
Confiar en Jesús
Jeffrey R. Holland
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“Los Amó hasta el Fin”
No es poca cosa “sostener” a otra persona. La palabra literalmente significa “apoyar” o, si se prefiere, “mantener en pie”. Cuando sostenemos la vida, la alimentamos, la mantenemos en marcha. Cuando sostenemos a un amigo, a un vecino o a un desconocido en la calle, brindamos apoyo, compartimos fortaleza, ofrecemos ayuda. Nos sostenemos mutuamente bajo el peso de las circunstancias presentes. Llevamos las cargas los unos de los otros bajo las intensas presiones personales de la vida.
Como en todo lo demás de nuestra experiencia, el Señor Jesucristo es nuestro ejemplo e ideal en este asunto tan importante de proporcionar sustento. Su brazo es el último bastión de fuerza, y Su resistencia es la que todo lo soporta. En ningún momento demostró esa devoción inquebrantable con más claridad que durante los momentos finales de Su vida terrenal, horas en las que bien podría haber deseado que otros lo sostuvieran a Él.
Mientras se preparaba la sagrada cena de esa última Pascua, Jesús se hallaba bajo la tensión de una emoción profunda e intensa. Solo Él sabía lo que estaba a punto de ocurrir, pero tal vez ni siquiera Él anticipó por completo la profundidad del dolor al que tendría que descender antes de que pudiera decirse: “El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo” (D. y C. 122:8).
En medio de esta cena y de tales pensamientos, Cristo se levantó en silencio, se ciñó como lo haría un esclavo o siervo, y se arrodilló para lavar los pies de los apóstoles (véase Juan 13:4–17). Este pequeño círculo de creyentes en este reino apenas fundado estaba a punto de pasar por su prueba más severa, así que Él dejaría de lado Su creciente angustia para poder, una vez más, servirles y fortalecerlos. No importa que nadie lavara Sus pies. Con una humildad trascendente, continuaría enseñándolos y purificándolos. Hasta la última hora —y más allá— sería Su siervo sustentador. Como escribió Juan, quien estuvo allí y contempló la maravilla de todo aquello: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1).
Así había sido, y así sería —durante la noche, en medio del dolor, y por la eternidad—. Siempre sería su fortaleza, y ningún sufrimiento en Su propia alma lo apartaría jamás de ese papel sustentador.
En el silencio iluminado por la luna de aquella noche del Cercano Oriente, cada dolor agudo, cada pena sentida en el corazón, cada injusticia aplastante y herida humana experimentada por cada hombre, mujer y niño de la familia humana habría de recaer sobre Sus cansados hombros. Pero en tal momento, cuando alguien podría habérselo dicho a Él, fue Él quien, en cambio, nos dijo a nosotros: “No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27).
“Estaréis tristes”, dijo Él—tristes, solos, asustados, y a veces incluso perseguidos—“pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. … Confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:20, 33).
¿Cómo puede hablar así? ¿De buen ánimo y gozo? ¿En una noche como esta? ¿Con el dolor que sabía que estaba por venir? Pero esas son las bendiciones que siempre trajo, y así fue como siempre habló—hasta el fin.
No podemos saber en qué medida comprendieron Sus discípulos los acontecimientos que se avecinaban, pero sí sabemos que Cristo enfrentó Sus momentos finales solo. En uno de los comentarios más sinceros que haría a Sus hermanos, dijo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38). Y los dejó para hacer lo que solo Él podía hacer. La Luz del Mundo se apartó de la compañía humana y entró solo en el huerto para enfrentarse al príncipe de las tinieblas. Avanzando, arrodillándose, cayendo sobre Su rostro, clamó con una angustia que tú y yo jamás conoceremos: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa” (Mateo 26:39). Pero sabía, por nuestro bien, que no podía pasar y que debía beber esa amarga copa hasta las heces.
Sus discípulos, comprensiblemente, estaban agotados y pronto se durmieron. ¿Y el sueño de Cristo? ¿Y Su fatiga? ¿Qué descanso o sueño podría sostenerlo en una prueba tan dolorosa? Esa simplemente no es Su preocupación aquí, ni parece serlo jamás. Él soportará. Él triunfará. No flaqueará ni nos fallará.
Aun en la crucifixión reinaría con la benevolencia y la dignidad de un Rey. De aquellos que desgarran Su carne y derraman Su sangre, dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Y al ladrón arrepentido a Su lado, le promete con ternura el paraíso. A Su amada madre no le puede hacer ningún gesto de cuidado con las manos. Así que simplemente la mira y le dice: “¡Mujer, he ahí tu hijo!” Luego, encomendándola al cuidado futuro de Juan, declara: “¡He ahí tu madre!” (Juan 19:26–27). Se preocuparía por los demás—pero especialmente por ella—hasta el fin.
Porque debía recorrer finalmente este lagar de la redención sin ayuda alguna, ¿podía soportar el momento más oscuro de todos, el impacto del dolor más grande? Este no viene con espinas ni con clavos, sino con el terror de sentirse completamente solo: “Eloi, Eloi, lama sabactani?… Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:34). ¿Podía llevar todos nuestros pecados y también nuestro temor y soledad? Lo hizo, lo hace y lo hará.
No sabemos cómo puede soportarse un dolor tan grande, pero no es de extrañar que el sol escondiera su rostro avergonzado. No es de extrañar que el velo del templo se rasgara. No es de extrañar que la misma tierra se convulsionara ante la aflicción de este hijo perfecto. Y al menos un centurión romano que vio todo esto comprendió algo de lo que significaba. Con asombro, pronunció la declaración para toda la eternidad: “Verdaderamente este era el Hijo de Dios” (Mateo 27:54).
La vida tiene su cuota de temor y de fracaso. A veces las cosas no salen bien, no están a la altura. A veces, tanto en la vida personal como en la pública, aparentemente nos quedamos sin fuerzas para seguir adelante. A veces las personas nos fallan, o nos fallan las economías y las circunstancias, y la vida, con sus dificultades y penas, puede dejarnos sintiéndonos muy solos.
Pero cuando esos momentos difíciles llegan a nosotros, testifico que hay una cosa que nunca, jamás nos fallará. Una sola cosa resistirá la prueba de todo el tiempo, de toda tribulación, de toda dificultad y de toda transgresión. Una sola cosa nunca deja de ser—y esa es el amor puro de Cristo.
“Me acuerdo”, clama Moroni al Salvador del mundo, “que tú has dicho que has amado al mundo, aun hasta dar tu vida por el mundo…
“… Ahora sé”, escribe, “que este amor que tú has tenido por los hijos de los hombres es la caridad” (Éter 12:33–34).
Después de haber visto morir una dispensación y destruirse toda una civilización, Moroni cita a su padre para todos los que quieran escuchar en algún día posterior (“postrero”): “Si no tenéis caridad, no sois nada” (Morm. 7:46). Solo el amor puro de Cristo nos sostendrá hasta el final. Es el amor de Cristo el que todo lo sufre y es benigno. Es el amor de Cristo el que no se envanece ni se irrita fácilmente. Solo Su amor puro le permite a Él—y nos permite a nosotros—soportar todas las cosas, creer todas las cosas, esperar todas las cosas y soportar todas las cosas (véase Morm. 7:45).
¡Oh amor radiante, amor divino!
¡Qué deuda de gratitud es la mía,
que en Su ofrenda tenga parte
y ocupe un lugar en Su corazón!
Testifico que, habiéndonos amado a nosotros que estamos en el mundo, Cristo nos ama hasta el fin. Su amor puro nunca nos falla. No ahora. Ni nunca. Jamás. De ese voto divino y sustentador a favor de todos nosotros, testifico.
























