Confiar en Jesús

Confiar en Jesús
Jeffrey R. Holland


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“Él ha llenado de bienes a los Hambrientos”


Hace algún tiempo, leí un ensayo que hacía referencia al “hambre metafísico” en el mundo. El autor sugería que las almas de los hombres y mujeres estaban, por así decirlo, muriendo por falta de alimento espiritual en nuestra época. Esa frase, “hambre metafísico”, volvió a mi mente el mes pasado cuando leí los muchos y merecidos homenajes que se rindieron a la Madre Teresa de Calcuta. Un corresponsal recordaba que ella decía que, por muy severo y desgarrador que fuera el hambre físico en nuestros días—algo que ella dedicó prácticamente toda su vida a aliviar—, aun así, ella creía que la ausencia de fortaleza espiritual, la escasez de nutrición espiritual, era un hambre aún más terrible en el mundo moderno.

Estas observaciones me recordaron la estremecedora profecía del profeta Amós, quien dijo hace tanto tiempo:
“He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová” (Amós 8:11).

A medida que el mundo se desliza hacia el siglo veintiuno, muchos anhelan algo, a veces claman por algo, pero con demasiada frecuencia apenas saben qué es lo que buscan. La condición económica del mundo, hablando en términos generales y ciertamente no en forma específica, probablemente sea mejor que en cualquier otra época de la historia, pero el corazón humano sigue ansioso y, a menudo, lleno de gran tensión. Vivimos en una “era de la información” que ofrece un mundo de datos literalmente al alcance de nuestros dedos, y sin embargo, el significado de esa información y la satisfacción de utilizar el conocimiento dentro de un contexto moral parecen estar más lejos que nunca para muchos.

El precio de edificar sobre semejantes cimientos de arena es alto. Demasiadas vidas se desploman cuando vienen las tormentas y soplan los vientos (véase Mateo 7:24–27). En casi todas direcciones, vemos a personas insatisfechas con los lujos presentes debido al temor persistente de que en algún lugar otros tengan aún más. En un mundo que necesita desesperadamente liderazgo moral, con demasiada frecuencia vemos lo que Pablo llamó “maldad espiritual en las regiones celestes” (Efesios 6:12). De una manera absolutamente aterradora, vemos legiones que dicen estar aburridas de sus cónyuges, de sus hijos y de cualquier sentido de responsabilidad conyugal o parental hacia ellos. Otros más, rugiendo a toda velocidad por el camino sin salida del hedonismo, gritan que vivirán, efectivamente, sólo de pan, y mientras más, mejor. Pero tenemos un buen testimonio—de hecho, lo tenemos del mismo Verbo—de que el pan por sí solo, incluso en abundancia, no es suficiente (véase Mateo 4:4; Juan 1:1).

Durante el ministerio del Salvador en Galilea, Él reprendió a aquellos que, habiendo oído que alimentó a cinco mil personas con solo cinco panes de cebada y dos peces, ahora acudían a Él esperando un almuerzo gratuito.
Esa comida, por importante que fuera, era incidental comparada con el verdadero alimento que Él intentaba darles.

“Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron”, les amonestó. “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre.”

Pero esa no era la comida por la que habían venido, y el relato dice:

“Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él” (Juan 6:49, 51, 66).

En esa pequeña historia hay algo del peligro de nuestros días. Y es que, en medio de nuestro éxito y sofisticación contemporáneos, también nosotros podemos alejarnos del pan de vida eterna, absolutamente vital; podríamos incluso elegir estar espiritualmente desnutridos, entregándonos deliberadamente a una especie de anorexia espiritual. Como aquellos infantiles galileos de antaño, podríamos torcer el gesto cuando se nos ofrece alimento divino. Por supuesto, la tragedia entonces, como ahora, es que un día, como el mismo Señor ha dicho,

“En la hora en que no penséis, el verano habrá pasado, y la siega se habrá acabado,” y encontraremos que nuestras “almas no [fueron] salvas” (DyC 45:2; véase Jeremías 8:20).

Me he preguntado si alguien que lea esto puede sentir que él o ella, o aquellos a quienes ama, están demasiado atrapados en “lo espeso de estas cosas livianas”, hambrientos de algo más sustancioso y preguntándose, como aquel joven exitoso de las Escrituras:

“¿Qué más me falta?” (Mateo 19:20).
Me he preguntado si alguien que lea esto está vagando “de mar a mar”, corriendo “de aquí para allá”, como dijo el profeta Amós (Amós 8:12), agotado por el ritmo de la vida en el carril rápido o por intentar alcanzar a los vecinos… antes de que los vecinos refinancien su casa. Me he preguntado si hay alguien que haya tomado este libro con la esperanza de encontrar la respuesta a un problema profundamente personal, o recibir algo de luz sobre las preguntas más serias de su corazón. Tales problemas o preguntas a menudo tienen que ver con nuestros matrimonios, nuestras familias, nuestros amigos, nuestra salud, nuestra paz—o con la notoria ausencia de esas preciadas posesiones.

Es a quienes tienen esa hambre que dirijo estos pensamientos. Dondequiera que vivas, y en cualquier etapa de la vida o de la experiencia en que te encuentres, declaro que Dios, por medio de Su Hijo Unigénito, ha levantado la hambruna de la que habló Amós. Testifico que el Señor Jesucristo es el Pan de Vida y un Manantial de Agua Viva que brota para vida eterna. Declaro a quienes son miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y especialmente a quienes no lo son, que nuestro Padre Celestial y Su Amado Primogénito sí se aparecieron al joven profeta José Smith y restauraron luz y vida, esperanza y dirección, a un mundo errante, un mundo lleno de personas que se preguntan:
“¿Dónde está la esperanza? ¿Dónde está la paz? ¿Qué camino debo seguir? ¿Hacia dónde debo ir?”

Sin importar los caminos que hayamos tomado o dejado de tomar en el pasado, deseamos ofrecerte “el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6). Te invitamos a unirte a la aventura de los primeros discípulos de Cristo, quienes también anhelaban el pan de vida—aquellos que no se volvieron atrás, sino que vinieron a Él, permanecieron con Él, y reconocieron que para hallar seguridad y salvación no había otro a quien pudieran acudir jamás (véase Juan 6:68).

Recordarás que cuando Andrés y otro discípulo—probablemente Juan—oyeron por primera vez hablar a Cristo, quedaron tan conmovidos y atraídos por Jesús que lo siguieron al dejar la multitud. Percibiendo que lo estaban siguiendo, Cristo se volvió y les preguntó:
“¿Qué buscáis?” (Juan 1:38).
Otras traducciones lo expresan simplemente como: “¿Qué queréis?” Ellos respondieron:
“¿Dónde moras?” o “¿Dónde vives?”
Cristo les dijo simplemente: “Venid y ved” (Juan 1:38–39).
Poco tiempo después, llamó formalmente a Pedro y a otros nuevos apóstoles con ese mismo espíritu de invitación. A ellos les dijo:
“Venid… seguidme” (Mateo 4:19).

Parece que la esencia de nuestro viaje mortal y las respuestas a las preguntas más importantes de la vida se reducen a estos dos elementos breves en las escenas iniciales del ministerio terrenal del Salvador. Uno de esos elementos es la pregunta que se hace a cada uno de nosotros en esta tierra:
“¿Qué buscáis? ¿Qué queréis?”
El segundo es Su respuesta a nuestra contestación, sea cual sea. Quienesquiera que seamos y lo que sea que respondamos, Su respuesta es siempre la misma:
“Ven,” nos dice con amor. “Ven, sígueme.”
A donde sea que te dirijas, primero ven y ve lo que yo hago, ve dónde y cómo paso mi tiempo. Aprende de mí, camina conmigo, habla conmigo, cree. Escúchame orar. Y entonces hallarás respuestas a tus propias oraciones. Dios traerá descanso a tu alma. Ven, sígueme.

Con una sola voz y con un mismo sentir, testificamos que el evangelio de Jesucristo es la única forma de saciar el hambre espiritual más profundo y de calmar la sed espiritual definitiva. Solo Aquel que fue tan mortalmente herido sabe cómo sanar nuestras heridas modernas. Solo Aquel que estuvo con Dios y que era Dios (véase Juan 1:1), puede responder a las preguntas más urgentes y profundas de nuestra alma. Solo Sus poderosos brazos pudieron abrir las puertas de la prisión de la muerte, que de otro modo nos habrían retenido en esclavitud para siempre. Solo sobre Sus hombros triunfantes podemos ascender a la gloria celestial—si tan solo elegimos hacerlo mediante nuestra fidelidad.

A quienes puedan sentir que de algún modo han perdido su lugar en la mesa del Señor, les decimos nuevamente con el profeta José Smith que Dios tiene “una disposición perdonadora”, que Cristo es “misericordioso y clemente, tardo para la ira, [es] paciente y lleno de bondad”. Siempre me ha encantado que, mientras Mateo registra la gran exhortación de Jesús:
“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48),
Lucas añade el comentario adicional del Salvador:
“Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lucas 6:36),
como si insinuara que la misericordia es, al menos, un sinónimo inicial de la perfección que Dios posee y hacia la cual todos debemos aspirar.

La misericordia, junto con su virtud hermana, el perdón, están en el centro mismo de la Expiación de Jesucristo y del plan eterno de salvación. Todo en el evangelio nos enseña que podemos cambiar si lo necesitamos, que podemos recibir ayuda si realmente la deseamos, que podemos ser sanados, cualesquiera que sean los problemas del pasado.

Ahora bien, si te sientes demasiado espiritualmente herido como para acudir al banquete, por favor comprende que la Iglesia no es un monasterio para personas perfectas, aunque todos deberíamos estar esforzándonos en el camino hacia la divinidad. No; al menos un aspecto de la Iglesia es más semejante a un hospital o una estación de ayuda, provisto para quienes están enfermos y desean sanar, donde se puede recibir una infusión de nutrición espiritual y una provisión de agua vivificadora para poder seguir ascendiendo.

A pesar de las tribulaciones de la vida, y por temibles que parezcan algunas de nuestras perspectivas, testifico que hay ayuda para el trayecto. Hay Pan de Vida Eterna y un Manantial de Agua Viva. Cristo ha vencido al mundo—nuestro mundo—y Su don para nosotros es la paz ahora y la exaltación en el mundo venidero (véase DyC 59:23). Nuestro requisito fundamental es tener fe en Él y seguirlo—siempre. Testifico que, en mis temores y en mis debilidades, el Salvador ciertamente me ha sostenido. Nunca podré agradecerle lo suficiente por tanta bondad personal y tan amoroso cuidado.

El presidente George Q. Cannon dijo una vez:
“No importa cuán seria sea la prueba, cuán profunda la angustia, cuán grande la aflicción, [Dios] nunca nos abandonará. Jamás lo ha hecho, y jamás lo hará. No puede hacerlo. Va en contra de Su carácter hacerlo. Él es un ser inmutable… Él estará a nuestro lado. Podemos pasar por el horno de fuego; podemos pasar por aguas profundas; pero no seremos consumidos ni abrumados. Saldrán de todas estas pruebas y dificultades mejores y más puros, si tan solo confiamos en nuestro Dios y guardamos Sus mandamientos.”

Quienes reciban al Señor Jesucristo como la fuente de su salvación siempre descansarán en verdes pastos, sin importar cuán estéril y desolado haya sido el invierno. Y las aguas de su refrigerio siempre serán aguas tranquilas, sin importar cuán turbulentas sean las tormentas de la vida. Al caminar por Su senda de rectitud, nuestras almas serán restauradas para siempre; y aunque ese camino nos lleve, como lo llevó a Él, por el mismo valle de sombra de muerte, no temeremos mal alguno. La vara de Su sacerdocio y el cayado de Su Espíritu siempre nos consolarán. Y cuando tengamos hambre y sed en el esfuerzo, Él preparará ante nosotros un verdadero festín, una mesa servida incluso en presencia de nuestros enemigos—enemigos contemporáneos—que pueden incluir el temor o las preocupaciones familiares, la enfermedad o la tristeza personal de un centenar de clases distintas. En un acto supremo de compasión en tal cena, Él unge nuestra cabeza con aceite y administra una bendición de fortaleza a nuestra alma. Nuestra copa rebosa con Su bondad, y nuestras lágrimas rebosan de gozo. Lloramos al saber que tal bondad y misericordia nos seguirán todos los días de nuestra vida, y que moraremos, si así lo deseamos, en la casa del Señor por siempre (véase Salmo 23).

Ruego que todos los que tienen hambre y sed, y que a veces andan errantes, escuchen esta invitación de Aquel que es el Pan de Vida, la Fuente de Agua Viva, el Buen Pastor de todos nosotros, el Hijo de Dios:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados… y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:28–29).
Verdaderamente, Él “ha llenado de bienes a los hambrientos”, como testificó Su propia madre, María (Lucas 1:53).
Venid y participad del banquete en la mesa del Señor, en lo que testifico que es Su Iglesia verdadera y viviente, guiada por un profeta verdadero y viviente.

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