
Confiar en Jesús
Jeffrey R. Holland
5
La obra Misional y la Expiación
El profeta José Smith declaró una vez que todas las cosas “que pertenecen a nuestra religión no son más que apéndices” de la Expiación de Jesucristo. De manera similar y por las mismas razones, toda verdad que un misionero o miembro enseñe no es más que un apéndice del mensaje central de todos los tiempos: que Jesús es el Cristo, el Unigénito Hijo de Dios, el Santo Mesías, el Prometido, el Salvador y Redentor del mundo; que solo Él rompió las ligaduras de la muerte y triunfó sobre el cautiverio del infierno; que ninguno de nosotros podría recibir esas mismas bendiciones sin Su intervención en nuestro favor; y que jamás se dará “otro nombre ni otra vía ni medio por el cual la salvación pueda venir a los hijos de los hombres, sino en y por medio del nombre de Cristo, el Señor Omnipotente” (Mosíah 3:17; véase Hechos 4:12).
Nuestro mensaje básico es que, con una entrega completa de Su cuerpo, Su sangre y la angustia de Su espíritu, Cristo expió tanto la transgresión inicial de Adán y Eva en el Jardín de Edén como los pecados personales de todos los demás que vivirían en este mundo desde Adán hasta el fin de los tiempos.
Algunas de esas bendiciones son incondicionales, como el don de la Resurrección. Otras bendiciones —al menos su pleno cumplimiento— son muy condicionales, y requieren guardar los mandamientos, realizar las ordenanzas y vivir como discípulo de Cristo.
Sea como fuere, el mensaje esencial del evangelio, el punto de partida para todas las demás verdades, es este, en palabras del propio Maestro: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Por lo tanto, la Expiación de Cristo, que hace posible ese regreso al Padre, debe ser vista con razón como el hecho central, el fundamento crucial y la doctrina principal del gran y eterno plan de salvación —“el plan de nuestro Padre Celestial”— que se nos ha encomendado enseñar.
No es de extrañar, entonces, que el apóstol Pablo, el más grande misionero que el mundo haya conocido (o al menos uno de ellos), dijera: “La predicación de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios… Porque los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Corintios 1:18, 22–23).
En todo esto se halla implícita una definición bastante simple del evangelio, al menos cuando se lo considera en su esencia. La palabra evangelio, tal como la usamos en inglés, nos llega a través del lenguaje escritural primitivo que significaba literalmente “buenas nuevas” o, a veces, “alegres noticias”. Las “buenas nuevas” eran que la muerte y el infierno podían ser vencidos, que los errores y pecados podían ser superados, que había esperanza, que había ayuda, que lo insoluble había sido resuelto, que el enemigo había sido conquistado. Las “buenas nuevas” eran que la tumba de cada persona algún día podría quedar vacía, que el alma de todos podría volver a ser pura, que cada hijo de Dios podría regresar al Padre que le dio la vida.
Esta es la esencia del mensaje transmitido por todo profeta que haya vivido y por todo apóstol llamado a esta obra. Es el mensaje que se nos ha llamado a declarar. Es el mensaje del ángel que se apareció a aquellos pastores judíos desprevenidos:
“Y he aquí, se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor; y tuvieron gran temor.
“Pero el ángel les dijo: No temáis, porque he aquí, os doy nuevas de gran gozo [o, en otras palabras, les traigo el evangelio personificado], que será para todo el pueblo.
“Que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lucas 2:9–11; énfasis añadido).
Probablemente haya muy pocos misioneros, si es que hay alguno, que no sepan de la centralidad de esta doctrina. Pero me ha sorprendido comprobar, al estar con los misioneros con regularidad, que esto no es algo que surja espontáneamente al hablar sobre la obra misional.
Por ejemplo, en las conferencias de zona —que son algunos de los mejores momentos de enseñanza que tenemos como Autoridades Generales con estos jóvenes élderes y hermanas—, he preguntado a los misioneros qué es lo que desean que hagan los investigadores como resultado de sus charlas con ellos.
“¡Que se bauticen!”, gritan al unísono.
“Sí”, digo, “queremos que se bauticen, pero ¿qué debe preceder a eso?”
Ahora se muestran algo cautelosos. Aha, piensan. Esto es una prueba. Es una prueba sobre la primera charla. “¡Leer el Libro de Mormón!”, grita alguien. “¡Orar!”, ruge un élder desde el fondo del salón.
“¡Asistir a la Iglesia!”, declara una de las hermanas en la primera fila. “¡Recibir todas las charlas!”, ofrece alguien más.
“Bueno”, digo, “ya han mencionado prácticamente todos los compromisos de la primera charla, pero ¿qué más quieren que hagan sus investigadores?”
“¡Que se bauticen!”, repite el coro por segunda vez.
“Élderes”, les imploro, “ya me han dicho lo del bautismo, ¡y aún sigo preguntando!”
Ahora están desconcertados. Deben ser compromisos de las otras charlas, piensan. “¡Vivir la Palabra de Sabiduría!”, dice alguien. “¡Pagar el diezmo!”, grita otro. Y así continúa.
No siempre hago este pequeño ejercicio en las conferencias de zona, pero a veces sí. Y debo decir que casi nunca los misioneros llegan a identificar las dos cosas más fundamentales que queremos que hagan los investigadores antes del bautismo: tener fe en el Señor Jesucristo y arrepentirse de sus pecados. Sin embargo, “creemos que los primeros principios y ordenanzas del Evangelio son: primero, Fe en el Señor Jesucristo; segundo, Arrepentimiento; [luego] tercero, el Bautismo por inmersión para la remisión de los pecados; cuarto, la Imposición de manos para comunicar el don del Espíritu Santo” (AF 1:4; énfasis añadido).
La nueva vida de un converso debe edificarse sobre la fe en el Señor Jesucristo y Su sacrificio redentor—una convicción de que Él realmente es el Hijo de Dios, que vive en este mismo momento, que en verdad es la puerta del redil, que solo Él tiene la llave de nuestra salvación y exaltación. Esa creencia debe ir seguida de un arrepentimiento verdadero, un arrepentimiento que muestre nuestro deseo de ser limpios, renovados y completos, un arrepentimiento que nos permita reclamar las bendiciones plenas de la Expiación.
Luego viene el bautismo para la remisión de los pecados. Sí, el bautismo también es para obtener la membresía en la Iglesia, pero eso no fue lo que el profeta José Smith eligió destacar en ese artículo de fe. Él recalcó que era un bautismo para la remisión de los pecados, enfocando nuevamente a ti y a mí, al misionero y al investigador, en la Expiación, en la salvación, en el don que Cristo nos otorga. Esto orienta al nuevo converso hacia las bendiciones de las “buenas nuevas”.
En un esfuerzo por mantener nuestra labor estrechamente vinculada al ministerio del Salvador, permítanme sugerir algunas cosas que todos podemos hacer para mantener a Cristo y Su Expiación en el primer plano de la conciencia de los miembros e investigadores.
Animen de todas las maneras posibles a que las reuniones de la Iglesia sean más espirituales, especialmente las reuniones sacramentales. Uno de los grandes temores de los misioneros, al menos en algunos lugares, es llevar a sus investigadores a la Iglesia. Y en verdad, los investigadores merecen sentir en la reunión sacramental esencialmente el mismo espíritu que sienten cuando están siendo enseñados por los misioneros.
También ayudará a orientar a los investigadores si los misioneros se toman un tiempo para explicar la ordenanza de la Santa Cena que los investigadores presenciarán: qué significa en cuanto a la renovación de los convenios bautismales, que los emblemas representan el cuerpo y la sangre del Salvador, y cosas por el estilo. Los misioneros podrían leer a estos investigadores las oraciones sacramentales tal como se encuentran en las Escrituras, podrían compartir algunas palabras de himnos sacramentales favoritos o hacer cualquier otra cosa que ayude a que estos nuevos visitantes y futuros miembros tengan una experiencia de aprendizaje poderosa al asistir a una reunión sacramental.
De manera similar, hagan todo lo posible por lograr que sus servicios bautismales sean una experiencia espiritual centrada en Cristo. Un nuevo converso merece que este momento sea sagrado, cuidadosamente planificado y espiritualmente edificante. Las oraciones, los himnos y ciertamente los discursos que se pronuncien—todos deberían enfocarse en la importancia de esta ordenanza y en la Expiación de Cristo, que la hace eficaz.
Probablemente ninguna otra reunión que llevamos a cabo en la Iglesia tenga una tasa tan alta de referencias y frutos bautismales futuros como la tiene un servicio bautismal. Muchos de los investigadores que asisten a un servicio bautismal (es decir, al servicio en que otra persona se bautiza) llegarán a su propio bautismo. Eso es más probable si dicho servicio es un momento espiritual, una oportunidad poderosa de enseñanza en la que quede claro, tanto para los participantes como para los visitantes, que este es un acto sagrado de fe centrado en el Señor Jesucristo; que es un acto de arrepentimiento que reclama el poder purificador de Cristo; que, por medio de Su majestad y Su Expiación, trae una remisión de los pecados así como, junto con la confirmación, la membresía en Su Iglesia. Misioneros, no se consuman tanto con el deseo de registrar un bautismo que se olviden ustedes mismos de lo que representa ese bautismo y lo que debe significar en la vida de ese nuevo miembro.
Durante toda la experiencia de enseñanza, los misioneros deben testificar del Salvador y de Su don de salvación para nosotros. Obviamente, deben testificar con regularidad de todos los principios que enseñan, pero es especialmente importante que testifiquen de esta doctrina central en el plan de nuestro Padre Celestial.
Hay varias razones para testificar. Una de ellas es que cuando se declara la verdad, esta provoca un eco, un recuerdo—aunque sea inconsciente—en el investigador, de que ya ha escuchado esa verdad antes… y por supuesto que la ha escuchado. El testimonio de un misionero invoca un gran legado de testimonio que se remonta a los concilios en los cielos, antes de que existiera este mundo. Allí, en aquel lugar anterior, estas mismas personas escucharon ese mismo plan y oyeron allí el papel que Jesucristo desempeñaría en su salvación.
“Entonces oí una gran voz en el cielo, que decía: Ahora ha venido la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche.
“Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, y no menospreciaron sus vidas hasta la muerte” (Apocalipsis 12:10–11; énfasis añadido).
Así que el hecho es que los investigadores no solo están oyendo nuestro testimonio de Cristo, sino que están escuchando ecos de otros testimonios más antiguos, incluso de su propio testimonio de Él, pues estuvieron del lado de los fieles que guardaron su primer estado y obtuvieron el privilegio de tener un segundo estado. Debemos recordar siempre que estos investigadores—cada hombre, mujer y niño—estuvieron entre los valientes que una vez vencieron a Satanás por el poder de su testimonio de Cristo. Así que cuando oyen a otros dar ese testimonio de la misión salvadora de Cristo, sienten algo familiar; les llega un eco de una verdad que ellos ya conocen.
Además, cuando das testimonio de “Jesucristo, y de él crucificado”, usando la frase de Pablo (1 Corintios 2:2), invocas el poder de Dios el Padre y del Espíritu Santo. El propio Salvador enseñó que dar testimonio debía ir antes que cualquier otra doctrina cuando visitó a los nefitas:
“De esta manera bautizaréis en mi nombre; porque he aquí, de cierto os digo que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo son uno…
“Y esta es mi doctrina, y es la doctrina que el Padre me ha dado…
“… Cualquiera que cree en mí, también cree en el Padre; y al [investigador] el Padre le dará testimonio de mí,
porque lo visitará [al investigador] con fuego y con el Espíritu Santo.
“Y así el Padre dará testimonio de mí, y el Espíritu Santo dará testimonio a él [al investigador] del Padre y de mí; porque el Padre, y yo, y el Espíritu Santo somos uno.
“… Esta es mi doctrina, y el que edifique sobre esto, edifica sobre mi roca; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ellos” (3 Nefi 11:27, 32, 35–36, 39; énfasis añadido).
Entonces, ¿por qué deberíamos dar un testimonio frecuente y poderoso de Cristo como Salvador, como Redentor, como el Cordero expiatorio de Dios? Porque al hacerlo se invita e integra el poder divino del testimonio que dan Dios el Padre y el Espíritu Santo, un testimonio que llega con alas de fuego al corazón mismo de los investigadores. Ese testimonio divino de Cristo es la roca sobre la cual todo nuevo converso debe edificar. Solo este testimonio del Ungido expiatorio, el Vencedor, prevalecerá contra las puertas del infierno. Así lo dice el mismo Hijo de Dios.
Estudien las Escrituras con diligencia y familiarícense con aquellos pasajes que enseñan y testifican de la misión redentora de Cristo. Nada tocará tanto su corazón ni conmoverá tanto su alma como las verdades de las que he estado hablando.
Pido especialmente a los misioneros de tiempo completo y a los miembros que enseñen sobre la Expiación de Cristo utilizando el Libro de Mormón. Lo digo con una clara inclinación, porque fue durante mi propia misión que llegué a amar el Libro de Mormón y la majestad del Hijo de Dios que allí se revela. En su enfoque incomparable en el mensaje mesiánico del Salvador del mundo, el Libro de Mormón es literalmente un nuevo testamento o (para evitar confusión) “otro testamento” de Jesucristo. Como tal, el libro se centra en aquello sobre lo cual siempre se han centrado los testamentos escriturales desde los días de Adán y Eva: la declaración a todos de que, por medio de la Expiación del Hijo de Dios, “como has caído, así puedas ser redimido; y toda la humanidad, tanto como quiera” (Moisés 5:9).
No hay espacio suficiente aquí para transmitir la maravilla y amplitud de estos discursos del Libro de Mormón, pero considera lo siguiente que dijo Nefi al comienzo de su ministerio:
“Y el mundo, por causa de su iniquidad, lo juzgará como cosa de nada; por tanto, lo azotarán, y él lo sufrirá; y lo golpearán, y él lo sufrirá. Sí, escupirán sobre él, y él lo sufrirá, por su bondad amorosa y su longanimidad hacia los hijos de los hombres.
“Y el Dios de nuestros padres, sí, el Dios de Abraham, y de Isaac, y el Dios de Jacob, se entrega a sí mismo… como hombre, en manos de hombres inicuos, para ser levantado, conforme a las palabras de Zenoc, y para ser crucificado, conforme a las palabras de Neum, y para ser sepultado en un sepulcro, conforme a las palabras de Zenós…
“Y todas estas cosas ciertamente han de acontecer, dice el profeta Zenós. Y las rocas de la tierra se hendrán; y a causa de los gemidos de la tierra, muchos de los reyes de las islas del mar serán conmovidos por el Espíritu de Dios a exclamar: ¡El Dios de la naturaleza sufre!” (1 Nefi 19:9–10, 12).
O esto de Nefi, al final de su vida:
“Y ahora bien, amados hermanos míos, después que hayáis entrado por esta senda estrecha y angosta, ¿pregunto si todo está hecho? He aquí, os digo que no; porque no habéis llegado hasta aquí sino por la palabra de Cristo, con una fe inquebrantable en él, confiando plenamente en los méritos de aquel que es poderoso para salvar.
“Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres. Por consiguiente, si seguís adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna.
“Y ahora bien, he aquí, amados hermanos míos, este es el camino;… esta es la doctrina de Cristo, y la única y verdadera doctrina del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (2 Nefi 31:19–21).
O esto de Jacob, el extraordinario hermano de Nefi, quien dio un discurso de dos días sobre la Caída y la Expiación:
“Yo sé… que en el cuerpo se mostrará a los que estén en Jerusalén…; porque le conviene al gran Creador que se someta al hombre en la carne y que muera por todos los hombres, a fin de que todos los hombres lleguen a estar sujetos a él.
“Porque así como la muerte ha pasado a todos los hombres, para cumplir el plan misericordioso del gran Creador, debe haber un poder de resurrección; y la resurrección ha de venir al hombre a causa de la caída; y la caída vino por motivo de la transgresión; y por cuanto el hombre llegó a ser caído, fueron separados de la presencia del Señor.”
“Por tanto, era necesario que hubiese una expiación infinita…
“¡Oh cuán grande es la bondad de nuestro Dios, que prepara un camino para que escapemos del asimiento de este monstruo terrible! Sí, ese monstruo, muerte e infierno, que yo llamo la muerte del cuerpo, y también la muerte del espíritu…
“Y viene al mundo para salvar a todos los hombres, si es que escuchan su voz; porque he aquí, sufre los dolores de todos los hombres, sí, los dolores de toda criatura viviente, tanto hombres, mujeres y niños, que pertenecen a la familia de Adán.
“Y sufre esto para que la resurrección pase sobre todos los hombres…
“Y él manda a todos los hombres que deben arrepentirse y ser bautizados en su nombre, teniendo una fe perfecta en el Santo de Israel, o no pueden ser salvos en el reino de Dios” (2 Nefi 9:5–7, 10, 21–23).
Considera esto del rey Benjamín:
“Porque he aquí, se acerca el tiempo, y no está muy distante, en que con poder, el Señor Omnipotente… bajará del cielo entre los hijos de los hombres, y habitará en un tabernáculo de barro, e irá entre los hombres haciendo grandes milagros, tales como sanar a los enfermos, levantar a los muertos, hacer que los cojos caminen, que los ciegos reciban la vista y los sordos oigan, y curando toda clase de enfermedades.
“Y echará fuera demonios, o los malos espíritus que habitan en el corazón de los hijos de los hombres.
“Y he aquí, sufrirá tentaciones, y dolor corporal, hambre, sed y fatiga, más de lo que el hombre puede sufrir, a menos que sea hasta la muerte; porque he aquí, sangre le brotará de cada poro, tan grande será su angustia por la maldad y las abominaciones de su pueblo.
“… Y aun después de todo esto, lo tendrán por hombre, y dirán que tiene un demonio; y lo azotarán, y lo crucificarán.
“Y resucitará al tercer día de entre los muertos…
“… Su sangre expía los pecados de aquellos que han caído por la transgresión de Adán, que han muerto sin saber la voluntad de Dios en cuanto a ellos, o que han pecado ignorantemente” (Mosíah 3:5–7, 9–11).
O, como último ejemplo, esto del gran patriarca Lehi:
“Por tanto, la redención viene por medio del Santo Mesías…
“He aquí, se ofrece a sí mismo como sacrificio por el pecado, para satisfacer las demandas de la ley, a todos aquellos que tengan un corazón quebrantado y un espíritu contrito; y a nadie más puede satisfacerse la ley.”
“Por tanto, ¡cuán grande es la importancia de dar a conocer estas cosas a los habitantes de la tierra, para que sepan que ningún ser humano puede morar en la presencia de Dios, sino es por los méritos, la misericordia y la gracia del Santo Mesías, quien se entrega a sí mismo en sacrificio según la carne y toma de nuevo su vida por el poder del Espíritu, a fin de efectuar la resurrección de los muertos, siendo él el primero en resucitar!
“Por tanto, es las primicias para Dios, en la medida en que intercederá por todos los hijos de los hombres; y aquellos que creen en él serán salvos” (2 Nefi 2:6–9; énfasis añadido).
Obviamente, reconoces que estos ejemplos son testimonios tomados solo de las primeras páginas del Libro de Mormón. Tal vez esto sea suficiente para darte una idea del tema urgente e impresionante que recorre todo ese registro sagrado. Con el propósito declarado en la portada de testificar que Jesús es el Cristo, no es de sorprender que el Libro de Mormón fuera el primer folleto misional—y aún sea el más poderoso—de esta dispensación. Como Lehi nos dice a ti y a mí: “¡Cuán grande es la importancia de dar a conocer estas cosas [de la Expiación] a los habitantes de la tierra!”
Testifico que cambiaremos vidas, incluidas las nuestras, si enseñamos la Expiación por medio del Libro de Mormón, así como, por supuesto, con todas las demás Escrituras.
Casi todo lo que he dicho aquí ha sido una ayuda dirigida al proceso misional, en última instancia hacia el investigador. Permítanme concluir con un testimonio más extenso sobre cómo el enfocarse en la Expiación ayuda a los misioneros, tanto de tiempo completo como miembros, y a los líderes misionales.
Cualquiera que haga obra misional, de cualquier tipo, tendrá ocasión de preguntarse: ¿Por qué esto es tan difícil? ¿Por qué no va mejor? ¿Por qué no tenemos más éxito más rápidamente? ¿Por qué no hay más personas uniéndose a la Iglesia? Es la verdad. Creemos en ángeles. Confiamos en milagros. ¿Por qué la gente no acude en masa a la pila bautismal? ¿Por qué el único riesgo de la obra misional no es simplemente resfriarse por estar empapado todo el día y toda la noche bautizando personas?
Tendrán ocasión de hacerse esas preguntas. Yo he reflexionado mucho al respecto. Les comparto este sentimiento como mi opinión personal: estoy convencido de que la obra misional no es fácil porque la salvación no es una experiencia barata. La salvación nunca fue fácil. Somos la Iglesia de Jesucristo, esto es la verdad, y Él es nuestro Gran y Eterno Cabeza. ¿Cómo podríamos pensar que sería fácil para nosotros, cuando jamás fue fácil para Él?
Me parece que los misioneros y los líderes misionales deben pasar, al menos por unos momentos, por Getsemaní. Los misioneros y los líderes misionales deben dar, al menos, uno o dos pasos hacia la cumbre del Calvario.
Ahora bien, por favor no me malinterpreten. No estoy hablando de nada que se acerque, ni remotamente, a lo que Cristo experimentó. Eso sería presuntuoso y sacrílego. Pero sí creo que los misioneros e investigadores, para llegar a la verdad, para alcanzar la salvación, para comprender algo del precio que se ha pagado, tendrán que pagar una pequeña parte de ese mismo precio.
Por esa razón, no creo que la obra misional haya sido fácil alguna vez, ni que lo sea la conversión, ni la retención, ni la fidelidad constante. Creo que se supone que debe requerir esfuerzo, algo que provenga de lo más profundo de nuestras almas.
Si Él pudo avanzar en la noche, arrodillarse, caer sobre Su rostro, sangrar por cada poro y clamar: “Abba, Padre (Papá), si es posible, pasa de mí esta copa” (véase Marcos 14:36), no es de extrañar que la salvación no sea algo frívolo ni fácil para nosotros.
“Por tanto, ¡cuán grande es la importancia de dar a conocer estas cosas a los habitantes de la tierra, para que sepan que ningún ser humano puede morar en la presencia de Dios, sino es por los méritos, la misericordia y la gracia del Santo Mesías, quien se entrega a sí mismo en sacrificio según la carne y toma de nuevo su vida por el poder del Espíritu, a fin de efectuar la resurrección de los muertos, siendo él el primero en resucitar!
“Por tanto, es las primicias para Dios, en la medida en que intercederá por todos los hijos de los hombres; y aquellos que creen en él serán salvos” (2 Nefi 2:6–9; énfasis añadido).
Obviamente, reconoces que estos ejemplos son testimonios tomados solo de las primeras páginas del Libro de Mormón. Tal vez esto sea suficiente para darte una idea del tema urgente e impresionante que recorre todo ese registro sagrado. Con el propósito declarado en la portada de testificar que Jesús es el Cristo, no es de sorprender que el Libro de Mormón fuera el primer folleto misional—y aún sea el más poderoso—de esta dispensación. Como Lehi nos dice a ti y a mí: “¡Cuán grande es la importancia de dar a conocer estas cosas [de la Expiación] a los habitantes de la tierra!”
Testifico que cambiaremos vidas, incluidas las nuestras, si enseñamos la Expiación por medio del Libro de Mormón, así como, por supuesto, con todas las demás Escrituras.
Casi todo lo que he dicho aquí ha sido una ayuda dirigida al proceso misional, en última instancia hacia el investigador. Permítanme concluir con un testimonio más extenso sobre cómo el enfocarse en la Expiación ayuda a los misioneros, tanto de tiempo completo como miembros, y a los líderes misionales.
Cualquiera que haga obra misional, de cualquier tipo, tendrá ocasión de preguntarse: ¿Por qué esto es tan difícil? ¿Por qué no va mejor? ¿Por qué no tenemos más éxito más rápidamente? ¿Por qué no hay más personas uniéndose a la Iglesia? Es la verdad. Creemos en ángeles. Confiamos en milagros. ¿Por qué la gente no acude en masa a la pila bautismal? ¿Por qué el único riesgo de la obra misional no es simplemente contraer pulmonía por estar empapado todo el día y toda la noche bautizando personas?
Tendrán ocasión de hacerse esas preguntas. Yo he reflexionado mucho al respecto. Les comparto este sentimiento como mi opinión personal: estoy convencido de que la obra misional no es fácil porque la salvación no es una experiencia barata. La salvación nunca fue fácil. Somos la Iglesia de Jesucristo, esto es la verdad, y Él es nuestro Gran y Eterno Cabeza. ¿Cómo podríamos pensar que sería fácil para nosotros, cuando jamás fue fácil para Él?
Me parece que los misioneros y los líderes misionales deben pasar, al menos por unos momentos, por Getsemaní. Los misioneros y los líderes misionales deben dar, al menos, uno o dos pasos hacia la cumbre del Calvario.
Ahora bien, por favor no me malinterpreten. No estoy hablando de algo que se acerque, ni remotamente, a lo que Cristo experimentó. Eso sería presuntuoso y sacrílego. Pero creo que los misioneros y los investigadores, para llegar a la verdad, para alcanzar la salvación, para comprender algo del precio que se ha pagado, deberán pagar una pequeña parte de ese mismo precio.
Por esa razón no creo que la obra misional haya sido fácil alguna vez, ni que lo sea la conversión, ni la retención, ni la fidelidad continua. Creo que se supone que debe requerir esfuerzo, algo que provenga de lo más profundo de nuestras almas.
Si Él pudo avanzar en la noche, arrodillarse, caer sobre Su rostro, sangrar por cada poro y clamar: “Abba, Padre (Papá), si es posible, pasa de mí esta copa” (véase Marcos 14:36), no es de extrañar que la salvación no sea algo frívolo ni fácil para nosotros.
Si alguna vez te preguntas si no habrá una forma más fácil, recuerda que no eres el primero en hacer esa pregunta. Alguien mucho más grande y más glorioso la hizo hace mucho tiempo.
La Expiación sostendrá a los misioneros tal vez incluso más profundamente de lo que sostendrá a los investigadores. Cuando luches, cuando seas rechazado, cuando se burlen de ti, cuando seas despreciado y considerado una burla, estarás hombro a hombro con la mejor vida que este mundo haya conocido jamás, la única vida pura y perfecta que se haya vivido. Tienes motivos para mantenerte firme y estar agradecido de que el Hijo Viviente del Dios Viviente conoce todas tus penas y aflicciones. El único camino a la salvación es a través de Getsemaní y hasta el Calvario. El único camino hacia la eternidad es a través de Él: el Camino, la Verdad y la Vida.
Testifico que el Dios viviente es nuestro Padre Celestial Eterno, y que Jesucristo es Su Hijo viviente y Unigénito en la carne. Testifico que este Jesús, que fue muerto y colgado en un madero (véase Hechos 5:30), fue el principal Apóstol entonces y lo es ahora, el Gran Sumo Sacerdote, la principal piedra del ángulo de Su Iglesia en esta última y más grande de todas las dispensaciones. Testifico que Él vive, que todo el triunfo del evangelio es que Él vive, y que porque Él vive, también nosotros viviremos.
En aquel primer Domingo de Resurrección, María Magdalena pensó al principio que veía a un jardinero. Y en verdad lo vio: el Jardinero que cultivó el Edén y que soportó Getsemaní. El Jardinero que nos dio la rosa de Sarón, el lirio de los valles, los cedros del Líbano, el árbol de la vida.
Declaro que Él es el Salvador del mundo, el Obispo y Pastor de nuestras almas, la Estrella Resplandeciente de la Mañana. Sé que nuestras vestiduras solo pueden ser lavadas en la sangre de ese Cordero, inmolado desde la fundación del mundo. Sé que somos levantados a la vida porque Él fue levantado a la muerte, que Él llevó nuestras penas y cargó nuestros dolores, y que con Sus llagas somos curados. Testifico que fue herido por nuestras transgresiones y molido por nuestras iniquidades, que fue varón de dolores, experimentado en quebranto, porque sobre Él fueron cargadas las transgresiones de todos nosotros (véase Isaías 53:3–6; Mosíah 14:3–6).
Testifico que Él vino de Dios como un Dios para vendar a los quebrantados de corazón, para enjugar las lágrimas de cada ojo, para proclamar libertad a los cautivos y abrir las puertas de la prisión a los que están aprisionados (véase Isaías 61:1). Prometo que, debido a tu fiel respuesta al llamamiento de compartir el evangelio, Él vendará tu corazón quebrantado, enjugará tus lágrimas y libertará a ti y a tu familia. Esa es mi promesa misional para ti y tu mensaje misional para el mundo.
























