
La adoración
Por el élder D. Todd Christofferson
Conferencia General Abril 2025
Resumen: El élder D. Todd Christofferson reflexiona sobre el verdadero significado de adorar a Dios. Expone que la adoración no solo se refiere a actos externos, como participar en la reunión sacramental, sino que también involucra nuestras actitudes y sentimientos hacia Dios. Además, subraya que la adoración debe ser exclusiva para el Padre y el Hijo, evitando la idolatría y cualquier cosa que ocupe el lugar de Dios en nuestras vidas. El élder Christofferson también enfatiza la importancia de emular a los Santos Seres que adoramos, principalmente Jesucristo, cuyas enseñanzas y sacrificio debemos seguir. Habla de cómo la adoración transforma nuestras vidas, comenzando con la aceptación de los convenios, la participación en las ordenanzas del templo y el arrepentimiento. Finalmente, nos invita a vivir una vida de adoración continua, cultivando la santidad en nuestro ser y siguiendo el ejemplo de Cristo en nuestras acciones diarias.
Este discurso nos invita a reflexionar sobre nuestra propia práctica de adoración. La verdadera adoración no solo implica estar presentes en los servicios de la Iglesia, sino también vivir de acuerdo con los principios del evangelio, emulando el carácter de Dios y Jesucristo en nuestras vidas. Al adorar, debemos centrarnos no solo en los actos externos, sino también en las actitudes internas de gratitud, amor y obediencia. El élder Christofferson destaca que la adoración verdadera es transformadora, nos santifica y nos acerca más a Dios. Al caminar por la senda de los convenios y participar activamente en las ordenanzas del templo, podemos recibir el poder divino para purificarnos y vivir en una mayor santidad. Este mensaje subraya la importancia de adorar a Dios con todo nuestro corazón y vivir una vida de devoción continua.
Palabras clave: Adoración, Convenios, Transformación, Templo, Emulación
La adoración
Por el élder D. Todd Christofferson
Del Cuórum de los Doce Apóstoles
¿Qué significa adorar a Dios para ustedes y para mí?
“Y cuando Jesús nació en Belén de Judea en los días del rey Herodes, he aquí, unos magos vinieron del oriente a Jerusalén,
“diciendo: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente y venimos a adorarle”.
Los Reyes Magos, como a veces se les llama, fueron sabios al procurar hallar y adorar al Mesías. Para ellos, adorar significaba postrarse ante Él y ofrecerle presentes de oro y preciadas especias aromáticas.
¿Qué significa adorar a Dios para ustedes y para mí?
Cuando pensamos en la adoración, nuestros pensamientos comúnmente se tornan a las maneras en que mostramos devoción religiosa, tanto en privado como en los servicios de la Iglesia. Al considerar la cuestión de adorar a nuestro Padre Celestial y a Su Hijo Amado, nuestro Salvador, me han acudido a la mente cuatro conceptos: primero, las acciones que constituyen nuestra adoración; segundo, las actitudes y sentimientos que son parte de nuestra adoración; tercero, la exclusividad de nuestra adoración; y cuarto, la necesidad de emular a los Santos Seres que adoramos.
Primero, las acciones que constituyen nuestra adoración
Una de las formas más comunes e importantes de adoración es congregarse en un espacio consagrado para efectuar actos de devoción. El Señor dice: “Y para que más íntegramente te conserves sin mancha del mundo, irás a la casa de oración y ofrecerás tus sacramentos en mi día santo”. Esa es, desde luego, nuestra principal motivación al edificar capillas; pero, si es necesario, un espacio no dedicado será suficiente, si podemos investirlo de algún grado de santidad.
Lo más importante es lo que hacemos cuando nos congregamos en el día del Señor. Desde luego, nos vestimos lo mejor que podamos de acuerdo con nuestros medios, no de forma extravagante, sino modesta, de un modo que indique nuestro respeto y reverencia por la Deidad. De igual manera, nuestra conducta es reverente y respetuosa. Adoramos al unirnos en oración; adoramos al cantar himnos (no solo al oírlos, sino al cantarlos); adoramos al instruirnos y aprender unos de otros. Jesús dice “recuerda que en este, el día del Señor, ofrecerás tus ofrendas [‘es decir, ofrendas de tiempo, de talentos o de bienes al servicio de Dios y del prójimo’] y tus sacramentos al Altísimo, confesando tus pecados a tus hermanos, y ante el Señor”. No nos reunimos para entretener ni para que se nos entretenga —como, por ejemplo, por medio de una banda musical—, sino para recordarlo a Él y ser “más perfectamente instruidos” en Su Evangelio.
En la conferencia general más reciente, el élder Patrick Kearon nos recordó que “no nos reunimos en el día de reposo simplemente para asistir a la reunión sacramental y marcarlo en una lista; nos reunimos para adorar. Existe una diferencia significativa entre las dos cosas. Asistir significa estar físicamente presente. ¡Pero adorar es alabar y venerar intencionalmente a nuestro Dios de una forma que nos transforma!”.
Dedicar nuestros días de reposo al Señor y Sus propósitos es en sí mismo un acto de adoración. Hace algunos años, el entonces élder Russell M. Nelson declaró: “¿Cómo santificamos el día de reposo? En mi juventud estudiaba las listas que otras personas habían recopilado de lo que se podía y lo que no se podía hacer en el día de reposo. No fue sino hasta más adelante que aprendí de las Escrituras que mi conducta y mi actitud en el día de reposo constituían una señal entre mi Padre Celestial y yo [véanse Éxodo 31:13; Ezequiel 20:12, 20]. Con ese entendimiento, ya no necesité más listas de lo que se podía y no se podía hacer. Cuando tenía que tomar una decisión en cuanto a si una actividad era o no era apropiada para el día de reposo, simplemente me preguntaba a mí mismo: ‘¿Qué señal quiero darle a Dios?’”.
La adoración en el día del Señor está marcada por un énfasis particular en el gran sacrificio expiatorio de Jesucristo. Celebramos apropiada y especialmente Su Resurrección en la Pascua, pero también cada semana al participar de los emblemas sacramentales de Su Expiación, incluyendo Su Resurrección. Para la persona contrita, tomar la Santa Cena es el acto central de la adoración del día de reposo.
Adorar juntos como el “cuerpo de Cristo” tiene poder y beneficios singulares al enseñarnos, servirnos y sostenernos unos a otros. Curiosamente, un estudio reciente halló que quienes ven su vida espiritual como algo enteramente privado son menos propensos a priorizar el crecimiento espiritual, o a decir que su fe es muy importante, o a dedicar tiempo a adorar a Dios con regularidad. Como comunidad de santos, nos fortalecemos unos a otros en la adoración y en la fe.
Aun así, no podemos olvidar los actos diarios de adoración en los que participamos individualmente y en el hogar. El Salvador nos recuerda: “Sin embargo, tus votos se ofrecerán en rectitud todos los días y a todo tiempo”. Una hermana observó sabiamente: “No imagino ninguna forma más profunda de adorar a Dios que recibir a Sus pequeñitos en nuestra vida, y cuidarlos y enseñarles el plan que Él tiene para ellos”.
Alma y Amulek enseñaron a los zoramitas, a quienes se les había prohibido entrar en sus sinagogas, que adoraran a Dios no solo una vez por semana, sino siempre y “en cualquier lugar en que estuviereis”. Hablaron sobre la oración como modo de adoración:
“Debéis derramar vuestra alma en vuestros aposentos, en vuestros sitios secretos y en vuestros yermos.
“Sí, y cuando no estéis clamando al Señor, dejad que rebosen vuestros corazones, entregados continuamente en oración a él”.
También hablaron de escudriñar las Escrituras, de dar testimonio de Cristo, de realizar actos y servicio caritativos, de recibir al Espíritu Santo, y de vivir cada día en acción de gracias. Consideren esa idea: “Vivir cada día en acción de gracias”; aquello hace referencia a mi segundo concepto:
Las actitudes y los sentimientos inherentes a la adoración
Sentir y expresar gratitud a Dios es, de hecho, lo que infunde a la adoración un sentido de gozosa renovación, en lugar de verla solo como un deber más.
La verdadera adoración significa amar a Dios y someter a Él nuestra voluntad, que es la dádiva más preciada que podemos ofrecer. Cuando se le preguntó cuál era el gran mandamiento de toda la ley, Jesús replicó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente”. Además, lo llamó el primer mandamiento.
Esa fue la norma personal de Jesús de adoración del Padre. Su vida y Su sacrificio expiatorio fueron dedicados a la gloria del Padre. Recordamos conmovidos el desgarrador ruego de Jesús en medio de un sufrimiento y una angustia inimaginables: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa”, aunque luego Su sumiso “pero no sea como yo quiero, sino como tú”.
La adoración es esforzarse por seguir ese ejemplo perfecto. No lograremos la perfección en este curso de la noche a la mañana, pero si cada día le “ofrece[mos] [a Él] como sacrificio un corazón quebrantado y un espíritu contrito”, Él nos bautizará de nuevo con Su Espíritu y nos llenará de Su gracia.
Tercero, la exclusividad de nuestra adoración
En la primera sección de Doctrina y Convenios, el Señor pronuncia esta reprobación al mundo:
“Porque se han desviado de mis ordenanzas y han violado mi convenio sempiterno.
“No buscan al Señor para establecer su justicia, antes todo hombre anda por su propio camino, y en pos de la imagen de su propio dios, cuya imagen es a semejanza del mundo”.
Es bueno que recordemos el ejemplo de los tres jóvenes judíos, Ananías, Misael y Azarías, que fueron llevados cautivos a Babilonia no mucho después que Lehi y su familia salieran de Jerusalén. Un oficial de Babilonia los llamó Sadrac, Mesac y Abed–nego. Más adelante, cuando los tres se negaron a adorar una imagen que el rey Nabucodonosor había levantado, este mandó que los echaran dentro de un horno de fuego ardiente, y les dijo: “¿Y qué dios será el que os libre de mis manos?”.
Recordarán su valiente respuesta:
“…nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiente; y de tus manos, oh rey, él nos librará.
“Y si no, has de saber […] que no serviremos a tus dioses ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado”.
El horno estaba tan caliente que mató a quienes los arrojaron dentro de él, pero Sadrac, Mesac y Abed–nego resultaron ilesos. Entonces “Nabucodonosor habló y dijo: Bendito sea el Dios de ellos, de Sadrac, de Mesac y de Abed–nego, que […] libró a sus siervos que confiaron en él […] y entregaron sus cuerpos antes que servir y adorar a otro dios que no fuese su Dios”. Confiaron en Jehová para su liberación, “y si no”, es decir, aunque Dios en Su sabiduría no impidiera su muerte, aun así se mantendrían fieles a Él.
Cualquier cosa que tenga precedencia por encima de la adoración al Padre y al Hijo se vuelve un ídolo. Quienes rechazan a Dios como la fuente de la verdad o repudian toda responsabilidad ante Él en efecto lo sustituyen y se erigen a sí mismos como su propio dios. Aquel que antepone la lealtad a algún partido o alguna causa a la dirección divina adora a un dios falso. Incluso quienes aparentan adorar a Dios pero no guardan Sus mandamientos andan por sus propios caminos: “Con sus labios me honran, pero su corazón lejos está de mí”. El objeto de nuestra adoración es exclusivamente “el único Dios verdadero, y […] Jesucristo, a quien [Él] h[a] enviado”.
Finalmente, la necesidad de emular al Padre y al Hijo
En última instancia, la forma en que vivimos podría ser la mejor y más genuina forma de adoración. Mostrar nuestra devoción significa emular al Padre y al Hijo, cultivando Sus atributos y carácter en nosotros mismos. Si, como dice el refrán [en inglés], la imitación es el modo más sincero de alabar, entonces podríamos decir con respecto a la Deidad que la emulación es el modo más sincero de venerar. Aquello implica un esfuerzo activo y sostenido de nuestra parte por buscar la santidad. Pero llegar a ser más semejantes a Cristo es también el resultado natural de nuestros actos de adoración. La frase del élder Kearon citada anteriormente sobre adorar “de una forma que nos transforma” es significativa. La verdadera adoración es transformadora.
Esa es la belleza de la senda de los convenios; la senda de la adoración, del amor y de la lealtad a Dios. Entramos en esa senda mediante el bautismo, prometiendo tomar sobre nosotros el nombre de Cristo y guardar Sus mandamientos. Recibimos el don del Espíritu Santo, el Mensajero de la gracia del Salvador, que nos redime y nos limpia del pecado conforme nos arrepentimos. Incluso podríamos decir que al arrepentirnos lo estamos adorando.
Luego siguen ordenanzas y convenios del sacerdocio adicionales que se hacen en la Casa del Señor, los cuales nos santifican aún más. Las ceremonias y ordenanzas del templo constituyen una forma elevada de adoración.
El presidente Russell M. Nelson ha recalcado que “todo hombre y toda mujer que participa en las ordenanzas del sacerdocio, y que hace y guarda convenios con Dios tiene acceso directo al poder de Dios”. Aquel no es tan solo un poder al que recurrimos para servir y bendecir, también es el poder divino que obra en nosotros para refinarnos y purificarnos. Al andar por la senda de los convenios, “se manifiesta el [santificador] poder de la divinidad” en nosotros.
Ruego que, como los antiguos nefitas y lamanitas, caigamos “a los pies de Jesús, y lo [adoremos]”. Ruego que, como mandó Jesús, nos “post[remos] y ador[emos] al Padre en [Su] nombre”. Ruego que recibamos al Espíritu Santo y entreguemos el corazón a Dios, que no tengamos dioses ajenos delante de Él, y que como discípulos de Jesucristo emulemos Su carácter en nuestra propia vida. Testifico que conforme lo hagamos, experimentaremos gozo en la adoración. En el nombre de Jesucristo. Amén.























