La Expiación de Jesucristo,
el Día del Juicio y Tú
por el Élder Jörg Klebingat
Jörg Klebingat, Setenta Autoridad General de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, pronunció este discurso devocional el 22 de octubre de 2024.
Resumen: Este discurso examina la importancia de la Expiación de Jesucristo y sus implicaciones para el Día del Juicio. El élder Klebingat expone cuatro actitudes hacia este día de rendición de cuentas, instando al arrepentimiento diario y a la obediencia fiel a los mandamientos de Dios. Al destacar el contraste entre la “gracia barata” y la “gracia costosa”, subraya la necesidad de un discipulado sincero y del poder transformador de Cristo. Se alienta a los lectores a construir una relación personal con el Salvador, abrazar el arrepentimiento con gozo y prepararse con confianza para el Día del Juicio al alinear sus vidas con los principios divinos. El discurso enfatiza al Salvador como un Redentor personal y práctico, que guía a los individuos en su jornada espiritual.
Palabras clave: juicio, Expiación de Jesucristo, albedrío, arrepentimiento
La familia Klebingat es fiel seguidora de BYU. Hace años, mi esposa y yo asistíamos juntos a estos devocionales. Y después de enseñar a nuestros tres hijos “el camino por donde deben andar”, cuando crecieron, “no se apartaron de él” (Proverbios 22:6) y también asistieron a BYU. Nuestro hijo menor, Alexander, todavía está aquí hoy.
Recuerdo haberme sentado en este auditorio durante la orientación para nuevos estudiantes cuando el orador nos invitó a mirar con frecuencia la letra Y en la montaña y considerar cuán bendecidos éramos por estar aquí. Yo todavía lo hago.
El Juicio Final
Deseo hablarles hoy acerca de cómo la Expiación de Jesucristo puede darnos confianza para presentarnos ante Dios tanto hoy como en el Día del Juicio. Pero antes de enfocarnos más detalladamente en la vida de este lado del velo, hablemos del Día del Juicio. La mayoría de ustedes sabe lo que se siente el Día del Juicio cuando caminan hacia el centro de exámenes para rendir un parcial para el cual no han estudiado lo suficiente. O cuando su auto, mal estacionado, ha sido inmovilizado por la policía de BYU y su cuenta de Venmo presume de tener $10. Los hermanos saben que el Día del Juicio se hace presente cuando su esposa o su novia seria les pide cinco razones por las que la aman, y se quedan en blanco después de darle solo tres. ¡He estado allí, lo sé por experiencia!
Consideremos ahora nuestro verdadero Día del Juicio—ese momento largamente profetizado y por lo tanto inevitable, anticipado con gozo por algunos y temido por otros—cuando estaremos ante nuestro Creador para ser juzgados por la suma total de todos nuestros pensamientos, palabras, hechos y deseos en relación con el grado de nuestro arrepentimiento sincero y diario.
Existen cuatro actitudes básicas respecto a este juicio final:
Actitud 1. Muchos lo descartan por completo, como quien dice: “cuando un hombre muere, eso es el fin” (Alma 30:18), junto con la conclusión fatalista de que “todo hombre prospera según su propia capacidad” (Alma 30:17). En resumen, haz lo que quieras, disfruta la vida, toma todo lo que puedas, y cuando mueras, se acabó.
Actitud 2. Aceptando la existencia de un ser superior, algunos adoptan una visión bastante deprimente del juicio final, como la expresada por Jonathan Edwards (considerado uno de los más grandes teólogos de principios del siglo XVIII), en la que “el Dios que te sostiene sobre el abismo del infierno, como quien sostiene una araña…, te aborrece…; su ira hacia ti arde como el fuego…; sus ojos son demasiado puros para tolerar tenerte en su presencia.”
Actitud 3. En el extremo opuesto están aquellos del campo de “comamos, bebamos y seamos felices; no obstante, temamos a Dios” (2 Nefi 28:8), con la falsa conclusión de que, en última instancia y como por arte de magia, “todo les saldrá bien” (2 Nefi 28:7), sin importarles ignorar Sus mandamientos.
Actitud 4. Existe un grupo entre los hijos e hijas imperfectos pero esforzados de Dios, que “se regocijan en el día en que [su] cuerpo mortal se vista de inmortalidad, [cuando estén] ante Él… [y] vean su rostro con placer” (Enós 1:27), con plena confianza de que “[Dios] los resucitará en el postrer día para morar con Él en gloria” (Alma 36:28), todo en gozosa anticipación del “agradable tribunal del gran Jehová, el Juez Eterno de vivos y muertos” (Moroni 10:34).
La primera actitud puede descartarse porque en realidad no es una opción. Lo crea alguien o no, llegará el día en que “todos doblarán la rodilla, y toda lengua confesará al que está sentado en el trono para siempre jamás” (Doctrina y Convenios 76:110). Como señaló el élder Neal A. Maxwell:
“[Ya que] un día toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, ¿por qué no hacerlo ahora? Porque cuando llegue ese momento de confesión colectiva, significará mucho menos arrodillarse cuando ya no sea [ni siquiera] posible [permanecer de pie]!”
La segunda actitud no es mucho mejor, ya que refleja un malentendido catastrófico del carácter de Dios al ignorar que el propósito mismo de Su existencia es “llevar a cabo [nuestra] inmortalidad y vida eterna” (Moisés 1:39). Como enseñó Nefi, “[Dios] ama a sus hijos” (1 Nefi 11:17) y “no hace nada a menos que sea para el beneficio del mundo; porque ama al mundo” (2 Nefi 26:24).
La visión extrema de Jonathan Edwards sobre un Dios vengativo es doctrinalmente peor que falsa, tanto que mi esposa me dijo que debería dejarla fuera. Pero la mantuve porque de verdad quería usar mi pequeña araña como recurso visual [mostrando una araña falsa grande]. Afortunadamente, el élder Patrick Kearon nos recordó que “el hermoso plan de nuestro Padre, incluso Su ‘fabuloso’ plan, está diseñado para llevarte a casa, no para dejarte fuera”, y que “Dios te persigue incansablemente”.
La tercera actitud—la filosofía de “comamos, bebamos y seamos felices, pero temamos a Dios un poco”—por otro lado, revela una visión desequilibrada, en la que el amor perfecto de un Padre perfecto por Sus hijos imperfectos, mágicamente, reemplaza Su requerimiento escritural de obedecer Sus leyes y mandamientos. Esta “noción sin fundamento” es lo que el presidente Russell M. Nelson llamó recientemente “una de las mentiras más absurdas del universo”. No reconoce—como he escuchado enseñar muchas veces a mi esposa—que no es el amor de Dios por nosotros lo que está a prueba, sino nuestro amor por Él, sin importar el costo. Como ha enseñado el presidente Dallin H. Oaks sobre este malentendido: “Algunos parecen valorar el amor de Dios por la esperanza de que sea tan grande y tan incondicional que, por misericordia, los exima de obedecer Sus leyes”.
La cuarta actitud, finalmente, es la consecuencia natural y nada sorprendente de todas aquellas almas imperfectas pero esforzadas que aprenden, con el tiempo, a amar al Señor y Su práctica Expiación más que a nada ni a nadie en esta vida. Es la actitud de aquellos que, con el paso del tiempo, “viven por toda palabra que sale de la boca de Dios” (Doctrina y Convenios 98:11) y que “creen todas las palabras que [Él ha] hablado” hasta que ya “no tienen más disposición a obrar mal” (Mosíah 5:2). En resumen, se trata de aquellos que, con el tiempo, progresan desde meras expresiones generales de fe en Cristo hasta una fe en Cristo que conduce a la obediencia y al arrepentimiento (véase Alma 34:15–17).
¿Es posible, entonces, saber hoy, dentro de nosotros mismos y por medio del Espíritu, que nuestras actuales ofrendas y trayectoria espiritual nos conducirán con confianza y certeza al abrazo acogedor de nuestro Padre? ¿O estamos resignados a esperar esa especie de centro de exámenes final, en el que se sumarán todas las exigencias de la justicia en contraste con las entrañas de la misericordia antes de recibir nuestra calificación definitiva?
La verdad es que, sin importar dónde estemos actualmente en la senda del convenio, todos somos débiles, todos hemos caído, y ninguno de nosotros está tan convertido como quisiéramos estar ni somos tan buenos como deseamos o pretendemos ser. Lo sabemos, y sabemos que el Señor también lo sabe.
Entonces, pregunto: “¿Qué pensáis del Cristo?” (Mateo 22:42). Pocos de ustedes, si es que alguno, dudan de Su sacrificio expiatorio ocurrido hace dos mil años, pero ¿con cuánta claridad y especificidad podrían responder a la pregunta de qué es lo que Cristo todavía puede hacer por ustedes hoy y, tan importante como eso, qué están dispuestos a permitirle que haga por ustedes cada día?
“Gracia Costosa”: La Expiación del Salvador
Si son completamente honestos, ¿alguna vez Cristo les parece demasiado lejano, demasiado inaccesible y demasiado impersonal como para pasar de ser una imagen en la pared, una estatua o un nombre en las Escrituras a convertirse en su Salvador personal, práctico y cotidiano?
Veamos si podemos cerrar esta brecha innecesaria repasando lo que sabemos y lo que podemos concluir apropiadamente a partir de las Escrituras y de declaraciones proféticas sobre nuestra relación con el Cristo premortal, y cómo ese conocimiento puede ayudarnos hoy en nuestra relación con Él.
Sabemos “que la familia es central en el plan del Creador para el destino eterno de Sus hijos” y que “en la esfera premortal, [éramos] hijos e hijas espirituales [de Dios]”.
Sabemos que estuvimos “entre los nobles y grandes” (Doctrina y Convenios 138:55; véase Abraham 3:22) y que “recibimos [nuestras] primeras enseñanzas en el mundo de los espíritus” (Doctrina y Convenios 138:56).
Sabemos, como enseñó el presidente Nelson, que “nuestro Padre Celestial ha reservado muchos de Sus espíritus más nobles —quizá, podría decir, Su mejor equipo— para esta fase final. ¡Esos espíritus nobles—esos mejores jugadores, esos héroes—son ustedes!”
Sabemos, como enseñó el élder Neil L. Andersen, que “nuestra identidad individual está grabada en nosotros para siempre. De maneras que no comprendemos del todo, nuestro crecimiento espiritual allá en el mundo premortal influye en quiénes somos aquí”.
Sabemos que para llegar a ser como nuestros padres celestiales, tuvimos que dejar Su presencia. El plan de redención fue presentado y aceptado por algunos y rechazado por otros. Jesucristo dio un paso adelante y dijo: “Padre, hágase tu voluntad, y sea tuya la gloria para siempre” (Moisés 4:2).
Sabemos, como resultado, que hubo una guerra en los cielos en la que “Miguel [el Adán premortal] y sus ángeles [todos nosotros] lucharon contra el dragón… y sus ángeles” (Apocalipsis 12:7), y que “ellos lo vencieron por medio de la sangre del Cordero y de la palabra de [su] testimonio” (Apocalipsis 12:11).
Sabemos que nosotros, los hijos más valientes y dignos de confianza del Padre Celestial, “le dimos la espalda al adversario y nos alineamos con las fuerzas de Dios, y [esas] fuerzas fueron victoriosas.”
Sabemos que, en comparación con las innumerables creaciones del Señor, nuestro pequeño planeta azul en la galaxia Vía Láctea es un lugar especialmente desafiante porque, como el Señor testificó a Enoc: “Entre toda la obra de mis manos, no ha habido tanta maldad como entre tus hermanos” (Moisés 7:36). ¿Qué aprendemos aquí sobre nuestra tierra en comparación con las demás? Que es la más inicua. ¿Por qué? Quizás porque el mayor mal premortal, la mayor oscuridad del universo, fue arrojada precisamente a esta tierra, junto con todos los que lo siguieron (véase Apocalipsis 12:9).
Sabemos que, para permitir la oposición en todas las cosas, el mayor bien y la mayor luz del universo también fueron enviados a esta tierra en la forma de Jesucristo y todos los que lo siguieron—todos nosotros.
Sabemos que, como algunos de los más nobles y fieles entre los hijos espirituales del Padre Celestial, fuimos escogidos para venir aquí con Jesucristo en estos últimos días—los soldados más fuertes al frente, por así decirlo. ¿Es posible que nos sintiéramos algo ansiosos al ser asignados a un lugar tan particularmente inicuo? Si fue así, para calmar nuestros temores, ¿no podemos imaginar al Padre poniendo Su brazo sobre Su Hijo y diciéndonos: “Hijos míos, no se preocupen. ¡Miren a quién enviaré con ustedes! Jesús, Él que los ama y a quien ustedes aman, irá con ustedes”?
Me gusta imaginar en mi mente la gozosa anticipación del Salvador, sabiendo que nosotros, Sus fieles discípulos y amigos premortales, continuaríamos siendo leales a Su causa aquí en la tierra. Por lo tanto, no nos sorprende que Cristo más tarde testificara a Sus discípulos: “vosotros sois aquellos que el Padre me ha dado; sois mis amigos” (Doctrina y Convenios 84:63). Esta declaración de afecto, creo yo, se extiende naturalmente a todos nosotros.
Luego vino la promesa de que, debido a nuestra lealtad y obediencia premortales, un día tendríamos el potencial de convertirnos en miembros de la casa de Israel por medio del linaje de nuestro padre Abraham, gracias a nuestra disposición espiritual para oír y obedecer la voz de Dios, y al entrar en convenios sagrados con Él (véase Doctrina y Convenios 29:7).
Como miembros de la casa de Israel, tendríamos derecho a recibir bendiciones y responsabilidades del convenio, como lo expresó Cristo a los nefitas: “El Padre me ha levantado a vosotros primeramente… porque sois hijos del convenio” (3 Nefi 20:26).
Tú y yo estamos marcados—de hecho, señalados—debido a nuestra lealtad y obediencia premortales. Habiendo ya permanecido firmes una vez junto a nuestro Salvador, incluso durante la Guerra en los Cielos, ahora se nos llama a enlistarnos una vez más en esta batalla final, con la Guerra en los Cielos continuando, por así decirlo, de este lado del velo a lo largo de las mismas líneas de batalla: bien contra mal, luz contra oscuridad, verdad contra falsedad.
Espero que sientas que Jesucristo fue entonces y es ahora nuestro Amigo, nuestro Guía, nuestro Gran Médico, nuestro Consejero, y, por encima de todo, nuestro Salvador, Redentor y Abogado ante el Padre. Tal vez te hayas declarado equivocadamente como demasiado débil y quebrantado para merecer Su amor.
Bueno, incluso “si [no puedes] más que desear creer” que Él se preocupa por ti personalmente, “deja que ese deseo obre en ti” (Alma 32:27) y dale a Cristo el beneficio de la duda—o, mejor dicho, el beneficio de tu “fe para arrepentimiento” (Alma 34:15–17), el beneficio de tu mejor esfuerzo.
Si realmente estuviste cerca de Él en la vida premortal—y yo creo que sí—, si realmente sufrió y murió por ti—y así fue—, si Su sacrificio expiatorio está destinado a ti individual y específicamente—y lo está—, si la remisión de los pecados y el crecimiento progresivo línea sobre línea en esta vida es la razón por la que estás aquí en primer lugar—y lo es—, tal vez puedas comprender por qué se enciende la ira del Padre contra aquellos que “no quieren entender [Su] misericordia que [Él] les ha otorgado por causa de [Su] Hijo” (Alma 33:16).
Entonces, ¿con quién está enojado el Señor? Él nos dice que Su “ira se enciende contra los inicuos y rebeldes” (Doctrina y Convenios 63:2), contra los duros de corazón y los deliberadamente desobedientes (véase Moisés 6:27), o contra cualquiera que malgaste el don al no arrepentirse en absoluto. Pero ¿qué hay de nosotros, los Santos de los Últimos Días imperfectos pero bien intencionados, de clase media espiritual, sal de la tierra, que de alguna manera no logramos comprender y disfrutar plenamente de Su misericordia, por la cual Él pagó el precio supremo? ¿Qué hay de aquellos entre nosotros que se esfuerzan por arrepentirse, pero luego luchan por recibir el gozo de la remisión de los pecados en el corazón y en la mente, aun después de que les ha sido ofrecida? ¿O quizá de aquellos que se consideran una decepción perpetua para Él, simplemente porque la perfección aún está pendiente?
No olvidemos, queridos amigos, que al Salvador le molesta menos nuestro pecado y nuestras debilidades que nuestra aparente indiferencia para hacer algo al respecto de la manera correcta.
Dietrich Bonhoeffer, pastor luterano alemán, teólogo y disidente antinazi, enseñó: La gracia barata es la predicación del perdón sin requerir arrepentimiento, el bautismo sin disciplina de iglesia, … [el perdón] sin confesión personal. La gracia barata es gracia sin discipulado, gracia sin la cruz, gracia sin Jesucristo.
Bonhoeffer describió la “gracia barata” como “¡gracia sin precio; gracia sin costo!” Luego, la contrastó con la “gracia costosa”: Esta gracia es costosa porque nos llama a seguir… a Jesucristo. Es costosa porque le cuesta al hombre su vida, y es gracia porque le da al hombre la única vida verdadera. Es costosa porque condena el pecado, y es gracia porque justifica al pecador. Por encima de todo, es costosa porque le costó a Dios la vida de Su Hijo: “habéis sido comprados por precio”, y lo que le ha costado tanto a Dios no puede ser barato para nosotros.
Este buen hombre fue ahorcado por la Gestapo en abril de 1945. “¡Lo que le ha costado tanto a Dios no puede ser barato para nosotros!” Queridos amigos, la Expiación del Salvador no debe ser barata; por el contrario, debe significarlo todo para nosotros.
“Tened buen ánimo, porque Yo os guiaré”
Se ha dicho que “todos debemos sufrir uno de dos tipos de dolor [en esta vida]: el dolor de la disciplina o el dolor del arrepentimiento… porque la disciplina pesa gramos; el arrepentimiento pesa toneladas”.
El arrepentimiento definitivo de los tibios e indiferentes será un día escuchar las palabras: “¡Oh [hijo mío, oh hija mía]… cuántas veces os habría juntado como la gallina junta a sus polluelos, y no quisisteis!” (3 Nefi 10:5; énfasis agregado).
¿Pues qué aprovecha al hombre [al final] si se le concede un don, y no recibe el don? He aquí, no se regocija en aquello que le es dado, ni se regocija en aquel que es el dador del don. (Doctrina y Convenios 88:33)
Por otro lado, aquellos de nosotros que amamos a Dios y le entregamos nuestro corazón y voluntad debemos hacerlo regocijándonos tanto en el dador del don, Jesucristo, como en el don mismo—Su Expiación infinita, personal y práctica—para que ya no haya tristeza en nuestras almas (véase Alma 29:2).
El arrepentimiento continuo, por tanto, está destinado a ser una experiencia gozosa al acceder a la Expiación del Salvador y, por ende, a la remisión de los pecados. El adversario, en cambio, quiere hacernos creer que el arrepentimiento es un ejercicio sin esperanza, de autodegradación—nada más que un recordatorio constante de nuestras imperfecciones interminables, mientras un gobernante impersonal del universo sigue moviendo la meta. Quiere que creas que dar dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás no es en realidad progreso.
Recuerda, por favor, que la Expiación del Salvador y Su ofrenda voluntaria no solo nos protegen de nuestros pecados, sino también de nuestras debilidades. Ten fe en que el Salvador es perfecto para distinguir entre nuestras debilidades y nuestros pecados premeditados e intencionales. Uno de Sus siervos, el presidente Jeffrey R. Holland, enseñó: “Seguramente lo que Dios más disfruta de ser Dios es el gozo de mostrar misericordia, especialmente a quienes no la esperan y a menudo sienten que no la merecen”.
Suponiendo que estamos haciendo lo mejor que podemos por ser buenos chicos y buenas chicas y amarlo lo suficiente como para arrepentirnos, en lugar de quejarnos porque no recibimos todo lo que queremos en esta vida, deberíamos estar agradecidos de que, gracias a la gracia costosa, al final no recibiremos lo que realmente merecemos, considerando nuestras constantes deficiencias. El Señor dice de nosotros:
Sois niños pequeños, y aún no habéis entendido cuán grandes son las bendiciones que el Padre tiene en sus manos y ha preparado para vosotros;
Y no podéis soportar todas las cosas ahora; no obstante, tened buen ánimo, porque os guiaré. El reino es vuestro, y sus bendiciones son vuestras, y las riquezas de la eternidad son vuestras.
(Doctrina y Convenios 78:17–18)
Mis queridos amigos, Él no tiene más que dar; ¡eso es todo! ¿No son esos los anhelos de un amoroso Padre Celestial que no desea nada más que tú y yo queramos caminar algún día hasta la puerta principal de Su reino celestial?
Para poner esto en perspectiva, ¿alguna vez has amado tanto a un niño pequeño que sientes que podrías estallar? ¿Una hija, un hijo, un sobrino, un hermano menor o, en mi caso, un nieto? Por ahora, imaginemos a una niña de cinco años a quien amas más que a la vida misma. Desde donde estás sentado, observas a esta hermosa niña en una esquina, sentada frente a una mesita completamente absorta en dibujar una imagen para ti—como a los niños les encanta hacer. Imagina su pequeña lengua asomando por la comisura de la boca mientras se concentra intensamente. Está trabajando de verdad.
Ahora imagina que camina hacia ti, haciendo una pausa con timidez y preguntándose si su ofrenda será lo suficientemente buena. Notas de inmediato que no se trata ni de un caballo perfecto ni de una casa perfecta. Sin embargo, sus grandes ojos expectantes se encuentran con los tuyos. ¿Qué le dices?
Bueno, no vas a expresar decepción. No vas a señalarle todos los defectos, ¿verdad? No vas a recordarle que su hermano mayor hacía mejores dibujos a su edad, ¿cierto? En cambio, vas a alabarla y abrazarla, y luego vas a laminar su dibujo y a ponerlo en el refrigerador. ¿Verdad? ¿Por qué? Porque incluso en tu condición mortal e imperfecta, sabes instintivamente que lo que esa dulzura hizo por ti en esta etapa de su vida representa lo mejor que pudo dar, y con eso estás más que satisfecho.
Entonces, ¿por qué, pregunto yo, habríamos de imaginar siquiera que nuestro amoroso y perfecto Padre Celestial, al recibir nuestras ofrendas diarias —por defecto imperfectas— las arrojaría directamente a una trituradora celestial, nos golpearía en la cabeza con una mirada de decepción y nos enviaría de regreso a hacerlo mejor? No hagamos eso. Eso le duele y le ofende.
He oído decir que es mejor estar a diez millas del infierno alejándose de él, que estar a cien millas del infierno dirigiéndose hacia él. Todo se trata de la trayectoria—de nuestros deseos y de nuestra verdadera intención.
El grado de nuestro amor por el Salvador—o la falta del mismo—va desde un sincero “¿Qué más me falta?” (Mateo 19:20) y “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hechos 9:6) hasta la indiferencia total y la rebelión. Mientras algunos trabajamos con esmero a lo largo del tiempo para “dibujar imágenes cada vez más bonitas” con Su ayuda, otros, lamentablemente, se niegan siquiera a tomar un crayón, incluso después de haber hecho convenio de tener fe para arrepentimiento. Con respecto a estos últimos, leemos: “Yo, el Señor, no seré escarnecido en los postreros días” (Doctrina y Convenios 63:58).
Burlarse del Señor es negar o menospreciar lo sagrado. Es negarse a aceptar todas las implicaciones de la vida, el sacrificio y los mandamientos del Salvador. Es amarnos a nosotros mismos más de lo que lo amamos a Él. Es reemplazar Sus normas con las nuestras, mientras erróneamente creemos que el amor incondicional y la “gracia barata” de algún modo satisfarán las demandas de la justicia sin arrepentimiento transformador.
A los ojos del mundo, este camino puede parecer el más cómodo, pero viene acompañado de consecuencias devastadoramente incómodas. La senda del convenio, cuesta arriba, puede ser agotadora a veces, pero la vista gozosa desde la cima de la montaña será, al final, lo que verdaderamente te dejará sin aliento.
Hermanos y hermanas, pensar que la senda del convenio no será difícil es como ir al gimnasio y esperar que no haya pesas allí.
Recordemos que en el bautismo tomamos sobre nosotros el nombre de Cristo, y durante la investidura en la casa del Señor, simbólicamente nos vestimos de Cristo, como si fuera una cobertura. La implicación combinada de estos convenios y ordenanzas—junto con las bendiciones del Padre relacionadas con las ordenanzas del sacerdocio que tanto hombres como mujeres reciben en la casa del Señor—implica una disposición, un compromiso sagrado de nuestra parte, de hacer que Su voluntad sea la nuestra, de querer lo que Él quiere, y de llegar a ser como Él es. ¡Eso es difícil!

Tampoco olvidemos que la naturaleza sagrada de estos convenios no permite tiempos fuera ni pases diarios al edificio grande y espacioso; ni tampoco nos permite sentarnos a la mesa del Señor y a la mesa del diablo (véase 1 Corintios 10:21). Por el contrario, nuestros convenios con el Señor implican que Sion y Babilonia no pueden mezclarse en ningún grado. Significan que hemos abandonado para siempre el terreno neutral—si es que alguna vez existió—y que ahora hemos colocado nuestra integridad, buen nombre y honor sobre el altar del sacrificio y la consagración ante testigos mortales e inmortales.
¡Eso es difícil! Es tan difícil que sin la ayuda del Salvador, sin recurrir al poder redentor y habilitador de Su Expiación, se acabó el juego.
Por lo tanto, mis queridos amigos, en el “proceso del tiempo” (Moisés 7:21) y “línea por línea, precepto por precepto” (2 Nefi 28:30; Doctrina y Convenios 98:12; 128:21; véase también Isaías 28:10, 13), al activar la remisión de los pecados mediante un arrepentimiento sincero y rápido cada día y al llegar a ser santos, dejar que “Dios prevalezca” y “pensar de manera celestial” debe y habrá de reflejarse en nuestra misma naturaleza, carácter y ser: en nuestro corazón, poder, mente y alma (véase Mateo 22:37; Lucas 10:27; 2 Nefi 25:29; Moroni 10:32; Doctrina y Convenios 4:2; 59:5); en nuestros pensamientos, palabras y hechos; en nuestros deseos, sueños y esperanzas; en nuestras intenciones, decisiones y metas; en la forma en que nos vestimos; en lo que hacemos o no disfrutamos; en lo que pensamos que es o no gracioso; en cuán fielmente usamos la vestidura sagrada; en la sinceridad con la que amamos y servimos a nuestro prójimo; en nuestra negativa a racionalizar o justificar nuestra mala conducta; en la compañía que mantenemos o evitamos; en nuestra disposición a estar solos a veces; en la urgencia con la que recordamos nuestros convenios bautismales, del sacerdocio y del templo; en nuestra disposición a elegir a los profetas en lugar de publicaciones en redes sociales; y así sucesivamente. Ya captan la idea.
Así que, suponiendo que realmente lo digas en serio, suponiendo que realmente deseas mejorar y estar más convertido al Señor y sentirte en casa en Su Iglesia, cuando te enfrentes a tus pecados y debilidades, considera el consejo de Alma a Coriantón, quien, como sabemos, tenía asuntos graves:
“Deseo que ya no os atormenten más estas cosas, sino que únicamente vuestros pecados os atormenten, con ese tormento que os lleve al arrepentimiento.” (Alma 42:29)
Debemos recordar que sentirnos mal, decepcionados o angustiados después de no cumplir con nuestros convenios y promesas está diseñado para llevarnos al arrepentimiento—no a la depresión, el desánimo u otros pensamientos y sentimientos destructivos.
Con respecto a estos momentos, el élder Neal A. Maxwell una vez diferenció entre sentir desprecio por uno mismo, lo cual no es útil, y sentir un “descontento divino”, ese anhelo espiritualmente saludable y edificante por la “gracia costosa” del Salvador, que Él ofrece de manera tan generosa y condicional. Y dado que las consecuencias de nuestras acciones afectan la probabilidad de que estas se repitan, asegurémonos de que incluso las consecuencias de nuestros actos equivocados nos acerquen al Salvador mediante el arrepentimiento, y no nos alejen de Él y nos acerquen al adversario.
Mis queridos amigos, la batalla entre nuestro yo espiritual y el hombre natural siempre está en curso. Por lo tanto, antes de concluir con mi testimonio, no puedo evitar subirme a mi pequeña tarima. Lo que los aviones son para el élder Dieter F. Uchtdorf, el ejercicio lo es para mí. Por supuesto, es uno de los grandes misterios del universo cómo tantas personas en el mundo pueden vivir vidas felices, saludables y productivas sin hacer ejercicio jamás, pero he aprendido que ejercitarse y someter el cuerpo al espíritu por pura fuerza de voluntad y disciplina también puede ayudarte a guardar los demás mandamientos. He aprendido que mientras uno se ejercita, “el Espíritu puede [realmente] impulsar la carne [mucho] más allá de donde el cuerpo al principio acepta ir”, y que el sudor y el dolor en ese momento son, en verdad, la debilidad abandonando el cuerpo. Y así como existen muchas racionalizaciones o excusas para no guardar los mandamientos de Dios, lo mismo ocurre con el ejercicio físico.
Por eso, estoy agradecido por lo que siempre enseñó mi padre, que ahora tiene ochenta y cuatro años: “No existe el mal clima; solo ropa insuficiente”, o, en palabras del sabio Maestro Yoda: “Hazlo… o no lo hagas. No existe el intento.”
En consecuencia, desafío a cualquiera de nosotros que se identifique como un adicto al celular y amante del sofá a poner su espíritu al mando del cuerpo, a fijar metas significativas a largo plazo en cuanto a ejercicio y alimentación, a salir de nuestras zonas de comodidad actuales y a disfrutar de bendiciones físicas, mentales y emocionales más abundantes. Mente por encima del colchón, espíritu por encima del cuerpo.
Hermanos y hermanas, testifico de la realidad del Salvador y de Su Expiación práctica. Testifico que en Su hospital, Él es el Gran Médico, el Cirujano Jefe y el Sanador. Testifico que se especializa en sanar a los más débiles entre los débiles y en brindar alivio a quienes menos lo esperan. Testifico que todas las tarifas hospitalarias y ambulatorias fueron pagadas por Él en un jardín y en una cruz. Testifico que eres bienvenido allí tanto para chequeos espirituales de rutina como para operaciones de emergencia que salvan vidas. Él está disponible las 24 horas del día, los 7 días de la semana, y siempre hay una habitación y una cama para ti.
El único deducible es tu amor por Él, tu verdadera intención, tu discipulado de todo corazón y tu disposición a esforzarte por ser un guardador de convenios—en resumen, tu corazón quebrantado y tu espíritu contrito (véase 2 Nefi 2:7; 4:32; 3 Nefi 9:20; 12:19; Éter 4:15; Moroni 6:2; Doctrina y Convenios 20:37; 56:18; 59:8; 97:8).
En palabras del presidente Russell M. Nelson, quien testificó durante la última conferencia general: No hay límite a la capacidad del Salvador para ayudarte. ¡Su sufrimiento incomprensible en Getsemaní y en el Calvario fue por ti! ¡Su Expiación infinita es para ti!
Te insto a dedicar tiempo cada semana—por el resto de tu vida—para aumentar tu comprensión de la Expiación de Jesucristo.
De ahora en adelante, al mirar la Y en la montaña, en una camiseta o en una calcomanía del auto, siente verdadera gratitud por poder estudiar aquí. Pero, comenzando hoy, deja que la Y también represente un “sí” cuando Él te pregunte si “quieres que Él sea tu Dios” (1 Nefi 17:40); un “sí” cuando se te pregunte si estás dispuesto a “abandonar todos tus pecados para conocerlo” (Alma 22:18); un “sí” cuando se te pregunte si tu amor por Él es suficiente como para buscar la gracia costosa; un “sí” cuando seas invitado a estar del lado del Señor en cada asunto; un “sí” a Su voz, que es la misma que la voz de Sus profetas y apóstoles, y por tanto un “sí” a que Él sea tu Abogado en el Día del Juicio ante el Padre.
Si puedes decir “sí” a estas y preguntas similares y realmente lo sientes así, si para ti es el reino de Dios o nada, entonces puedes y debes tener confianza en tus convenios mientras te preparas para el Día del Juicio, sabiendo que “en verdad… todo está bien con tu alma” ¡por causa de Él!
Así que, para concluir, “que Dios conceda… que [tú] seas conducido al arrepentimiento y a las buenas obras, para que [tú] seas restaurado a gracia por gracia, conforme a [tus] obras” (Helamán 12:24), y que puedas “mirar a Dios en aquel día con un corazón puro y manos limpias… teniendo la imagen de Dios grabada en tu rostro” (Alma 5:19). En el sagrado nombre de tu Amigo y Maestro Sanador, Jesucristo. Amén.


























