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BUENAS OBRAS
Una verdadera amiga
¿Pueden recordar cuando estaban en el cuarto año? Si hubieran estado en mi salón después del almuerzo, teníamos un período de quince minutos en donde se nos contaba un cuento, a menos que el cuento fuera tan interesante que rogaran por que siguiera un poco más. Y entonces se extendía a veinte minutos, y el viernes en la tarde, si habíamos tenido una buena semana, quizá se extendía hasta media hora más o menos.
Uno de mis libros favoritos que me gustaba compartir con mis alumnos era La telaraña de Carlota, por E.B. White. Sí han leído ese libro recordarán que Carlota es la araña y Wilbur es el puerco. El pobre Wilbur pasa por algunos momentos difíciles en los que a menudo se siente solo y desanimado. En un día lluvioso y sombrío, leemos que se sentía «desanimado, sin amigos y hambriento, de modo que se echó en el estiércol y lloró».
¿Han tenido alguna vez un día como el de Wilbur? ¿Un día cuando se han sentido solas y desanimadas? Permítanme recordarles cómo fue rescatado Wilbur de su triste situación. Wilbur recibió la visita de su querida amiga Carlota, la araña, a quien él no quería para nada cuando la conoció. Pero a través de los años descubrió que tenía una verdadera amiga en ella, una que estaba dispuesta a salvar su vida tejiendo sin parar mensajes en su telaraña para hacer saber a las personas que ése no era un puerco ordinario. Hasta Wilbur empezó a pensar que era algo especial porque su amiga le decía que lo era.
Al ñnal de la temporada, Carlota comprendió que la vida de una araña es corta y que no estaría en la primavera para consolar a su amigo Wilbur. Ella lo quería preparar para el futuro a fin de que pudiera encontrar las cosas buenas y no se desanimara ni se sintiera solo. Carlota habló a su amigo Wilbur diciéndole: «El invierno pasará, los días se alargarán, el hielo se derretirá en el estanque de pastura. El gorrión regresará y cantará, las ranas se despertarán y el viento cálido soplará nuevamente. Todas estas cosas para ver, oír y oler serán tuyas para que las disfrutes, Wilbur, este hermoso mundo, estos días preciosos …»
Carlota se detuvo, y una lágrima se formó en el ojo de Wilbur. «Ay, Carlota», dijo, «cuando te conocí pensé que ¡eras cruel y sanguinaria!»
Al recobrarse de su emoción, habló nuevamente.
«¿Por qué hiciste todo esto por mí?», preguntó. «No lo merezco. Nunca he hecho nada por ti».
«Has sido mi amigo», respondió Carlota. «Eso en sí es mucho. Yo tejí mis redes por ti por que me caías bien. Después de todo, ¿qué es una vida? Nacemos, vivimos un poco, morimos. La vida de una araña es siempre un poco desordenada, atrapando y comiendo moscas. Pero al ayudarte, quizá estaba yo tratando de darle más realce a mi vida. Sólo el cielo sabe que todos lo necesitamos de vez en cuando».
«Bueno», dijo Wilbur. «Yo no soy bueno para los discursos. No tengo tu don de expresión. Pero tú me has salvado, Carlota, y yo con gusto daría mi vida por ti—de verdad lo haría» (E.B. White, «Charlotte’s Web», Nueva York: Harper & Row, pág. 164).
¿Estarían ustedes dispuestas a salvar a un amigo.? ¿Pueden notar cuándo alguien se siente «sin amigos, desanimado y hambriento», lo suficiente como para que se eche en estiércol a llorar? Algunas personas lo hacen, no en una pila de estiércol en el corral como Wilbur el puerco, sino en los desperdicios y en la suciedad del mundo porque sienten que no valen nada, que no sirven para nada. En momentos como ésos, todos necesitamos un amigo, alguien que nos diga lo especiales que somos, alguien que nos recuerde lo que el presidente George Q. Cannon nos dice:
«Bueno, ésta es la verdad. Nosotros, la gente humilde, quienes sentimos que no valemos nada, que no somos buenos para nada, no somos tan poca cosa como pensamos. No existe ninguno de nosotros sobre quien Dios no haya derramado Su amor. No existe ninguna persona por quien Él no se haya preocupado y a quien no haya acariciado. No existe ninguna persona a quien Él no desee salvar y para quien no haya preparado un plan para que se salve. No existe ninguna persona que no haya sido encomendada a Sus ángeles para que la cuiden. Podremos ser insignificantes y despreciables ante nuestros propios ojos así como a los ojos de los demás, pero la verdad de que somos hijos de Dios permanece y que realmente ha dado a Sus ángeles—seres invisibles de poder y fuerza—la encomienda de cuidarnos y ellos nos vigilan y nos tienen bajo su cuidado» (Gospel Truth, Deseret Book, 1974, pág. 2).
Si ustedes vieran a un amigo en problemas, ¿qué harían? Leamos en un artículo de periódico lo que hizo un niño:
«Brian Díaz, de cinco años de edad, dijo que había visto a un niñito del vecindario de tres años llamado Andre Romero, entrar al patio trasero de una casa vacía del vecindario que tenía una piscina.
«‘ Lo seguí porque yo sabía que era peligroso allí’, dijo Brian, un alumno de Jardín de Infantes de Phoenix, Arizona. ‘Él llevaba cargando un oso de felpa, y antes de que me diera cuenta se cayó a la piscina del lado más hondo.’
«Brian dice que se acostó a la orilla de la piscina, agarró la mano de Andre y lo sacó del agua. Dijo que el peso de Andre casi le hizo a él caer al agua. ‘Cuando lo saqué’, dijo Brian, ‘parecía estar muerto. No dijo nada, y sus labios estaban morados. Esa agua debe haber estado fría’.
«Brian puso su mano sobre el estómago de Andre como había visto en la televisión. ‘Le salió agua de la boca’, continuó Brian, ‘ y entonces vomitó y empezó a llorar'».
«Un vecino escuchó los gritos y saltó el cerco, y luego fue a dar aviso a los bomberos y a los paramédicos. Atendieron a Andre allí mismo. El capitán de bomberos dijo que Brian sin duda alguna le había salvado la vida a Andre» (.Deseret News, 3 de marzo de 1985).
¿Estarían dispuestos a salvar la vida de algún amigo? Algunas veces esto significa pedir ayuda, como a paramédicos espirituales, aquellos que tienen el amor y el interés pero también el poder y la autoridad para dar bendiciones, consolar, y animar a las personas cuando se encuentran en problemas en el lado hondo de la piscina, por decirlo así.
Después de un discurso en una conferencia de jóvenes, después de que todos se habían saludado y pocas personas todavía estaban allí, noté a una joven parada a cierta distancia de ahí. Ella había estado esperando un momento para hablar conmigo en privado. Juntas nos alejamos de los demás hacia unos asientos cerca del fondo de la capilla. La jovencita, quien tenía más o menos quince años, estaba seria y pensativa. «Tengo una amiga que está en problemas muy críticos», dijo. «Ella verdaderamente necesita ayuda. ¿Qué puedo hacer?»
«¿Sabe tu amiga que tú conoces su problema?» le pregunté.
«Ah, sí, ella sabe, y me mataría si se enterara que se lo mencioné a usted».
«¿Cuánto deseas ayudarla?», le pregunté.
«Bueno, pues alguien tiene que ayudarla o ella va empeorar la situación», explicó, «pero, ¿qué puedo hacer yo? No voy a delatar a una amiga».
Me impresionó su sentido de lealtad y su cometido de guardar una confidencia, pero también era obvio que sentía algo de responsabilidad por su amiga, quien aparentemente estaba en aguas profundas a punto de ahogarse. Después de hablar por algún tiempo, sin que ella divulgara la confidencia hecha, hice varias preguntas. Era evidente que su amiga estaba atrapada en los lugares de desperdicios del mundo, en una pila de estiércol como Wilbur, el puerco, desanimada y sin amigas.
«Si tu amiga se estuviera ahogando, ¿estarías dispuesta a llamar a un salvavidas? ¿O la dejarías que se hundiera hasta el fondo de la piscina para que nadie se enterara que estaba en peligro?»
«Llamaría a alguien si se estuviera ahogando», dijo la joven. «Pero prometí que no diría nada. Ella no quiere que la gente se entere».
«¿Crees que pueda mantener su problema en secreto para siempre? Y aun cuando pudiera hacerlo, ¿crees que eso sea lo mejor para ella?»
La joven, pensando bien sobre la situación, dijo: «Creo que algunas personas ya están enteradas. Sus padres deben saber que algo anda mal, pero ella no quiere hablar con ellos. Ella sólo habla conmigo».
«En ese caso, tú estás llevando una responsabilidad tremenda sobre tus hombros», le expliqué. «Necesitas ayuda porque el peso aumentará cuando veas a tu amiga perder terreno. Recomiendo que busques ayuda para ti misma. ¿Tienes oportunidad de hablar con tu obispo?», le pregunté.
«Algunas veces», contestó.
«¿Te sentirías cómoda con llamarlo y decirle que tienes algo sobre lo cual quieres hablar con él?»
«Nunca he llamado al obispo. No sé».
Comprendí que se necesitaría un poco de valor para que una joven llamara a su obispo para ir a hablar con él, especialmente si aún no hubiera tenido la oportunidad de hacer amistad con él. Su indecisión dio pie a otra alternativa.
«¿Cómo te sentirías si yo llamara e hiciera una cita con tu obispo por ti?»
«¿Qué le va a decir?» preguntó. «No quiero que el obispo piense que estoy en problemas».
«Le aseguraría que tú no estás en problemas, que te estás esforzando por ser una verdadera discípula de nuestro Padre Celestial. Le diría que deseas ser una verdadera amiga y hacer sólo lo que es correcto, y que necesitas su guía. Ahora, podrías hablar con tus padres o tus amigos u otros, pero la razón de llamar al obispo es porque él es quien mejor puede ayudarte cuando se trata de problemas serios, y tú tienes un problema serio—una amiga en problemas serios que necesita desesperadamente ayuda».
Juntas acordamos que yo llamaría al obispo y que haría la cita para ella.
«¿Y qué le digo?», fue su siguiente pregunta.
«Bueno», sugerí, «antes de que vayas a la cita, habla con tu Padre Celestial acerca de tu amiga. Él ya sabe de su problema y aún la quiere mucho. Quiere que esté segura, y porque ella es tu amiga, Él te guiará dándote un sentimiento de paz en tu corazón acerca de lo que le debes decir al obispo y de todas maneras mantener la confidencia y ser una buena amiga.
«Quizá decidas decirle al obispo que tienes una amiga por la cual estás preocupada y darle su nombre. Eso es como si estuvieras llamando a una salvavidas para que venga a su rescate. Cuando te pregunte por qué estás preocupada, le puedes decir que piensas que necesita ayuda y que tú estas tratando de ayudarla, pero que es una responsabilidad muy grande y que necesitas saber qué es lo que debes hacer. Si el obispo pregunta qué tipo de problema tiene, entonces puedes ser leal a ella y explicar que las cosas que ella ha compartido contigo son confidenciales. Le puedes decir, sin embargo, que estarías agradecida si él tan sólo la llamara y hablara con ella como lo hace con tantos otros jóvenes al cumplir años y en otras ocasiones». Le aseguré que si ella iba con una oración en su corazón, con un sincero interés en su amiga, las palabras vendrían a su mente y ella sabría lo que tendría que decir y qué debería callar.
Dos semanas después recibí una llamada telefónica. Era la joven que estaba preocupada por su amiga.
«¿Dispone de un minuto para hablar?», preguntó.
«Claro que sí», dije, ansiosa por recibir un informe respecto a la pesada responsabilidad que estaba llevando.
«Bueno», empezó con una voz feliz, «hablé con mi obispo, y él realmente comprendió. Él realmente tuvo el deseo de ayudar, y no me pidió que divulgara lo que sabía. Sólo me preguntó si mi amiga estaría dispuesta a venir conmigo a visitarlo en alguna oportunidad esa semana. Dijo que estaba platicando con varios jóvenes del barrio y que le gustaría hablar con nosotras. Cuando yo le expliqué esto a mi amiga, estaba un poco indecisa y me preguntó si yo le había dicho algo al obispo acerca de lo que había hecho. Le aseguré que no. Decidió que si yo iba, ella iría conmigo. Era casi como si quisiera ayuda pero no lo quería reconocer».
Hizo una breve pausa y continuó. «Fuimos a la oficina del obispo. Fue un poco aterrador al principio, pero yo sabía que estaba haciendo lo correcto. Tan pronto como entramos, el obispo nos saludó a cada una. Fue tan cálido y amistoso como si no hubiera ningún problema. Entonces se sentó a nuestro lado y nos empezó a hablar, sin mencionar nombres, de la preocupación que él sentía por algunos jóvenes del barrio. Cuando lo miramos a los ojos, pudimos sentir su amor por ellos y por nosotras también. Hablar con él era como estar hablando con un amigo más que con un obispo.
«El obispo nos habló de unos problemas que le preocupaban», ella dijo, «y nos pidió sugerencias y nuestra ayuda. Entonces nos habló acerca de lo mucho que amaba a la juventud, y cuánto la ama nuestro Padre Celestial y lo duro que es cuando Satanás está trabajando al mismo tiempo para destruirnos. Miré a mi amiga y ella empezó a llorar. El obispo nos habló durante unos momentos más y nos enseñó acerca del arrepentimiento y el perdón y cómo podemos, con el tiempo y esfuerzo, sobreponernos a nuestras debilidades con la ayuda del Señor, siempre y cuando estemos dispuestos a hacer lo que Él nos pide que hagamos.
«Cuando estábamos listas para irnos, el obispo nos dio las gracias por haber ido, y nos dijo que si alguna vez deseábamos hablar con él nuevamente, estaría dispuesto a dedicarnos tiempo. Mi amiga aún estaba llorando. ‘¿Te gustaría hablar con el obispo a solas?’, le pregunté. Ella asintió con la cabeza. El obispo me dio una revista para leer y me pidió que esperara en la capilla mientras ellos hablaban. Me senté allí esperando y pidiendo en oración que mi amiga pudiera contarle al obispo todas las cosas que había compartido conmigo para poder obtener la ayuda que necesitaba y para que yo ya no tuviera que llevar la carga de conocer sus problemas y no poder hablar de ellos. Parecía como si hubiera estado allí durante mucho tiempo, pero no me importaba. Sabía que alguien había venido al rescate de mi amiga. Era como si nuestro Padre Celestial estuviera allí con nosotros, y todo se iba a solucionar si trabajábamos juntos.
«Eso fue lo que sucedió», dijo ella, «cuando llamé para pedir ayuda para mi amiga».
Pregunté, «¿Y cómo te sientes?»
«Muy bien», dijo, «siento que he contribuido a salvar a mi amiga».
«Sí», respondí, y en las palabras de Carlota, la araña, «has sido una amiga y ‘eso en sí es una cosa tremenda'». Entonces me imaginé escuchar a su amiga responderle a ella en las palabras de Wilbur el puerco: «Me has salvado Carlota, y con gusto yo daría mi vida por ti— realmente lo haría».
Me gusta la letra de la canción que escribió Michael McLean, titulada «Ese amigo»:
Tus amigos sabrán qué está bien o está mal,
tal vez sepan que no es fácil escoger.
Pero quien te apoyará y a elegir te ayudará,
su amistad nunca jamás querrás perder.
Ese amigo te guiará, pero no te empujará,
la verdad él siempre te ha de recordar.
Él no sólo hablará, junto a ti caminará
por ese sendero que lleva al hogar.
Ese amigo ha de ver lo que tú puedes ser,
aun cuando algunas veces fallarás.
Pero él siempre en ti cree y te tiene mucha fe,
él te alienta en cada paso que das.
Y el amor sin igual de este amigo tan real
es más fuerte que el sol y su calor.
Pues te cobijará y fortalecerá
y te hará comprender todo tu valor.
A mucha gente podrás cambiar
si tu amor les has de brindar
y algo de tiles das siempre jamás.
Todos quieren hallar un amigo sin par
de quien puedan siempre apoyo recibir.
Tú también puedes ser lo que quieres tener
y no importa lo que te toque vivir.
El corrió todo el camino
La capilla estaba llena a toda su capacidad. Seguía llegando gente y se estaban acomodando más sillas en las varias filas que ya se habían formado en el salón cultural. Desde el fondo del salón se podía ver por encima de la congregación, pero se tenían que estirar un poco y hacer la cabeza de un lado a otro mientras las familias trataban de acomodarse en sus asientos.
La joven misionera, sostenida de cada lado por su madre y por su padre, debe haber sentido un agradecimiento profundo por la cantidad de personas que llenaban el salón aumentando la asistencia normal de la reunión sacramental—una joven más que se unía a las filas de aquellos que iban por el mundo a servir como testigos especiales de Cristo, buscando a los fieles de corazón.
El último acorde de la música del preludio se sostuvo hasta que la congregación gradualmente fue callándose y el obispo tomó su lugar ante el púlpito. Después de unas palabras, extendió una bienvenida especial a todos los visitantes de la familia y los amigos de la misionera y anunció el himno inicial y la primera oración. El director de música tenía una habilidad poco común para dirigir con sentimiento y gran dignidad al participar la congregación en el himno «Doquier que me mandes, iré».
Después de la oración el obispo nuevamente se puso de pie y se refirió a algunos asuntos de rutina del barrio. Luego, el tono de su voz cambió del de un obispo amoroso e interesado al de un padre amoroso hablándole a un hijo muy amado. Mirando a través de la congregación como si fuera un solo redil a su cuidado, habló clara y fuertemente. «Chad», dijo, «Chad, ¿estás aquí?» Inmediatamente se escuchó el sonido de una silla golpeando contra otra y el sonido de otras sillas que se estaban haciendo a un lado para abrir camino, mientras que las personas se voltearon para identificar a Chad,
Un jovencito, unas filas adelante de mí, se abrió paso con dificultad por el pasillo. Sus facciones mostraban una anomalía y parecía que tampoco tenía las habilidades mentales de los demás jóvenes de su edad. Se estaba enfrentando a la vida con varias incapacidades obvias, o tal parecía ser el caso. Observé mientras ese joven con energía y entusiasmo literalmente corrió del fondo del salón a todo lo largo del edificio, moviendo sus piernas cortas tan rápidamente como podía. No se detuvo hasta que llegó a los escalones al pie del estrado. El obispo mantuvo su mirada fija en el muchacho hasta que llegó a su lado. Entonces poniendo su brazo protector alrededor de Chad, lo acercó a él intercambiando una mirada que sólo ellos comprendían. Aun personas que estaban visitando el barrio ese día tuvieron la impresión de que aquélla no era la primera vez que el obispo había llamado a Chad y que éste había acudido al llamado corriendo. Ellos han de haber compartido muchos momentos privados e importantes juntos antes.
Con Chad acurrucado en el brazo del obispo, ambos se pusieron de frente a la congregación. «Chad», el obispo anunció con orgullo, «se ha ganado su premio del Deber a Dios. Ha llenado todos los requisitos». Entonces mirando al jovencito, dijo con algo de emoción: «Todos estamos orgullosos de Chad».
Se hizo la presentación, seguida por el acostumbrado apretón de manos y un abrazo adicional cálido y sostenido. Pero Chad al darse vuelta para irse, rompió con todas las tradiciones alzando su mano en alto, simbólico de lo que había visto hacerse entre buenos amigos. Un golpe en la mano en el aire contra la mano de un amigo significa amistad, espíritu de equipo, buen trabajo y mucho más. El obispo conocía a sus jóvenes y comprendió la señal. Respondió a la invitación de Chad alzando su mano para encontrarse con la de Chad, dando un fuerte golpe en el aire (fuera de la reunión habría agregado las palabras «choca esos cinco»).
Chad entonces se alejó del obispo, pero antes de dejar el estrado, se acercó torpemente pero con entusiasmo al director de música quien lo envolvió en sus brazos. La congregación que presenciaba este gran acontecimiento se desconcertó hasta que después supimos que el hombre era su padre.
Ese reconocimiento especial no era un premio sólo para Chad sino para su padre y su madre, quien esperaba su regreso al fondo del salón. El joven héroe, dejando el estrado, se abrió paso por la fila con una gran sonrisa y su brazo en alto como para «chocar cinco» a cada miembro del barrio que había sido parte del equipo y ahora estaba compartiendo la victoria.
Viendo a mi derredor, era fácil identificar a aquellos que eran visitantes presenciando la victoria de la familia del barrio y aquellos que tuvieron el privilegio de sentir lo que los logros de Chad representaban para todos los que fueron bendecidos con el resplandor de su personalidad.
Han pasado meses desde aquel domingo memorable, pero en mi mente vuelvo a repasar esa escena vez tras vez—no sólo con Chad como el actor principal, el héroe, sino con cada joven que está desempeñando su papel de manera tan magnífica aun cuando representa una lucha. Algunos tienen incapacidades muy serias, no como las de Chad, sino desafíos propios ante los que ellos rehúsan desanimarse; son desafíos que prueban su valentía y fuerza, su cometido y finalmente su fe en un Padre Celestial amoroso.
El obispo hace el llamado. El llamado es escuchado, y en mi mente veo a cada joven responder. Los jóvenes que han aprendido a escuchar el llamado están preparados, como lo estuvo Chad. Nadie espera, nadie camina, nadie se detiene a explicar, nunca nadie dice por qué. Aunque la prueba dure mucho, o cualesquiera que sean las circunstancias, a pesar de las incapacidades, a pesar de lo empinado del camino, veo a jóvenes preparándose para seguir el ejemplo de Chad e ir corriendo cuando se les llama.
En esta vida aprendemos a escuchar el llamado del obispo, quien es un representante de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Un día habrá otro llamado, no del obispo sino de nuestro Salvador. Un llamado de regreso a casa. El llamado no vendrá más tarde cuando estemos mejor preparados, sino ahora. Quizá escuchemos las palabras: «Venid, hija mía, ven como estés pero ven ahora». Todos iremos con nuestras limitaciones que fueron parte de nuestra prueba en esta vida, tal como Chad se acercó con las suyas. Nosotros no caminaremos sino que, como Chad, correremos hacia adelante y cada quien a su propio tiempo regresará a casa. Allí nuestro Padre Celestial nos acercará a Sus brazos protectores. Lo reconoceremos y Él nos reconocerá a nosotros, y recibiremos nuestra recompensa. Ruego que ese día podamos escuchar la voz del Señor diciéndonos: «Venid a mí, benditos, porque, he aquí, vuestras obras han sido justas sobre la faz de la tierra» (Alma 5:16).
Éste es todo el dinero que tengo
El bondadoso viejito ya casi no salía, ni tampoco cruzaba la calle para ir a la casa de los Gardner como lo hacía antes. Durante el invierno había estado allí muchas veces, no sólo en la casa de los Gardner, sino también en te de Jos vecinos de ambos lados de Ja calle. Después de una tormenta de nieve por lo regular estaba afuera en la madrugada para quitar la nieve de las entradas de los coches, dándoles una feliz sorpresa en las tempranas horas de la mañana a sus agradecidos vecinos y amigos. Durante el verano hacía arreglos con verduras que seleccionaba cuidadosamente y colocaba en canastas llevándolas al otro lado de la calle para compartirlas con sus vecinos. Pero no eran sus verduras lo que lo hacían tan popular con los niños sino las golosinas que siempre tenía para darles cuando llegaban a la puerta trasera. Su querida esposa, quien estaba confinada a una silla de ruedas, insistía en incluir «algo dulce para los niños» en su lista de las compras semanales.
Otra temporada de invierno estaba terminando, dando paso al cálido sol de la primavera. Con esta estación venían otras señales de estarse consumiendo. Había sembrado su huerto con mucha dificultad ese año. Lo atendía menos que de costumbre, pero esperaba haberlo hecho lo suficiente para asegurar una buena cosecha que pudiera compartir por última vez con sus vecinos y amigos. Su salud estaba debilitada. El servicio a sus amigos estaba grandemente restringido. Algunos días eran difíciles y otros eran muy largos, tanto para él como para su esposa. «Lo peor de estar enfermo», explicó, «no es tanto el dolor como el sentimiento de inutilidad». Trató de controlar las lágrimas forzando una sonrisa en sus labios en esa cara con arrugas y líneas causadas por el cansancio y la preocupación.
Al otro lado de la calle, en el hogar de los Gardner, la niña Elizabeth, de sólo siete años y medio, había adquirido un marcado interés por los demás. En su familia, cuando cualquiera de ellos tenía un problema o se sentía triste, los demás miembros encontraban maneras de brindar alegría. En sus pocos años, esa criatura había observado a su fiel madre encontrar el tiempo para enjugar una lágrima, curar una herida con un beso, y escuchar una historia que parecía no tener fin de labios de una criatura que necesitaba su atención. No era tan sólo dentro de su propio hogar que Elizabeth presenciaba esta actividad. Su madre mostraba el mismo interés fuera de la casa, a lo largo de la calle, al llevar sus bizcochos de canela a muchos, o una cena para alguna familia en una ocasión especial.
Un día Elizabeth dejó su hogar silenciosamente sin decirle a nadie lo que tenía pensado hacer ni lo que llevaba en la mano. Miró hacia ambos lados, y entonces atravesó la calle. No llevaba bizcochos de canela calientes de la cocina de su madre como lo había hecho tantas veces antes, sino que portaba sus propios tesoros. Caminó sigilosamente a través de la cochera con grandes enredaderas en flor, abriéndose paso bajo el balcón a la puerta trasera con la pequeña ventana de vidrio en ella. Tocó el timbre de la casa del bondadoso anciano y su querida esposa, y rápidamente se escondió detrás del arbusto grande de uvas.
Dentro del hogar, los ancianos se miraron el uno al otro preguntándose quién podría estar tocando a la puerta a esa hora. El hombre, con algún esfuerzo, se puso de pie, se estiró antes de dar el primer paso, y entonces se dirigió a la puerta. Al abrir, su esposa se esforzó por ver si podía identificar la voz. Habían unos pajaritos alimentándose del comedero que él cuidaba todos los días, pero nadie estaba a la vista. Salió para mirar alrededor, primero hacia un lado y después hacia el otro, pero no había señales de nadie.
Al darse vuelta para entrar, notó un pedazo de papel roto en uno de los escalones de la puerta. Era papel de alguna circular, del tipo que había visto que llevaban los niños de la escuela. El papel tenía algo escrito, y sobre el papel habían dos monedas—una de cinco y otra de veinticinco centavos. Sosteniéndose sobre una de sus piernas, se agachó para recoger la nota y el dinero. Podía ver que el mensaje había sido escrito por una criatura.
Para entonces su esposa lo estaba llamando: «Ted, ¿hay alguien allí?»
Él regresó a la sala. «No había nadie allí», dijo con voz suave.
«Entonces, ¿qué es lo que tienes en las manos?»
«Alguien lo dejó allí», dijo. «Mira esto».
Se sentó al lado de su esposa en el sofá y juntos, esforzándose por las palabras a través de sus anteojos, leyeron lo siguiente: «Queridos Sr. y Sra. Greene, ustedes son amigos nuestros muy queridos, siempre muy bondadosos con nosotros. Aquí les dejamos algo que pueden necesitar. De Elizabeth Gardner». Unas últimas palabras que estaban escritas a la orilla del papel concluyeron el mensaje, «Éste es todo el dinero que tengo».
Sosteniendo el papel en una mano, abrió la otra para mostrar a su esposa. Allí en la palma de su mano temblorosa había una moneda de cinco y otra de veinticinco centavos. «Todo el dinero que ella tiene», susurró. «Unas blancas». Su esposa se quitó los lentes para secar una lágrima del ojo y quitó de su frente unos cabellos grises. «Como las dos blancas que ofrendó la viuda», agregó. Juntos se quedaron allí con el pedazo de papel y las monedas en sus manos mientras pensaban en un plan.
Caminando con la ayuda de un bastón, el hermano Greene llegó a la casa de los Gardner, tocó a la puerta y pidió hablar con Elizabeth. Ella vino a la puerta con su barbilla hundida en el cuello mientras miraba hacia el suelo. El anciano se agachó para envolverla con un brazo manteniendo el equilibrio con el bastón. Dándole un cálido abrazo, le agradeció por cuán felices que había hecho a su esposa y a él. La niña se sonrió alzando la cabeza para mirar a su madre, quien estaba ahora a su lado, curiosa por saber qué había hecho su hija. Elizabeth entonces le dijo a su madre acerca de su visita al hogar de los Greene.
«En nuestra familia pensamos en cosas que podemos hacer por las personas o que podemos darles cuando no se sienten bien», dijo ella. «Nos escribimos notas y dejamos cosas pequeñas como una galleta o un dulce. Una vez una de mis hermanas hizo un corazón con un jabón para dármelo con una nota cuando yo me sentía triste». Y con un tono de autoridad Elizabeth agregó: «Saqué la idea de lo que hacemos en nuestra familia y decidí hacerlo con otras personas.
Yo pude ver que el hermano y la hermana Greene están siendo muy ancianos y pensé que tal vez necesitarían pagar alguna cuenta del hospital o alguna otra». Entonces, con un tono feliz, concluyó: «De manera que les di todo el dinero que yo tenía».
Ahora el hermano Greene ya no se sentía tan inútil después de todo. Aún había, lecciones por aprender y personas a quienes servir. Al domingo siguiente el anciano caballero y la sensible niña visitaron al secretario del barrio. «Nos gustaría hacer una contribución de treinta centavos para ayudar a construir el nuevo templo». El secretario estaba un tanto sorprendido. Sabía que cada uno por separado había hecho contribuciones, pero la contribución combinada era algo curioso en el documento oficial.
El hermano Greene le preguntó al secretario si ambos podían tener una copia del recibo para que tanto él como Elizabeth pudieran conservarla como recuerdo, pero el secretario les explicó que sólo se podía hacer una copia. Se decidió que Elizabeth conservaría el recibo.
«¡Estaba yo tan ansiosa por tenerlo!», explicó después. «Parecía como que habían pasado semanas antes de que lo recibiera. El día que lo recibí, lo llevé para mostrárselos a los hermanos Greene. El hermano Greene me tomó de la mano y me llevó a la pared junto a su radio y me enseñó la carta que le había escrito, la cual había colocado en un marco».
Unos meses después el hermano Greene falleció. Al estar guardando todos sus tesoros, la carta enmarcada fue quitada de la pared. Pegadas a la carta estaban las monedas de cinco y veinticinco centavos, recuerdos de un regalo que se había recibido de una niña quien había dado todo lo que tenía.
Claveles blancos
Los eventos de los últimos tres días serían registrados en muchos diarios como una conferencia de juventud que nunca sería igualada. Había habido muchos eventos y actividades planeadas especialmente para la ocasión, mucha comida deliciosa, y muchos nuevos amigos. El baile después del banquete era la última actividad programada para el sábado. El domingo en la mañana, después de la reunión de testimonios, la cual siempre era la más especial de la conferencia, habría una reunión de evaluación para el comité organizador antes de que todos abordaran los autobuses de regreso a casa. Para muchos, la conclusión llegaba demasiado pronto.
El sábado por la noche, Bradley, el director de la conferencia, llegó al salón con dos de sus amigos y me hizo señas para que saliera a hablar con él, para no tener que gritar sobre la música. Afuera había un pequeño grupo de jóvenes hablando animadamente, todos al mismo tiempo. Su mensaje distorsionado podría haberse comparado a cuando el idioma fue confundido en la Torre de Babel. Finalmente, la voz de Bradley se podía escuchar sobre la de los demás, alzando su mano señalando su posición como vocero. «Empecemos desde el principio», dijo. Con esa señal, varios interrumpieron, listos para empezar nuevamente. «Oigan muchachos, permítanme contarlo, ¿está bien?» En un tono de emoción me preguntó: «¿Vio a Jennifer venir al baile?» Sin esperar mi respuesta, continuó: «Ella está allí ahora con un montón de jóvenes. Ella está bien», explicó. «Ya se siente mejor».
Jennifer era una joven no miembro que había sido invitada a la conferencia de jóvenes por un amigo. Durante los últimos tres días a menudo había sido vista sola o no se la había visto para nada. Su amigo la había abandonado y le ha de haber parecido como que a nadie le importaba. Se sentía terriblemente sola. El estar sola en medio de una multitud es la peor clase de soledad.
El sábado, uno de los cursillos prácticos se llevó a cabo en una cabaña de troncos en el extremo de un camino que llegaba desde la posada. A la luz tenue de la cabaña, un grupo de personas se sentaron y hablaron acerca de lo que el Profeta había dicho respecto a los pequeños actos de servicio y qué era lo que significaba para cada uno de ellos individualmente. Después de compartir abiertamente los sentimientos que todos tenemos—la necesidad de ser aceptados y apreciados por los demás, así como de aprobación y de participar—la idea de pequeños actos de servicio cobró un nuevo significado. Parecía que realmente sería posible que si todos intentaban hacer algún acto de servicio por alguien más, quizá hasta se realizarían algunos milagros en nuestra presencia.
De acuerdo con el plan que se formuló en el cursillo, los jóvenes, muchos de los cuales eran desconocidos, formarían parejas y hablarían un poco para luego decir algo elogiable acerca de la persona que él o ella había notado durante la conferencia. Al principio el diálogo fue lento, pero pronto la conversación se agilizó. Durante ese breve tiempo, mientras todos estaban interesados profundamente en compartir, noté a dos jovencitas sentadas cerca de una ventana rota, tomadas de la mano. Se podía ver una lágrima en la mejilla de la joven menor a pesar de que estaba sonriendo, y me pregunté qué podían haber compartido, o si las dos se conocían de antes. Aun cuando había terminado el tiempo, fue difícil interrumpir las muchas conversaciones para volver a juntar al grupo. Era evidente que muchos pequeños actos de servicios se habían realizado aun en esos pocos minutos.
Arriesgándome un poco, pedí a las dos jovencitas sentadas cerca de la ventana que pasaran al frente. Con un poco de pena, pero sin titubear, pasaron al frente del grupo. Después de averiguar sus nombres, le pregunté a Melinda, la más joven, qué cosa elogiable había encontrado en Pat.
Miró a Pat sonriendo, como pidiendo su aprobación para poderlo compartir, y procedió: «Yo casi soy la más joven en esta conferencia», dijo. «Mi mejor amiga iba a venir conmigo pero no pudo hacerlo a último momento, de manera que ha sido difícil para mí». Con esa confesión agachó la cabeza y con su voz llena de emoción dijo: «Camino a este lugar, me sentía tan sola que me detuve para sentarme en un tronco grande y susurré una pequeña oración para que alguien, cualquiera, fuera mi amigo». Para entonces todos en el grupo estaban sintiendo un poco de la soledad de Melinda. Con lágrimas corriendo por sus mejillas, miró a Pat y explicó: «Pat vino por el camino por entre los árboles. Muchos otros habían pasado ante ella y me saludaron. Yo pensé que ella haría lo mismo, pero no lo hizo. Dejó el camino y vino hacia mí. No recordaba haberla visto antes durante la conferencia, pero me pidió que viniera con ella». Hubo silencio por un minuto, excepto por el susurro del viento entre los árboles.
Esperé, no queriendo interrumpir el mensaje de Melinda, y entonces pregunté: «Pat, ¿sabías tú que Melinda se sentía así cuando la viste?»
Pat sacudió la cabeza. «No, realmente no, pero vi que estaba sola y se le veía triste. No sabía si la podría ayudar, pero sabía que no tenía por qué estar sola».
Inquirí un poco más. «¿Cómo te sientes al haber hecho un acto de servicio y de ser la respuesta a la oración de alguien?»
Se llenaron sus ojos de lágrimas al experimentar la sensación de estar en el servicio del Señor.
«¿Se dan cuenta de que las dos son parte de un milagro?», pregunté.
Las dos muchachas que habían sido extrañas hasta ese momento se abrazaron en un lazo de amistad.
Todos sentimos la ternura y la alegría de estar en la presencia de alguien que era la respuesta a la oración de otra persona. Cada uno de nosotros hubiéramos deseado ser la persona que dejó el camino en lugar de estar entre los que saludaron y siguieron su paso. La oración final fue ofrecida por un joven que pidió que fuéramos más sensibles respecto a los pequeños actos de servicio, que pudiéramos cambiar vidas y quizá hasta ser la respuesta a la oración de alguien y crear un milagro.
Los jóvenes y los adultos dejaron la cabaña, muchos de ellos secándose las lágrimas. Bradley estaba entre el grupo; dejó la cabaña con el cometido de hacer las cosas pequeñas que en realidad son las más grandes.
Era una de esas «cosas grandes» que estaba reportando animadamente bajo las luces del estacionamiento afuera del salón de baile. «Funciona», dijo, sobre la música que venía de adentro. «¡Realmente funciona!» Continuó informando. «Usted sabe que Jennifer no vino al banquete. Las muchachas dijeron que estaba enferma, de manera que se quedó en su habitación sola. No podía dejar de pensar en que ella estaba en su cuarto, probablemente sola y eso me preocupó; me puse a pensar en qué seivicio pequeño podríamos hacer para ayudarla. No estaba esperando un milagro, sólo quería ayudar. Bueno», dijo, «al entregar un clavel blanco a cada muchacha después del banquete nos sobraron algunos, de manera que pensé, qué tal si se los llevamos a Jennifer. Se lo sugerí a algunos de los jóvenes que estaban a mi alrededor y antes de que me diera cuenta, parecía que la mitad de las muchachas habían devuelto su clavel para agregarlos a los que pensábamos llevarle a Jennifer. El ramo empezó a crecer y a crecer hasta que parecía ser tan grande como el original».
Continuó con entusiasmo: «Bueno, todos nos dirigimos al dormitorio tratando de no hacer ruido, pero sin mucho éxito. Decidimos que dos de las muchachas irían a buscar a Jennifer y la traerían afuera para darle las flores. Karen y Phyllis entraron. Esperamos y esperamos. Les ha de haber costado algo de persuasión o quizá un poco de tiempo para arreglarse, antes de que las tres muchachas salieran a la puerta».
Uno de los muchachos habló: «Me pareció que Jenny había estado llorando», recordó, continuando con el informe. «Brad dio un paso hacia adelante, puso su brazo alrededor de sus hombros, colocó el tremendo ramo de claveles en sus brazos y dijo: «Jenny, todos nosotros queremos que vengas al baile». Entonces una de las muchachas en el grupo se apresuró a informar lo que ella consideraba que era la culminación de toda esta experiencia. Dejando de lado detalles innecesarios, anunció: «Y allí está ahora bailando, y dice que ya no está enferma».
El rostro de Brad revelaba mucho de lo que se había hablado y muchos no habrían podido entender aunque él hubiera intentado explicarlo. Parado allí en la sombra cerca de una luz callejera con amigos que habían sido influenciados por su sugerencia, irradiaba una luz que se reflejaba en todo el grupo.
A la siguiente mañana, durante la reunión de testimonios, sentimientos profundos de agradecimiento y cometido fueron expresados por muchos, incluso Jennifer.
Una reunión de evaluación siguió a la reunión de testimonios. Bradley dirigió el programa con los líderes adultos en un papel de apoyo. Todos los informes recibidos indicaban que la conferencia había sido un gran éxito. Bradley, como líder de la juventud, tenía razones para expresar agradecimiento a los jóvenes así como a los miembros adultos del comité por la excelencia con la que habían llevado a cabo sus asignaciones. Entonces me invitó a hacer algunos comentarios. Le pregunté: «Considerando todas las experiencias desde el inicio de esta conferencia hasta el final, ¿cuál fue el acontecimiento mas significativo?»
Habiendo experimentado el joven la responsabilidad de una importante asignación de liderazgo, hizo una pausa, quizá tomándose tiempo para repasar en su mente la emoción del día en que fue llamado a la oficina del presidente de estaca y se le pidió que fuera el director del comité, o la emoción de invitar a una figura del mundo artístico a participar en la conferencia. En ese momento en que quedó pensativo, todos esperamos, buscando en nuestros propios pensamientos cuál sería nuestra respuesta.
Ahora allí, de pie, y mirando hacia delante, casi como si no estuviera dirigiendo sus comentarios a nadie en particular del grupo, habló con todo su corazón. «Si tan sólo hubieran podido ver la expresión en el rostro de Jennifer anoche en el porche cuando le llevamos las flores . . . Era una expresión de felicidad—para mí, ése fue el acontecimiento más grande».
Para Bradley, es posible que la expresión en el rostro de Jennifer permanezca con él. Pero para los que vieron la expresión en el rostro de Bradley en ese momento, fue más que un pequeño acto de servicio lo que había hecho—fue un milagro. «Porque por cuanto lo hacéis al más pequeño de éstos, a mí lo hacéis» (D. y C. 42:38).
Capitanes de diez
«¿Es usted la persona que ha estado llamando a mi hija cada semana?», fue la pregunta.
La respuesta simple y directa fue dada por Keri Peterson, del Barrio 29 de la Estaca Central de Bountiful, Utah: «Sí, yo soy un capitán de diez, y su hija está en mi equipo.
«Gracias», fue la respuesta de un padre agradecido. «Muchas gracias».
La juventud del barrio de Bountiful estaba participando en un proyecto llamado «La promesa de Moroni». Vino como respuesta a un desafío del élder M. Russell Ballard hecho a la juventud del barrio de adoptar un proyecto que fuera significativo durante el año. Tal desafío se llevó ante el comité de la juventud del obispo para su aprobación. Los líderes jóvenes decidieron que leer el Libro de Mormón sería verdaderamente un proyecto significativo.
Un domingo en la noche, todos los jóvenes con sus padres fueron invitados a una reunión para lanzar el proyecto de «La promesa de Moroni». Los jóvenes y valientes capitanes de diez presentaron la visión, repasaron la promesa (véase Moroni 10: 3-5), hablaron del albedrío y de la obediencia, explicaron el programa y pidieron voluntarios para participar en algunos de los equipos.
Una joven capitana de diez, Michelle Gardner, hizo referencia a una promesa hecha por el presidente Gordon B. Hinckley a todos los miembros de la Iglesia que leyeran el Libro de Mormón. Él prometió que aquellos que leyeran todos los días «recibirían en su vida y en su hogar una medida adicional del Espíritu del Señor, una resolución más fuerte de obedecer Sus mandamientos y un testimonio de la realidad viviente del Hijo de Dios» (Liahona, enero de 1980).
Apelando a los jóvenes hacia quienes ahora sentía una fuerte responsabilidad, Michelle agregó su propio testimonio. «Sé que cuando yo leo diariamente, especialmente cuando estudio y no solamente leo, verdaderamente siento un mayor deseo de vivir los mandamientos y de tener el Espíritu del Señor en mi vida».
Se proveyeron paquetes personalizados con la cita de Moroni impresa en un pergamino listo para enmarcar, un sistema para registrar el progreso, fechas tentativas como meta, métodos para facilitar el estudio, una promesa de tener «estaciones de celebración» y una carta para ser enviada a un amigo de confianza o pariente solicitando apoyo y ánimo durante los próximos meses mientras el participante leía el Libro de Mormón. También se les entregó un formulario requiriendo la firma de los padres así como la de uno de los miembros del obispado.
Se invitó a cada participante a que agregara su firma indicando su disposición de ser diligente en sus esfuerzos por alcanzar la meta de leer el Libro de Mormón completo dentro del tiempo especificado. Esto se podría lograr leyendo aproximadamente dieciséis páginas cada semana. Un capitán de diez también firmaba la solicitud indicando su aceptación de estar en contacto cada semana para determinar su progreso y alentar a cada miembro de su equipo.
El progreso individual no era un asunto público y sin embargo, se despertó el interés de los miembros al ver una atractiva gráfica en el pasillo de la capilla con los puntos acumulados por cada equipo y fotografías de varias actividades.
Al ir finalizando el último versículo de Alma 63, «Y así concluyó la narración de Alma y de Helamán», los ansiosos participantes iban, sin importarles la hora, a la hermana Bonnie Guthrie, quien ayudaba con los registros, hacía llamadas a los capitanes según fuera necesario, y entregaba camisetas a todos los que terminaran de leer el libro de Alma. Las camisetas con la inscripción «STOMP» (del inglés— Students Ttying Out Moroni’s Promise, «Alumnos Poniendo a Prueba la Promesa de Moroni») impresas en letras negras en la parte delantera de la camiseta, estimulaba a los jóvenes a seguir leyendo las páginas de Alma.
La «estación de celebración» era un evento que se había programado en intervalos regulares por el camino para dar incentivos firmes y proporcionar aliento continuo a los capitanes, quienes, a su vez, inspiraban a los miembros de su equipo cuando hacían sus contactos semanales. Los capitanes daban entonces un informe al especialista en una breve reunión semanal después de la reunión sacramental. Se requerían muchas, muchas llamadas adicionales durante varias ocasiones para lograr este seguimiento necesario.
A medida que el grupo iba completando el libro de Alma, se programaba una estación de celebración. La nieve había estado cayendo toda la noche y hacía bastante frío, pero nada podía desanimar los planes que tenían para la celebración de plantar un árbol. Se había seleccionado un cerezo que florecería. Se cavó el hoyo y los miembros del barrio fueron invitados a reunirse en la capilla.
Robert Davis se paró ante el grupo con un papiro conteniendo los nombres de todos lo que para entonces habían terminado de leer Alma. Enrolló el papiro, lo puso en un tubo de plástico, lo selló, y lo colocó dentro del hoyo en la base del árbol y explicó: «Se estarán preguntando por qué estamos plantando un árbol. Si recuerdan, en Alma, el plantar una semilla que se convirtió en árbol tiene significado debido a la analogía de un testimonio creciente». Él entonces leyó Alma 32:27-41: «Pero si cultiváis la palabra, sí, y nutrís el árbol mientras empiece a crecer, mediante vuestra fe, con gran diligencia y con paciencia, mirando hacia adelante a su fruto, echará raíz; y he aquí, será un árbol que brotará para vida eterna».
El Día de las Madres, después de la reunión sacramental, se invitó a todo el barrio a que se reuniera alrededor del asta de la bandera para una estación de celebración más. Richard Newman y Mike Bettilyon, ambos capitanes de diez, desdoblaron una bandera bellamente diseñada con grandes letras de azul obscuro sobre un fondo blanco que decían: «La promesa de Moroni».
También había otros nombres en la bandera. Aquellos que habían terminado el libro de Helamán habían agregado sus nombres a la bandera como un registro oficial del Día de las Madres. El Obispo Bradford les recordó acerca de los dos mil jóvenes que no le temían a la muerte, porque sus madres les habían enseñado que si no dudaban, Dios los libraría (véase Alma 56:47). Los capitanes colocaron la bandera y tiraron de la cuerda, alzándola hasta la parte superior del asta. Los corazones y los sentimientos se enternecieron, como lo expresó uno de los miembros mas jóvenes del grupo, quien le susurró a un amigo cerca de él: «Mi nombre está en esa bandera», y su amigo respondió reverentemente: «También el mío».
Para ahora el cerezo que se había plantado cerca de allí estaba floreciendo como recuerdo de testimonios crecientes.
¿Cuál fue la diferencia que logró este esfuerzo? Hubo 120 lectores—38 adultos y 82 jóvenes—participando en «La promesa de Moroni».
Wid Covey, de trece años, parado ante la congregación, dio su testimonio: «Estoy agradecido por este programa de ‘La Promesa de Moroni’ porque me ayuda a entender las Escrituras. Cuando me siento a leer el Libro de Mormón con mi papá, él también me ayuda a entenderlo. Estoy agradecido por Michelle Gardner. Ella me llama cada semana para animarme».
La hermana Margaret Kirkham informó: «Toda nuestra familia espera con gusto la visita de nuestro capitán de diez cuando viene a animarnos. Este proyecto ha tenido una gran influencia en toda nuestra familia».
El obispo Bradford hizo las siguientes observaciones sobre el programa: «Ha marcado una gran diferencia. Existen pocas actividades que podrían haber unido tanto a nuestros jóvenes como ésta. No puedo decir que todos nuestros jóvenes ahora tiene un firme testimonio personal del Libro de Mormón, pero es un excelente comienzo. Con la ayuda de este programa inspirado, un gran número de jóvenes serán mejores misioneros en cada aspecto de su vida, y todos ellos estarán mejor preparados para resistir la maldad del mundo».
























