Conferencia General Octubre 1965
La Responsabilidad del
Sacerdocio de Melquisedec

por el Élder Theodore M. Burton
Asistente del Consejo de los Doce Apóstoles
Mis hermanos en el sacerdocio: Estoy agradecido por este privilegio de dirigirme a ustedes esta noche.
Responsabilidades de los Hombres que Poseen el Sacerdocio
La Primera Presidencia me ha pedido que hable con ustedes sobre la responsabilidad de los poseedores del Sacerdocio de Melquisedec. Según entiendo el evangelio, esa responsabilidad proviene de nuestra relación con Jesucristo. Sin embargo, es con Dios el Padre Eterno con quien se hace el convenio del Sacerdocio de Melquisedec, y con él debemos cumplir ese convenio. Es el llamamiento más sagrado y el poder más grande que Dios el Padre Eterno ha dado al hombre, y temo que muchos de nosotros no comprendemos plenamente la gran responsabilidad y confianza que este llamamiento coloca sobre nuestros hombros cuando hacemos el convenio de convertirnos en los elegidos de Dios.
Quienes recibimos este sacerdocio, según las palabras de Jesucristo: «… nos convertimos en los hijos de Moisés y de Aarón y la simiente de Abraham, y la iglesia y el reino, y los elegidos de Dios. Y también todos los que reciben este sacerdocio me reciben a mí, dice el Señor; porque el que recibe a mis siervos me recibe a mí; y el que me recibe a mí recibe a mi Padre; y el que recibe a mi Padre recibe el reino de mi Padre; por tanto, todo lo que mi Padre tiene le será dado a él. Y esto es conforme al juramento y convenio que pertenece al sacerdocio. Por tanto, todos los que reciben el sacerdocio reciben este juramento y convenio de mi Padre, el cual él no puede quebrantar, ni puede ser movido» (D. y C. 84:34-40).
Es difícil que pase una conferencia sin que se lea esta maravillosa escritura, y aun así algunos de nosotros no logramos entender su gran significado.
El Nuevo Convenio
Como primer paso en el nuevo y sempiterno convenio, nacemos de nuevo en la familia de Dios el Padre Eterno. ¿Pero cómo? Recordemos que, aunque todos éramos hijos espirituales de Dios el Padre, él tuvo solo un Hijo en la carne, quien nació en esta tierra, tomando sobre sí carne y huesos y llevando en sí la semilla de la inmortalidad, pues en verdad era Jesucristo el Redentor, el Ungido, el Unigénito Hijo de Dios en la carne. Jesucristo guardó el convenio hecho con Dios el Padre Eterno y se convirtió en el Gran Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec.
Porque cumplió la plenitud del convenio como un Hombre perfecto, un Hijo de Dios obediente, y tenía la semilla de la inmortalidad dentro de su cuerpo, se convirtió en las primicias de la resurrección (1 Cor. 15:20) para vivir para siempre con ese cuerpo de carne y huesos y sentarse a la diestra del Padre. A través del convenio del bautismo, llamado el renacimiento, renacemos en la familia de Dios a través de los mismos tres elementos por los cuales nacimos en este mundo.
A Adán se le dijo que enseñara estas cosas a sus hijos: «Que a causa de la transgresión viene la caída, la cual caída trae la muerte; y en tanto que habéis nacido al mundo por agua, y sangre y el espíritu, los cuales he hecho, y así del polvo llegasteis a ser un alma viviente, así también debéis nacer de nuevo al reino de los cielos, de agua, y del Espíritu, y ser limpiados por sangre, aun la sangre de mi Unigénito; para que seáis santificados de todo pecado y gocéis de las palabras de vida eterna en este mundo, y vida eterna en el mundo venidero, aun gloria inmortal; porque por el agua guardáis el mandamiento; por el Espíritu sois justificados, y por la sangre sois santificados; por lo tanto, os es dado morar en vosotros; el registro de los cielos; el Consolador; las cosas pacíficas de la gloria inmortal, la verdad de todas las cosas; aquello que vivifica todas las cosas, que da vida a todas las cosas; aquello que conoce todas las cosas y tiene todo poder según la sabiduría, la misericordia, la verdad, la justicia y el juicio» (Moisés 6:59-61).
Nacimiento en Su Familia
Observen la perfecta comparación, hermanos míos, del nacimiento en este mundo con el nacimiento en la familia de Jesucristo. Así tomamos sobre nosotros el nombre de Jesucristo y nos convertimos en miembros de la familia real. Si esperamos llegar a la presencia de Dios el Padre Eterno en la carne con estos maravillosos cuerpos actuales, que serán purificados y espiritualizados para habitar en la presencia de Dios, solo puede ser a través de Jesucristo, el Unigénito en la carne. Así, a través de Jesucristo, nos convertimos en miembros de la familia de Dios el Padre.
El apóstol Pablo escribió: «Para que ya no seamos niños, fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error; sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo» (Efesios 4:14-15).
No hay otro camino, no hay otro nombre dado por el cual podamos regresar a la presencia de Dios el Padre Eterno, con un cuerpo resucitado de carne y huesos.
Nefi dijo: «… mientras viva el Señor Dios, no se da otro nombre bajo el cielo, sino este Jesucristo, de quien he hablado, mediante el cual el hombre puede ser salvo» (2 Nefi 25:20).
Y Pedro, cuando dio su testimonio, usó estas palabras: «Este es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hechos 4:11-12).
Esta doctrina es tan importante en la comprensión de los profundos principios del evangelio que fue repetida nuevamente en nuestra generación: «He aquí, Jesucristo es el nombre que ha sido dado por el Padre, y no se da otro nombre mediante el cual el hombre pueda ser salvo. Por tanto, todos los hombres deben tomar sobre sí el nombre que ha sido dado por el Padre; pues en ese nombre serán llamados en el día postrero. Por tanto, si no conocen el nombre por el cual son llamados, no podrán tener lugar en el reino de mi Padre» (D. y C. 18:23-25).
Ahora, hermanos, solo he hablado del primer paso en el camino de la progresión que eventualmente nos otorgará la plenitud de las bendiciones que Dios el Padre tiene reservadas para nosotros si estamos dispuestos a pagar el precio adjunto a esas bendiciones. Sigamos, entonces, al siguiente paso en la escalera de la progresión.
Poder de Representación
Una persona que va de viaje otorga un poder de representación a su abogado para que pueda actuar legalmente en su nombre. Con este poder, el abogado puede actuar en nombre de su cliente y realizar y ejecutar sus negocios como si esa persona estuviera presente para hacerlo en persona. Así que Dios nuestro Padre, por la imposición de manos de aquellos que tienen poder para hacerlo, nos ha dado, a sus hijos de confianza en el convenio, el sacerdocio, para hablar en su nombre como si él estuviera aquí en persona. Este es el Sacerdocio de Melquisedec, o «el Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios» (D. y C. 107:3).
Algunos podrían pensar que Dios ha dado demasiado ampliamente este poder del sacerdocio a hombres que no aprecian este llamamiento. Sin embargo, tengo fe en Dios y creo que este sacerdocio se ha dado ampliamente porque hay muchos hombres que ahora viven y han ganado el derecho de recibir ese poder por su fidelidad en el mundo de los espíritus. Ahora se les da este poder para ver si pueden ser confiables con él, para ver si lo apreciarán y lo magnificarán según la grandeza que llevan dentro. Creo que esta vida es un período de prueba para tales personas, para ver si son dignas de ser más engrandecidas en el reino o familia de Dios.
Es difícil para mí expresar la gratitud que siento por la confianza que Dios el Padre ha puesto en nosotros, sus hijos. Me recuerda las palabras de David, quien cantó: «¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?» (Salmos 8:4).
Evidentemente, Dios nuestro Padre tiene una opinión más elevada de nosotros de la que a menudo tenemos de nosotros mismos, pues nos conoce bien desde nuestra vida anterior. Le dijo al profeta Jeremías: «Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué; te di por profeta a las naciones» (Jeremías 1:5).
Abraham reportó: «Ahora bien, el Señor me había mostrado, a mí, Abraham, las inteligencias que fueron organizadas antes de que existiese el mundo; y entre todas éstas había muchas de las nobles y grandes; y Dios vio que estas almas eran buenas, y se hallaba en medio de ellas, y dijo: A estos los haré mis gobernantes; pues se hallaba entre aquellos que eran espíritus, y vio que eran buenos; y me dijo: Abraham, tú eres uno de ellos; fuiste elegido antes de nacer» (Abraham 3:22-23).
El profeta José Smith, al hablar sobre tales asuntos, dijo: «Todo hombre que tiene un llamamiento para ministrar a los habitantes del mundo fue ordenado para ese mismo propósito en el Gran Concilio del cielo antes de que este mundo existiera. Supongo que fui ordenado para este mismo oficio en el Gran Concilio» (DHC, 6:364).
Su Grandeza Entre Nosotros
Estoy seguro, hermanos míos, de que Dios conoce la semilla de grandeza que ha colocado en nosotros, si tan solo nos elevamos a la plena estatura de nuestra hombría. Con esa confianza en nosotros y con fe en que responderíamos a ese llamado, Dios nos ha dado no solo el Sacerdocio Aarónico, sino el Sacerdocio de Melquisedec. El Sacerdocio Aarónico está limitado «… para tener las llaves del ministerio de ángeles, y para administrar en las ordenanzas exteriores, la letra del evangelio» (D. y C. 107:20).
El poder del Sacerdocio de Melquisedec no está tan limitado, pues se ocupa de «… las bendiciones espirituales de la iglesia; para tener el privilegio de recibir los misterios del reino de los cielos, de que se les abran los cielos, de tener comunión con la asamblea general y la iglesia del Primogénito, y de gozar de la comunión y presencia de Dios el Padre, y de Jesucristo, el mediador del nuevo convenio» (D. y C. 107:18-19).
Así entendemos la responsabilidad del Sacerdocio de Melquisedec de hablar en el nombre de Jesucristo, como si él estuviera aquí en persona. ¡Qué gran responsabilidad coloca esa confianza sobre nuestros hombros! Cuando imponemos nuestras manos sobre la cabeza de una persona en el poder del Sacerdocio de Melquisedec, es como si el Señor mismo estuviera realizando esa ordenanza sagrada. Esto fue lo que dijo a Edward Partridge, refiriéndose al poder del sacerdocio que poseía Sidney Rigdon: «Y pondré mi mano sobre ti por la mano de mi siervo Sidney Rigdon, y recibirás mi Espíritu, el Espíritu Santo, aun el Consolador, que te enseñará las cosas pacíficas del reino» (D. y C. 36:2, cursiva añadida).
A los élderes de esta Iglesia se les ha dado el poder de sellamiento, poseído en plenitud por el profeta del Señor, pues los élderes deben sellar una bendición sobre las cabezas de aquellos que están enfermos y pueden reprender la enfermedad y los espíritus malignos según la fe que haya en ellos. No hay límite en el poder de esa fe. Se nos dice que la fe de Enoc era tan grande en el uso de este sacerdocio «… que dirigía al pueblo de Dios, y sus enemigos vinieron a batalla contra ellos; y él habló la palabra del Señor, y la tierra tembló, y las montañas huyeron, aun según su mandato; y los ríos de agua fueron desviados de su curso; y el rugido de los leones se oyó desde el desierto; y todas las naciones temieron grandemente, tan poderoso era el lenguaje de Enoc, y tan grande era el poder del lenguaje que Dios le había dado» (Moisés 7:13).
Hablar la Palabra de Dios
Ahora volvamos a nuestro día. El poder para hablar la palabra de Dios en el nombre de Jesucristo ha sido dado a miles y decenas de miles en la Iglesia hoy. Ese gran poder es hablar en el nombre de Jesucristo, hablar como hijos maduros de Dios, confiados con un poder tan grande que está limitado solo por nuestra fe. Dios tiene una gran fe en nosotros como pueblo para darnos tan ampliamente un poder tan tremendo. Es un poder que solo puede ser utilizado en justicia. No podemos usarlo con poder si no somos justos nosotros mismos. Ahí radica la gran responsabilidad del Sacerdocio de Melquisedec. No podemos hablar ni actuar con poder si no tenemos un testimonio de Jesucristo en cuyo nombre hemos de actuar. Para hablar en el nombre de Dios, debemos ser virtuosos, no hablar ni actuar con dureza hacia nuestras esposas e hijos, ni descuidar nuestras reuniones. Debemos santificar el día de reposo (Éxodo 20:8). No debemos ser avaros ni mezquinos en nuestros tratos comerciales, ni mentir ni engañar a nuestros semejantes. Debemos ser leales a las promesas que hemos hecho en el templo y seguir el consejo que nos da la Primera Presidencia, quienes hablan en el nombre del Señor. Para usar el sacerdocio, debemos magnificarlo guardando nuestra palabra dada de acuerdo con el juramento y convenio del sacerdocio.
No me gusta detenerme en el lado negativo de nuestra responsabilidad en el sacerdocio, pero debo citar la palabra de Dios como una advertencia solemne para nosotros, quienes tenemos esta responsabilidad del sacerdocio sobre nuestros hombros: «Escuchad y oíd, oh pueblo mío, dice el Señor vuestro Dios, vosotros a quienes me complazco en bendecir con las mayores de todas las bendiciones, vosotros que me oís; y a vosotros que no me oís os maldeciré, que habéis profesado mi nombre, con la más pesada de todas las maldiciones» (D. y C. 41:1).
Aunque es bueno saber esto, prefiero enfocarme en las promesas en las palabras de Pedro dirigidas a los hermanos a quienes llamó «… generación escogida, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia» (1 Pedro 2:9-10, cursiva añadida).
Por Su Poder Divino Nos Convertimos en Participantes de la Naturaleza Divina
Como dijo Pedro de Jesucristo: «Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos ha llamado por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia. Y vosotros también, poniendo toda diligencia, añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor. Porque si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» (2 Pedro 1:3-8, cursiva añadida).
Este es mi testimonio sobre la responsabilidad del Sacerdocio de Melquisedec. Consiste en ser leales a quienes presiden sobre nosotros y nos dirigen hacia esfuerzos justos, en ser tiernos, amables y gentiles en el uso del mayor poder que Dios ha dado al hombre.
Ante esta gran responsabilidad del Sacerdocio de Melquisedec, podríamos bien preguntarle a Dios: «¿Qué clase de hombres debemos ser?» Permítanme cerrar con las palabras de Jesús: «Y sabed que juzgaréis a este pueblo, según el juicio que yo os dé, el cual será justo. Por tanto, ¿qué clase de hombres debéis ser? En verdad os digo, así como yo soy» (3 Nefi 27:27).
Doy testimonio de la divinidad de este poder en el nombre de Jesucristo. Amén.
























