La Continua EXPIACIÓN

La Continua EXPIACIÓN
Cristo no sólo cubre la diferencia,
Él es la diferencia.
Brad Wilcox


Capítulo 9

Fe sin obras
(y obras sin supervisión)

Dios quiere nuestra obediencia y nuestro sacrificio, pero sólo como un medio para lograr un fin. Él quiere que vivamos el Evangelio, pero también esto es un medio para lograr un fin. Lo que en última instancia Él quiere de todos nosotros es precisamente eso: a todos nosotros. Él quiere nuestra consagración.


Si “la fe sin obras es muerta” (Santiago 2:20), entonces las obras sin los debidos motivos están en cuidados intensivos. Cualquiera puede trabajar cuando es supervisado. Si mamá, papá, un maestro o un líder está mirando, hasta el más flojo puede actuar para dar la impresión de que se está esforzando al máximo. La clave está en trabajar con la misma intensidad cuando nadie está mirando. Eso es lo que Pablo observó y elogió en algunos de los primeros Santos cuando escribió: “Por tanto, amados míos, . . . siempre habéis obedecido, no en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia” (Filipenses 2:12).

En 1939, próximo al final de la Gran Depresión económica de los Estados Unidos, Channing Pollock escribió The Adventures of a Happy Man: Work Is Its Own Reward (Las aventuras de un hombre feliz: El trabajo es su propia recompensa). Allí él explicó que los seres humanos más desdichados son los holgazanes y los que combaten el aburrimiento, mientras que los más dichosos son aquellos que aprenden a trabajar. También señaló que el mejor de los trabajos nunca se hace a cambio de dinero, sino que es hecho por quienes creen en lo que están haciendo.

Los miembros de la Iglesia de Jesucristo sabemos mucho en cuanto a creer en lo que estamos haciendo. Sabemos mucho sobre el trabajar en la Iglesia sin la más mínima consideración de recibir remuneración. Sin embargo, todos trabajamos a diferentes niveles de motivación (véase Oaks, Puré in Heart, 37-49). Algunos trabajan por considerarlo un requisito, otros porque piensan que eso es lo que se espera de ellos, pero es de esperar que la mayoría trabaje al amparo de sus justos deseos.

PERCEPCIÓN DE REQUISITOS

Se oyó el siguiente intercambio entre dos misioneros en el Centro de Capacitación Misional después de una semana particularmente difícil: “¿Por qué está aquí?”, preguntó uno de ellos, “y no me diga que es porque quiere compartir la felicidad del Evangelio con otras personas”.

“Para serle sincero”, contestó el otro, “mi padre me prometió que me pagaría los estudios si servía una misión”.

“Tiene suerte”, comentó el primero. “Mi padre me hubiera botado de la casa si no iba”.

Una promesa de recompensas extrínsecas, llega a motivarnos a hacer muchas cosas, pero el miedo y el castigo también pueden motivar. Aunque dudo realmente que ningún padre fuera a “botar” a su hijo de la casa por no servir una misión, obviamente el temor a la reacción de un padre puede influir enormemente en la mente de un hijo. Nadie quiere meterse en problemas o ver que se le quiten sus privilegios. Todos cumplimos con nuestras responsabilidades porque queremos evitar repercusiones.

Aun cuando la idea de ser castigados ejerce influencia en nosotros, nunca llega a ser una motivación de largo plazo. Lo mismo sucede con las recompensas. Cualquier padre que haya intentado en algún momento animar a un hijo a obtener buenas calificaciones ofreciéndole dinero, comprende cuán rápido la motivación se desvanece. En poco tiempo la vigencia del trato debe acortarse o la cantidad de dinero tendrá que aumentar.

Felizmente, no muchos miembros de la Iglesia brindan su servicio sólo porque se les promete una recompensa o con la esperanza de evitar un castigo —aun eterno. La mayoría ha alcanzado un grado más elevado de motivación.

PERCEPCIÓN DE EXPECTATIVAS

Una cierta medida del trabajo en la Iglesia se lleva a cabo debido a las expectativas que se perciben. No recibimos premios ni somos amenazados, pero hay veces que nos acomete un agudo sentido del deber o de presión social. Un joven élder le dijo a su presidente de rama en el Centro de Capacitación Misional: “Venir a esta misión es la experiencia más atemorizante de mi vida. Soy muy tímido y no me gusta hablar con la gente en mi propio idioma, mucho menos en otro que tenga que aprender. Pero sabía que debía hacerlo; sabía que mi obispo y mis padres se iban a sentir muy defraudados si no salía a la misión”.

Aunque es mucho lo que se puede lograr a este nivel de motivación, no siempre nos hace sentir muy satisfechos espiritualmente. Por ejemplo, un miembro del barrio se sienta en la última fila de la capilla durante una reunión de testimonios. El miembro del obispado que dirige da su testimonio y dice con gran emoción: “Amo este Evangelio”. Al escuchar esas palabras, el miembro que está sentado en la última fila se pregunta a sí mismo: “¿Por qué no puedo sentir lo que él siente?”.

Las dos personas pueden estar en el mismo lugar, pero tal vez no estén allí por las mismas razones. El hombre al fondo de la capilla quizá haya ido por sentirse obligado —“tenía” que estar allí. El miembro del obispado posiblemente sienta un grado más alto de motivación: Está allí porque así lo quiere —porque le encanta. Como se oye decir a menudo, cada uno recibe en proporción a lo que da.

JUSTOS DESEOS

Todos quienes confían en encontrar un tesoro en los cielos lo lograrán al aprender a atesorar cosas celestiales. Nadie permanecerá en el reino celestial porque él o ella “tenga que” o “deba” hacerlo.

Para algunas personas, la historia familiar es una tarea, un trabajo, una responsabilidad. Se les tendría que ofrecer muchas recompensas para que se pusieran a buscar y organizar viejos registros familiares. Otros tal vez lo hagan tras escuchar un buen discurso que los hiciera sentirse particularmente culpables. Para mi padre, la historia familiar era una pasión. Papá hallaba dicha y satisfacción en la historia familiar; había que arrastrarlo para que se tomara un descanso.

Hay quienes se sienten igualmente apasionados hacia las computadoras, los animales, la jardinería o los deportes. Invierten tiempo en tales actividades porque les encanta hacerlo. ¿Por qué casi todos tomamos helado? No es porque mamá nos diga compulsivamente: “¡Si no terminas todo ese helado no hay zanahorias!” La mayoría lo tomamos porque nos encanta.

Al quedar atrapados en el feliz ciclo de amar lo que hacemos y hacer lo que amamos, el trabajo se transforma en una dicha. No miramos el reloj; de hecho, olvidamos que existe el tiempo. No trabajamos porque esté un supervisor a nuestro lado sino porque nos perdemos en lo que hacemos por amor.

Un misionero escribió: “Presidente, estoy perdidamente enamorado. No se preocupe, no es de una joven, sino de la obra. Me encanta la obra misional. No puedo hacerla a un lado; no puedo pensar en ninguna otra cosa. Realmente estoy perdidamente enamorado”.

Ese misionero no contaba días, bautismos ni encomiendas, sino que estaba concentrado en algo mucho mayor. Trabajaba sin supervisión, no porque se estaba probando a sí mismo ante Dios sino porque le estaba agradecido.

Claro que el amar lo que hacemos no quiere decir que cada instante de nuestra vida diaria se vea colmado de dicha indescriptible. Mi padre se enfrentó a muchas frustraciones al trabajar en su historia familiar. El misionero al que me refería anteriormente sintió calor abrazador en el verano y penetrante frío en el invierno, se iba a dormir agotado y algunas veces descorazonado.

En el Libro de Mormón aprendemos sobra aquellos que amaron a Dios tanto que ya no tenían “más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). ¿Quiere decir que nunca más se sintieron tentados? Por cierto que no, ya que eso habría limitado su albedrío. ¿Significa que nunca más cometieron errores ni volvieron a tener un mal día? No. Probablemente se metieron en problemas igual que nosotros, ya que vivían en el mismo mundo caído en que nosotros vivimos. El asunto no es si volvieron a tropezar o no, sino que no querían hacerlo. “Gracias a Dios, seremos juzgados no sólo por nuestras obras sino por los deseos de nuestro corazón” (Millet, Grace Works, 55; véase también Alma 41:3; D. y C. 137:9). El renovado pueblo del rey Benjamín probablemente volvió a pecar, pero con toda seguridad lo reconocieron y se arrepintieron sin perder tiempo (véase D. y C. 109:21). Vivieron en un constante espíritu de arrepentimiento debido a sus justos deseos.

DE UN NIVEL A OTRO

Pero, ¿qué tal si no deseamos hacer lo correcto? Es reconfortante oír que el Señor ve en el corazón (1 Samuel 16:7) —excepto cuando nuestro corazón desea hacer lo que no está bien. Si nos descuidamos, el hombre natural puede rápidamente convertirse más en un amigo que un enemigo. Lo que degrada puede resultar atractivo; lo que destruye puede ser apetitoso. Un amigo lo resumió de este modo: “No se trata solamente de una batalla constante entre lo que mi espíritu anhela y lo que he condicionado mi cuerpo a desear. Eso sería difícil pero posible de vencer. Mi problema es que honradamente deseo lo que la Iglesia dice que está mal”.

Únicamente Jesús tiene el poder de generar un cambio potente al educar nuestros deseos y al volver nuestro corazón del mal y hacia Él. En el juego de dardos tal vez no demos en el blanco todas las veces. Sin embargo, las oportunidades de hacerlo son mejores si apuntamos hacia el tablero en vez de hacerlo hacia la pared opuesta.

Aun cuando estemos yendo en la dirección correcta, tal vez nos encontremos en diferentes niveles de motivación en distintos aspectos de la vida. El Señor a veces se refirió a José Smith como Su siervo (véase D. y C. 1:17). Otras veces lo llamó Su hijo (véase D. y C. 121:7) o Su amigo (véase D. y C. 93:45). No hay duda de que hasta el mismo Profeta y sus allegados en la obra estaban progresando a través de los niveles de motivación. A los siervos se les requiere trabajar; de los hijos se espera que trabajen; sin embargo, los amigos trabajan porque lo desean. ¿Cómo fue que José y otros líderes de la Iglesia llegaron al punto de sentirse, en todo momento, motivados por justos deseos? Para ellos, al igual que para todos nosotros, el punto de partida fue la obediencia.

La mayoría de los jóvenes varones de la Iglesia en la actualidad no crecen escuchando al Coro del Tabernáculo, levantándose temprano y usando camisa blanca y corbata a diario. No obstante ello, cuando salen a la misión, están dispuestos a hacer esas cosas con el fin de ser obedientes. Al obedecer y hacer sacrificios, empiezan a ver razones detrás de las reglas. La Restauración no fue sencillamente una restauración de reglas, sino también de razones. “Por tanto, después de haberles dado a conocer el plan de redención, Dios les dio mandamientos” (Alma 12:32; énfasis agregado).

Cuando un joven misionero empieza a entender por qué se despierta temprano y por qué debe evitar la música mundana, le resulta más fácil hacer esas cosas. Al crecer en comprensión y obediencia, el Espíritu confirma la exactitud de sus decisiones y le resulta más fácil obedecer. Pese a todo, el saber por qué es necesario que sea amigable, que dé un buen ejemplo, que sonría a extraños y preste todo tipo de servicio, no quiere decir que siempre le va a encantar lo que hace. Tomemos como ejemplo el comer legumbres; sabemos que son importantes y que son provechosas para la salud, y es por eso que nos forzamos a comerlas aun cuando al principio no nos encantan.

No somos malas personas porque tengamos malos hábitos, sino que somos buenas personas que tratan de desarrollar buenos hábitos.

Entonces, ¿cómo damos un salto hasta el nivel más alto de motivación, realmente queriendo hacer lo que estamos haciendo? Ayuda el estar con personas que ya lo hayan hecho. Cuando estamos en compañía de personas justas y felices que aman lo que hacen, tal vez nos contagiemos. Tener un testimonio también es de gran ayuda. Nada puede motivarnos más que el llegar a conocer la verdad por nosotros mismos. Sin embargo, hay muchas personas que tienen un testimonio firme y amigos positivos y fieles, pero aun así les cuesta demasiado amar la orientación familiar y hablar en reuniones de la Iglesia.

Cuando tratamos de purificar nuestros motivos, podemos considerar cómo fue que alcanzamos niveles más altos de motivación en otros aspectos de la vida. ¿Qué fue lo que aprendimos a amar que al principio no nos agradaba? Para algunas personas puede ser escuchar música clásica, mirar la conferencia general o conducir un automóvil de cambio manual. Más allá de cuál sea la actividad, nunca se trató, realmente, de seguir haciéndolo hasta que nos acostumbráramos, sino de ver más allá de la actividad hasta encontrar un propósito mayor.

Quizá la música clásica haya surtido un cierto efecto en nuestras emociones; el conducir un auto con cambio manual nos haya hecho sentir en control, o la conferencia general nos haya llevado a sentir el Espíritu, ayudándonos a acercarnos más a Dios. A medida que nuestra perspectiva se amplía, estas cosas se transforman no en puntos de una lista de verificación sino en parte de quienes realmente somos. Con una perspectiva más amplia, de pronto ya no podamos imaginar la vida sin mirar o escuchar la conferencia general o conducir un automóvil de cambio manual, y no logremos entender por qué no todas las personas hacen lo mismo. Tal vez lleguemos a sentir tristeza genuina por quienes se están perdiendo esas cosas. Tales experiencias dejan de ser un fin en sí mismas y pasan a ser medios para lograr fines de mayor magnitud. Ése es el poder de una visión más amplia que nos permite ver “de lejos” (Génesis 22:4; Hebreos 11:13).

Una de las muchas bendiciones del templo es la visión ensanchada que éste nos ofrece. ¿Por qué mandó Dios a los Santos que se sacrificaran y terminaran el Templo de Nauvoo aun cuando estaban siendo forzados a dejarlo atrás? Él sabía que la visión que ellos obtendrían en el santo templo les dotaría de la motivación que necesitaban para hacer frente a las pruebas que les aguardaban. Del mismo modo, Dios puede proveer una visión más amplia no sólo a nuestros ojos sino a nuestro corazón.

El élder Neal A. Maxwell enseñó que cuando la gente cae por carecer de autodisciplina, es porque “su perspectiva se encoge” (We Will Prove Them Herewith, 26). En la biografía del élder Maxwell nos enteramos de cómo él tuvo autodisciplina y controló sus pasiones: manteniendo la “visión de su misión” (Hafen, A Disciples’s Life, 289). El mismo Dios que proveyó esa visión ampliada a los Santos de principios de esta dispensación y al élder Maxwell, no sólo puede sino que habrá de proveérnosla a nosotros. Entonces debemos asimos de ella y nunca perderla.

Un joven describió el proceso de crecimiento por el cual pasó cuando aprendió a llevar un diario personal. Él dijo: “Cuando mi presidente de estaca me apartó para la misión, me hizo el desafío de escribir en mi diario todos los días”. El misionero lo aceptó y cumplió con él. Al principio fue sólo por obediencia, a fin de poder dar un informe a su presidente de estaca sin sentirse culpable. Más tarde, cuando estaba en el C.C.M. se le enseñó en cuanto a los beneficios de llevar un diario personal, especialmente sobre lo que aprendía en sus estudios. El élder explicó: “Las palabras allí escritas validaban lo que estaba haciendo y dieron nueva vida a mis esfuerzos. Pensé que un día mis nietos tal vez disfrutarían la lectura de mi diario personal”. Sin embargo, con el paso del tiempo, el llevar ese diario se transformó en una manera de alcanzar nuevas metas. El misionero continuó diciendo: “Mi diario llegó a ser un lugar donde pensar y descubrir. Cuando tenía necesidad de desahogarme, iba a mi diario; no sabía que haría sin él. Comprendí que ya no lo llevaba por complacer a mi presidente de estaca ni tampoco por mi posteridad, lo estaba haciendo por mí pues me encantaba”.

Dios quiere nuestra obediencia y nuestro sacrificio, pero sólo como un medio para lograr un fin. Él quiere que vivamos el Evangelio, pero también esto es un medio para lograr un fin. Lo que en última instancia Él quiere de todos nosotros es precisamente eso: a todos nosotros. Él quiere nuestra consagración.

“La obediencia es la primera ley de los cielos”, enseñó Joseph F. Smith (Journal of Discourses,16:248). Sin embargo, la obediencia es apenas el punto de partida que permite que el resto de la escalada se haga posible. ¿Hay alguna duda de que los apóstoles van a estudiar las Escrituras, escuchar música apropiada y ser buenos ejemplos para los demás? Ninguna. ¿Por qué?, ¿por qué sienten que es un requisito?, ¿por qué es su trabajo? ¿Lo hacen porque saben que alguien los estará observando? No. Se debe a que tales conductas se basan en creencias que constituyen la esencia de quienes ellos son. Estos siervos de los cielos viven vidas consagradas, y es posible que cada uno de nosotros viva de igual manera.

La investidura del templo deja en claro que Dios nos puede ayudar a progresar a través de los diferentes niveles de motivación. Aquellos que poseen el Sacerdocio Aarónico pueden llegar a recibir el Sacerdocio de Melquisedec. Los que están en el salón telestial pueden llegar al salón celestial. Lo que empieza como obediencia y sacrificio puede terminar como consagración.

LA MAYOR MOTIVACIÓN

¿Por qué expió Cristo por nosotros?, ¿fue acaso un requisito? Después de todo, a Él se le había prometido todo cuanto el Padre tenía. ¿Fue esa recompensa lo que motivó a Cristo a expiar por todos nosotros? No. ¿Fue tal vez el temor al castigo, la amenaza de tormento sinfín y las tinieblas de afuera? No.

Tal vez lo hizo por sentirse obligado. Él era el mayor; era Su responsabilidad y todos esperaban que lo hiciera. ¿Fue deber lo único que ocupaba la mente del Salvador cuando dirigió Sus pasos hacia el Jardín de Getsemaní y hacia la cruz? No.

Esta es apenas una posible respuesta: Jesús no solamente tenía una perspectiva mayor, sino que tenía la perspectiva completa. No tenía apenas una visión más grande, sino que tenía una visión perfecta.

¿Se libró, acaso, del castigo eterno? Sí. ¿Recibió recompensas eternas? Sí. Pero no eran tales cosas Su motivación, sino sencillamente consecuencias resultantes de Su elección a un nivel más elevado. ¿Cumplió con las obligaciones de Su primogenitura? Sí. ¿Complació al Padre? Sí. Pero esas cosas fueron también consecuencias y no motivos. Lo que motivó a Jesús fue la mayor de todas las motivaciones —un amor puro, perfecto e infinito.

Mientras servía en mi juventud como misionero en Chile, conocí a un muy buen hermano, Edward Howard, quien servía como representante regional. Nos hicimos buenos amigos y después de terminar mi misión seguimos en contacto por años. Me sentí muy conmovido por algo que escribió en una carta que recibí de él: “He estado dedicando la mayor parte de mi tiempo al cuidado de mi esposa. Ella sufrió un derrame cerebral hace tres años que la ha dejado totalmente limitada y casi ciega. Soy su enfermero las 24 horas del día. Debido al amor que siento por ella esto no es un sacrificio para mí. A menudo pienso que fue el amor lo que hizo que el Señor lograra sobrellevar Su sacrificio”.

La motivación del Salvador —tan clara para nosotros como miembros de Su Iglesia— es a menudo puesta en tela de juicio o malentendida por muchos seres humanos en el mundo. Un hombre hasta trató de convencerme de que no era apropiado agradecer a Jesús por la salvación. “Es con Judas con quien deberíamos estar agradecidos”, dijo. “Es a él a quien debemos alabar y honrar. Es a Pilato y a los soldados romanos a quienes tenemos que agradecer, pues si Judas no hubiese traicionado a Cristo y Pilato no hubiera mandado a los soldados que lo mataran, Jesús jamás habría hecho lo que hizo”.

¿Cuán confundida puede estar la gente? Jesús no murió debido a Judas, sino por Judas. Pilato trató de lavarse las manos de la sangre de Cristo, pero la única esperanza que Pilato tiene de ser lavado es por medio de la sangre de Cristo. Los soldados romanos no reclamaron la vida de Cristo. Él tenía “vida en sí mismo” (Juan 5:26) y escogió entregarla libremente por ellos y por nosotros.

FE Y OBRAS

Así como podemos apreciar cuán confundido estaba ese hombre, muchas personas fuera de la Iglesia creen que los mormones estamos igualmente confundidos. Creen que tratamos de hallar la salvación más allá de Jesús. Ven los esfuerzos de los Santos de los Últimos Días por vivir el Evangelio y perseverar hasta el fin como intentos vanos de compensar nuestros pecados y salvarnos. En vez de ver que nuestras obras se basan en la fe, ven las tareas que llevamos a cabo y los llamamientos que magnificamos como una evidencia de que creemos que no necesitamos un Salvador. Ven cada billete o moneda que donamos como una declaración de que confiamos más en las obras que en la fe. Tal vez nos juzguen debido a que no pueden ver nuestros motivos. Por cierto que marchamos a un compás que ellos no pueden oír —pero no se trata de un compás distinto, sino del único compás verdadero. Hasta tanto ellos oigan Su compás, no llegarán a entender por qué movemos los pies.

“Y Dios conceda, en su gran plenitud, que los hombres sean llevados al arrepentimiento y las buenas obras, para que les sea restaurada gracia por gracia” (Helamán 12:24). Perdonamos a otras personas tal como Cristo nos perdona a nosotros. Amamos a los demás como Cristo nos ama. Servimos a nuestro prójimo tal como Él nos sirve a nosotros, no con el fin de merecer la gracia, sino de aceptarla y ofrecerla a los demás tan libremente como nos es ofrecida.

Los Santos de los Últimos Días enseñamos clases matutinas de seminario, llevamos alimentos a quienes no tiene un hogar, tratamos de evitar formas inapropiadas de entretenimiento, abandonamos malos hábitos, hacemos sacrificios para ir al templo, y todo eso, no en lugar de la fe, sino como un producto inevitable de nuestra fe —no para ganamos la gracia, sino para devolver gracia por gracia. Al igual que Pablo, podemos decir:

“. . . en el día de Cristo yo pueda gloriarme de que no he corrido en vano, ni he trabajado en vano” (Filipenses 2:16).

El supuesto conflicto entre la fe y las obras parece ser tan antiguo como las mismas Escrituras. Tal vez resulte difícil alcanzar una resolución ya que los debatientes generalmente examinan la fe y las obras a un solo nivel. Se puede hallar una resolución sólo al considerar lo que hay detrás de la fe y debajo de las obras. Tanto la fe como las obras se hacen posibles únicamente mediante la Expiación, pero ambas se vuelven una parte continua de nuestra vida cuando llegamos a comprender la naturaleza continua de la Expiación. Esta perspectiva nos permite considerar los motivos que nos facultan para hallar y mantener el equilibrio esencial entre las dos cosas. Lo que más vale preguntar no es: “¿Soy salvo por le fe o por las obras?”, sino: “¿Qué es lo que motiva esas dos cosas en mi vida?”.

El poeta Henry Wadsworth Longfellow (1807-1881) escribió las siguientes líneas:

Las cimas que grandes hombres alcanzaron y mantuvieron no fueron conquistadas en un vuelo repentino;

Sino que, mientras sus compañeros durmieron, en la noche se esforzaron por llegar a su destino.

Lejos de considerarme un poeta, me he tomado la libertad de asociarme a Longfellow y agregar algunas palabras a las suyas:

Si las cimas que grandes hombres alcanzaron y mantuvieron
no fueron conquistadas en un vuelo repentino;

si fue que ellos, mientras sus compañeros durmieron,
en la noche se esforzaron por llegar a su destino,
¿qué fue entonces lo que los motivó a escalar?,
¿qué fue lo que sus compañeros nunca sintieron?
¿Fue el miedo o el premio a lograr?,
¿fue por obligación que se comprometieron?
Toda cima por grandes hombres conquistada
por el amor puro está siempre motivada.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario