El Espíritu Santo

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Santificado por el Espíritu

Y este es el mandamiento: arrepentíos, todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí y sed bautizados en mi nombre, para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día podáis presentaros ante mí sin mancha. ―3 Nefi 27:20


Ninguna cosa inmunda puede morar en la presencia divina. El propósito principal del plan de salvación es preparar a los hombres y las mujeres para estar con Dios. Para esto, es que Dios ha preparado un medio, un poder purificador que limpie los efectos del pecado, un proceso por el cual los hijos del Padre se renueven, condicionen y preparen para estar en su presencia. Mediante la sangre de Cristo y el poder del Espíritu Santo, los miembros de la Iglesia del Señor son purificados del pecado y liberados de sus efectos condenatorios. Este proceso se conoce como santificación.

Perdonando los Pecados y Apartando la Iniquidad

En el tiempo de la organización de la Iglesia restaurada, el Profeta José Smith dejó registrado lo siguiente: “Y sabemos que la justificación por la gracia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es justa y verdadera; y también sabemos que la santificación por la gracia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es justa y verdadera, para con todos los que aman y sirven a Dios con toda su alma, mente y fuerza” (D. y C. 20:30-31). Ser justificado es ser absuelto, es ser hecho inocente, es ser exonerado. En el sentido espiritual, ser justificado es ser declarado limpio y libre del pecado.

Las personas fuera de la Iglesia quienes reciban el mensaje de la Restauración, se arrepientan de sus pecados, y sean bautizados por el agua y el fuego y por el Espíritu Santo, serán justificadas. Aquellos que están dentro del convenio del evangelio se arrepienten de sus pecados, participan del sacramento de la Cena del Señor, y procuran caminar por sendas de justicia. Los primeros habrán obtenido una remisión de los pecados y serán por lo tanto, justificados. Los últimos ―ciudadanos del reino― están capacitados para retener esa remisión de los pecados día tras día mediante el reconocimiento de la benevolencia y las gracias de Dios; magnificando sus llamamientos y ofreciendo su tiempo y sus energías en el servicio desinteresado a sus semejantes, (ver D. y C. 84:33; Mosiah 4:12,26; Alma 4:13-14).

Finalmente, existe un sentido fundamental en el cual uno es justificado, para que su vida sea sellada, ratificada y aprobada por el Santo Espíritu de la Promesa, el Espíritu Santo. Nuestras revelaciones nos hablan de los candidatos para la gloria celestial como de aquellos “quienes vencen por la fe y son sellados por el Santo Espíritu de la promesa, que el Padre derrama sobre todos los que son justos y fieles” Tales personas son “hombres justos hechos perfectos mediante Jesús, el mediador del nuevo convenio, que obró esta perfecta expiación derramando su propia sangre” (D. y C. 76:53,69) Hablaremos más sobre el rol sellador del Espíritu Santo en el capítulo 11.

Por lo tanto, “ser justificado es ser liberado del pecado, ser legalmente sin mancha delante de Dios. Ser santificado es ser liberado de los efectos del pecado, es haber arrancado de nuestros corazones y de nuestros deseos toda iniquidad y toda tentación y temblar ante su apariencia, sentir repugnancia por cualquier tentación capaz de desviar o detener el corazón humano” (Robert L. Millet, By Grace Are We Saved, pp.54-55). El Élder Orson Hyde explicó que santificación “significa una purificación de, o un apartarse de, [nosotros, como individuos y como comunidad] todo lo que es inicuo, o de todo lo que no está de acuerdo con la intención o la voluntad de nuestro Padre celestial”. Además, el Élder Hyde observó que la santificación es esencial para nuestro trabajo en el reino; tal proceso se cumple “para nuestra propia capacidad de utilización, para ejecutar, llevar adelante y perpetuar la obra del Dios Altísimo” (Journal of Discourses, 1:71)

El Espíritu Santo es el santificador. Él es el medio por el cual los corazones humanos se vuelven puros delante de Dios, y la escoria y la iniquidad que hay en ellos es quemada como por fuego. Dirigiéndose a un grupo de Santos, quienes habían recibido el santo sacerdocio y habían sido purificados por la sangre de Cristo y los poderes santificadores del Espíritu, Alma dijo:

“Pues como decía respecto al santo orden de este sumo sacerdocio, hubo muchos que fueron ordenados y llegaron a ser sumos sacerdotes de Dios; y fue por motivo de su gran fe y arrepentimiento, y su rectitud ante Dios, porque prefirieron arrepentirse y obrar rectamente más bien que perecer; por tanto, fueron llamados según este santo orden y fueron santificados, y sus vestidos fueron blanqueados mediante la sangre del Cordero. Luego ellos, después de haber sido santificados por el Espíritu Santo, habiendo sido blanqueados sus vestidos, encontrándose puros y sin mancha ante Dios, no podían ver el pecado sino con repugnancia; y hubo muchos, muchísimos que fueron purificados y entraron en el reposo del Señor su Dios” (Alma 13:1012; ver también Alma 5:54)

El Señor resucitado habló en forma similar acerca del rol central del Espíritu Santo como santificador en el plan del evangelio:

“Y nada impuro puede entrar en su reino; por lo tanto, nada entra en su reposo, sino aquellos que han lavado sus vestidos en mi sangre, mediante su fe, el arrepentimiento de todos sus pecados y su fidelidad hasta el fin.

Y éste es el mandamiento: Arrepentíos, todos vosotros extremos de la tierra, y venid a mí, y sed bautizados en mi nombre para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día podáis presentaros sin mancha delante de mí.

En verdad, en verdad os digo que este es mi evangelio; y vosotros sabéis las cosas que debéis hacer en mi Iglesia, pues las obras que me habéis visto hacer, esas también las haréis; porque aquello que me habéis visto hacer, eso haréis vosotros” (3 Nefi 27:19-21)

“Luego de haber sido inmersos… en el agua”, enseñó el Élder Orson Pratt, “y haber sido limpios y haber recibido la remisión de vuestros pecados, tenéis la promesa del bautismo de fuego y del Espíritu Santo, por el cual seréis… santificados de todas vuestras inclinaciones al mal, y os inclinaréis a amar a Dios y a todo lo que es justo y verdadero, y odiaréis aquello que es inicuo y malvado. ¿Por qué? Debido al principio santificador, purificador que obra sobre vosotros, por el bautismo de fuego y el Espíritu Santo” (Journal of Discourses, 16:319).

El Élder B. H. Roberts observó inspiradamente:

Mediante el bautismo de agua obtenemos la remisión de los pecados pasados; pero, aún cuando los pecados pasados sean perdonados, el así perdonado sentirá sin dudas la fuerza de sus hábitos pecaminosos, como una pesada carga sobre él. Aquel que ha sido culpable de mentir habitualmente, se sentirá inclinado, en algún momento, a caer en tal hábito. Aquel que ha robado puede llegar a ser tentado, cuando surja una oportunidad, a robar nuevamente. Aquel que ha sido indulgente en cuanto a prácticas licenciosas, puede encontrarse dispuesto a dejarse llevar por el seductor llamado de las sirenas. De la misma forma con el alcohol, la maledicencia, la envidia, la codicia, el odio, la cólera, y todas las disposiciones al mal a las que está sometida la carne.

Hay una necesidad absoluta de alguna gracia santificadora adicional que refuerce la pobre naturaleza humana, no sólo para poder resistir la tentación, sino para arrancar del corazón la concupiscencia, ―la ciega tendencia o inclinación al mal. El corazón debe ser purificado, cada pasión, cada predisposición debe ser sometida a la voluntad, y la voluntad del hombre debe estar sujeta a la voluntad de Dios.

Los poderes naturales del hombre son inadecuados para esta tarea. De esto pueden dar testimonio todos los que lo han experimentado. La humanidad tiene necesidad de una fuerza superior a aquella que posee cada uno personalmente, para llevar a cabo la tarea de purificarnos de nuestra naturaleza caída. Tal fuerza, tal poder, tal gracia santificadora es conferida al hombre que nace de nuevo del Espíritu, recibiendo el Espíritu Santo. Tal es su oficio, tal su tarea. (El Evangelio y la Relación del Hombre con la Deidad, pp. 169-70).

Ser santificado es ser limpiado del vilipendio del pecado, es ser puro internamente y recto por fuera. Es “desear y gozar de la “verdad en lo interior”. Es estar poseído por la sabiduría de la santidad.

Aquellos que pertenecen a la casa de la fe, quienes cumplen devotamente con sus obligaciones, quienes llevan a cabo con fidelidad y devoción sus asignaciones y magnifican sus llamamientos, son “santificados por el Espíritu hasta la renovación de sus cuerpos” (D. Y C.84:33). El Espíritu Santo…

…incrementa las facultades intelectuales, aumenta, agranda, expande y purifica todas las pasiones naturales y todos los afectos, y los adapta, mediante el don de la sabiduría, a su correcto uso. Inspira, desarrolla, cultiva, y madura todas las buenas inclinaciones, alegrías gustos, buenos sentimientos y afectos de nuestra naturaleza. Inspira virtud, bondad, benevolencia, ternura, gentileza y caridad. Desarrolla la belleza personal en todos los aspectos. Conduce a la salud, el vigor, el dinamismo y el sentido social. Revigoriza las facultades físicas e intelectuales del hombre. Fortalece y tonifica los nervios. En resumen, es, como si fuera, médula para los huesos, alegría para el corazón, luz para los ojos, música para los oídos y vida para todo el ser. (Parley P. Pratt, Key to the Science of Theology, p. 61)

Cuando los hombres y las mujeres― deciden poner su esfuerzo en la construcción del reino de Dios y el establecimiento de su justicia, el Espíritu: Santo permanece con ellos; mora con ellos y comienza el proceso de la santificación de sus almas.

Cuando los Santos del Altísimo trabajan, no para su beneficio personal sino para Sión (2 Nefi 26:30-31), gozan la ratificada aprobación del santificador. Al describir un grupo de perseverantes Nefitas que vivieron unos cuarenta años antes de Cristo, Mormón escribió que ellos “ayunaron y oraron frecuentemente, y se volvieron más y más fuertes en su humildad y más y más firmes en la ley de Cristo, hasta henchir sus almas de alegría y de consolación; sí, hasta la purificación y santificación de sus corazones, santificación que viene de entregar el corazón a Dios.” (Helamán 3:35). “Entregar [nuestros] corazones a Dios” es procurar diligentemente conocer el pensamiento y la voluntad del Todopoderoso. Dar paso y seguir las impresiones del Espíritu; no tener voluntad, sino la voluntad de Dios; tener nuestra mira puesta en la gloria de Dios. Una revelación dada a los Santos en Diciembre de 1832 declara: “Y si vuestra mira de glorificarme es sincera, vuestro cuerpo entero será lleno de luz y no habrá tinieblas en vosotros y el cuerpo lleno de luz comprende todas las cosas. Por tanto, santificaos para que vuestras mentes sean sinceras para con Dios y vendrán los días en que lo veréis, porque os descubrirá su faz; y será en su propio tiempo y en su propia manera, y de acuerdo con su propia voluntad;” (D. y C. 88:67-68) La verdadera santificación… “es justa y verdadera, para todos aquellos que aman y sirven a Dios con toda su alma, mente y fuerza” (D. y C. 20:31)

Santidad

Para Israel la palabra de Jehová era clara y directa: “Yo soy el Señor tu Dios: por lo tanto, santificaos y seréis santos; porque Yo soy santo” (Levitico 11:44). El Señor Dios desea que nos volvamos como Él es, y para lograrlo nos ha provisto de una ayuda especial. Tal como lo hemos discutido, nos ha designado un miembro de la Deidad, enviado para preparar hombres y mujeres para la más grande revelación del Padre y del Hijo. Por otra parte, la organización y las enseñanzas de la Iglesia nos da permanentemente la oportunidad de rendir servicios santificadores. Los miembros del reino terrenal deben “practicar virtud y santidad” (D. y C. 38:24; 46:33), para “manifestar ante la Iglesia, y también ante los élderes, por su comportamiento y conversación según Dios, que son dignos de ello, andando en santidad delante del Señor, para que pueda haber obras y fe, de acuerdo a las santas Escrituras” (D. y C. 20:69). Nos congregamos como pueblo para reprobarnos, corregirnos, instruirnos e inspirarnos. De hecho, el Señor ha ordenado que “al estar reunidos os instruiréis y os edificaréis unos a otros, para que sepáis como conduciros y como dirigir mi Iglesia, y como obrar en los puntos de mi ley y en los mandamientos que os he dado. Y así seréis instruidos en la ley de mi Iglesia y seréis santificados por lo que habéis recibido, y os obligaréis a actuar en toda santidad” (D. y C. 43:8-9).

Ser santo es ser íntegro, completo, entero. El Espíritu Santo trabaja para hacer de nosotros productos terminados, seres de luz y verdad que han alcanzado la medida de su creación. La santificación es una condición y también un proceso. En un tiempo futuro, los fieles estarán ante Dios en completa confianza, total y permanentemente absueltos de los aguijones de la mortalidad, absolutamente libres de pecado e iniquidad. Serán santificados. Pero este último grado de santificación no puede ser alcanzado plenamente en esta vida. “Algunos suponen”, dijo el Presidente Brigham Young, que pueden, en la carne, ser santificados en cuerpo y espíritu y llegar a ser tan puros que no volverán a sentir el poder del adversario de la verdad. Si fuera posible para una persona alcanzar tal grado de perfección en la carne, no podría permanecer en el mundo sin problemas. El pecado ha entrado al mundo, y con el pecado, la muerte. Pienso que en mayor o menor medida todos sufriremos los efectos del pecado mientras vivamos, hasta que pasemos la prueba de la muerte” (Journal of Discourses, 10:173). El Presidente Young enseñó posteriormente que “el poder de Dios es más grande que el poder del malvado; y a menos que los Santos pequen contra la luz y el conocimiento, y voluntariamente no cumplan con sus sencillos deberes,… el Espíritu seguramente prevalecerá sobre la carne, y finalmente triunfará santificando nuestro tabernáculo para poder permanecer en la presencia de Dios” (Journal of Discourses, 11:237). Este es un mensaje de esperanza, un mensaje de gozo.

Conclusión

El Espíritu Santo es un santificador. Uno de sus roles es limpiar y purificar a los hijos e hijas de Dios para prepararlos y capacitarlos para estar donde Dios y los ángeles están. Ser santificado es participar del espíritu y los atributos de la santidad, en la esfera de lo sagrado. Es “por la sangre” (Moisés 6:60) ―la sangre de Jesús el Salvador― que somos santificados. Pero es por el medio purificador del Espíritu Santo que los poderes regeneradores de esa infinita expiación, alcanzan a los hombres mortales. Mientras José Smith y Sidney Rigdon trabajaban en su traducción inspirada de la Biblia, examinando la doctrina de la resurrección que se encuentra en Juan 5, “el Señor tocó los ojos de su [de ellos] entendimiento, y fueron abiertos, y la gloria de Dios brilló a su alrededor”, el Profeta registró lo siguiente: “Y mientras meditábamos estas cosas el Señor tocó los ojos de nuestros entendimientos y fueron abiertos, y la gloria del Señor brilló alrededor” “Y vimos la gloria del Hijo, a la diestra del Padre, y recibimos de su plenitud, y vimos a los santos ángeles y a los que son santificados delante de su trono, adorando a Dios y al Cordero, y lo adoran para siempre jamás” (D. y C. 76:1921). Tal es el glorioso destino de los puros; tal la recompensa y la oportunidad disponible para quienes hayan sido santificados por el Espíritu.

→ 11. Enseñando y Aprendiendo por el Espíritu

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