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El Consolador
Más el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo he dicho. ―Juan 14:26
Mientras el Salvador ministraba entre los mortales, los Santos tuvieron la oportunidad de regocijarse en su amor y entibiarse en su luz. Seguramente no hubo sentimiento más estable y seguro que el poder gozar de la compañía del Creador del cielo y de la tierra, mientras moraba en la carne. Por eso, cuando su ministerio galileo llegaba al final, prometió a sus devotos discípulos que enviaría a otro en su lugar para ayudarlos durante su ausencia. “Si me amáis”, dijo, “guardad mis mandamientos. Y yo oraré al Padre, y Él os dará otro Consolador, que permanecerá con vosotros para siempre; aún el espíritu de la verdad” (Juan 14:1516).
Este fue un don conocido por los antiguos y gozado por los Santos primeros. Ciertamente no hay palabra que pueda ser utilizada en forma más significativa de la obra del Espíritu Santo que Consolador. Este miembro de la Deidad es enviado por el Padre y por el Hijo para dar consuelo, aliviar cargas, mitigar dolores, dar fuerzas en los tiempos difíciles y enseñar cosas gloriosas e inmortales. Es el ayudante, el sanador, el abogado y mensajero del Padre y del Hijo. Y debido a que “el Consolador conoce todas las cosas” (D. y C. 42:17; 35:19), “nos guiará a la verdad… y nos mostrará las cosas por venir” (Juan 16:13)
El Consuelo de la Pureza Personal
La mayor carga que un hombre o una mujer pueden llevar en esta vida es la del pecado. El pecado enajena. El pecado aliena. Si permitimos que permanezca y no nos arrepentimos, nos conduce a la desesperación y a la dispersión (Moroni 10:22). Efectivamente, uno de los mayores consuelos de esta vida es la seguridad de que nuestros pecados han sido perdonados, que nosotros hemos sido perdonados. El Presidente Harold B. Lee declaró: “Los más grandes milagros que veo hoy en día no son necesariamente las curaciones de cuerpos enfermos, sino la curación de almas enfermas, de aquellos que están enfermos en alma y espíritu, y están angustiados y atribulados” (Conference Report, Abril 1973, p.178)
Oscar McConkie escribió: “Los hombres están preparados para la salvación, por la remisión de los pecados. Y ellos serán consolados cuando no estén más bajo la atadura del pecado. El Espíritu Santo consuela a todos los que aman a Dios y son limpiados del pecado. Todos los otros son inconsolables”. Continuando, observó:
Los poderes sumados del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo consuelan indefectiblemente a quien los recibe. Pero el Espíritu Santo está especialmente ordenado para consolar a los fieles y darles la seguridad del perdón de sus transgresiones. Debido a Cristo, el Padre absuelve a los que se arrepienten de sus pecados, y este conocimiento es el que brinda más consuelo que todo otro conocimiento. Y el Espíritu Santo ensancha sus mentes, las llena de verdad y preserva sus propósitos dignos. El Hijo ve cada pena en el justo y lo sana, pero no enviará el Espíritu Santo a cualquiera que gangrene su carne con iniquidad, o que promueva cualquier mortificación de su fuerza, por Cristo los arrepentidos son lavados por el Espíritu Santo, el cual destruye todos sus temores, lava toda iniquidad de ellos y les da seguridad de salvación, lo cual constituye el mayor consuelo que Dios puede brindarles. (The Holy Ghost Pp.61-63).
No obstante que es cierto que los pecados y la iniquidad se remiten por la sangre de Cristo, a través de la preciosa sangre del “Cordero sacrificado desde la fundación del mundo” (Apocalipsis 13:8; Moisés 7:47), el Espíritu Santo es el medio por el cual nos llega la remisión de los pecados y el consuelo. Nefi exhortó a la humanidad a seguir el ejemplo del Señor y Maestro y entrar en las aguas del bautismo para cumplir con el mandamiento del Padre. “En todo lugar”, aconsejó, “haced las cosas que os he dicho que he visto hacer a vuestro Señor y Redentor; porque por esta causa me han sido mostradas, para que puedan ser la puerta por donde podéis entrar. Porque la puerta por la cual deberéis entrar es el arrepentimiento y el bautismo por agua; y entonces viene la remisión de vuestros pecados por fuego y por el Espíritu Santo” (2 Nefi 31:17). Moroni explicó que en la Iglesia de Cristo “ninguno sería recibido en el bautismo salvo que hubiese tomado sobre sí el nombre de Cristo, tomando la determinación de servirlo hasta el fin. Y después de haber sido recibido en el bautismo, y haber sido limpiados por el poder del Espíritu Santo, será contado entre los miembros de la Iglesia del Señor ―de Cristo―” (Moroni 6:3-4. Comparar con 3 Nefi 12:2).
Hay dos bautismos, el bautismo del agua y el bautismo de fuego o del Espíritu Santo. Ambos son requeridos para la remisión de los pecados; ambos son esenciales para la salvación (Ver D. y C. 76:52). El bautismo de agua solamente, no limpiará al penitente, pues es absolutamente necesario que la escoria y la inmundicia sean quemadas por el fuego del Espíritu. “Podéis bautizar tanto una bolsa de arena, como un hombre”, explicó José Smith, “si no lo hacéis teniendo en cuenta la remisión de los pecados y la obtención del Espíritu Santo. El bautismo por agua es solo la mitad del bautismo, y no sirve de nada sin la otra mitad ―o sea el bautismo del Espíritu Santo.” (Enseñanzas del Profeta José Smith). “Los pecados son remitidos”, ha escrito Élder Bruce McConkie, “no en las aguas del bautismo, hablando figurativamente, sino cuando recibimos el Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo de Dios que borra la carnalidad y nos lleva a un estado de justicia. Nos volvemos limpios cuando efectivamente recibimos la compañía y camaradería del Espíritu Santo. Es entonces cuando el pecado, la inmundicia y la iniquidad son quemados de nuestras almas como por fuego. El bautismo del Espíritu Santo es el bautismo de fuego” (A New Witness for The Articles of Faith, p.290; ver también p.239).
Mormón escribió acerca de una experiencia del Rey Benjamín, que provee una pauta por la cual los Santos de todas las épocas pueden saber si sus pecados han sido perdonados. Después que Benjamín hace un relato de su reino y ministerio, convoca a su pueblo al noble servicio de sus semejantes; luego que hubo hablado las palabras que le indicara un ángel, testificó de la venida del Señor Omnipotente para mediar por los pecados del mundo; luego de haber enseñado con fervor y convicción que el hombre natural es enemigo de Dios y debe ser apartado por medio del luto piadoso y el sincero arrepentimiento, el pueblo entonces, sobrecogido por el poder y la significancia del mensaje, cayó al suelo, “porque el temor del Señor había caído sobre ellos” y se habían visto a sí mismos en su estado carnal, aún menos que el polvo de la tierra”. Posteriormente, “gritaron fuertemente con una voz diciendo: Oh, ten piedad, y aplica la sangre expiatoria de Cristo” (Mosiah 4:1-3).
Cuando los pecados de una persona han sido perdonados, el recuerdo doloroso de la ofensa comienza a desaparecer, y también la espantosa soledad que sigue al despertar al pecado. El Espíritu Santo no puede morar en un tabernáculo impuro (1 Corintios 3:16-17; ver también Alma 11:37; 3 Nefi 27:19). Una persona que comience nuevamente a disfrutar la influencia y los dones del Espíritu ―una influencia que los Santos atesoran y cuya pérdida es dolorosa y amarga― puede estar segura de que ha dejado de ser impura. El Consolador reprueba el pecado. Tal proceso lleva al gozo, a aquella “paz de la conciencia” asociada con el conocimiento de que el Señor no tiene más presente el pecado (D. y C. 58:42)
El Consuelo de la Perspectiva
El Espíritu Santo, como tercer miembro de la Deidad, posee los atributos de Dios, y como tal habla y actúa en nombre del Padre y del Hijo. Recibir la palabra del Espíritu es recibir la palabra del Padre. Ganar la guía del Espíritu es ganar la mente de Cristo. “Este Espíritu es perfecto. Por lo tanto, todo lo que hace es perfecto, y sus enseñanzas son perfectas… (El) está junto a los hombres en lugar de Dios, instruyéndolos de acuerdo a los deseos del Padre” (Oscar McConkie, The Holy Ghost, p.76). Uno de los roles del Espíritu Santo es proveer a los hombres de la perspectiva de Dios, la visión de las cosas tal como realmente son, la visión de la vida y la muerte desde más alto.
“La realidad más inflexible de la vida es la muerte. La muerte es un asunto que paraliza y aterroriza los corazones de muchos hombres. Es algo que tememos, que nos atemoriza verdaderamente, y de lo que muchos escaparíamos si pudiésemos… Los más fríos inviernos de la vida pueden hallarnos caminando solos. Durante estas oscuras y frías estaciones de soledad, nos arropamos con la protectora vestidura de la fe, y su perspectiva, y nos calentamos con recuerdos preciosos. Así nos movemos, buscando siempre ver las cosas de la misma manera que Dios las ve” (Robert Millet & J. McConkie, The Life Beyond, pp.14-15). Quizás no hay otro tiempo en el cual necesitemos y busquemos el consuelo del Espíritu más intensamente, que en el tiempo de perder un ser querido. Mediante el poder del Espíritu, con el tiempo, el dolor de la pérdida personal comienza a desvanecerse, con el descubrimiento de que el ser amado continúa viviendo en otra esfera de existencia más allá del velo; que la vida, el trabajo y el amor son eternos; y que esa reunión es una realidad, aunque postergada, definitiva. “Es precioso a la vista del Señor”, declara el salmista, “es la muerte de los Santos” (Salmos 116:15). La “paz… que supera todo entendimiento” (Filipenses 4:7) está más allá de la comprensión limitada del hombre, una paz que trasciende la capacidad mortal para comprender o consentir. Es de Dios.
Vivir en tiempos problemáticos y corruptos puede llevar a algunos a la dispersión. Otros podrán concluir que no se puede hacer mucho para reformar un mundo corrupto, y por consiguiente sentirán amargura y enojo hacia aquellos que traen hedor y manchas sobre la humanidad. Aquellos Santos que buscan la influencia del Espíritu Santo tomarán, sin embargo, diferente curso. Ellos llegarán a ver el mundo tal como Dios lo ve. Una experiencia en la vida de Alma hijo ilustrará lo que generalmente sucede a aquellos que se abren a las sugerencias del Espíritu.
Habiendo sido testigo de la vergüenza, la hipocresía y el egoísmo de los Zoroamitas, mientras se dirigían a la cumbre del Rameumpton y cumplían con sus oraciones, Alma y sus compañeros de misión estaban “asombrados más allá de toda medida”. Cuando Alma presenció estas cosas, “su corazón estaba apenado; porque vio que ellos eran personas inicuas y perversas”. El entonces clama a Dios en poderosa oración: “¿Oh, cuanto más, oh Señor, soportarás que tus siervos moren aquí en la carne, para realizar tan grandes iniquidades entre los hijos de los hombres?… Oh, Señor”, Alma suplicó, “dame fuerzas para que pueda soportar mis debilidades. Porque… tal iniquidad entre esta gente acongoja mi corazón. Oh, Señor”, continuó, ―y prestemos atención ahora a su petición a Dios― “mi corazón está excesivamente apenado; consuela mi alma en Cristo”. Alma entonces oró fervientemente por el mismo consuelo para sus compañeros: “Oh, Señor”, pidió, “consuela sus almas en Cristo”.
No obstante, el deseo de Alma por el bienestar de los Zoroamitas sobrepasaba su aborrecimiento por sus pecados. El solicitaba que el Señor le concediera a él y a sus compañeros éxito en convertir a los Zoroamitas. En este punto observamos una maravillosa transformación en su oración, transformación nacida del Espíritu: “Oh, Señor, sus almas son preciosas, y muchos de ellos son nuestros hermanos; por lo tanto danos, oh Señor, poder y sabiduría para que pueda traer a éstos, nuestros hermanos, nuevamente ante Tí” (Alma 31:19-35). “Qué diferencia”, enseñó el Presidente Harold B. Lee, “si nosotros realmente sintiéramos nuestra relación con Dios, nuestro Padre Celestial; nuestra relación con Jesucristo, nuestro Salvador y Hermano Mayor; y nuestra relación con cada uno de nuestros semejantes” (Conference Report Octubre 1973, p.9). Tal es el entendimiento que nos llega por el poder, y a través del don del Espíritu Santo.
Como Santos de los Últimos Días, en un momento u otro, todos somos desafiados por preguntas acerca de asuntos pertenecientes a nuestra historia o a nuestra teología. En tales casos haremos bien en usar los poderes del Consolador ―ganar la seguridad cuando las preguntas no sean contestadas a nuestra satisfacción, cuando las dudas permanecen, y cuando las dificultades necesitan ser superadas por un tiempo―. El testigo de esta obra ―la vitalidad y la veracidad de la restauración― es fundamental y básica para nuestra paz. Tal testimonio puede llegar a todo miembro de la Iglesia y servirle de ancla en aguas borrascosas. Nadie sugiere seguir ciegamente la dirección de los Apóstoles y de los Profetas. Todos son alentados a buscar una fe inquebrantable; haciéndolo se tornan mejores abogados en la causa de la fe.
Pero, generalmente, adquirir tal testimonio lleva tiempo. Los Santos que aprenden a convivir sabiamente con sus dudas, se mueven hacia adelante ‘en paciencia y fe” (D. y C. 21:5), buscando siempre el silencioso descanso del Espíritu, el cual deviene eventualmente en una firme convicción de la verdad (ver José Smith, Gospel Doctrine, pp.58, 126). A su debido tiempo el pueblo de Dios llega a saber, por el poder del Espíritu Santo, quienes son, de donde vienen y porqué están aquí. El Presidente Brigham Young enseñó:
El Espíritu Santo toma del Padre y del Hijo y lo muestra a sus discípulos (ver Juan 16:13-15). Les muestra las cosas pasadas, presentes y por venir. Abre la visión de sus mentes, les descubre tesoros de sabiduría y ellos comienzan a comprender las cosas de Dios… Se comprenden a sí mismos y comprenden el grandioso objetivo de su existencia. También comprenden los designios de los inicuos y los designios de aquellos que los sirven; comprenden los propósitos del Todopoderoso al formar la tierra y poner a la humanidad sobre ella, y el propósito final de Sus creaciones. Los conduce a beber de la fuente de sabiduría eterna, justicia y verdad; crecen en gracia, y en el conocimiento de la verdad tal como es en Jesucristo, hasta que ven tal como son vistos y conocen tal como son conocidos (Journal of Discourses 1:241)
El Consuelo de Conocer lo que Pacifica
En una revelación dada a Edward Partridge luego de su bautismo, el Señor dijo: “Pondré mi mano sobre tí por la mano de mi siervo Sidney Rigdon, y recibirás mi espíritu, el Espíritu Santo, aún el Consolador, quien te enseñará las cosas apacibles del reino” (D. y C. 36:2). También llegó la voz de Jehová a James Covill: “De cierto te digo, que él que no recibe mi evangelio, tampoco me recibe. Y este es mi evangelio. Arrepentimiento y bautismo en el agua, tras lo cual viene el bautismo del Consolador, el cual manifiesta todas las cosas y enseña las cosas apacibles del reino (D. y C. 39:5-6).
Las cosas apacibles del reino son cosas pertenecientes al reino espiritual. Cosas que solo pueden ser conocidas y comprendidas por revelación. Son los misterios de Dios, aquellas verdades sagradas desconocidas e incomprensibles para el descarriado y el mundano. Ellas traen paz a los fieles y confusión a los escépticos. Las cosas apacibles del reino son percepciones e impresiones que destilan alegría sobre las almas de los justos, percepciones sagradas que, por otra parte, están relegadas por la sabiduría del mundo o no reconocidas en el ámbito de la necedad… “Si pides”, se nos ha prometido, “recibirás revelación tras revelación, conocimiento tras conocimiento, para que puedas conocer los misterios y las cosas apacibles -aquellas que traen gozo, que traen vida eterna” (D. y C. 42:16). Recibir las cosas apacibles del reino es recibir el testimonio del “registro de los cielos; el Consolador; las cosas apacibles de la gloria inmortal; la verdad de todas las cosas; aquello que aviva todas las cosas; que les da vida; que conoce todas las cosas y tiene todo poder, de acuerdo con la sabiduría, la misericordia, la verdad, la justicia y el juicio” (Moisés 6:61). Conocer las cosas apacibles es conocer las cosas de Dios.
Poseer la mente de Dios es particularmente importante cuando oramos. La oración correcta es dirigida al Padre, en el nombre de Jesucristo, por el poder del Espíritu Santo. “Detengámonos y considerémoslo. Vamos a orar en el nombre de Jesucristo. ¿Qué significa? ¿No es lo mismo que con los milagros, las ordenanzas, las profecías y la predicación? Todo está hecho en su nombre. Cuando oramos en el nombre de Cristo, entre otras cosas, nos ponemos en su lugar y condición. Decimos las palabras que El diría, debido a que nuestras oraciones, cuando siguen las pautas divinas, son dichas por el poder del Espíritu Santo. Y debido a que son dichas en el nombre del Bendito Jesús, nuestras palabras se vuelven Sus palabras; ellas son las que El diría en la misma ocasión” (Robert L. Millet y Joseph Fielding McConkie, In His Holy Name, p.56).
Aquellos que buscan purificar sus corazones delante de Dios; los que evitan la mera apariencia del mal; que buscan con todas sus fuerzas elevarse por sobre lo carnal y lo sensual; quienes se entregan en oración ferviente y devotamente, tales personas hallan que, en ocasiones, sus palabras superan sus pensamientos; descubren que las palabras de sus peticiones les han sido dictadas desde lo alto. “El que pide en el Espíritu, pide de acuerdo a la voluntad de Dios; por lo tanto, es hecho conforme a lo que pide” (D. y C. 46:30). “Y si sois purificados y limpiados de todo pecado”, dijo el Señor, “pediréis cuanto quisiereis en el nombre de Jesús y se cumplirá. Más sabed esto, que os será indicado lo que debéis pedir” (D. y C. 5:29-30). Pablo también enseñó que “el Espíritu también nos asiste en nuestras debilidades; porque no sabemos por qué debemos orar, sino que debemos orar; pero el Espíritu intercede por nosotros de manera que no puede ser expresada; y aquel que busca los corazones ―o sea Cristo, quien envía el Consolador― sabe que es la mente del Espíritu, porque intercede por los Santos, de acuerdo a la voluntad de Dios” (Romanos 8:26-27; Enseñanzas del Profeta José Smith). Ciertamente, el Espíritu Santo nos enseña no sólo que debemos orar, sino cómo orar y para qué. (ver 2 Nefi 32:8-9).
Esta, por supuesto, es la llave para que nuestras oraciones sean contestadas. Así Cristo puede concedernos la trascendente promesa hecha a Nefi, hijo de Helamán: “Y porque has hecho esto tan incansablemente, he aquí, te bendeciré para siempre; y te haré poderoso en palabra y en acción, en fe y en obras; sí, al grado de que todas las cosas te serán hechas según tus palabras, porque tú no pedirás lo que sea contrario a mi voluntad” (Helamán 10:5). Cuando Jesús estaba entre los Nefitas en América, ordenó a sus Apóstoles orar “Y aconteció que…no multiplicaban muchas palabras porque les era manifestado lo que debían pedir, y estaban llenos de anhelo” (3 Nefi 19-24). Tal oración resulta más que peticionaria; se vuelve instructiva y revelatoria en su área; aprendemos de lo que expresamos. “Cuando hemos trabajado arduamente por años”, explicó Brigham Young, “aprendemos este hecho simple: Si nuestros corazones están en lo justo, y continuamos siendo obedientes, sirviendo a Dios y orando, el espíritu de revelación vendrá sobre nosotros como una lluvia de agua de vida eterna” (Journal of Discourses, 12:103). Además, el Presidente Young aconsejó: “Dejad a todas las personas que sean fervientes en sus oraciones, hasta que sepan las cosas de Dios por sí mismos” (Journal of Discourses 9:150)
El Consuelo de la Esperanza y el Amor Perfecto
La esperanza arde brillantemente en los corazones de los fieles. Es una virtud y un atributo divino. Aquellos que no conocen a Dios, o sus caminos, y les es presentada la verdad por un siervo del Señor, comienzan su jornada de fe con esperanza. Esperan que lo que les ha sido presentado sea cierto; que haya un Redentor y un Señor; un plan divino creado para la salvación de los hijos de Dios. Ellos ―los investigadores― reciben el bautismo en el agua y en el Espíritu, y crecen en dones espirituales desde un nivel al siguiente superior. Su esperanza inicial en un Salvador y por poder apartarse de la alienación en que habían vivido queda en el pasado, y es reemplazada por una nueva esperanza, la bendita esperanza de llegar a la vida eterna por medió de Cristo. “El hombre debe esperar”, nos recuerda Moroni, “o no recibirá la herencia en el sitio que el Señor ha preparado para los obedientes” (Éter 12:32). “¿Y qué debemos esperar?” Moroni preguntó más tarde, “Debéis tener esperanza en que, por medio de la expiación de Cristo y el poder de su resurrección, seréis resucitados a la vida eterna” (Moroni 7:41). Tal esperanza es acunada en los corazones y las mentes de los fieles, y es nacida del Espíritu, el Consolador.
“El primer fruto del arrepentimiento es el bautismo”, Moroni enseñó, “y el bautismo viene por la fe en el cumplimiento de los mandamientos; y el cumplimiento de los mandamientos trae la remisión de los pecados; y la remisión de los pecados trae misericordia y sencillez de corazón; y por causa de la misericordia y la sencillez de corazón viene la visitación del Espíritu Santo, el Consolador lleno de esperanza y amor perfecto, el cual perdura por la diligencia en la oración, hasta que venga el fin, cuando todos los Santos morarán con Dios” (Moroni 8:25-26). El amor perfecto, la caridad, el puro amor de Cristo, (Moroni 7:47), viene a los hombres y mujeres como un don de Dios por el Consolador. Poseer caridad es estar motivado por un poder celestial, es ser llevado por un espíritu sublime que no tiene contraparte en la tierra. Estar lleno de caridad, ―don que nos llega del Espíritu por medio de la oración diligente y perseverancia en la rectitud (Moroni 7:48)― es amar puramente, como lo hace Cristo, así como amar a Cristo puramente. Es un don que provee propósito, profundidad y perpetuidad a las relaciones, enriqueciendo el significado de la vida.
Aquellos llenos de caridad sirven con su mira puesta en la gloria de Dios; trabajan para el bienestar de Sión (2 Nefi 26:30-31); son desinteresados en su servicio y están listos para soportar, creer y perseverar en todas las cosas por la causa de la verdad y el bienestar de sus semejantes (ver Moroni 7:45; 1 Corintios 13:4-7). Aquellos sobre los cuales el Consolador derrama el don de la caridad están cimentados en esa esperanza, y esa convicción es la que los ayuda a enfrentar las tormentas de la adversidad y la tentación. Enfrentan las aflicciones con madurez y con la trascendente visión que les permite servir a Dios en todas las dificultades. “Muchos de nosotros”, explicó José Smith, “hemos ido a enfrentar el mal por mandato del Señor, y hemos obtenido bendiciones indescriptibles, por las cuales nuestros nombres están sellados en el Libro de la Vida del Cordero, pues así lo ha dicho el Señor”. Por lo tanto, destacando la importancia de sentir durante nuestra vida aquella calidad de amor otorgada por el Consolador, el Profeta enseñó que “hasta que tengamos perfecto amor estamos en peligro de caer, y cuando tenemos un testimonio de que nuestros nombres están sellados en el Libro de la Vida del Cordero, tendremos el perfecto amor, y los falsos Cristos no podrán engañarnos” (Enseñanzas del Profeta José Smith). Los Santos de todas las épocas fueron instruidos para cubrirse con el vínculo de la caridad “como un manto, que es el vínculo de la perfección y de la paz” (D. Y C.88:125; Colosenses 3:14).
Abreviando lo expuesto, el Consolador, quien es el Espíritu Santo, conduce a los hombres hacia la verdad y brinda aquella calidad de vida ―aquella felicidad― que es el objetivo y el destino de nuestra existencia (Enseñanzas del Profeta José Smith). Un joven élder habló elocuentemente acerca de las ministraciones del Espíritu, y del consuelo, la paz y el poder que pueden llegar a ser nuestros por medio de este don celestial. “En determinado momento de la vida de este élder”, cuenta, “cuando estaba realizando un verdadero esfuerzo por sobreponerse a sus debilidades y cumplir con ciertos deberes que le eran requeridos, en un estado de preocupación y pena, tuvo una experiencia que quizás podría clasificarse como una visión, o un sueño, y ocurrió durante su descanso en la quietud de la noche.”
“Se veía a sí mismo de rodillas con el rostro vuelto hacia los cielos como si estuviese orando. Gradualmente lo envolvió un sentimiento de calmo contentamiento, un olvido de las preocupaciones y el desapercibimiento de su entorno mortal. Este sentimiento de satisfacción comenzó a aumentar hasta llegar a ser de felicidad, hasta que su alma fue envuelta por una felicidad exquisita, como la que nunca había experimentado, aún en sus momentos más favorables.
Había surgido dentro de su mente, poseyendo y avivando su corazón, un sentido de suprema plenitud. Era como si cada deseo justo le fuese concedido; cada cosa buena pretendida en la vida le fuese otorgada; era la plenitud de realización superando su naturaleza.
Parecía que un calor, a través de todo su cuerpo, lo llenaba de una tibieza celestial…”
En callada meditación sobre lo que le había ocurrido, llegó a la lógica conclusión de que, por un breve lapso, le fue permitido probar -mediante el poder del Espíritu Santo- la felicidad celestial. Y una explicación un poco más amplia halló en la escritura que dice que un hombre no puede ver ni oír, ni entender, todo lo que abarcan las bendiciones de Dios. (Improvement Era, Junio 1905, pp.623-624)
Conclusión
Un padre amoroso no nos exige atravesar solos las sendas de la mortalidad. Él ha provisto un don invaluable ―la compañía del Espíritu Santo― el Consolador. Es el Consolador el que es “derramado sobre los hombres para dar revelación de Jesucristo” (D. y C. 90:11); más específicamente, es “el Consolador, quien manifiesta que Jesús fue crucificado por los pecadores, por los pecados del mundo” (D. y C. 21:9). Es el Consolador quien “conoce todas las cosas y da testimonio del Padre y del Hijo” (D. y C. 42:17). Es el Consolador quien brinda paz a los acongojados, provee sostén y ayuda a los desconsolados y a los tambaleantes. Es el consolador quien provee una visión más elevada, esperanza en tiempos de prueba, revelación y guía divinas en los momentos críticos de nuestra vida. Dios está agradecido por la obra y el ministerio del Espíritu Santo, nuestro Consolador.
→ 9. Nuevo Nacimiento
























