sabía que ella andaba afuera de la casa'».

«Entré a la casa para ver si había quien me pudiera proporcionar alguna fotografía reciente de la niña. Unos minutos después, con todos los detalles en mi cuaderno y una fotografía en mi bolsa, fui a la cocina en donde me había dicho la policía que estaba el cuerpo de la niña. Entrando a la cocina me encontré con la siguiente escena:

«Sobre una mesa cubierta de fórmica, alumbrada por una ventana con cortinas bordadas, descansaba el pequeño cadáver envuelto en una sábana blanca limpia. El abuelo se había podido mantener ale­jado de la multitud y estaba sentado en una silla junto a la mesa de perfil a mí sin darse cuenta de mi presencia, mirando el cuerpo envuelto sin comprender lo que había pasado. Habia mucho silencio en la casa; lo único que se escuchaba era el tic-tac de un reloj. Mientras observaba el cuadro, el abuelo lentamente se inclinó hacia adelante. Curvó sus brazos como si fueran paréntesis en cada extremo del cuerpecito, apretando su cara contra el velo y permaneció inmó­vil.  

«En ese momento silencioso reconocí que aquella escena captada en una fotografía sería digna de un premio. Consideré la luz, ajusté el lente, aseguré el foco en el flash, alcé la cámara, y enfoqué la escena en la ventanita. Cada elemento de la fotografía era perfecto— el abuelo, con su ropa sencilla, su cabello blanco alumbrado por el sol, el cuerpo de la criatura envuelto en la sábana y la atmósfera del sencillo hogar. Afuera se podían ver policías inspeccionando la camioneta mientras que los padres de la criatura estaban abrazados.

«No sé cuántos segundos estuve allí sin poder tomar la fotogra­fía. Era perfectamente consciente del valor tan poderoso que tendría la fotografía para contar la historia y mi conciencia profesional me decía que la tomara. Sin embargo, no podía hacer que mi mano apre­tara el botón; no pude invadir la intimidad de ese momento de dolor. Tras un instante, baje la cámara y silenciosamente me alejé, temblando de duda acerca de mi capacidad para ejercer la profesión de periodista.

«Nunca le conté al editor ni a ninguno de mis compañeros perio­distas acerca de la oportunidad que perdí de tomar una fotografía per­fecta. Todos los días vemos en los noticieros y periódicos, fotografías de condiciones extremas de dolor y desesperación. El sufrimiento humano ha llegado a ser un deporte espectacular, y algunas veces cuando estoy mirando un corte noticioso, recuerdo ese día. Aún me siento bien por lo que hice» 0ames Alexander Thom, «La Fotografía Perfecta»).

Al mirar hacia atrás, la pregunta para cada una de nosotras es: ¿Me siento bien respecto a lo que hice? Al viajar sobre el camino trai­cionero de la vida mortal, levantamos mucho polvo en nuestro diario vivir. Cometemos errores, pero en nuestros momentos de meditación, cuando el polvo se aplaca y examinamos nuestros pensamientos y acciones para considerar cuidadosamente y determinar con honradez qué es lo que tenemos que declarar, todos necesitamos hacer «correc­ciones sobre la marcha».

Me gusta lo que C.S. Lewis dice acerca de ese proceso: «Una suma equivocada se puede corregir: pero sólo después de regresar y buscar el error y empezar nuevamente desde ese punto». Y ¿quién es el que determina si es un error? ¿Los oficiales de reglamentaciones y normas? Sí, necesitan hacerlo, pero esperemos que no sea el caso. Para ellos, quizá no represente un error, pero eso no nos excusará a nosotros en nuestra mente.

En la novela The Chosen, de Chaim Potok, el padre judío implora al amo del universo al dirigirse a Él en oración en favor de su hijo, quien posee una mente brillante y capaz. El padre dice, «¿Necesito una mente así para un hijo? Necesito un hijo con corazón, necesito un hijo con alma. Lo que quiero de mi hijo es compasión, rectitud, misericordia, la fortaleza para sufrir y sobrellevar el dolor. Eso es lo que quiero de mi hijo. No una mente sin alma». El hijo, hablando de su padre dice: «Él me enseñó a ver dentro de mí mismo, a encontrar mi propia fuerza, a caminar conmigo mismo en compañía de mi alma».

Cuando caminen dentro de ustedes mismas y encuentren su pro­pia fuerza y vivan en compañía de su propia alma, ¿podrán responder a la pregunta de la manera en que quieran? ¿Tomarían la fotografía en ese momento privado? Cuando nos sale una suma equivocada, ¿podemos corregirla? Dentro de un marco público, ¿podría haber una situación en la que sucumbiéramos a las presiones del poder o el prestigio, la posición o la popularidad?

Nuestros valores, las señales en el camino que nos mantienen dentro de nuestro curso y dentro del horario en que debemos estar, no deben estar guardados. Debemos cargar con ellos diariamente, usarlos continuamente, probarlos contra nuestra actuación regular­mente, y literalmente usarlos como un mecanismo de control que nos mantenga siendo responsables por nuestros actos. Los poderes y planes de Satanás son muy sutiles y astutos y muy reales. Las amenazas más destructivas de nuestro día no son las guerras nucleares, ni el hambre, ni desastres económicos, sino la desesperación, el desánimo, la derrota causada por la discrepancia entre lo que creemos que es correcto y la manera en que vivimos. Nos encontramos en un mar tur­bulento. Éstos son tiempos muy amenazantes, y quizá ignoremos o hasta nos alejemos de las señales que podrían salvarnos.

Permítanme compartir otra experiencia de cuando crucé la fron­tera entre Canadá y los Estados Unidos, esta vez con miembros de mi familia. Estábamos llevando a nuestros padres de regreso, sabiendo que para papá sería la última vez. Al pasar la aduana, papá se incor­poró de su cama acondicionada en el asiento de atrás del coche y comentó: «Esta pradera nunca se ha visto tan hermosa. Está vestida de gala para mi última inspección».

Durante nuestra breve estadía en nuestra ciudad natal, nos pasea­mos por el camino de grava pasando los altos álamos, en donde había estado la vieja escuela. Papá tomó la delantera: «Fue la vieja campana», dijo, y todos miramos en la misma dirección, viéndola cla­ramente con los ojos de nuestra mente. «La campana de la escuela nos mantenía en línea. Eran dos campanadas», prosiguió. «Una campana de quince minutos sonaba seis veces dando suficiente adverten­cia antes de que la última campanada de cinco minutos sonara con un simple ding-dong—y más valía que estuviéramos allí». Su debili­tada voz se incrementó en intensidad al agregar: «Es importante que pongamos atención a la campana».

Mientras todos meditábamos por un momento, pensé en la posi­bilidad de que mi campana interior fuera silenciada, tan sólo por un momento. Como si estuviera leyendo mis pensamientos, mi papá se recostó en la zanja de pasto suave en donde nos habíamos detenido y empezó con una frase conocida que habíamos aprendido a amar: «Recuerdo el cuento en el libro de lecturas de cuarto año», dijo, y empezó su cuento.

«Había una vieja roca llamada ‘la roca de la pulgada’. Recibió su nombre por estar colocada tan solo a una pulgada bajo la superficie del agua, en donde no se podía ver y estaba asentada allí peligrosa­mente en el camino de los marineros que regresaban de sus viajes por los mares. Muchos habían perdido sus barcos y hasta sus vidas debido a esta piedra, especialmente en tiempos de tormenta. Un abad en el pequeño pueblo a la orilla del mar llamado Aberbrothok puso remedio a esta amenaza. Con sumo cuidado y enfrentándose a un peligro considerable, colocó una boya con una campana grande sobre la roca. De allí en adelante la campana sonaba continua y fiel­mente con el movimiento de las olas del mar.

«Ralph el Vagabundo tenía un poco de pirata en él y no le gusta­ban los halagos que el abad recibía de los marineros a quienes les salvó la vida. De manera que un día, Ralph el Vagabundo cortó la campana de la roca.

Abajo se hundió la campana con sonido de gorgoteo,
las burbujas se alzaron y se rompieron,
Dijo Sir Ralph: «Elpróximo que venga a la roca,
no bendecirá el nombre del Abad de Aberbrotbok»,
Sir Ralph el Vagabundo se hizo a la mar,
recorrió los mares durante muchos días.

«A su regreso, era de noche y la marea estaba alta; pensaba que la luna lo alumbraría. En la obscuridad, dijo con gran ansiedad—pero sólo a sí mismo—’cómo quisiera poder escuchar la campana de la roca’, y continuó la prosa:

Sir Ralph el Vagabundo se tiró de los cabellos,
se maldijo a sí mismo en su profunda desesperación.
Las olas lo cubrían por todos lados, El barco se estaba hundiendo bajo la marea. (Robert Southey, La Roca de la Pulgada)

Las historias de papá quedaban siempre así, sin ninguna explica­ción, para que yo pudiera encontrar el mensaje en ellas. No estoy muy segura de cómo me sentí en aquel momento, pero a través de los años he llegado a pensar que más que desear silenciar la campana que llevamos adentro, prefiero esforzarme un poco para escucharla más claramente.

Después de nuestro viaje a Canadá, papá y yo hablamos acerca de ese último viaje de regreso a nuestro hogar celestial y acerca de cruzar esa frontera. Su cuerpo ahora pesaba menos de 45 kilos, y su viaje mortal estaba llegando a su fin. Habló de la dulzura y de lo sagrado de estos tiempos y de la cercanía al Señor, el Santo de Israel, el que está a la entrada. La vida se había encargado de darle bastan­tes luchas, las cuales él había utilizado para demostrar que era digno y para limpiar su alma. Ahora estaba listo para cruzar la frontera.

El último día, papá habló de Addison, su hermano menor, quien había fallecido antes que él. Me preguntaba a mí misma si su her­mano, y hasta quizá sus padres, estarían parados allí, junto a la ventana de la cocina, una hora antes de su llegada tan esperada, ansiosos por su regreso seguro a casa.

Para la media tarde decidí sentarme al lado de papá. Sus ojos parecían estar abiertos; sin embargo, no me estaba viendo. Tomé su mano en la mía, una mano que me había corregido, bendecido y acariciado durante mi vida. «Papá», susurré. No respondió. «Si sabes que estoy aquí, por favor dame un apretón de mano». No estaba segura de que lo hubiera hecho, pero no parecía así. Me agaché y puse mi mejilla junto a la suya huesuda y puse mi otra mano en su otra meji­lla. Esperé sólo un segundo y me incorporé. Me miró por sólo un momento y en sus ojos pude ver una paz completa—alegría, confianza e ilusión, todo concentrado en esa mirada. Estaba listo para pasar la frontera y para enfrentarse al guardia de la puerta, el Santo de Israel. Una lágrima escapó de su ojo y nuevamente puse mi meji­lla junto a la suya. Hay cosas para las cuales no podemos encontrar palabras ni sonidos para expresarnos, pero en ese momento tuve una impresión de cómo sería ese paso final y el éxtasis que nunca podre­mos entender completamente en esta vida.

Algún día también nosotros llegaremos al paso de la frontera y tendremos la oportunidad de hacer nuestra declaración. Recordaremos entonces que tuvimos la facultad «para escoger la liber­tad y la vida eterna, por medio del gran Mediador de todos los hom­bres, o escoger la cautividad y el poder del diablo; pues él busca que todos los hombres sean miserables como él» (2 Nefi 2:27). Las decisio­nes que tomamos cada día de nuestra vida nos harán lo que habre­mos de ser en ese momento. Cuando abramos nuestro equipaje en ése, nuestro último viaje, y hagamos nuestra declaración, ¿estaremos llevando nuestra ropa manchada como evidencia de las malas deci­siones tomadas durante el camino? Todos vamos a tomar muchas malas decisiones, pero cuando hacemos nuestra parte, se habrá efectuado para entonces una limpieza, y no estaremos avergonzados sino que estaremos muy, muy agradecidos.

Las enseñanzas de Alma nos lo explican: «Os digo que en aquel día sabréis que no podéis ser salvos; porque nadie puede ser salvo a menos que sus vestidos hayan sido lavados hasta quedar blancos; sí, sus vestidos deben ser purificados hasta quedar limpios de toda man­cha, mediante la sangre de aquel de quien nuestros padres han hablado, el cual habrá de venir para redimir a su pueblo de sus peca­dos» (Alma 5:21). Somos hijos e hijas de Dios, ustedes y yo. Él es nuestro Padre y nos ama mucho. Él quiere que regresemos a casa, a Su casa—nuestro hogar después de terminar nuestro paso por esta vida. Yo sé que Él nos guía y nos consuela y nos perdona; que Él escucha nuestro llamado y espera junto a la puerta que regresemos. Y a la pregunta: «¿Qué tienes que declarar?», nuestra respuesta estará escrita en la tabla de carne de nuestro corazón, los detalles de nues­tro viaje estarán escritos allí para que Él pueda leerlos. Ruego que podamos comparecer ante Él con confianza como evidencia de nues­tra fe en el Señor Jesucristo, de nuestro arrepentimiento diario, de vivir fieles a las ordenanzas y los convenios que nos ayudan a ser dig­nos de la compañía del Espíritu Santo y nos preparan para mantener­nos como testigos de Cristo en todo momento.


El rescate


Durante los últimos cuantos años ella había venido a la puerta de mi casa, algunas veces cuando faltaba a alguna clase y otras veces tarde en la noche. Pasamos muchas horas hablando acerca de cómo le iban las cosas a ella. «Todo empezó en el sexto año», explicó un día en que me habló acerca de su aversión por la escuela, por sus padres, y por la Iglesia. «Yo sabía que mis padres no aprobarían algunas de las cosas que estaba haciendo, así es que mantuve todo en secreto. Me negué a hablar con ellos. Creo que ése fue realmente el comienzo de todo. Empecé a hacer muchas cosas que no debía, y dejé de hablar con mis padres por completo. Ahora desearía poder regresar», agregó, «pero, ¿cómo se regresa?»

Durante varios años muchas personas habían intentado hablar con Mindy, pero parecía como si las líneas de comunicación se hubie­ran descompuesto. Ningún mensaje penetraba. Ocasionalmente su madre me llamaba para preguntarme ansiosamente si yo veía algo que diera indicios de que estuviera cambiando su actitud. «Es algo tan raro en ella», su madre siempre decía. «Era una niña muy feliz y obe­diente; no puedo entender qué es lo que ha pasado o lo que hemos hecho mal. Haría lo que fuera por ayudarla, pero no quiere escuchar nada de lo que le decimos».

Mindy se quejaba muy a menudo de la siguiente manera: «Mis padres no me escuchan. Siempre están demasiado ocupados. A ellos no les agrada mi música, no les gusta la manera en que me visto, no les caen bien mis amigos, y ni yo no les caigo bien». Cualquier intento por hablar de esto en su casa terminaba en gritos, llanto e ira. «¡Ésa es mi vida!», ella exclamó. «No es de la incumbencia de nadie lo que yo haga con mi vida—¡yo me puedo cuidar sola!»

La asesora de Mindy en las Mujeres Jóvenes estaba determinada a acercarse a ella, de incluirla en las actividades de su clase y ayudarla a ser parte del grupo. Las jovencitas de su clase trabajaron juntas para hacerle una sobrecama para su cumpleaños. Eso verdaderamente le ayudaría a entender que la amaban. Hacían muchos esfuerzos por incluirla en su grupo, pero nunca estaba en casa cuando la llamaban por teléfono y nunca devolvía las llamadas aun cuando su madre siempre le daba los mensajes.

Cuando la madre le dijo que las jóvenes de la Iglesia la habían invitado a una fiesta de la clase, su respuesta fue la de siempre: «Yo no voy a asistir a esa fiesta», sin saber que era para celebrar su cumpleaños. La fiesta se haría en la casa de la asesora. Algunas de las muchachas de la clase se habían ofrecido a pasar por ella, pero no aceptó el ofrecimiento. Su asesora, sabiendo dónde podría encontrarla, dejó la fiesta, manejó por varias cuadras y la vio caminando hacia el centro comercial. Se acercó a ella y la llamó: «¡Mindy!, ¡Mindy!». Mindy volteó la cabeza y empezó a correr en dirección opuesta. Su asesora no podía llegar a ella. No parecía haber ninguna manera de comunicarse. Mindy había encontrado nuevas amistades en lugares donde las luces eran bajas, la música fuerte, y el mundo parecía ser muy atractivo. ¿Por qué cambiar eso por las cosas que hacían en la Iglesia?, ella pensaba. No tenía miedo. Era una nueva manera de vivir y le parecía muy excitante.

El obispo preguntó acerca de Mindy. Él deseaba conversar con ella, ayudarla y animarla, pero ella se negaba a reunirse con él. Esto podría ser porque no había manera de ocultar el fuerte olor a tabaco impregnado en su ropa en todo momento.

En la escuela, la consejera llamó a Mindy para una entrevista. Había recibido un informe indicando que los registros académicos y de asistencia eran muy bajos. Finalmente los oficiales de la escuela determinaron que Mindy no podría continuar participando de las actividades regulares, y la refirieron a una escuela alterna para casos de estudiantes con problemas. Se le asignó a una maestra para visitarla una vez por semana y ayudarla con sus lecciones, pero Mindy no tenía interés y no le prestaba atención a la maestra.

Mindy estaba en problemas y nadie podía llegar a ella. Vivía en su propio mundo, confeccionado por ella misma. La música altiso­nante, los videos, y sus nuevos amigos la ayudaron a aislarse aún más de aquellos que podrían haberla rescatado si les hubiera dado una oportunidad, pero ella no podía—o no quería—escuchar sus conse­jos. Estaba en peligro y nadie podía ayudarla. Estaba en aguas muy profundas.

Así es con todos nosotros al enfrentarnos a los desafíos de la vida. Es nuestro viaje inaugural, es una nueva experiencia, y somos inexpertos viajando por una tierra extraña.

Y así fue con otro viaje que terminó en desastre. El gran trans­atlántico Titanio, el barco más grande que el mundo había, conocido, hizo su viaje inaugural de Inglaterra a Nueva York, el 10 de abril de 1912. Este gran barco, el cual se creía ser insumergible, llevaba más de 2200 pasajeros. La mañana del domingo 14 de abril, el vapor Caronia mandó un mensaje al capitán del Titanio. «Capitán, Titanic— Buques a vapor yendo hacia el oeste reportan témpanos, vientos y hielo sólido a 43 grados N. de 49 grados a 51 grados W». El mensaje fue recibido pero no le prestaron mayor atención.

Un poco antes de medio día, otro barco que navegaba por esas aguas, el Baltic, también advirtió al Titanic en cuanto al hielo. El capi­tán leyó el mensaje y se lo dio a uno de sus oficiales quien lo guardó en su bolsillo.

Más tarde ese mismo día un tercer transatlántico, el Californian, envió un mensaje acerca de los témpanos de hielo pero nadie se molestó en anotarlo. Para las diez de esa noche se habían recibido por lo menos diez mensajes advirtiéndoles acerca del hielo, pero aquellos que podían haber cambiado el curso del barco fuera del peligro decidieron no escuchar. A uno de los mensajes, el Titanic res­pondió, «Cállense, cállense; manténganse fuera. Estoy en comunica­ción con Cape Race; ustedes están obstruyendo mis señales». Al hom­bre que estaba de guardia se le había pedido que observara si había hielo, pero nada irregular apareció mientras el Titanic se deslizaba por las calmadas aguas.

De pronto, en la obscuridad de la noche, el vigilante reportó un objeto pequeño obscuro que iba creciendo a medida que se acerca­ban. El hombre tocó la campana de advertencia tres veces llamando al puente de comando para reportar el peligro. «¿Qué es lo que ves?», preguntó una voz tranquila al otro lado. «Un témpano exactamente adelante de nosotros», fue la respuesta. «Gracias», contestó. Nada más fue dicho.

Súbitamente el agua espumosa del mar explotó a un costado del Titanic. El peligro era inminente. El Titanic se estaba hundiendo. En unos noventa minutos descansaría sobre el fondo del océano, a 4.300 metros de profundidad.

«Manden un llamado de ayuda», ordenó el capitán.

Los oficiales del fatal Titanic trataron desesperadamente de comunicarse con el Californian, el que anteriormente se había, tra­tado de comunicar con ellos para advertirles del peligro. Pero las líneas del Californian se habían cerrado a las 11:30. El barco estaba a menos de diez millas del trasatlántico que se estaba hundiendo y no había ninguna manera de comunicarse con ellos. Otro barco un poco más distante, el Carpathia, recibió la señal de auxilio: «Vengan de inmediato. Hemos chocado contra un témpano». La respuesta fue: «Llegaremos tan pronto como podamos. Esperamos estar allí en cua­tro horas». El Carpathia era un barco que se desplazaba a 14 nudos, pero esa noche durante tres horas y media llegó a 17.

Los pasajeros del Titanic no tenían miedo. No estaban conscien­tes del peligro en que se encontraban. Cuando recibieron la instruc­ción de abordar las pocas lanchas disponibles, pensaron que tal vez se trataría de un simulacro. ¿Por qué cambiar las cubiertas brillantes del Titanic por unas cuantas horas en una lancha?, se preguntaron. «Estamos más seguros aquí que en esa lancha pequeña», dijo un hom­bre. La banda estaba tocando jazz y era una de las mejores bandas del momento. ¿Por qué dejar las luces, la música y toda la emoción?

A las 12:45 un cohete fue disparado al aire. Inmediatamente todos sobre la cubierta supieron lo que eso significaba. No había tiempo para luces ni para la música; casi no había ni tiempo para las despe­didas. La popa del Titanic iba subiendo constantemente y de repente las luces se apagaron. Volvieron sólo por un momento, apagándose poco después para siempre. Al irse hundiendo el barco más grande que el mundo jamás había conocido, el mar cubrió la insignia de su bandera en la popa y desapareció.

El Carpathia en ningún momento aminoró su velocidad en un esfuerzo por llegar al rescate. A las 3:35 a.m. estaba casi allí. En la dis­tancia la tripulación vio una luz verde que provenía de una pequeña embarcación. Llegando a ella, el oficial gritó: «¿En dónde está el Titanic?». «Desapareció», fue la respuesta. «Se hundió a las 2:20 a.m.». «¿Quedaron personas abordo?» «Cientos, quizá miles», fue la res­puesta.

Durante una conferencia de jóvenes vi a una joven que daba señales de estar acercándose a un témpano. Se estaba metiendo en aguas profundas. Su manera de vestir, su conducta, su lenguaje y su comportamiento indicaban que no estaba prestando atención a las señales de peligro—esas pautas que muy a menudo aparecen como reglas muy duras más que advertencias sabias. Fue su asesora quien me suplicó: «Quizá ella la escuche a usted. Yo he tratado y tratado». Cualquier posibilidad valía el esfuerzo, de manera que acepté con la condición de que ella me acompañara. Nos sentamos en las escale­ras atrás del escenario, alejadas de las actividades, y les hablé acerca del barco grande y poderoso en su viaje inaugural, el Titanio.

No era el momento de juzgar ni de predicar, sino más bien de intentar penetrar las líneas que se habían cerrado durante un tiempo. Hablamos acerca de la comunicación que usamos en una oración y cómo nuestro Padre Celestial siempre está vigilando y nunca cerrará las líneas. Nuestras oraciones siempre serán escuchadas y el mensaje siempre llegará.

Hablamos acerca de la voz suave y apacible, de las señales de advertencia y del peligro de témpanos en nuestro camino de regreso a casa. Durante el momento que pasamos juntas, pude ver y sentir el amor y el interés de aquella asesora quien, con la ayuda del Señor, se estaba acercando a una joven con problemas. A la joven se le lle­naron los ojos de lágrimas, ya que no podía negar el amor de su ase­sora hacia ella.

La asesora ofreció una oración en la que hizo un pedido de ayuda. Habló con su Padre Celestial acerca del amor por su joven amiga así como de su deseo de ayudarla a forjar una buena relación con sus padres. Habló acerca del destino divino de la joven, de su valor individual así como de sus luchas interiores y las tentaciones. Pidió que la joven fuera protegida contra los poderes del adversario hasta que ella pudiera tener la fuerza suficiente para resistirlos por sí misma. Era un llamado de ayuda, y cuando la oración terminó, observé a dos hermanas abrazarse y llorar juntas.

Esa noche había llegado una señal; la advertencia había sido escuchada. La joven había prestado atención a su asesora al pedirle a nuestro Padre Celestial por su seguridad y por su viaje seguro de regreso a través de las aguas turbulentas. Esa noche ella hizo caso de la advertencia y respondió a la oración de su asesora; muchas vidas se salvaron—quizá tantas como se perdieron en el Titanio. Porque una joven que responda a las señales puede salvar generaciones. Su fidelidad proporcionará un aumento en la seguridad de sus hijos y en la de los hijos de sus hijos por generaciones incontables.

«Y ahora, si vuestro gozo será grande con un alma que me hayáis traído al reino de mi Padre, ¡cuan grande no será vuestro gozo si me trajereis muchas almas!» (D. y C. 18:16).


Galletas de chispitas de chocolate


El esperar hasta tener dieciséis años para salir con jóvenes del sexo opuesto le parecía a Shelley como esperar al Milenio—ella sabía que sucedería algún día pero probablemente no sería durante su vida en la tierra. Sentía que el dolor de la espera era mucho más difícil de soportar porque recibía tantas invitaciones maravillosas que debía rechazar.

En una ocasión en especial, la invitación fue dejada en la puerta de su casa, escrita en forma de poesía. Shelley corrió a su mamá llena de esperanza, pero leyendo la expresión en el rostro de su madre, su fe vaciló. «Ay, Mamá, ¿por qué no hiciste que naciera antes?», dijo llo­rando. Su madre, con un interés genuino por el problema de su hija, le recordó: «Shelly, mi amor, tú naciste seis semanas prematura. Yo hice lo mejor que pude». Después de unas lágrimas y una conversa­ción acerca de los porqués y con el ánimo que su madre le había dado, Shelly preparó una respuesta a la invitación. «El asistir contigo a la fiesta de comienzo del año escolar sería como un sueño hecho realidad», dijo. «Sin embargo, no dijiste en qué año querías que fuera contigo. Tengo la esperanza de que sea para el año próximo cuando tendré dieciséis. El ir contigo me hará sentir cual si fuera la reina de la celebración».

La respuesta fue entregada con mucho dolor y el año siguiente parecía estar todavía muy distante. ¿La recordaría todavía para enton­ces?

En una noche de hogar, los miembros de la familia compartieron sus desafíos y preocupaciones para ayudarse a sobrellevar las cargas los unos de los otros como habían leído en Mosíah, en el Libro de Mormón. El pasaje decía que los miembros de la Iglesia en los tiem­pos de Alma estaban dispuestos a llorar con los que lloraban y a con­solar a aquellos que tenían necesidad de ser consolados (Mosíah 18:9). Shelly abrió su corazón a sus padres. No se trataba tan sólo de esperar a que tuviera dieciséis años para salir, sino que había varias otras cosas. ¿Por qué su familia tenía reglas tan estrictas? Y, ¿cómo podría tener amistades si no podía ir a los lugares que iban o hacer lo que ellos hacían? ¿Qué tenía de malo ver una película de clasificación «R» por «restringida»? Otros jóvenes lo hacían y no eran malos. ¿Tiene algo de malo andar deambulando por el centro comercial si uno se está comportando bien? Algunas veces le parecía a Shelly que el cre­cer en la familia Larsen no era muy divertido.

Sus padres escucharon y hablaron como familia. Tenía que haber alguna manera de alivianar la carga de tener padres tan estrictos y el desafío para los padres de tener hijos adolescentes, y pese a ello ser felices. Juntos acordaron un plan. El papá de Shelly sugirió que ter­minaran un cuarto en el sótano al que podrían venir los amigos de Shelly. Su mamá sugirió decorarlo con carteles llamativos, un tocadis­cos y una videocasetera; se podría servir helado, malteados y sodas. Podría convertirse en «un punto de reunión digno», en donde serían bienvenidos sus amigos, pero las normas tanto para la música, para las películas y para todas las demás actividades tendrían que estar de acuerdo con las de la familia. Shelly no estaba segura de que sus ami­gos estarían interesados en ese plan, pero decidió intentarlo.

Se terminó el cuarto del sótano e invitó a sus amigos.

«Yo no puedo ir con ustedes, pero ustedes pueden venir a mi casa», ella les decía. Fue el ofrecimiento del helado, los malteados y las sodas lo que atrajo a los amigos al principio. Pronto se convirtió en un lugar al que podían llegar y conversar sobre temas de interés común.

Los padres de Shelly siempre estaban cerca para recoger los pla­tos, volver a llenar los vasos, escuchar a los jóvenes hablar acerca de sus preocupaciones e ideas y algunas veces ofrecerles sugerencias. Le parecía a Shelly que algunos de sus amigos venían no tanto por lo que les ofrecían en cuanto a golosinas, sino más bien para tener a un padre y a una madre que estaban dispuestos a escucharlos, a hablar con ellos y volver a escucharlos un poco más. Uno de sus amigos dijo: «A menudo parecía como si los consejos fueran un poco más como una historia contada para que uno descubriera el significado. No era como si nos estuvieran predicando para nada».

Shelly algunas veces se preguntaba si sus amigos iban a verla a ella, a comer helado, a oír música, platicar juntos, o ser escuchados por sus padres y «obtener algún consejo» de su mamá. La madre los escuchaba en silencio y entonces solía contarles alguna historia que venía al caso. Una de las historias caseras que relataba mientras servía galletas de chispitas de chocolate hechas en casa era la de «La trage­dia de Rayad». Llegó a convertirse en la historia favorita de los jóve­nes, quienes se juntaban a su alrededor para oírla. Mirando a los ojos del grupo, la hermana Larsen empezaba:

«Había una vez un pequeño reino llamado Rayad. A la pequeña gente que habitaba el reino se les llamaba ‘rayaditas’. Ellos vivían feli­ces, compartiendo y velando los unos por los otros. La vida era buena entre ellos. Sólo había algunas cosas ante las cuales tenían que estar atentos; por ejemplo, el pastel de chocolate o usar el color rojo. Si cualquier rayadita comía pastel de chocolate o usaba el color rojo, su espíritu se debilitaba y empezaba a importarle menos y menos su pro­pia persona así como las reglas del reino.

«También vivía en ese pequeño reino una persona muy mala de nombre Zynock, quien deseaba destruir el reino así como a todos sus habitantes. Él los odiaba porque eran felices y amorosos, porque eso los hacía más difíciles de influenciar. Él sabía que si podía debilitar su espíritu eso los haría más fáciles de capturar. Pero Zynock también sabía que no podría sólo ofrecerles a los rayaditas pastel de choco­late y esperar que se lo acabaran—¡ellos no eran tan tontos! Ni tam­poco podía confeccionar la ropa más maravillosa en rojo y esperar que ellos se la pusieran inmediatamente. Los rayaditas querían ser buenos y fuertes. Ellos se habían hecho la promesa de ayudarse y for­talecerse en tiempos de necesidad. Entonces, ¿de qué manera podía Zynock debilitar a esa gente? ¿Qué podría hacer para que ellos sucumbieran a él de manera que los pudiera destruir tanto a ellos como a su reino?

«Veamos», dijo él, «no puedo lograr que coman pastel de choco­late de inmediato, pero quizá pueda hacer que desarrollen el gusto por el chocolate».

«De esa manera fue que las galletas de chispitas de chocolate fue­ron presentadas al reino de Rayad. Al principio no se prestó atención a las galletas y hasta se burlaban de ellas. Entonces se produjeron algunos comerciales y anuncios en las calles que mostraban a hermo­sos y bien parecidos rayaditas comiendo las galletas de chispitas de chocolate y nada les sucedía, excepto que se hacían más populares y elegantes—por lo menos ése era el mensaje que se daba en las pan­tallas y los anuncios.

«No pasó mucho tiempo antes de que se viera a algunos rayaditas comiendo una galleta de vez en cuando y parecían estar bien. Ellos aún eran amorosos y continuaban preocupándose por los demás y no habían cambiado en nada—o por lo menos así parecía. De manera que más y más rayaditas empezaron a comer las galletas. De lo que ellos no se habían dado cuenta era que la porción de chispitas se había duplicado. Estaban obteniendo una dosis doble de chocolate, disfrazada en las galletas. Se podían escuchar frases como éstas: ‘La galleta es bastante buena excepto por algunas partes en que sabe bas­tante a chocolate. Pero no dejen de comer la galleta sólo por esas par­tes. La galleta es demasiado buena; pueden pasar por alto el sabor’. He escuchado a uno de nuestros amigos decir que se ha comido una chispita de chocolate y no hay nada que debamos temer. ¡No arrui­nará su vida si la comen!

«Eso era verdad, la vida no parecía estarse arruinando por las galletas de chispitas de chocolate. Las cosas estaban más o menos igual que siempre. Sin embargo, algunos de los maestros y padres en Rayad sugirieron que evitaran las galletas porque estaban adquiriendo el gusto por el chocolate.

«‘¿Evitar las galletas?’ exclamaron con sorpresa. ‘¿Por qué? ¿Qué tienen de malo? ¡No son pasteles de chocolate! ¡Qué exagerados son!’

«Algunos que se negaban a comer las galletas eran ridiculizados. Zynock mismo empezó a reírse entre dientes. No tenía idea de que su plan fuera a tener tanto éxito. Zynock era paciente. No le impor­taba cuánto tiempo le tomara destruir a Rayad, lo único que quería era destruir el reino.

«Las galletas de chispitas de chocolate parecían estar teniendo mucho éxito. Zynock no se preocupaba de las palabras de adverten­cia y consejo de los líderes porque sus comerciales y anuncios eran muy fascinantes y atractivos. Los tenía que hacer así porque si no, la verdad que los líderes estaban diciendo habría hecho que los rayadi­tas se dieran cuenta y se alejaran de las galletas.

«Había llegado el momento de introducir otro producto de destracción. No, no era el pastel de chocolate; todavía no. Zynock empezó a anunciar el pastel de especias, el pastel blanco, el amari­llo, el de zanahoria y cualquier otro tipo de pastel menos el de choco­late—pero todos eran con baño de chocolate, baño rico de chocolate. Hubieron más comerciales, más anuncios en las calles, unas cuantas canciones que pudieran tararear y cantar todo el día acerca de lo maravilloso que sería el pastel de chocolate, aun cuando no lo estu­vieran comiendo ¡todavía! Tenía que hacerles pensar acerca de ello antes de que sucumbieran. Entonces se podía escuchar en el reino de Rayad:

«‘¿Han probado ese pastel amarillo con baño de chocolate?’

‘»Pues no, ¿está rico?’

‘»Ay, ¡sí! La verdad es que tiene un gran sabor de chocolate, pero no es pastel de chocolate. ¡Y realmente no tiene mucho más choco­late que esas galletas que hemos estado comiendo!’

‘»Pero el pastel no parece ser buena idea. Quiero decir, las galle­tas son una cosa, pero el pastel es otra muy distinta’.

‘»¡Qué va! Lo importante es el chocolate, y esto no representa más de lo que ya has estado comiendo. Todos lo están comiendo. No lo puedes dejar pasar y ser el único que no lo está comiendo’.

«Entretanto, las canciones se dejaban escuchar sutilmente en el fondo, cantándole alabanzas al pastel de chocolate. Cierto, la letra no era buena, pero el ritmo era tan fenomenal que muchos de los raya-ditas la escuchaban sólo por la música. Después de todo, ¿qué puede hacer la música?

«Zynock empezó a pensar nuevamente: ‘Una de las cosas que fortalece a los rayaditas es estar hablando entre ellos. ¿Qué puedo hacer al respecto?’ Entonces pensó: ‘Bueno, pues está bien que siem­pre estén juntos. De hecho, quizá haya alguna manera que pueda usar sus reuniones y fiestas para mis propósitos. ¡Ajá! ¡Ya lo tengo!’

«Así fue que las fiestas en Rayad empezaron a cambiar. En vez de que los rayaditas estuvieran conversando y jugando juntos para cono­cerse y poder compartir sus talentos y fortalezas, empezó una nueva modalidad. La gente más prominente tenía ese tipo de fiestas.

«¿Ya fuiste a alguna fiesta a la casa de algunos de nuestros ami­gos rayaditas?’

«‘No, no he ido’. 

«‘Deberías ir. ¡Son fenomenales!’

«‘Ah, ¿qué es lo que hacen?

‘»Bueno, pues no son como ninguna de las fiestas a las que hayas asistido antes. Es fenomenal. Todo lo que haces es asistir, te sientas y miras cosas en la pantalla’.

«‘¿Cosas en la pantalla? ¿como qué?’

«‘Ah, pues cosas que dan miedo, que son emocionantes, es bueno. Hay algunas escenas que muestran a las personas comiendo pastel de chocolate, pero no es de mayor importancia’.

‘»¿Gente comiendo pastel de chocolate? Pero . . .’

‘»Ah, no es tan malo y además ya no hay películas que no mues­tren un poco de eso. Es sólo divertido reunirte con tus amigos’.

«De esta manera Zynock empezó a ver cómo se desarrollaba su plan. ‘Veamos, están comiendo chocolate y están comiendo pastel. Están escuchando canciones y mirando películas acerca de los paste­les de chocolate. Se están debilitando más y más aunque ni siquiera se están dando cuenta de ello porque aún no han comido pastel de chocolate. Hablan acerca de él, hacen chistes acerca de él, pero aún no lo han comido—¡todavía! ¡Están cayendo en mi trampa! Ellos pien­san que sus líderes y sus padres son anticuados y exagerados. Es muy útil cuando sus amigos les dicen lo que yo quiero que escuchen. ¡Los amigos son mi arma más poderosa!’

«‘¡Oye!’ dice un amigo rayadita: ‘¿has visto la película que acaba de salir?’

«‘No’, es la respuesta. ‘Pensé que tenía la clasificación ‘C, por el chocolate’.

«‘No, no lo es. Es ‘R’ por Rojo. No tiene nada de chocolate en ella’.

«Y de esta manera Zynock continúa con su plan—esta vez se trata de ropas hermosas, pero no rojas . . . todavía. Es un color rosa delicioso.»

La tragedia de Rayad era tan sólo otra historia «de fabricación casera», o eso parecía, que sería pronto olvidada hasta que alguien del grupo empezó con la idea de llamar a sus amigos «rayaditas» cuando hacían comentarios que sonaban como justificaciones. Shelly empezó a estar alerta a los comentarios rayaditas entre sus amigos.

«Esa película es muy buena. Es sólo el lenguaje y eso lo puedes hacer a un lado», era uno de los comentarios. En otra situación escu­chó a otra amiga decir, «La música está bien. Sólo no prestemos aten­ción a la letra». A otra amiga escuchó: «Ah, ya sé que no es bueno, pero tampoco puedes decir que es muy malo». De tal modo parecía que el lenguaje de los «rayaditas» se estaba convirtiendo en la manera popular de expresarse entre algunos de sus amigos. Esa misma semana había escuchado: «No es mentir. Es más bien exagerar la ver­dad». Y otro comentario más: «Tan sólo esta vez. Todos lo están haciendo. Una sola vez no te perjudicará».

La historia tenía mas significado ahora; no eran las chispitas de chocolate ni el color rojo, ni nada de eso lo que importaba realmente. Al continuar escuchando comentarios «rayaditas» entre sus amigos, el mensaje que su madre intentó expresar se hizo cada vez más claro.

Quizá el asistir a un baile antes de los dieciséis no es tan malo; quizá el aprender a ser obediente sin racionalizar a la edad de dieci­séis era lo que marcaba la diferencia. La historia no era acerca de las galletas de chispitas de chocolate sino de cosas que parecen ser tan deseables que se empieza a racionalizar y a justificar. Shelly sonrió al pensar en la sabiduría de sus padres. Su plan estaba funcionando. La heladería era un lugar para crecer mientras se estaba esperando a tener la edad suficiente para empezar a «salir».


Las cosas que tienen mayor importancia


Era la última sesión de la conferencia de jóvenes un poco antes de la reunión de testimonios que daría clausura a la conferencia, la mejor parte de todas las actividades. No había podido estar durante todas las reuniones, pero sí lo suficiente como para darme cuenta de que ese grupo de jóvenes había sido bendecido abundantemente con cosas materiales. Su ropa se apegaba al último grito de la moda, y las etiquetas de sus camisas me dieron razón para pensar que aquellos jóvenes habían adquirido un gusto por las cosas que el dinero puede comprar.

Me preguntaba cómo recibirían mi mensaje y si podría llegar a ellos con las cosas de valor que el dinero no puede comprar. Al reu­nirse el grupo, observé que había una tendencia muy definida en cuanto a cómo estaban sentados. Algunos de los varones estaban parados atrás junto a la puerta, como si estuvieran listos para una escapada rápida en caso de incendio. Algunas de las jóvenes entra­ban y salían, y entraban y salían como si estuvieran probando el agua antes de decidirse a entrar. Cuando ellas por fin tomaron sus asien­tos, fue como una señal para que los varones parados atrás decidieran por fin dónde iban a sentarse. Las pocas bancas y sillas vacías que quedaban daban escasa oportunidad para que continuara su indecisión.

El himno de apertura fue dirigido por una mujer que obviamente tenía algo de experiencia en conducir música. Captó la atención y la participación de todos con «Firmes creced en la fe». En la primera estrofa, al formularse la primera pregunta, el coro empezó con un fuerte y enfático «¡No!» y continuaron: «Firmes creced en la fe que guardamos; por la verdad y justicia luchamos. A Dios honrad, por Él luchad y por Su causa siempre velad». En las notas altas, las cuales dejaban a muchos sin poder producir ningún sonido a pesar de sus esfuerzos, la voz de ella sonó más fuerte y clara hasta que las notas descendieron y nuevamente podían cantar los demás.

Después de la primera oración y de la introducción tan generosa, tomé mi lugar ante el púlpito. En esos momentos en una reunión, la gente está atenta y dispuesta a reservar su juicio sobre si van a escu­char o no hasta que obtienen una idea más o menos de lo que se va a tratar. Se trata de un momento crítico. Si un discursante aburre a las personas que lo escuchan durante los primeros minutos, quizá no haya otra oportunidad, por más interesante que sea el mensaje des­pués. Yo les quería hablar a esos jóvenes acerca de los valores, acerca de lo que importa más, acerca de cómo tomar decisiones. Sabía que mis comentarios iniciales tenían que atraparlos en una red de emo­ción, para poder mantenerlos cautivos durante los siguientes cuarenta y cinco minutos.

Sin más preámbulos ni introducción, le pregunté a la concurren­cia cuántos de ellos tenían un hermanito o hermanita de tres a cua­tro años de edad. Éste fue un inicio que no se esperaban; por lo menos su curiosidad se despertó y prestaron atención durante un momento. Muchos de ellos levantaron la mano. Entonces pregunté a cuántos de ellos les caía verdaderamente bien su hermanito o herma­nita menor. Unas pocas manos se bajaron, pero las grandes sonrisas eran un indicio de algunas travesuras infantiles que les habían cau­sado mortificación. Viendo hacia los que estaban sentados en las pri­meras dos filas, llamé a una joven que parecía estar muy segura de sí misma y quien tenía una gran sonrisa.

«¿Podrías subir por favor?», le dije, mirándola. «¿Yo?», preguntó, señalándose a sí misma. «Si», le contesté. «¿Podrías, por favor?» Hubo un murmullo entre sus amigas quienes se preguntaban para qué se había ofrecido a ayudar. Entonces se levantó abriéndose paso desde el centro de la banca y subió al estrado.

Al estar parada junto a mí, era obvio que ella también se hacía la misma pregunta. Le aseguré que sabría responder todas las pregun­tas que le iba a hacer en esa entrevista breve. «¿Nos podrías decir cuál es tu nombre?», fue mi primera pregunta. «Shauna», respondió ella sonriendo hacia sus amigos. Sus amigos le estaban devolviendo son­risas igualmente grandes esperando la siguiente pregunta. «¿Tienes algún hermanito o hermanita?», le pregunté. Estas preguntas no eran muy difíciles y empezó a sentirse un poco más cómoda. «Un herma­nito», dijo. «¿Y cuál es su nombre?». «Richard», respondió. «¿Eso es lo que le llamas?» pregunté, «No», dijo, sacudiendo la cabeza. «Nosotros le llamamos Ricky». «¿Y realmente amas a tu hermanito?» Una sonrisa y un movimiento de cabeza confirmó su amor por su hermanito.

Después de esa breve introducción, era obvio que éste era un gran momento de enseñanza. Cada una de las personas de la concu­rrencia estaba atenta, esperando escuchar cómo una de sus amigas contestaría estas curiosas preguntas. Y las preguntas se hicieron aún más curiosas. Para entonces, Shauna parecía estar disfrutando de la atención que estaba recibiendo de la concurrencia. Con mucho porte y llena de confianza, observó a los presentes, sonriendo y captando su interés.

Recordé haber leído una ilustración que nos ayuda a determinar nuestros valores, de manera que le pregunté: «Shauna, ¿sabes lo que es una viga en forma de «I» que se usa en la construcción?» Titubeó por un instante, así que le expliqué. «Me estoy refiriendo a una viga en forma de «I» en particular—es una de unos 15 cms. de ancho por otros 15 de largo. Es hecha de acero y tiene una longitud de unos 40 metros. Ésa es una distancia considerable, de hecho es más larga que el edificio en donde estamos».

A esta altura estábamos conversando mientras la congregación observaba. «Shauna», le dije, «supongamos que afuera puedes encon­trar una viga con las dimensiones que dijimos». Ella se quedó pensa­tiva tratando de imaginar tal cosa. Continué con más detalles: «Ahora suponte que yo estoy parada a un extremo de la viga y tú estás en el otro extremo, a unos 40 metros de distancia. Te voy a gritar desde el lugar en que me encuentro. Shauna, si caminas a lo largo de la viga y no te bajas te doy cien dólares». Su sonrisa se hizo más grande aún. «¿Lo harías?» le pregunté. «Claro que sí», contestó sin vacilar, proba­blemente pensando en lo que haría con todo ese dinero; la reacción de sus amigos le aseguró que definitivamente había dado la respuesta correcta.

«Ahora vamos a cambiar la situación un poco», expliqué. «Vamos a llevar esta misma viga atravesando el país, hasta la ciudad de Nueva York. ¿Has estado allí alguna vez?» Ella contestó que sí había estado.

«¿Has estado en las torres gemelas del Centro de Comercio Mundial?» Nuevamente asintió. «¿Por casualidad sabes cuál es la distancia entre esas dos torres?» Sacudió la cabeza, negativamente. «Bueno», le expli­qué, «esas torres tienen una separación entre sí de 40 metros». Los pensamientos de Shauna estaban corriendo velozmente adelantán­dose a la situación, y empezó a sacudir su cabeza enfáticamente. Entonces seguí explicando.

«Es un día lluvioso y el viento está soplando», dije. «La viga ha sido colocada cuidadosamente arriba de las torres gemelas, un extremo sobre una torre y el otro sobre la otra. Ah, sí, hay otro deta­lle más que debes saber: Las torres están a 450 metros del nivel de la calle». Ella estaba lista para dar su respuesta aun antes de que se for­mulara la pregunta, pero procedí de todas maneras. «Shauna», dije, «ahora imagínate que estás sobre una torre cerca de un extremo de la viga y yo estoy al otro extremo. Te grito a través de la lluvia y el viento: ‘Shauna, si atraviesas esta viga te daré mil dólares'». «De nin­guna manera», contestó, «absolutamente, no». Le ofrecí una cantidad mayor: «¿Qué tal diez mil?» «No hay dinero que valga», dijo enfática­mente. «¿Un millón?» le ofrecí. «Ni por diez millones», contestó. «No lo haría por ninguna cantidad». Sus amigos escuchaban con mucha atención.

«Entonces permíteme cambiar la historia un poco más», le dije. «Esta vez tenemos la misma situación: un día lluvioso, con el viento soplando y tú estás arriba de una torre—pero yo no estoy en la otra torre». Hice una pausa y seguí: «De alguna manera trágica, una per­sona que no tiene respeto por la vida y que ha perdido toda noción de lo bueno y lo malo ha conseguido raptar a tu hermano, Ricky. Esa persona está a la orilla de la otra torre sujetando a tu hermanito en el aire al vacío. Entonces te grita: ‘Si atraviesas esta viga ahora mismo, puedes salvar a tu hermano'». Hice una breve pausa y pregunté en voz suave: «¿Irías?» Con lágrimas corriendo por sus mejillas, asintió. «Iría». Miré a la congregación y vi a cientos de jóvenes que hubieran dado la misma respuesta. «Iría». Las lágrimas en sus ojos revelaron algo de sus valores, de las cosas que importan más.

Shauna había hablado por todos. No eran todas las cosas que mil o hasta un millón de dólares podrían comprar lo que importaban más. La vida tiene más importancia que correr riesgos sólo por las cosas que el dinero puede comprar. No se le puede poner un precio a un hermano, a una hermana, ni a un amigo.

«Gracias, Shauna», dije mientas ellas regresaba a su lugar. A la congregación expliqué: «Shauna les ha enseñado hoy acerca de los valores y de las cosas que importan más en la vida y cómo podemos fijarnos metas con relación a las cosas que tienen más valor para nosotros. Cuando sabemos cuáles son nuestros valores podemos deci­dir con mayor facilidad lo que vamos hacer y lo que no vamos a hacer—aun las cosas por las que estaríamos dispuestos a morir, si fuera necesario. ¿Qué estarían dispuestos a hacer para asegurarse de que ustedes y sus familias pudieran estar juntos para siempre?» pre­gunté. «¿Saben qué? Nuestro tiempo es esta vida, y lo que hagamos con nuestro tiempo lo pagaremos con nuestra vida».

Observé que algunos en la congregación habían entendido el mensaje, pero algunos no, de manera que tomé las Escrituras y leí: «Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 15:13-14). «Nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, dio su vida para que pudiéramos vivir eternamente», expliqué. «Él nos pide que ‘os améis unos a otros, como yo os he amado’ (Juan 15:12). ¿Cómo podemos hacer esto?» Esperé. Hubo un silencio entre la congregación mientras cada persona llegaba a su propia conclusión. «Siempre recuerden», les expliqué. «Nuestro tiempo es esta vida. Cuando lo gas­tamos con nuestros amigos, les estamos dando parte de nuestra vida. Y cuando esa amistad, esa relación nos eleva, nos anima, nos forta­lece y nos ayuda a proteger a nuestros amigos de los peligros que amenazan no sólo su vida física sino más importante aún, su vida eterna, entonces tenemos algo por lo que vale la pena atravesar esa viga, algo por lo que vale la pena dar de nuestro tiempo, porque nuestro tiempo es esta vida. Por otro lado, imagínense decidir mal­gastar nuestro tiempo, el cual es esta vida, en cosas de poco valor o sin valor alguno. Nuestra vida mortal es todo lo que tenemos, y entonces ya no la tenemos».

Aquellos jóvenes parecían estar escuchando no sólo con sus oídos sino también con el corazón. Todos pudimos sentir la presencia del Espíritu. Para algunos, quizá, haya sido por primera vez.

Entonces continué: «De manera que, cuando sabemos qué es lo que más valoramos en la vida, podemos escribir nuestros valores. Con nuestros valores en su lugar, podemos con más facilidad tomar deci­siones cada día. Nuestras decisiones estarán determinadas por las cosas que valoramos más, las cosas por las cuales estaríamos dispues­tos a atravesar la viga».

Esa noche me imaginé ver a cientos de jóvenes con sus valores en su lugar. Éstos eran jóvenes que serían tan valientes como Sadrac, Mesac y Abed-nego, a quienes el rey Nabucodonosor amenazó con echarlos al fuego si no se inclinaban y adoraban la imagen de oro. Esos jóvenes se rehusaron diciendo: «He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará». Su cometido a las cosas que valoraban era tan fuerte que le dijeron al rey: «Y si no, …» en otras palabras, si no nos librara, de todas maneras no iríamos en contra de las cosas que sabemos son verdaderas—nuestro Dios y nuestros valores, y, como sabe­mos, esos tres hombres fueron arrojados al fuego, y eran no tres sino cuatro hombres. Y no estaban lastimados de ninguna manera, y «el aspecto del cuarto es semejante al hijo de los dioses» (Daniel 3:12-25). Debido a sus valores y a su fe, fueron protegidos.

En la misma congregación vi a muchas jóvenes no distintas de las tres vírgenes del libro de Abraham quienes fueron ofrecidas como sacrificio. Debido a su virtud, no habían querido inclinarse a adorar a dioses de madera o de piedra; por lo tanto las mataron en el altar (véase Abraham 1:11). Su integridad demandó que sus acciones fue­ran compatibles con su conocimiento de la verdad y el error, y no podían hacer otra cosa.

Nuestro tiempo juntos llegó a su fin. Había yo estado en la pre­sencia de una juventud grande y noble que estaba ansiosa por com­prometer su vida en las cosas de valor que no puede comprar el dinero. ¡Que éste sea el deseo de toda nuestra juventud de hoy!


Se devuelve una billetera


«¿Me podría perdonar por favor? Quiero ser honrada», susurró ella al entregarme la billetera vieja y familiar para mí, que me había sido robada nueve años atrás.

Con su cabeza agachada, brevemente explicó que nunca había robado nada antes ni después de ese incidente. Entonces, al darse vuelta para irse, escuché un suspiro de alivio escapar de sus labios.

Ocasionalmente en nuestra vida experimentamos, aun con una persona extraña, el sentimiento reverente de estar en la presencia de un corazón verdaderamente puro, y fue ese sentimiento el que tuve cuando toqué la billetera con el cierre roto, gastada por el uso y el transcurso del tiempo. Recuerdos de años pasados vinieron a mi mente con la claridad de los vividos ayer. Fotografías de amigos espe­ciales junto con una tarjeta de actividades y otras de identificación dieron evidencia de que en efecto ésa era mi billetera. Instintivamente revisé su interior sin sorprenderme al encontrar el mismo billete de diez dólares que estaba allí aquel día.

Habían pasado nueve años desde mis días de estudiante en la Universidad Brigham Young en que había usado el teléfono en el Edi­ficio José Smith, dejando descuidadamente mi billetera en la cabina. Fui al departamento de objetos extraviados durante varios días hasta que por fin perdí la esperanza de encontrar la billetera con el dinero adentro. Esos diez dólares era toda mi riqueza monetaria, y tenía el hábito de medir cuidadosamente todos mis gastos. Si no hubiera tenido una dueña de casa tan comprensiva, la pérdida podría haber causado problemas bastante serios. Pero ese incidente como tantos otros, se desvanecieron dando paso a otros recuerdos más importan­tes.      

Los años habían transcurrido. Una tarde de invierno, mientras nevaba, el cartero me entregó un sobre algo abultado que contenía dos cartas. La primera era de mi madre, en la cual me hacía algunas preguntas acerca de la segunda carta, la cual empezaba: «A quien corresponda: ‘Cualquier persona que sepa dónde se encuentra Ardeth Greene, por favor hágale llegar esta carta. Es muy importante que se la localice lo más pronto posible respecto a unos asuntos por resolver en B.Y.U.». Se encontraba el nombre y la dirección de la persona.

Mi primera reacción fue de indignación, ya que no recordaba nin­gún asunto pendiente de resolver en B.Y.U. por el que fuera respon­sable. Cuando mi mente me hizo regresar a mi primera experiencia con una cuenta bancaria en donde había yo hecho un cheque por comida de la chequera equivocada, mi indignación se aminoró y pensé acerca de qué asunto pendiente tendría que poner en orden.

Con un poco de ansiedad encontré en el directorio telefónico de Salt Lake el nombre de la persona que había firmado la carta. Rápidamente marqué el número y pregunté por la persona. Una voz agradable contestó, «Ella habla». Me identifiqué y empecé a disculparme por cualquier asunto pendiente pero fui interrumpida por una voz ansiosa que hablaba rápidamente como para dejar salir todas las palabras al mismo tiempo. Ella continuó descargando su historia hasta que finalmente dio evidencia de un corazón abrumado que ahora estaba sintiendo alivio de elementos extraños y contaminantes que habían sido contenidos durante largo tiempo.

Según parece, aquella joven, ahora una esposa y madre, había estado recibiendo capacitación en enfermería en B.Y.U. Ella había tenido que trabajar para pagar los gastos de sus estudios y necesitaba diez dólares para completar el dinero para pagar su colegiatura, de manera que trató de conseguir ayuda por medio de su novio. Prometió devolver el dinero al siguiente viernes, pero cuando llegó el día aún le faltaban diez dólares, a pesar de sus oraciones sinceras.

Sin saber porqué, se metió a la cabina telefónica y encontró una billetera vieja y gastada. Explicó cómo su corazón empezó a latir apresuradamente, ya que nunca había sido tentada de esa manera. Contuvo la respiración al abrir la billetera y encontrarse con un solo billete de diez dólares. Entonces, la siguiente pregunta fue: «¿Era ésta en realidad la respuesta a sus oraciones?»

Interrumpió el flujo constante de palabras para explicar que desde entonces había aprendido que Satanás sabe cuándo estamos siendo probados y cuándo podemos debilitarnos bajo las presiones y que podemos estar seguros de que él siempre estará allí si existe la oportunidad de que fallemos.

Continuando con su historia, habló acerca de haberle pagado a su novio, con quien después se casó, habló acerca de haber termi­nado sus estudios y cómo ahora estaba criando una familia hermosa y regocijándose en las bendiciones del Evangelio.

Su voz se quebró de la emoción al relatar con dolor los detalles de la vieja billetera. Recalcó cómo se le había enseñado a distinguir entre el bien y el mal y lo familiarizada que estaba con el principio de la honradez. Su conciencia la había inspirado a hacer lo correcto, pero había escuchado la voz equivocada y había actuado contrario a lo que ella sabía era lo debido. Explicó cómo el tomar el dinero había sido justificado en el momento, pero que durante nueve años su con­ciencia nunca la había dejado en paz. Habló de su sufrimiento por lo que ella reconocía ser un pecado.

El élder Orson F. Whitney una vez escribió sobre el pecado: «El pecado es la transgresión de una ley divina que se ha dado a conocer a través de la conciencia o de la revelación. Un hombre peca cuando viola su conciencia, yendo en dirección contraria a la luz y al conoci­miento—no a esa luz y conocimiento que ha llegado a su vecino, sino al que ha llegado a él. Peca cuando hace lo opuesto a lo que sabe que es correcto» (citado en Mormon Doctrine, de Bruce R. McConkie, Bookcraft, 1966, pág. 735).

Durante nueve años y varias mudanzas, la carga estaba allí guar­dada en un cajón de su cómoda. Aun cuando había considerado des­hacerse de ella muchas veces, parecía imposible hacerlo. No hay manera alguna de que uno pueda tirar algo malo.

Un día, mientras estaba arreglando el cajón, la billetera volvió a surgir. Esta vez sintió que debería deshacerse de ella, pero de la manera correcta. Ella había aprendido muchas lecciones valiosas a través de los años y tenía la seguridad de que aun esta experiencia había servido un propósito. Pensativamente abrió la billetera nueva­mente y la examinó. Esta vez sus dedos encontraron una tarjeta ana­ranjada escondida en un compartimiento pequeño que no había notado previamente. La tarjeta sería la clave para descargar su dolor. Sobre ella estaba la dirección de una clínica en Calgary, Alberta, Canadá, en donde se había efectuado un examen médico para una visa estudiantil.

Con una oración en su corazón, ella mandó una carta a la clínica, dirigida «A Quien Corresponda», pidiendo que se reexpidiera si fuera posible. La carta primero fue enviada a mis padres en Canadá y des­pués de regreso a Utah en donde finalmente llegó a la persona a quien estaba dirigida. Se hizo el contacto pero la billetera todavía no había sido devuelta. Durante nuestra conversación telefónica ella indicó que la billetera sería enviada por correo ese mismo día.

Cuando una ve en otra persona un sentido muy agudo de lo que es bueno y lo que es malo, así como una gran virtud que ha sido cui­dadosamente afinada por el Espíritu a través de la lucha y la victoria final, hay un deseo de acercarse, de asociarse con esa persona, hay un deseo de conocer a alguien tan honesto de corazón. Por lo tanto le pregunté si consideraría entregar la billetera en persona. Ella pare­cía estar apenada con la petición y le aseguré que sería para mí un honor y un privilegio conocer a una persona con tanta honestidad de carácter. Ella estuvo de acuerdo en reunirse conmigo esa tarde en la oficina en donde estaba yo trabajando.

Al acercarme, ella se movió nerviosamente y se paró. Entonces, como si hubiera ensayado esta experiencia en su mente cientos de veces, extendió una mano temblorosa, mirándome directamente a los ojos y me entregó la billetera. Su mirada fija reflejaba el resplandor de una vida buena y honorable.

Cuando ella susurró: «¿Podría, por favor, perdonarme? Quiero ser honrada», mis palabras no salían. Sólo pude extender mi mano y asentir con la cabeza.

«He aquí», ha dicho el Señor, «quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo mas» (D. y C. 58:42).

Fuí a la ventana y la observé dar la vuelta a la esquina con alegría en su paso. Entonces, regresando a mi escritorio, nuevamente escu­ché el eco de sus palabras. «¿Podría, por favor, perdonarme? Quiero ser honrada».


6—  BUENAS OBRAS

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