Conferencia General de Abril 1962
El Juramento y Convenio que Pertenece al Sacerdocio

por el Élder Marion G. Romney
Del Consejo de los Doce Apóstoles
Mis amados hermanos y hermanas, esta mañana tengo en mente decir algunas cosas sobre “el juramento y convenio que pertenece al sacerdocio” (D. y C. 84:39). La inspiración para estas palabras vino recientemente mientras trabajaba con un comité en el programa para conmemorar el aniversario número 133 de la restauración del Sacerdocio de Melquisedec.
Al escuchar al presidente McKay hablar sobre aquel día, 132 años atrás, cuando seis hombres se reunieron en la casa de Peter Whitmer para organizar la Iglesia, recordé que diez meses antes, el Profeta José Smith y Oliver Cowdery habían recibido de Pedro, Santiago y Juan el poder con el cual organizarían La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Ese poder era el Sacerdocio de Melquisedec, el poder más grande que ha venido a la tierra en cualquier dispensación, el poder que perdurará y controlará los grandes poderes que los hombres están descubriendo actualmente.
Por cierto, aseguro a las madres y esposas que cuando reciban la exaltación por la que los Santos verdaderos se esfuerzan, estarán junto a un poseedor del Sacerdocio de Melquisedec que ha magnificado su llamamiento. Por lo tanto, cualquier cosa que puedan hacer para animar a sus seres queridos a magnificar su sacerdocio les retribuirá mil veces más.
Tradicionalmente, el pueblo de Dios ha sido conocido como un pueblo de convenio. El evangelio mismo es el nuevo y sempiterno convenio. La posteridad de Abraham a través de Isaac y Jacob es la raza de convenio. Venimos a la Iglesia por convenio, que hacemos al entrar en las aguas del bautismo. El nuevo y sempiterno convenio del matrimonio celestial es la puerta hacia la exaltación en el reino celestial. Los hombres reciben el Sacerdocio de Melquisedec mediante un juramento y convenio.
Un convenio es un acuerdo entre dos o más partes. Un juramento es una declaración jurada de la inviolabilidad de las promesas en el acuerdo. En el convenio del sacerdocio, las partes son el Padre y el receptor del sacerdocio. Cada parte en el convenio asume ciertas obligaciones. El receptor se compromete a magnificar su llamamiento en el sacerdocio. El Padre, por medio de juramento y convenio, promete al receptor que si magnifica su sacerdocio, será santificado por el Espíritu hasta la renovación de su cuerpo (véase D. y C. 84:33); que llegará a ser miembro de “la iglesia y reino, y los escogidos de Dios” (D. y C. 84:34) y recibirá el “reino del Padre; por tanto”, dijo el Salvador, “todo lo que mi Padre tiene le será dado” (D. y C. 84:38).
Es de esos, es decir, aquellos que reciben el sacerdocio y lo magnifican, de quienes creo que se escribió lo siguiente: “Estos son aquellos en cuyas manos el Padre ha dado todas las cosas;
Estos son aquellos que son sacerdotes y reyes, que han recibido de su plenitud y de su gloria;
Y son sacerdotes del Altísimo, según el orden… del Hijo Unigénito. Por lo cual, como está escrito, son dioses, aun los hijos de Dios” (D. y C. 76:55-58).
El Padre promete estas bendiciones trascendentes al receptor del Sacerdocio de Melquisedec mediante un juramento y convenio que, dice, “no puede romper, ni puede ser movido” (D. y C. 84:40). Pero estas bendiciones, como ya se ha indicado, no se obtienen solo por la ordenación. La ordenación al sacerdocio es un requisito previo para recibirlas, pero no las garantiza. Para que un hombre las obtenga realmente, debe cumplir fielmente la obligación que se le impone al recibir el sacerdocio; es decir, debe magnificar su llamamiento.
Consideremos por un momento lo que significa magnificar el llamamiento en el sacerdocio. Al hablar a los portadores del sacerdocio en el momento en que se reveló el “juramento y convenio,” el Señor dijo: “He dado a las huestes celestiales y a mis ángeles mandato respecto de vosotros” (D. y C. 84:42, cursivas añadidas). Esto siempre ha sido una declaración extremadamente impresionante y sagrada para mí, pensar que el Señor ha dado a sus ángeles y huestes celestiales mandato sobre aquellos que reciben el sacerdocio.
Luego, dirigiéndose a los élderes, continuó: “Y ahora os doy [a ustedes portadores del sacerdocio] un mandamiento de que os guardéis, de que prestéis cuidadosa atención a las palabras de vida eterna. Porque viviréis de toda palabra que sale de la boca de Dios” (D. y C. 84:43-44).
Cumplir con este mandato permite al portador del sacerdocio recibir las bendiciones y recompensas ofrecidas por el Padre en el “juramento y convenio que pertenece al sacerdocio” (D. y C. 84:39).
La situación de quien recibe el sacerdocio y luego rompe el convenio se explica en estas palabras del Señor: “. . . quien rompa este convenio después de haberlo recibido, y del todo se aparte de él, no tendrá perdón de pecados en este mundo ni en el venidero” (D. y C. 84:41).
Con una penalidad tan severa por romperlo, uno podría cuestionar la conveniencia de aceptar las obligaciones del convenio, al menos hasta leer el versículo que sigue a la declaración de la penalidad. Allí se aprende que aquellos que no reciben el juramento y convenio no están mucho, si es que algo, mejor que aquellos que lo reciben y lo rompen. Porque en ese versículo, el Señor dice: “Y, ¡ay de todos aquellos que no vengan a este sacerdocio que habéis recibido!” (D. y C. 84:42).
Tal es la importancia solemne del “juramento y convenio que pertenece al sacerdocio” (D. y C. 84:39). Pueden leerlo en su totalidad tal como lo dio el Señor en la sección 84 de Doctrina y Convenios, comenzando en el versículo 33 (D. y C. 84:33-42).
Es evidente por esta revelación que la única manera en que un hombre puede hacer el máximo progreso hacia la vida eterna, para la cual está diseñada la mortalidad, es obtener y magnificar el Sacerdocio de Melquisedec. Con la “vida eterna… el mayor de todos los dones de Dios” (D. y C. 14:7) dependiendo de ello, es de suma importancia que tengamos claramente en mente lo que magnificar nuestros llamamientos en el sacerdocio requiere de nosotros. Estoy convencido de que requiere al menos las siguientes tres cosas:
- Que obtengamos un conocimiento del evangelio.
- Que vivamos de acuerdo con los estándares del evangelio en nuestra vida personal.
- Que prestemos servicio dedicado.
En cuanto a la importancia del conocimiento del evangelio, el Profeta José Smith dijo: “Es imposible que un hombre se salve en ignorancia” (D. y C. 131:6). Es evidente que se refería a la ignorancia de las verdades del evangelio, ya que en otra ocasión dijo: “Un hombre se salva conforme adquiere conocimiento; pues si no lo adquiere, será llevado cautivo por algún poder maligno en el otro mundo, ya que los espíritus malignos tendrán más conocimiento, y, en consecuencia, más poder que muchos hombres que están en la tierra. Por lo tanto, necesitamos la revelación para ayudarnos y darnos conocimiento de las cosas de Dios” (DHC 4:588).
No hay otro conocimiento, aparte del conocimiento de las cosas de Dios, que nos salvará. “Debéis crecer en gracia y en el conocimiento de la verdad,” dijo el Señor a los hermanos en los días iniciales de la Iglesia (D. y C. 50:40).
En la revelación dada al presidente Brigham Young en Winter Quarters en enero de 1847, el Señor dijo: “Que el que sea ignorante aprenda sabiduría humillándose y llamando al Señor su Dios, para que se le abran los ojos y pueda ver, y se le abran los oídos para que pueda oír;
Porque mi Espíritu se envía al mundo para iluminar al humilde y contrito, y para la condenación de los impíos” (D. y C. 136:32-33).
Catorce años antes, el Señor había aconsejado a los hermanos de la siguiente manera: “Os doy un mandamiento que continuéis en oración y ayuno desde ahora en adelante.
Y os doy un mandamiento que os enseñéis unos a otros la doctrina del reino.
Enseñad diligentemente, y mi gracia os acompañará, para que seáis instruidos más perfectamente en teoría, en principio, en doctrina, en la ley del evangelio, en todas las cosas que pertenecen al reino de Dios, que sean convenientes que entendáis” (D. y C. 88:76-78).
Una de las mejores maneras de aprender el evangelio es escudriñar las escrituras. Nuestro propósito al instar a todos los poseedores del Sacerdocio de Melquisedec a leer el Libro de Mormón durante 1961 fue que pudieran aprender más sobre el evangelio. Nadie puede estudiar honestamente el Libro de Mormón sin aprender las verdades del evangelio, porque contiene “la plenitud del evangelio de Jesucristo para los gentiles y también para los judíos” (D. y C. 20:9). El Profeta José estaba tan impresionado con él que “dijo a los hermanos que el Libro de Mormón era el libro más correcto de la tierra y la piedra angular de nuestra religión, y que el hombre se acercaría más a Dios al seguir sus preceptos que los de cualquier otro libro” (DHC 4:461).
Me complace informarles que tengo reportes de 332 presidentes de estaca indicando que en sus estacas hubo un total combinado de 59,740 poseedores del Sacerdocio de Melquisedec que leyeron el Libro de Mormón en su totalidad durante 1961. Estoy seguro de que cada uno de estos hombres puede testificar que su conocimiento del evangelio aumentó con su lectura.
Pero aprender el evangelio de los libros no es suficiente. Debe ser vivido por quien quiera magnificar su llamamiento en el sacerdocio. De hecho, adquirir conocimiento del evangelio y vivirlo son interdependientes. Van de la mano. Uno no puede aprender plenamente el evangelio sin vivirlo. El conocimiento del evangelio se adquiere por grados. Uno aprende un poco, obedece lo que aprende; aprende un poco más, obedece eso; y repite este ciclo en un ciclo continuo. Así es como uno puede avanzar hacia un conocimiento completo del evangelio.
Juan, el Amado, dice que así fue como Jesús alcanzó una plenitud. Él escribió: “Y yo, Juan, vi que no recibió de la plenitud al principio, sino que recibió gracia sobre gracia;
Y continuó de gracia en gracia, hasta recibir la plenitud” (D. y C. 93:12-13).
Jesús prescribió el mismo proceso para nosotros con estas palabras: “…si guardáis mis mandamientos, recibiréis de su plenitud, y seréis glorificados en mí, como yo lo soy en el Padre; por tanto, os digo, recibiréis gracia sobre gracia” (D. y C. 93:20).
Y en otra escritura, se nos dice: “Y nadie recibe la plenitud, sino el que guarda sus mandamientos.
El que guarda sus mandamientos recibe verdad y luz, hasta que sea glorificado en la verdad y sepa todas las cosas” (D. y C. 93:27-28).
No puedo entender cómo alguien puede leer estas palabras sin sentir que su corazón se llena de gozo.
Jesús también señala que los mandamientos que debemos guardar están dados en las escrituras, y añade: “Si me amas, me servirás y guardarás todos mis mandamientos” (D. y C. 42:29). Y además: “Al que guarda mis mandamientos, le daré los misterios de mi reino; y en él estará una fuente de agua viva que brota para vida eterna” (D. y C. 63:23).
Muchos de los mandamientos relacionados con nuestra conducta personal se encuentran en la sección 42 de Doctrina y Convenios (D. y C. 42:1-93), que el Profeta José especificó “como comprendiendo la ley de la Iglesia” (D. y C. 42: Encabezado). Todo portador del sacerdocio debería estar familiarizado con esta revelación, así como con las instrucciones dadas en la sección 59 (D. y C. 59:1-24) y en la sección 88, especialmente los versículos del 117 al 126 (D. y C. 88:117-126). De hecho, un portador del sacerdocio con intenciones serias de magnificar su llamamiento y merecer la bendición del “convenio que pertenece al sacerdocio” (D. y C. 84:39) debería estar familiarizado con todas las instrucciones dadas para guiarnos en nuestra conducta personal, tanto aquellas registradas en las escrituras como las que están siendo recibidas actualmente a través de los profetas vivientes. Difícilmente se puede esperar estar fortalecido “contra las asechanzas del diablo” al ponerse “toda la armadura de Dios” (véase Efesios 6:11) si no sabemos qué es esa armadura.
Pero los mandamientos no se limitan a la conducta personal. Ponen sobre cada portador del sacerdocio la responsabilidad estimulante de prestar servicio: servicio en llevar el evangelio restaurado, con todas las bendiciones del sacerdocio, a las personas de la tierra; y servicio en consolar, fortalecer y perfeccionar las vidas de unos y otros y de todos los Santos de Dios.
La naturaleza de este servicio está detallada en las revelaciones y por los profetas vivientes. El peso de esta responsabilidad lo ha puesto el Señor sobre su sacerdocio. Solo puede llevarse a cabo adecuadamente por hombres que están magnificando su sacerdocio; que conocen el evangelio, ajustan sus vidas a sus estándares y dan un servicio dedicado con entusiasmo en el espíritu de la proclamación divina de que “los hombres deben estar ansiosamente comprometidos en una buena causa, y hacer muchas cosas de su propia voluntad, y llevar a cabo mucha rectitud;
Porque el poder está en ellos” (D. y C. 58:27-28).
Estos hombres están magnificando sus llamamientos, y obtendrán las recompensas prometidas por el Señor en el “juramento y convenio que pertenece al sacerdocio” (D. y C. 84:39). Ruego humildemente que cada uno de nosotros se encuentre entre este grupo selecto, en el nombre de Jesucristo. Amén.























