El Espíritu Santo

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Símbolos del Espíritu Santo

La señal de la paloma fue instituida antes de la creación del mundo, un testigo para el Espíritu Santo, y el demonio no puede venir en la señal de una paloma. ―José Smith.


Debido a que el lenguaje de los hombres no hace justicia a las glorias del cielo, las escrituras frecuentemente utilizan el más rico y expresivo lenguaje de los simbolismos, para describir verdades eternas. Es al mismo tiempo natural y apropiado, que el lenguaje de los simbolismos sea utilizado para enseñarnos acerca de los miembros de la Deidad así como acerca de los varios roles que cumplen en cuanto a la salvación de los hombres. Consideremos los símbolos comúnmente usados en las escrituras, para representar y enseñar acerca del Espíritu Santo.

La Señal de la Paloma

Cuando Jesús de Nazareth salió de las aguas del bautismo, Juan vio los cielos abiertos “y vio el Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre el” (Mateo 3:16). En esta instancia, dice la versión del Rey Santiago, “el Espíritu Santo descendió en la forma corporal de una paloma” (Lucas 3:22), o sea, que el Espíritu Santo, quien “no tiene un cuerpo de carne y huesos, sino que es un personaje de espíritu” (D. y C. 130:22), se hizo presente manifestándose en la señal de una paloma. “La señal de la paloma [y ciertamente una paloma estuvo presente en el bautismo de Jesús], fue instituida desde antes de la creación del mundo; un testigo del Espíritu Santo; y el demonio no puede venir en la señal de una paloma. El Espíritu Santo es un personaje. No está confinado a la ‘forma’ de una paloma, sino a la ‘señal’ de la paloma. El Espíritu Santo no fue transformado en una paloma, sino que la señal de la paloma fue dada a Juan para dar cuenta de la veracidad de los hechos, por cuanto la paloma es un emblema o un símbolo de la verdad e inocencia” (Enseñanzas del Profeta José Smith).

La paloma, que es el símbolo universal de la paz, ha sido una señal de la presencia del Espíritu Santo entre los profetas y entre las personas justas de todas las épocas (Abraham, facsimile 2, figura 7). Cuando Noé quiso saber si las aguas se habían retirado de la superficie de la tierra [pues fue designio del Señor limpiarla de todo lo sucio e indigno de su presencia] envió una paloma, y la paloma “vino a él al atardecer; y en su pico traía una rama de oliva. Así supo Noé que las aguas habían sido retiradas de la tierra” (Génesis 8:11) y que nuevamente la tierra sería un lugar adecuado para ser habitado por los puros y los inocentes.

Fuego

Desde los comienzos de la historia, el fuego ha estado asociado con calor y luz. En las teofanías registradas en las escrituras, el fuego con frecuencia representa la gloria y la santidad de Dios. Comenzando por los días de Adán, el fuego consumaba las ofrendas del sacrificio como símbolo de aprobación divina (Moisés 5:5). El fuego eterno en el altar del Tabernáculo en el desierto (Levítico 6:12-13) fue primeramente encendido desde el cielo, y posteriormente re-encendido en la dedicación del Templo de Salomón (Levítico 9:13,24:2 Crónicas 7: 1-3). El fuego fue el símbolo de la presencia de Jehová y el instrumento de su poder, mediante el cual manifestó su aprobación, o trajo la destrucción sobre los rebeldes (Éxodo 3:2-5 Números 11:1-3). Describiendo el rol del fuego como símbolo de la divina presencia, Orson Pratt observó:

Moisés fue bautizado con el Espíritu Santo y con fuego, pues cuando volvió del monte Sinaí, después de haber estado con el Señor muchos días, su rostro brillaba con tal fulgor, que los hijos de Israel no podían soportar su brillantez y la intensidad de la luz, sino que se apartaron de él. Moisés fue obligado a velar su rostro para ocultar a Israel la gloria de su faz. Es el mismo fuego que ha sido frecuentemente exhibido por los santos ángeles, cuando aparecieron en la gloria de los mortales. Fue el mismo fuego que ardía en el Tabernáculo de Israel, durante cuarenta años en el desierto. El mismo que cayó sobre los rebeldes y los consumió por miles. El mismo que consumó el sacrificio ofrecido por Elías y también las piedras del altar y grandes cantidades de agua, derramada sobre las mismas. Fue el mismo fuego que llenó el Templo de Salomón, al tiempo de la dedicación. Es el mismo que rodea al Santo de Israel. Pablo lo llama “fuego consumidor”. Es el mismo por el cual todos los que sinceramente reciben el bautismo de Juan, serán bautizados. Es el mismo fuego y el mismo Espíritu Santo que descendió del cielo como un viento poderoso y arrasador en el día de Pentecostés, que fue visto en forma de lenguas separadas y que controló las lenguas de los discípulos para que pudiesen hablar en muchas lenguas desconocidas para ellos (Discourses on the Holy Ghost, pp.37-38).

Brigham Young declara:

Si pudiésemos ver a nuestro Padre Celestial, veríamos un ser similar a nuestro padre terrenal, con la diferencia que nuestro Padre en los Cielos está exaltado y glorificado. Él ha recibido sus tronos, sus principados y poderes y Él se sienta como gobernador y monarca, y rige reinos, tronos y dominios que le han sido conferidos, los cuales recibió por anticipado, tal como nosotros. Mientras Él estaba en la carne, Como nosotros estamos, Él era tal como nosotros somos ahora. Pero está escrito, que nuestro Dios es un fuego consumidor y que El mora entre llamas eternas, y ésta es la razón por la cual no podemos estar con Él. Hay principios que permanecen por toda la eternidad/ y no hay fuego capaz de quitarles su existencia. Son los principios puros, y el fuego es el medio típico por el cual se prueba la gloria y la pureza de los dioses y de los seres perfectos (Journal of Discourses, 4:54).

El fuego también sirve como purificador y por lo tanto fue un símbolo natural del Espíritu Santo, el santificador. Juan el Bautista le dijo a los que bautizaba en el río Jordán, que los bautizaba en el arrepentimiento, pero uno que vendría detrás suyo, que sería mayor que él, “cuyo calzado”, dijo, “no soy digno de llevar, Él os bautizará en el Espíritu Santo y fuego” (Mateo 3:11; Lucas 3:16). En el Libro de Mormón y en Doctrina y Convenios, se refieren repetidamente a los que han sido bautizados y que han recibido la compañía del Espíritu, como aquellos que han recibido “el bautismo del Espíritu Santo y de fuego” (2 Nefi 31:13,14; 3 Nefi 9:20; D. y C.19:31, 20:41). O sea, que han sido purgados del pecado ―la escoria espiritual ha sido limpiada de sus almas por el fuego― y han sido purificados, y por lo tanto hechos merecedores de la compañía del Espíritu Santo. A éstos Dios otorga los dones inapreciables del Espíritu, cuya utilización está inseparablemente unida a la justicia.

El simbolismo del Espíritu Santo es el de encender una llama perpetua dentro del alma, que nos da luz y calor, mientras purga constantemente lo que no es limpio. Este concepto es muy diferente de la forma sectaria de suponer que una pretendida experiencia espiritual, brinda la seguridad de la salvación. Esto está más relacionado con la iluminación, que con la imagen que nos dan las escrituras, de una llama ardiendo perpetuamente dentro del templo, alimentada con las obras de la justicia. (Joseph Fielding McConkie, Gospel Symbolism, p.197).

Dentro de las escrituras, el fuego es el símbolo del poder espiritual, la iluminación, la inspiración y el entendimiento; también está asociado con el acto de testificar. Escribiendo a los Corintios, Pablo dijo: “Cada obra de los hombres será manifiesta: porque el día llegará en que será revelado por fuego; y el fuego probará a cada hombre cuál es la clase de sus obras. Si la obra que edificó permaneciere, habrá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá la pérdida, si bien el mismo será salvo” (1 Corintios 3:13-15). Pablo está diciendo, que en efecto, cada hombre será juzgado por su doctrina. Si su doctrina ha sido enseñada para bien, será ricamente recompensado. Sí, por otra parte, su doctrina no ha sido verdadera, a pesar de su sinceridad y buena intención, sus resultados serán quemados. Pero puede arrepentirse de sus errores y construir una nueva. El no tendrá recompensa pero sí la oportunidad de corregir lo que nació de la ignorancia.

La promesa de Pablo no se extiende a aquellos que, con malicia y amargura, se oponen a la verdad. Aquellos que luchan y combaten contra la luz del evangelio para proteger las malas acciones ocultas en las tinieblas, no deben suponer que en el día del Juicio serán merecedores de tan misericordioso tratamiento. En cambio, debe entenderse que el fuego aquí mencionado es el que juzga las obras de los hombres, no el que purifica su alma. La doctrina aquí expuesta por Pablo se ilustra con el rol del Espíritu Santo, como el Santo Espíritu de la Promesa. Como hemos visto, solo aquellas doctrinas y aquellas obras que son buenas llevarán ese sello que asegura que son “eficaces, virtuosas y fuertes en la resurrección de los muertos y después” (D. y C. 132:7). La sinceridad de propósito no exaltará una falsa doctrina.

Es en este contexto que Pablo pregunta: “¿No sabéis que sois el Templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” Entonces sigue: “Si alguno destruyera el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Corintios 3:17). Diciendo esto, Pablo afirma que, así como la tierra fue bautizada por agua en los tiempos de Noé, será bautizada por fuego el día de la Segunda Venida, porque ninguna cosa impura puede permanecer en la presencia de Dios (2 Tesalonicenses 1:7-9). “Cada cosa corruptible, sea del hombre o de las bestias del campo, o de las aves del cielo, o los peces del mar, que esté sobre la faz de la tierra, será consumida; y también se fundirán los elementos en ardiente calor; y todas las cosas serán renovadas, para que mi conocimiento y mi gloria puedan morar sobre la tierra” (D. y C. 101:24-25). Así como el alma del hombre debe ser santificada, o purificada, para poder asociarse con aquello que es santo, de la misma forma, la tierra debe ser santificada, y todo lo que en ella habita.

Aceite Puro de Oliva

“Y entonces, en ese día, antes que el Hijo del hombre venga, el reino de los cielos será comparado con diez vírgenes, quienes tomaron sus lámparas y salieron a encontrar al esposo. Y cinco de ellas eran sabias, y cinco eran necias. Las necias tomaron sus lámparas pero no pusieron aceite en ellas; más las prudentes tomaron aceite para sus lámparas” (Mateo 25:1-6). Así comienza una de las más conocidas parábolas de Jesucristo. Para que no nos hallemos entre las cinco vírgenes necias, el Salvador en persona, dio en nuestros días una interpretación de esta parábola. “Porque aquellos que son prudentes y han recibido la verdad y han tomado al Espíritu Santo por guía, y no han sido engañados, ciertamente éstos no serán talados ni echados al fuego sino que soportarán el día” (D. y C. 45:57). De esta forma aprendemos que el Espíritu Santo, es el óleo que debe guiar a los puros a la fiesta de esponsales, o más particularmente, a los convenios sagrados con el Maestro.

Es difícil imaginar una mejor metáfora del Espíritu Santo que la del aceite puro de oliva. Entre los antiguos del Cercano Oriente, el aceite de oliva era la fuente de calor, luz, alimento y curación. “El aceite de oliva”, escribió Truman Madsen, “era utilizado tanto externa como internamente. Era aceite para cocinar, y era condimento para hortalizas, panes y carnes. El aceite puro de oliva tenía otros usos vitales; era un antídoto casi universal, revirtiendo los efectos de una cantidad de venenos. Se usaba frecuentemente en cataplasmas para evitar infecciones y enfermedades. Como ungüento, el aceite de oliva mezclado con otras sustancias, suavizaba escoriaciones, heridas y úlceras abiertas. Además, “la imagen de derramar aceite en las aguas turbulentas, y la asociación de la rama de oliva con la paz, [tal como fue ofrecida a Noé después del diluvio] eran comunes en la Biblia. En otros contextos espirituales, el óleo [aceite] fue el símbolo del perdón” (The Olive Press, Ensign, Diciembre 1982 pp .58-59)

Unción Con Aceite

Las escrituras declaran acerca del Salvador, que Dios “lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra y debajo de la tierra” (Filipenses 2:9-11). El nombre de Jesús significa “Jehová salva”, y connota con la idea de que la salvación está en él. Cristo es un título que significa “ungido” o “el ungido”. En el Antiguo Testamento la unción era la ceremonia principal en la ordenación de profetas, sacerdotes y reyes. La unción era la consagración ritual, o apartamiento para propósitos sagrados. El ritual consistía en el derramamiento de aceite puro de oliva sobre la cabeza del ungido, como representación del Espíritu del Señor que debía ser derramado sobre él y, por su intermedio, sobre toda la nación de Israel. Bajo la dirección de sus profetas, sacerdotes y reyes, Israel caminaría en sendas de justicia, siendo cada profeta, sacerdote y rey, la representación simbólica de Cristo, quien sería el Gran Profeta, Sacerdote y Rey.

Todo lo que hacemos por la salvación de los hombres debe ser hecho en el nombre de Jesucristo. Como consecuencia natural, todo aquello que está correctamente efectuado en el nombre de Cristo, será acompañado por un derramamiento del Espíritu. La acción de ungir la cabeza con aceite puro de oliva no es sino la manifestación simbólica de ese derramamiento espiritual. Juan escribe: “Pero vosotros tenéis la unción del Santo y conocéis todas las cosas” (Juan 2:20), o, en la expresión más perfecta de Moroni, “Por el poder, del Espíritu Santo conocerás la verdad de todas las cosas” (Moroni 10:5).

“Pero la unción que vosotros recibisteis de Él, permanece en vosotros y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe; así como la unción misma os enseña todas las cosas, y es verdad, y no mentira, según ella os ha enseñado, permanecerá en él” (1 Juan 2:27). Ilustrando este principio, aprendemos que, mientras Cristo esperaba que llegara el día de su ministerio “servía a su Padre y no hablaba como los otros hombres, ni podía ser enseñado; porque no necesitaba que nadie le enseñara” (Juan 3:25). No debemos suponer que Cristo no fue enseñado por sus guardianes terrenales o por maestros, como cualquier otro jovencito; en cambio, debemos entender que El aprendió los principios del evangelio bajo la tutela del Espíritu Santo.

Tal condición se cumple en todo aquel que declare su evangelio en Su nombre; el Espíritu Santo debe ser la fuente de los que están comisionados para enseñar. “Escuchad élderes de mi Iglesia, a quienes he nombrado: no sois enviados para que se os instruya, sino para enseñar a los hijos de los hombres las cosas que yo he puesto en vuestras manos por el poder de mi Espíritu; santificaos y seréis investidos con poder, para que podáis impartir como yo he hablado” (D. y C. 43:15-16).

La ordenanza a la cual se refiere el versículo citado, abarca exactamente un lavamiento ritual y la unción con aceite, significando que el participante desea consagrar conjuntamente alma y cuerpo al servicio del Señor. En la dedicación del Templo de Kirtland, José Smith oró así: “Dejad que la unción de Tus ministros sea sellada sobre ellos con poder de lo alto. Deja que se cumpla sobre ellos, tal como sobre aquellos en el día de Pentecostés; deja que el don de lenguas sea derramado sobre tu pueblo, aún lenguas partidas de fuego y por lo tanto de interpretación… Pon sobre mis siervos el testimonio del convenio, para que cuando salgan y proclamen tu palabra puedan cumplir la ley” (D. y C. 109:35-38).

La ordenanza de administrar a los enfermos también está asociada con la unción con aceite, Aprendemos en el Nuevo Testamento que los misioneros en los días de Cristo “ungieron con aceite a muchos que estaban enfermos, y los sanaban” (Marcos 6:13). La persona enferma ha sido aconsejada de llamar a “los élderes de la Iglesia, y dejarles orar sobre él, ungiéndolo con aceite en el nombre del Señor”. Entonces viene la promesa de que “la oración de fe sanará a los enfermos, y el Señor los levantará; y si han pecado, serán perdonados” (Santiago 5:14-15). Tal ha sido siempre el orden en la casa de fe (ver D. y C. 42:44). Así como en otros rituales que involucran el derramamiento de aceite consagrado y dedicado para la bendición de los Santos, el ritual de administrar a los enfermos también representa el derramamiento del Espíritu.

Antiguamente, la unción era un símbolo de prosperidad, y traía como consecuencia, un sentimiento de gozo (Salmos 104:15). En este caso la unción es descripta figuradamente como la unción “con el óleo del gozo” (Salmos 45:7; Hebreos 1:9) u “óleo de la alegría” (Isaías 61:3). Es una perfecta expresión simbólica para esta manifestación del Espíritu, el derramamiento del Espíritu Santo.

Un Viento Arrasador y Poderoso

¿De dónde viene el testimonio del Espíritu? En respuesta a tal pregunta, el Salvador dijo: “El viento sopla por doquier y oyes su sonido; más ni sabes de donde viene ni adónde va; así con todo aquel nacido del Espíritu” (Juan 3:8). No podemos ver el viento, solo sus efectos. Sopla en variadas direcciones, ―oímos su sonido, percibimos su presencia en el movimiento de los árboles, lo sentimos empujar nuestras espaldas o azotar nuestras mejillas― pero no podemos verlo. Lo mismo sucede con las operaciones del Espíritu. No podemos verlas. No podemos decir de donde vienen, y no sabemos a dónde nos llevarán; aunque sus efectos son obvios. Por cierto, en hebreo, la palabra espíritu y la palabra viento son idénticas.

En el día de Pentecostés, los Doce se hallaban reunidos en el cuarto superior “y repentinamente, vino un sonido desde el cielo, como un viento arrasador y poderoso, y llenó el lugar en donde estaban sentados y entonces aparecieron ante ellos lenguas separadas como de fuego, que se posaron sobre ellos. Y fueron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en lenguas, pues el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:2-4). En la oración dedicatoria del Templo de Kirtland, el Profeta José Smith oró al mismo Espíritu que se presentó el día de Pentecostés. “Hínchese tu casa con tu gloria, como un viento fuerte e impetuoso” pidió a los cielos (D. y C. 109:37): Su oración no fue ignorada. Leemos: “El Hermano George A. Smith se levantó y comenzó a profetizar, cuando se oyó un ruido, como el sonido de un viento fuerte e impetuoso, que llenó el Templo, y toda la congregación se levantó simultáneamente, siendo movida por un poder invisible; muchos comenzaron a hablar en lenguas y a profetizar; otros tuvieron gloriosas visiones, y yo percibí que el Templo se llenaba de ángeles, lo cual declaré a la congregación. La gente de los alrededores vino corriendo, al escuchar un inusual ruido adentro del Templo y al ver una luz brillante como una columna de fuego posada sobre el mismo, asombrada de lo que sucedía. Estas manifestaciones continuaron hasta que la reunión finalizó, a las 11 pm (Historia de la Iglesia, 2:428).

Conclusión

Los símbolos ayudan a compensar la imperfección de las palabras. Nos ayudan a ampliar la percepción y sentir la naturaleza, propósito y forma en la cual el tercer miembro de la Deidad enseña y testifica de las verdades del cielo. Por eso la gracia, la paz y la gentileza del Espíritu lo hace similar a una paloma; y los susurros del Espíritu Santo son como el soplido del viento, que oímos pero no vemos, y su ardiente presencia puede dar calor a nuestras almas y aún arder como el fuego dentro nuestro. Para los antiguos, el “Espíritu Santo” era el “óleo de alegría” de los atribulados, “investidura de alabanzas para el espíritu angustiado” (Isaías 61:3), y “óleo de gozo” para los que han’ amado la justicia y odiado la iniquidad (Salmos 45:7). Es el santo aceite de la unción, el derramamiento del Espíritu, por el cual tomamos sobre nosotros el nombre de Cristo. “Y nuevamente les digo, todas las cosas deben ser hechas en el nombre de Cristo; cualquier cosa que hagáis en el Espíritu” (D. y C. 46:31).

→ 8. El Consolador

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