Que significa Conocer a Cristo

Que significa Conocer a Cristo
por George W. Pace
Profesor en el Departamento de Religión en la (BYU).


En este poderoso y sincero discurso, el profesor George W. Pace nos invita a reflexionar sobre una de las preguntas más profundas del Evangelio: ¿Qué significa realmente conocer a Jesucristo? Más allá de la afiliación a la Iglesia o del conocimiento doctrinal, Pace nos enseña que conocer al Salvador es una experiencia personal, transformadora y continua, que implica llegar a amarlo, seguirlo, y permitirle cambiar nuestro corazón.

Hablando desde su propia vida y su testimonio, el autor dirige su mensaje a los que tienen hambre y sed de justicia, a quienes desean sinceramente profundizar su fe y su relación con el Señor. Con humildad, y acompañado por el Espíritu, Pace declara que el propósito de todas las enseñanzas, ordenanzas y programas de la Iglesia es acercarnos a Cristo, ayudarnos a conocerle y confiar plenamente en Él.

Este discurso es una invitación a rendir nuestra voluntad al Salvador, a orar con fervor, a dejarnos cambiar por su expiación, y a vivir con la certeza de que Cristo vive, nos ama profundamente, y desea guiarnos en cada aspecto de nuestra vida.


¿Qué significa conocer a Cristo?

Por George W. Pace
George W. Pace fue profesor en el Departamento de Religión de la (BYU).


Hermanos y hermanas, me doy cuenta del hecho de que ustedes han venido aquí para ser alimentados. Sé que, en verdad, tienen hambre y sed de las cosas de rectitud, y siento profundamente la responsabilidad que tengo de estimular sus corazones, de tocar sus almas, para que procuren obtener, tal vez con más fuerza, un entendimiento más claro y completo de la majestad del evangelio de Jesucristo. Reconozco mis limitaciones y entiendo que, a menos que el Espíritu de Jesucristo esté presente, nuestras vidas no serán tocadas, y simplemente tendremos una experiencia social e intelectual. Pero, si el Espíritu del Señor está presente, algo puede suceder: nuestras vidas pueden ser transformadas y podemos captar nuevas perspectivas y dimensiones del propósito de Él en nuestras vidas. Espero con todo mi corazón que este sea el caso.

No puedo hablar en ocasiones como esta sin recordar el testimonio final de Nefi, cuando dijo:

“Y yo, Nefi, no puedo escribir todo lo que se enseñó entre mi pueblo; ni tengo poder para escribir lo que se habla; porque cuando uno habla por el poder del Espíritu Santo, el poder del Espíritu Santo lo lleva al corazón de los hijos de los hombres…” (2 Nefi 33:1).

Tengo confianza, hermanos y hermanas, en que Él, en verdad, viene al ser invocado. Mi vida ha sido transformada en varias ocasiones al oír las palabras de vida eterna.

Quisiera hablar sobre “qué significa conocer a Cristo”. Hermanos y hermanas, incluso al plantear este tema, reconozco cuán sagrado es. ¡Sé que Él vive! Sé que ha cambiado mi vida, y sé que Él está dispuesto a guiarnos y a darnos un sentido de paz y una maravillosa dimensión de vida, para que la mortalidad pueda convertirse en una experiencia estimulante y transformadora del alma. Lo que puedo expresar respecto a lo que significa conocer a Cristo es solo una parte de lo que realmente se puede llegar a conocer. Lo que deseo compartir proviene, en gran medida, de haber experimentado —aunque sea en cierta medida— la realidad de Su vida y de Su misión.

Al reflexionar sobre la vida del profeta José Smith, considero que la Primera Visión es la gran piedra angular de un testimonio del evangelio restaurado de Jesucristo. Y, aunque me llena de entusiasmo el hecho de que el profeta José invitara a todos los miembros de la Iglesia a ir a sus propias arboledas sagradas para descubrir por sí mismos que el Salvador vive en verdad; para descubrir que cada uno de nosotros puede llegar a conocerlo, tal como él, José, lo conoció; para comprobar por nosotros mismos que podemos recibir, mediante ese maravilloso conocimiento de Cristo, el poder necesario para cambiar nuestro corazón y nuestra vida. Tal es la esencia misma de Cristo: que nuestras vidas reflejen Su vida y Su gloria.

Veo la vida y la misión de José Smith como un esfuerzo por convencer a los miembros de la Iglesia de que es posible que todos nosotros conozcamos al Señor mejor que a cualquier otra persona sobre la faz de la tierra; que el gran propósito y la razón de ser de la Iglesia es llevar a los individuos a Él.

Veo al profeta José Smith entregando su vida para que hombres y mujeres pudieran comprender que son redimidos por una persona —una personalidad divina— mediante la sangre del Hijo de Dios. Veo a José Smith viviendo y muriendo para que esa verdad quedara profundamente grabada en nuestros corazones, para que entendiéramos que pertenecer a la Iglesia es un paso hacia un fin, y no un fin en sí mismo; que la Iglesia se estableció como una institución divina con el propósito de colocarnos en una posición en la que podamos aprender los principios fundamentales del evangelio de Jesucristo y recibir las ordenanzas esenciales, a fin de que edifiquemos en nuestras vidas el poder del conocimiento necesario para conocer al Salvador, relacionarnos con Él, saber sin duda alguna quién es y comprender que es posible que Él entre por completo en nuestra vida para guiarnos y dirigirnos día a día.

Todavía, hermanos y hermanas, en toda nuestra participación y actividad en la Iglesia, muchas veces no llegamos a comprender que Él es el tema central del mormonismo. No reconocemos que es Él quien nos redime, y no una organización. No nos damos cuenta de que es nuestro compromiso con Él, y la fe que nos permite transformar nuestras vidas, lo que da verdadero significado a los programas de la Iglesia.

Aunque una participación plena en la Iglesia es importante, ser miembro activo no significa que uno conoce al Señor automáticamente. Hombres y mujeres pueden estar profundamente involucrados en las actividades de la Iglesia durante muchos años y aun así no conocer mejor al Salvador de lo que lo conocían al principio. Pienso que una advertencia importante para nosotros, como Santos de los Últimos Días, es que debemos dirigir todos nuestros esfuerzos a conocer mejor al Señor, porque es esa relación, al final, la que cambia nuestras vidas —y no simplemente nuestro deseo de cambiar la vida de otros.

Hermanas y hermanos, es de vital importancia reconocer que el hilo dorado que recorre todas las Escrituras es el mensaje de Jesucristo, y a este crucificado.

Hace poco, alguien me comentó: “Hermano Pace, una señora vino a una charla porque se enteró de que el discurso era sobre el Salvador.” Y pensé: “Ese tipo de experiencia no debería ser inusual. No representa correctamente el contenido de las Escrituras, los testimonios de las Autoridades Generales y el énfasis del Reino de Dios.”

Es posible convertirse a la Iglesia, pero no al Señor. Es posible, por decirlo así, recibir la herencia de la Iglesia y nunca ver completamente la imagen del Salvador emerger de manera total y clara. Aunque es posible convertirse a la Iglesia sin convertirse al Señor, no es posible convertirse verdaderamente al Señor sin llegar a estar también convertido a Su Iglesia.

En Mateo 7:21–23, el Señor declara:

“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.
Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?
Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.”

El presidente John Taylor, refiriéndose a este pasaje, dijo: “¿A quién, mis hermanos y hermanas, se refirió el Salvador? Se refirió a los miembros de la Iglesia.”

La cantidad de poder que he sentido en la vida de muchos excelentes miembros de la Iglesia se correlaciona con su conocimiento y entendimiento de Jesucristo. Ese poder se manifiesta en la medida en que han vinculado las ordenanzas y principios del evangelio con un Redentor viviente. Es evidente en sus enseñanzas del evangelio, pues lo incluyen en todo lo que enseñan, y todo gira en torno a la poderosa declaración de Pablo: “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna, sino a Jesucristo, y a este crucificado.”

Ese poder se vuelve radiante cuando se levantan y declaran, con convicción personal, que saben que Él vive. Es ese poder el que permite a los maestros y líderes de la Iglesia cumplir con su mayordomía de tal manera que, bajo su responsabilidad, se alcanza ese punto fundamental: la verdad más importante de todas.

Mientras dirigía el Instituto en Fort Collins, Colorado, se me invitó a enseñar en un seminario sin afiliación religiosa específica sobre la vida de Pablo. Confieso que la oportunidad de enseñar una clase en ese entorno, siendo yo parte del ministerio de seminarios e institutos, es sumamente rara. Sin embargo, la asociación de directores religiosos de la universidad me lo pidió, y aproveché la oportunidad. Asistieron muchos alumnos, todos protestantes, y durante cinco semanas tuve la oportunidad de enseñar sobre la vida de Pablo.

Si usted ha estudiado en detalle la vida de Pablo, sabrá que fue un hombre que, en verdad, sabía quién era el Señor, y cuya vida fue transformada completamente por el Salvador. Fue alguien que, como dicen las Escrituras, podía pensar como un revelador, y que incluía en todas sus enseñanzas a Jesucristo, y a este crucificado. No se puede estudiar la vida de Pablo sin reconocer su gran capacidad para enseñar acerca de Jesucristo a otras personas mediante su conocimiento y comprensión personal del Señor.

Por lo tanto, durante las cinco semanas que siguieron, tuvimos una experiencia verdaderamente hermosa. Les confieso que al principio fue muy difícil no hablar de José Smith o permitir que los misioneros estuvieran presentes a la salida de las clases, pero me dije: “No, esta vez no. Realmente haré un esfuerzo por no hacerlo… ¡ni siquiera en mi pila bautismal portátil en casa!”. (Eso debería darles una idea de cuán en serio me lo tomé).

Hubo momentos de gran ansiedad. En una ocasión, una señorita levantó la mano y preguntó:
—“Señor Pace, ¿por qué siente usted con tanta firmeza que las personas no deberían bautizarse hasta que tengan ocho años de edad?”
Y pensé: “¡Ay, el secreto se está revelando!”.
Mientras buscaba en mi mente una respuesta que no fuera denominacional, otra estudiante levantó la mano (¡bendita sea!) y dijo:
—“Yo sé por qué el Señor Pace siente eso. He estudiado sociología y psicología durante muchos años, y según lo que sé, las personas no alcanzan la responsabilidad moral hasta aproximadamente entre los siete y nueve años de edad.”

Durante cinco semanas compartí con ellos mi testimonio del Señor. Les dije que yo sabía que Él vive. Les testifiqué que, por medio de Él y de la participación en las ordenanzas y principios del evangelio, hombres y mujeres han tenido sus corazones cambiados y que, en verdad, pueden recibir Su luz, Su amor y Su poder. Creo que en esa experiencia di el testimonio más fuerte y firme de mi vida acerca de la realidad de Jesucristo, el Hijo de Dios.

Al concluir mi labor como maestro en ese seminario no afiliado, tomé asiento. Entonces alguien levantó la mano y preguntó:
—“Señor Pace, ¿podría decirnos a qué iglesia pertenece usted?”
Respondí:
—“Por supuesto. Soy miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, comúnmente conocida como la Iglesia ‘mormona’.”

Tan pronto como lo dije, se escucharon suspiros de sorpresa; algunos casi se cayeron de sus asientos. Entonces ocurrió una experiencia incómoda. Sin levantar la mano, un joven exclamó abruptamente:
—“¡Sr. Pace, ¿cómo pudo usted enseñarnos acerca de Jesucristo como lo ha hecho, siendo miembro de la Iglesia Mormona?!”

Ese comentario verdaderamente me dolió. Estoy seguro de que hago eco a sus sentimientos cuando digo que el gran mensaje del profeta José Smith y de la Iglesia restaurada es testificar al mundo que Jesucristo vive, que habla actualmente, y que está guiando y dirigiendo el destino de Su reino sobre la tierra.

Cuando ese joven dijo lo que dijo, pensé en mi corazón:

“Joven, no hay un pueblo sobre la faz de la tierra que pueda enseñar acerca del Salvador como los Santos de los Últimos Días. Él se ha aparecido en nuestra época; tenemos profetas vivientes que son Su voz sobre la tierra. Sabemos quién es Él. Sabemos que el don del Espíritu Santo es real, y tenemos tanto la condición divina como la responsabilidad sagrada de compartir este testimonio.”
Y me sentí desilusionado de que el hecho de que un “mormón” pudiera enseñar sobre Jesucristo como lo hice yo resultara tan difícil de aceptar para algunos.

De hecho, me puse en contacto con cada miembro de aquella clase y les pregunté si estaban de acuerdo con la evaluación que había hecho ese joven. Todos me respondieron que no lo estaban. También les pregunté si conocían personalmente a algún miembro de la Iglesia. Resultó que todos los que entrevisté habían sido vecinos de Santos de los Últimos Días.

Pensé en la gran responsabilidad que tenemos como miembros de la Iglesia de enseñar y guiar a quienes están fuera de ella hacia un conocimiento del Salvador. Esa experiencia, junto con muchas otras, me ha llevado una y otra vez a las Escrituras y a los testimonios de mis hermanos. Y estoy convencido de que el tema central de todos los profetas es este:

“Conocerle a Él” debe ocupar el centro de nuestras vidas, para que podamos ejercer fe en Él, y mediante esa fe, recibir Su poder divino para edificar Su reino sobre la tierra.

Recuerdo, por ejemplo, que cuando tenía 19 años, leí el Libro de Mormón con más intensidad que en cualquier otra ocasión de mi vida. Ese verano me encontraba cultivando la tierra, pasando mucho tiempo de rodillas. Después de unas pocas semanas de lectura intensiva, entré en la realidad de la verdad espiritual. Fui presentado de manera muy significativa al profeta Nefi. Supe, con certeza, que él realmente conocía al Señor.

Desde las primeras páginas del Libro de Mormón, se da testimonio de la maravillosa visión que recibió Lehi acerca de la venida de Jesucristo. En cada parte del libro me di cuenta de que todos sus profetas conocían al Señor; que Él les habló, que lo vieron cara a cara, y que deseaban profundamente hacerle entender a la gente que su relación con el Señor fue lo que les dio el poder, la fortaleza y la capacidad de hacer las cosas que hicieron.

Parecía que, con toda la fuerza de sus almas, proclamaban no solo que habían visto al Señor, sino que el motivo por el cual estaban registrando sus testimonios era para que otras personas también pudieran conocerlo con la misma profundidad con que ellos lo conocieron, para que pudieran obtener ese poder y experimentar los mismos cambios que Nefi. Que el velo fuera rasgado. Como joven de 19 años, este testimonio me llegó más poderosamente que cualquier otra cosa que hubiese experimentado antes.

Los profetas afirman que la realidad más grande de sus vidas es la relación que tienen con el Señor. Yo creo que es crucial que nos concentremos y nos aseguremos de que, en toda nuestra actividad, y en toda la instrucción que recibimos, la imagen del Salvador surja de forma cada vez más clara, para que podamos ejercer una fe mayor en Él.

En una ocasión, estaba de pie en un campo, regando remolachas. Había guardado en el bolsillo un relato que llevaba conmigo, y mientras estaba en ese campo, lo saqué y lo leí de nuevo. Era una experiencia que vivió el hermano Lorenzo Snow en el templo de Salt Lake City, cuando tuvo la oportunidad de ver al Señor. Tal vez muchos de ustedes recuerdan esta experiencia.

Lorenzo Snow tenía 84 años y era el presidente del Quórum de los Doce Apóstoles. Estaba inquieto por la delicada salud del presidente Wilford Woodruff. En su preocupación, el presidente Snow fue al cuarto de oración del templo, se puso la ropa del templo, y durante tres días y tres noches oró con fervor y ayunó intensamente ante el Señor, suplicando saber si el presidente Woodruff sería preservado con vida. Después de esos tres días, recibió la confirmación de que su vida sería preservada. Entonces, continuó con sus actividades regulares en la Iglesia.

Recuerdo que estaba en Brigham City, caminando por la calle, cuando alguien se le acercó y le entregó un telegrama que informaba que el presidente Woodruff había fallecido. Lorenzo Snow regresó inmediatamente al templo de Salt Lake City y fue otra vez al cuarto de oración con el mismo propósito. Oró diciendo:

“Padre Celestial, me has dicho en lo más profundo de mi corazón que revelarías tu mente y tu voluntad a mí en este momento con respecto a la Iglesia, para que yo pueda ser usado como tu instrumento de justicia, y que pueda ser sostenido y fortalecido en la edificación de tu reino.”

Oró durante un tiempo prolongado, y nuevamente sintió que el consuelo no le fue retirado. Se puso su ropa del templo, fue al cuarto celestial del templo, y al entrar en otra habitación, tuvo de repente una experiencia con el Señor. El Señor se le apareció, le dio dirección, orientación y consejo.

Ese día, hermanos y hermanas, mientras me encontraba en el campo leyendo ese relato, el testimonio del Espíritu vino a mi corazón: Lorenzo Snow en verdad vio a Jesucristo en el Templo de Salt Lake City. Con la confirmación de ese Espíritu, sentí una determinación profunda de crecer y desarrollar mi relación con el Señor.

Por medio de los tranquilos susurros del Espíritu Santo podemos saber quién es el Señor, y colocarnos en una posición en la que podemos llegar a conocerlo mejor que a cualquier otra persona sobre la faz de la tierra. Es con ese propósito que deseo compartir algunas observaciones.

Al ser bautizados y recibir el don del Espíritu Santo, somos puestos en una posición en la que, mediante la influencia del Espíritu Santo, podemos ser enseñados gradualmente sobre quién es el Señor. Aunque no tengamos la oportunidad de verle, podemos llegar a conocerlo tan profundamente que verle no cambiaría necesariamente nuestro conocimiento de Él. Es con ese propósito que los profetas nos invitan a esforzarnos y a aprender más perfectamente quién es el Salvador.

Aprecio profundamente el mensaje del élder Boyd K. Packer en la conferencia general de abril de 1971, cuando mencionó que muchas veces los miembros de la Iglesia preguntan a las Autoridades Generales si han visto al Señor. El hermano Packer explicó que la manera correcta de discernir cuánto se está manifestando el Señor a los miembros de la Iglesia es a través del testimonio que el Espíritu da cuando escuchamos los testimonios de Sus siervos. Esos testimonios, aunque se expresan en palabras sencillas y fundamentales, pueden ser confirmados poderosamente por el Espíritu, de modo que sabemos sin duda alguna que aquellos que los comparten gozan de una relación profunda con el Señor.

En otras palabras, a medida que tú y yo nos acercamos más al Señor, lo entendemos mejor, le entregamos nuestras vidas, y trabajamos con todo nuestro corazón para edificar Su reino, entonces, al escuchar testimonios expresados con palabras ordinarias pero confirmados por el Espíritu, sabremos sin duda que Su presencia, Su Espíritu y Su poder están siendo manifestados en gran medida en Su Iglesia.

Creo que eso fue precisamente lo que ocurrió cuando el hermano Bruce R. McConkie dio su discurso en la conferencia general del pasado domingo (abril de 1972). El Espíritu dio testimonio a miles y miles de personas cuando él dijo que sabía que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Dijo más de lo que expresaban sus palabras, porque el Espíritu confirmó su relación profunda y maravillosa con el Señor. El presidente Harold B. Lee le dijo al élder McConkie:

“Usted tenía el poder, y lo usó para elevar esta conferencia a nuevas alturas.”

Recuerdo que poco después de casarnos, mi esposa y yo regresamos de trabajar en el campo para escuchar una sesión de la conferencia general de abril. Mi esposa estaba planchando en la pequeña sala de nuestra casa, y me senté junto a ella para escuchar el testimonio de J. Reuben Clark, una de las Autoridades Generales más poderosas de esta dispensación. Mientras el presidente Clark daba su testimonio y hablaba de las poderosas bendiciones que había recibido, dijo que esas bendiciones significaban mucho más que las simples palabras que usaba. El Espíritu testificó con poder, y ambos lloramos. Ese fue, en verdad, el testimonio más poderoso que he escuchado de J. Reuben Clark sobre quién es el Salvador.

Por eso, sugiero que al escuchar y tratar de hacer las cosas que el Señor quiere que hagamos, llegamos a ser más aceptables ante Su presencia, y al hacerlo, Su poder se manifiesta, y comprendemos que Él literalmente se aparece en estos días, tal como lo hizo en la antigüedad.

El presidente Lee hizo esta profunda observación dos veranos atrás:

“Yo sé que esta es la obra del Señor. Yo sé que Jesucristo vive y que Él está más cerca de la Iglesia, y que se aparece más a menudo en lugares sagrados, que en cualquier otro lugar que nosotros construyamos. Espero que ustedes estén preparados cuando el Señor venga de nuevo y reine como Señor de señores y Rey de reyes.”

Aquellos de ustedes que han leído Alma capítulo 32 y comprenden lo que significa cuando los profetas hablan de tener un “conocimiento perfecto”, sabrán apreciar profundamente la siguiente declaración de nuestro amado presidente Joseph Fielding Smith. Él dijo:

“Yo tengo un conocimiento perfecto de que el Padre y el Hijo se aparecieron a José Smith en la primavera de 1820 y le dieron mandamientos para introducir la dispensación del cumplimiento de los tiempos.” (Conferencia General, octubre de 1970, pág. 8)

Recuerdo una ocasión en la que estaba sentado en una pequeña biblioteca en el Edificio José Smith de la Universidad Brigham Young, recibiendo instrucciones de un maravilloso presidente de estaca. Después de darnos los lineamientos fundamentales para el año escolar entrante, no tuvo dificultad en abrir su corazón y compartir con nosotros la maravillosa experiencia de haber escuchado la voz de Cristo. Testificó que, al oír la voz del Señor, se sintió más consciente de su mayordomía y de su responsabilidad ante Él. Mencionó que experimentó un aumento extraordinario de amor hacia el Salvador, y al dar ese testimonio, lloró de gozo. Al escucharlo, pensé en la gloriosa verdad de que hombres y mujeres hoy en día están teniendo oportunidades reales de relacionarse con el Señor de una forma profunda y transformadora.

Recientemente leí unas palabras del hermano Marion G. Romney, pronunciadas el 5 de marzo de este año ante un grupo de jóvenes adultos en el área de Los Ángeles (Estados Unidos). Él dijo:

“No sé si estoy más seguro ahora de que el evangelio es verdadero que hace 50 años. Nunca recuerdo haber tenido dudas sobre su veracidad, pero hay algo diferente ahora. Después de tres cuartos de siglo, estoy llegando al punto en que puedo alcanzar, tomar y abrazar suavemente esos anhelos que tuve en mi juventud. No será difícil ver más allá del velo, ver al Señor. He escuchado Su voz muchas veces.”

Y luego añadió: “No sabré con más certeza cuando me pare ante el Salvador —en un futuro no muy lejano— y lo vea, y aun toque las marcas en Sus manos y en Su costado. No tendré más fe en ese momento de la que tengo ahora al saber que el evangelio es verdadero.”

Cuando nos dedicamos al Señor mediante el estudio de las Escrituras, la oración ferviente y la edificación de Su reino, la realidad del Salvador se vuelve tan vívida y constante que Él llega a ser el centro mismo de nuestras vidas. Al amanecer, será la primera Persona en quien pensemos, y todo lo que digamos y hagamos estará influenciado por Él. Desde lo profundo de nuestros corazones se elevarán oraciones poderosas para conocer Su mente y Su voluntad, para que algún día podamos alcanzar Su estatura, Su carácter, Su disposición, Su personalidad.

Al contemplar la majestad de Jesucristo —Su propósito, Su inteligencia, Su obra, Su papel en la investidura del sagrado templo— y al reflexionar en la experiencia más sublime de esta dispensación, que es el testimonio de que Jesucristo ha resucitado y de que la vida en esta tierra está diseñada para que podamos verle y conocerle tal como Él es, nuestras almas se llenan de luz.

Mientras esperaba el inicio de la Segunda Venida, y estando en Provo, Utah, leí en el programa la siguiente admonición del presidente Joseph Fielding Smith:

“Ruego que las bendiciones del Señor sean derramadas abundantemente sobre aquellos que buscan Su rostro y se esfuerzan por servirle con todo el propósito de su corazón.”

¡Oh, hermanos y hermanas! Si tan solo pudiéramos emocionarnos verdaderamente por el hecho de que es posible conocerle, realmente relacionarnos con Él, ver Su rostro, entonces, gradualmente, al pasar los meses y los años, Él se convertirá en la realidad más grande de nuestras vidas. Y nunca nos encontraremos de pie frente a un púlpito, o enseñando una clase del sacerdocio o de la Escuela Dominical, sin que el deseo más profundo de nuestros corazones sea enseñar a Jesucristo, y a este crucificado; alentar a cada persona a entender que a través de Él pueden resolver todos sus problemas, superar sus limitaciones personales, y que pueden tener paz y amor verdaderos para llevar vidas profundamente significativas.

Entonces, con estas ideas en mente, quiero sugerir de manera más específica algunas cosas que son importantes para saber y comprender al Señor. Hay muchas verdades significativas que podría mencionar, pero creo que lo siguiente contiene todo lo esencial para conocer al Señor:

Primero: Conocer al Señor es saber que Él es literalmente el Hijo de Dios.

Han existido personas, de tanto en tanto, a quienes les ha resultado difícil aceptar que el Espíritu Santo vino sobre la virgen más pura de todas, María, y la preparó —literalmente— para estar en la presencia de nuestro Padre Celestial. Aquel que fue concebido por María es literalmente el Hijo de Dios.

El presidente Joseph F. Smith enseñó:

“Ahora, las Escrituras nos dicen que Jesucristo es el único Hijo de Dios en la carne. Para beneficio de las personas mayores: ¿cómo nacen los niños? Yo respondí: de la misma forma en que fue engendrado Jesucristo —no por Dios, sino por un hombre.
Muchas religiones cristianas creen que fue concebido por Dios, pero por medio del Espíritu que llenó a Su madre. Eso es absurdo. ¿Por qué el mundo no quiere recibir la verdad? ¿Por qué no creen en el Padre cuando Él dice que Jesucristo es Su Unigénito? ¿Por qué tratan de alterar Sus declaraciones y convertirlas en simples relatos históricos?
Debemos aceptar el hecho de que Dios Todopoderoso es el Padre de Su Hijo, Jesucristo. María, la virgen que no había conocido varón mortal, fue Su madre. Por medio de ella, Dios engendró a Su Hijo, Jesucristo, y Él nació en el mundo con poder e inteligencia como los de Su Padre. Dice el Padre Eterno: ‘Él es literalmente el Padre de Jesucristo.’”

Como Santos de los Últimos Días, reconocemos que el Salvador, siendo el Hijo de Dios, lo es en dos dimensiones esenciales:

  1. Es Hijo en sentido literal y biológico, habiendo heredado el carácter, la naturaleza divina y la disposición de Su Padre mediante ese nacimiento milagroso.
  2. Es Hijo en sentido espiritual, por medio de Su obediencia perfecta a la voluntad del Padre.

Desde su nacimiento en la tierra, Cristo creció gradualmente, desarrollándose en gracia hasta recibir la plenitud de gloria, conocimiento y entendimiento que provienen del Padre. Al recibir esa plenitud de forma progresiva, fue capacitado con poder divino para efectuar Su obra redentora.

Pero Jesús no se convirtió automáticamente en el Hijo espiritual del Padre. Como escribió Pablo:

“Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia.” (Hebreos 5:8)

Es fundamental comprender que el Salvador fue capaz de hacer todas estas cosas porque cedió completamente Su voluntad al Padre. Él sufrió y aceptó la voluntad del Padre en todo momento. Vivió bajo Su constante dirección y orientación. Aunque hizo milagros, enseñó con poder y realizó toda Su obra mediante el Espíritu, todo lo hizo conforme a la voluntad del Padre.

Jesús mismo dijo:

“…El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente.” (Juan 5:19)

Y también:

“Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, Él me dio mandamiento de lo que he de decir y de lo que he de hablar.” (Juan 12:49)

En otras palabras, Su vida entera fue vivida dentro del marco de la guía divina del Padre Celestial. Y porque estuvo completamente dispuesto a seguir la voluntad del Padre, pudo llevar a cabo Su gran obra de redención.

Yo creo que la verdad más sublime por la que nosotros, como Santos de los Últimos Días, podemos vivir, es esta:

Permitir al Salvador guiar totalmente nuestras vidas, tal como Él permitió que el Padre guiara la Suya.

Creo con todo mi corazón, por lo que he podido recibir mediante las inspiraciones del Espíritu, que si el Señor tuviera las cosas a Su modo, nuestra voluntad sería la misma que la Suya. Él nos colocaría, gradualmente, en una posición en la que pudiera decirnos qué debemos decir y qué debemos hacer. Él se encargaría de nuestras vidas, nos guiaría a toda verdad y, mediante el cultivo del espíritu y un deseo sincero de glorificar a Dios, nuestras almas serían llenadas completamente con Su luz.

Mientras más leo las Escrituras, más me emociona el concepto de desarrollar un poder de enseñanza que me coloque en una posición donde pueda ser guiado por Él, donde Su Espíritu y Su dirección estén presentes en todo lo que hago. Creo que este es el mensaje fundamental de la Santa Cena. Al comer el pan y beber el agua, estamos diciendo: “Recordaré cada día de mi vida la vida y misión de Jesucristo”, de modo que, al recordarlas, Su Espíritu pueda estar presente en mi vida. Entonces, finalmente, podré comportarme con los demás como Cristo lo haría, y ser una influencia que los eleve al Padre por medio de Cristo.

Ese es el gran mensaje que se halla en el ejemplo del Salvador: cómo Él se relacionó con el Padre. El Padre desea que tengamos ese mismo tipo de relación con Su Hijo, y será mediante esa relación que el Hijo podrá redimirnos finalmente ante Dios, el Padre, al término de nuestra vida mortal.

Ahora bien, cuando nosotros, como Santos de los Últimos Días, testificamos al mundo que Jesús es el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre en la carne, esto conlleva un significado mucho más profundo que el que suele ser enseñado o insinuado en el resto del mundo cristiano.

Recuerdo que dos veranos atrás, mientras conducía en la ciudad de Sacramento (California) para impartir un curso intensivo de una semana, escuchaba por la radio un discurso patriótico dado por Billy Graham en Washington D.C. Mientras escuchaba su mensaje, pensé:

“Billy, lo que dices sobre el patriotismo es importante, y ciertamente sientes convicción en lo que compartes. Pero no sabes quién es el Señor. Hablas de Él con frecuencia, pero realmente no sabes quién es. No sabes que Él tiene un cuerpo. No sabes que el Padre y el Hijo son dos seres separados y distintos. No sabes que es absolutamente necesario ser bautizado por inmersión. No sabes que no puedes hacer nada verdaderamente aceptable ante el Padre y el Hijo a menos que sea mediante autoridad divina. No conoces la majestad de los tres grados de gloria.”

Otra experiencia en Fort Collins podría ilustrar mejor este punto. Era costumbre en la universidad celebrar una “Semana de Énfasis Religioso”, y al concluirla, se organizaba una reunión en la que los asistentes podían expresar libremente cualquier desacuerdo. El invitado especial de esa semana fue un caballero distinguido, un cristiano que había servido durante diez años como misionero en China. Sus charlas fueron excelentes. Demostró un conocimiento profundo de las Escrituras y hablaba con frecuencia del Señor.

Después de su último sermón, nos reunimos en el sótano del Edificio Union para participar en la sesión de “no estoy de acuerdo”. Algunos ministros de iglesias locales, yo mismo y el invitado especial formamos un panel para defender el cristianismo.

Al bajar las escaleras y ver a los asistentes que representaban al grupo más radical —los disidentes— y escuchar el ruido de sus voces elevadas entre una nube de humo de tabaco, pensé:

“¡Jorge, esta va a ser una noche muy interesante!”

De inmediato noté que los miembros del panel no estaban realmente interesados en defender el cristianismo ni la divinidad de Cristo, sino que se centraban en compartir su conocimiento sobre la crítica bíblica y enfatizar el análisis social. En realidad, el panel parecía estar criticando el cristianismo junto con los que lo atacaban. Me quedé en silencio, un poco temeroso de decir algo, pensando que, como dice el dicho:

“Con la boca cerrada, no se mete uno el pie.”

Finalmente, porque la situación se había deteriorado tanto, tomé un micrófono en cada mano, me puse de pie, y por unos diez minutos compartí con todos los presentes mis sentimientos sobre el Señor. Les dije lo que nosotros, como Santos de los Últimos Días, sentimos acerca de Él. Les expresé que, al contrario de lo que muchos piensan, sí existen verdades absolutas, y que es importante que hombres y mujeres sean morales y puros. Es fundamental reconocer que hay un Dios ante quien somos responsables.

Di testimonio de que sé que Cristo vive, que vendrá de nuevo, y que cada uno de nosotros tendrá que rendir cuentas de lo que ha hecho con su vida. Fue una experiencia maravillosa poder dar mi testimonio en esa ocasión. Nunca antes en mi vida había sentido un derramamiento del Espíritu del Señor tan grande como esa noche.

En medio de ese grupo poco común para escuchar un testimonio tan directo, no les hablé de la apostasía, ni que la cristiandad de la que habían estado discutiendo no representaba la religión verdadera que expresa la mente y la voluntad del Señor. El Espíritu fue tan fuerte, las palabras vinieron con tanta claridad, que casi podía oír una voz interior, como la de “Abinadi”, emergiendo del suelo. Yo deseaba desesperadamente decirles:

“¡Dios vive de verdad! ¡Jesús es el Cristo! Y existen verdades absolutas que pueden traer gozo y una paz profunda a sus vidas.”

Asombrosamente, al concluir, todos quedaron en completo silencio por un momento. Luego, todos estallaron en aplausos. Apenas podía creerlo: ¡ese mismo grupo de personas que por dos horas había atacado despiadadamente al cristianismo, ahora, al escuchar a un testigo hablar con el poder del Espíritu sobre la existencia de valores absolutos, aplaudía como diciendo: ‘Gracias a Dios, ¡alguien sabe que Él vive realmente!’”

Menos de diez minutos después de que di mi testimonio, haciendo énfasis en la estatura divina del Salvador, un estudiante le preguntó a nuestro invitado:

“Señor, ¿cree usted que Jesucristo es divino?”

El grupo nuevamente quedó en silencio. Este caballero distinguido estaba a solo tres metros de mí. Observé cuidadosamente su rostro. Sonrió y respondió:

“Preferiría no decir que creo que Jesucristo es divino, porque si así lo creyera, eso le daría a Él la ventaja.”
Y luego añadió:
“¿Quién sabe? Tal vez después de veinte años entre otros, yo pueda llevar una vida mejor que la que Él llevó, y entonces lo veré como mi redentor.”

Cuando dijo eso, pensé:

“¡Oh, qué gran responsabilidad tenemos de implementar completamente el Evangelio en nuestras vidas, para que, cuando demos testimonio de que Él es el Salvador, la gente realmente sepa lo que eso significa!”

Significa que Él es, en verdad, el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre, y que por medio de Él nuestras vidas pueden ser transformadas, al recibir Su naturaleza mediante las ordenanzas y principios del Evangelio. Aceptar al Salvador como el Hijo de Dios implica reconocer que Jesús creció de gracia en gracia, gracias a Su obediencia total al Padre; y que nosotros también podemos crecer de gracia en gracia si nos entregamos plenamente a Cristo.

Segundo: Saber que Jesús es el Cristo es saber que podemos conversar con Él.

En una ocasión, el profeta José Smith dijo que el primer principio del Evangelio es conocer el verdadero carácter de Dios, y que podemos conversar con Él de la misma manera en que un hombre conversa con otro.

Permítanme sugerir que la clave para descubrir quién es el Señor es la oración ferviente. En verdad, el poder que necesitamos para emocionarnos profundamente por quienes somos, para desarrollar un sentido de destino y entender que estamos sobre la tierra por un propósito divino, proviene de la oración poderosa y diaria.

Los días más preciosos para mí son aquellos en los que me levanto temprano en la mañana, cruzo corriendo la calle hacia una arboleda y, luego de avanzar unos cien metros hacia el norte hasta el comienzo del cañón Roca en Provo, subo detrás de unas piedras para conversar con el Señor durante veinte o treinta minutos. No hay nada que me inspire más a perder mi vida en el servicio del Señor que orar. Nada me motiva más a estudiar las Escrituras, cumplir con mi deber como maestro orientador, asumir todas mis responsabilidades en la Iglesia, y especialmente a mostrar mayor amor a mi esposa, a mis hijos y a todas las personas, que el esfuerzo sincero en la oración ferviente al Señor.

He descubierto que si vivo bajo ese principio sencillo, de forma regular y constante, al terminar mis devociones matutinas, puedo vivir mi día con una determinación y un poder que no podría tener de ningún otro modo. Regreso a casa, despierto a la familia, comienzo las actividades del día, y me involucro en las muchas tareas que deben hacerse con un fervor e intensidad que nada más puede brindar.

Realmente creo que llegará un momento en nuestras vidas en el que el velo será rasgado, y al mirar atrás, nos asombraremos al darnos cuenta de que tuvimos a nuestro alcance conocimiento, revelación, consuelo y fortaleza, simplemente por pedirlo. Y que esas bendiciones estuvieron disponibles todo el tiempo… si tan solo le hubiéramos hecho saber que creíamos que la única manera de tener éxito en la vida era colocándola en Sus manos.

Y sin embargo, surge una gran pregunta:
¿Cómo se desarrolla la capacidad de conversar con el Señor, como un hombre conversa con otro?
¿Cómo se cultiva el deseo de hablar con Él más que con cualquier otra persona?

Ahora, eso puede parecer una afirmación fuerte —decir que nos gustaría hablar con el Señor más que con cualquier otra persona—, así que permítanme ilustrarlo.

A mí me encanta hablar con mi esposa. Hemos tenido conversaciones maravillosas, compartiendo nuestros sentimientos más profundos, tanto personales como espirituales, sobre el evangelio de Cristo. Me gusta hablar con ella, y creo que ella también disfruta nuestras conversaciones. Pero, tanto como aprecio esas charlas, he descubierto que no hay nadie con quien sea tan grato conversar como con el Salvador.

Cuando digo «conversar con el Señor», esto es lo que quiero decir: vamos al Padre en el nombre de Cristo, expresamos nuestra gratitud por las bendiciones que tenemos, y le pedimos guía y dirección. Aunque oramos al Padre en el nombre de Cristo, es el Salvador quien responde nuestras oraciones, y así, con el paso de las semanas, los meses y los años, la Persona que vamos conociendo más íntimamente es el Salvador.

Esto es coherente con todas las Escrituras. Los profetas afirman:

“Él es Aquel a quien conozco íntimamente. Él es el Mediador entre Dios y los hombres.”

El Padre nos presenta al Hijo primero, y si tomamos en serio nuestra relación con Él —si guardamos Sus mandamientos y llegamos a ser más semejantes a Él— entonces, el Salvador podrá introducirnos al Padre.

“Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar.”
—Mateo 11:27

Entonces, cuando hablo de “conversar con el Señor”, me refiero a acudir al Padre con una oración poderosa, y que, en el proceso, vamos familiarizándonos cada vez más con el Salvador mismo.

Ahora volvamos a la pregunta:
¿Cómo puedo desarrollar la capacidad de orar con poder al Señor?
Permítanme sugerir esta idea:

¡Usted y yo nunca aprenderemos a orar, a menos que oremos!

La única forma de aprender realmente a orar es acudir al Señor y comenzar a hablar… a hablar… a hablar con Él. Gradualmente, cuando Él vea que hablamos en serio y que deseamos tener una conversación de doble vía, Su Espíritu nos envolverá. Él nos indicará por qué cosas debemos orar, nos mostrará la dirección que debe tomar nuestra vida, y hará crecer en nosotros una paz y un entendimiento del propósito eterno de nuestra existencia.

Pero debemos estar dispuestos a querer conocerlo y a pagar el precio del esfuerzo sincero. Debemos reconocer que hay una gran labor espiritual en el desarrollo de la habilidad de orar. Y es curioso: estamos dispuestos a pagar altos precios por casi todo lo que deseamos alcanzar en la vida.

Veo estudiantes todos los días dispuestos a pagar un gran precio por una buena calificación. Yo mismo he estado dispuesto a hacer sacrificios importantes para obtener mi educación. Esto es verdad para todos nosotros.

Y sin embargo, con demasiada frecuencia no estamos dispuestos a pagar un precio similar para desarrollar una relación personal con el Señor, ni para adquirir el poder de la revelación personal que nos permita saber que Él está al mando de nuestras vidas, guiándonos, dirigiéndonos y dándonos orientación.

Y sin embargo, esa es la única manera de crecer, desarrollarnos y aprender las cosas que más necesitamos del Señor.

Años atrás, en mi primer año en la universidad, me matriculé en una clase de gimnasia en la Universidad del Estado de Utah. Al llegar a la clase, ya comenzada, me fijé en un gimnasta extraordinario realizando ejercicios en los fly rings (anillas voladoras). Fui testigo de una exhibición de habilidad tremenda.

Yo, que venía de la escuela secundaria y me consideraba medianamente atlético, lo observé y pensé:

“¡Qué maravilloso sería poder manejarme algún día en los anillos como lo hace él!”

Su postura, sus movimientos, sus giros, la musculatura de sus brazos… él sabía exactamente lo que hacía. Al concluir una vuelta, aprovechaba el impulso para posicionarse y volver a agarrar los anillos, continuando con más giros. El truco, claro, era atreverse a intentarlo, aunque lo que yo más deseaba era poder hacerlo lo más pronto posible.

Hablé con el entrenador, mejoré mi condición física, aprendí los fundamentos básicos de la gimnasia, pero nunca habría aprendido ese truco específico si no hubiera estado dispuesto a saltar y agarrar los anillos, ser empujado por alguien y girar hasta alcanzar la altura adecuada. ¡Qué experiencia era estar suspendido boca abajo, a metro y medio del suelo, en una vuelta elevada! Entonces, al escuchar al entrenador gritar:

“¡Suelta!”

…yo soltaba los anillos, con la esperanza de que, de alguna forma, mi cuerpo llegaría a la posición correcta para volver a agarrarlos. Qué difícil fue. Y, sin embargo, cuando decidí estar dispuesto a intentarlo, descubrí que ¡sí funcionaba!

Debo admitir, por supuesto, que a veces no funcionaba. Si soltaba demasiado pronto, salía volando de forma descontrolada, boca abajo, pensando que quizá sería el primer humano en órbita sin cápsula. Pero si soltaba demasiado tarde, los anillos se alejaban a dos metros, lo que no servía de mucho, ya que me hacía caer muy rápidamente al suelo.

Muchas veces descendí —involuntariamente— en posiciones extrañas. Al golpear el piso, mi reacción era mirar los anillos y decir:

“Nunca volveré a subirme ahí arriba.”

Pero al estar dispuesto a volver a intentarlo una y otra vez, gradualmente desarrollé la habilidad.

Cada día, veo a hombres y mujeres en la Iglesia que acuden al Señor en oración por períodos breves, generalmente cuando lo necesitan desesperadamente. Pero como no han pagado el precio espiritual, las respuestas no llegan, y concluyen de forma muy imprudente:

“Nunca volveré a acudir al Señor, porque realmente no sirve.”

También hay otros que trabajan diligentemente en la Iglesia, y que han sido bendecidos con entendimiento, habilidades administrativas, capacidad de liderazgo, etc., y que, aunque han sido llamados a su responsabilidad, creen que eso es señal suficiente de que su modo de servicio es aceptable. Sin embargo, muchas veces sirven sin sentir una profunda dependencia del Señor, esa dependencia que solo viene mediante la oración ferviente.

Cuando alguien acude al Señor para servirle con poder —el poder que viene como revelación del Señor— se da cuenta de que el servicio eficaz solo puede sostenerse mediante Su ayuda. Y ese poder solo llega por medio de la oración.

La dependencia de un hombre en el Señor puede medirse por cuánto busca al Señor en oración para recibir el poder necesario a fin de cumplir Su voluntad.

Me gustaría compartir parte de una carta escrita por José Smith, que describe de manera muy eficaz el poder de la oración. Fue escrita por el profeta mientras se encontraba en el estado de Indiana, y es una expresión conmovedora de sus sentimientos hacia su esposa y hacia el Señor. Él dice:

“Quisiera expresar: Mi situación es muy desagradable, aunque me esforzaré por estar contento, con la ayuda del Señor. He visto cómo se ablanda el corazón del pueblo casi todos los días; y donde puede obtenerse gracia para cualquier persona, allí se liberan todos los sentimientos del corazón no dedicados a Su apoyo. He repasado todos los eventos pasados de mi vida, y no hay otra cosa sino lamentarme y llorar amargamente por mis debilidades al haber dejado que el enemigo de mi alma tuviera tanto poder sobre ella.
Pero eso fue en tiempos pasados. Dios es misericordioso, y Él ha perdonado mis pecados. Me regocijo de que Él envía al Consolador a todos los que creen y caminan humildemente.”

El profeta continuó:

“Me dolió escuchar que Hyrum ha perdido a su niño pequeño. Creo que, en algún grado, podemos compadecernos con él, pero todos debemos reconciliarnos con lo que nos toca y decir: ‘Hágase la voluntad del Señor’. La hermana Whitney escribió una carta, lo cual nos alegró mucho; y estando yo enfermo en ese momento, lleno de tristeza, habría sido muy consolador recibir algunas líneas de esta tía.
Tengo el deseo de que el tiempo me ayude a estar contento con lo que me ha tocado, sabiendo que Dios es mi amigo. En Él encontraré consuelo. He puesto mi vida en Sus manos; estoy preparado para ir cuando Él me llame. Deseo estar con Cristo. No valoro mi vida por encima de hacer Su voluntad.”

Esa es una descripción conmovedora de lo que ocurre cuando un hombre ha logrado una relación profunda con el Señor: una relación tan grandiosa que encuentra en Cristo su fuerza, su consuelo y su poder. Conocer al Señor es saber que podemos conversar con Él. Y sinceramente, no creo que lleguemos a conocerlo verdaderamente si no desarrollamos esa capacidad.

Tercero: Conocer al Señor es saber, de forma personal, que Él sufrió por nosotros.

Este es uno de los aspectos más sagrados y deseados de ser miembros de la Iglesia: ponernos en una posición espiritual en la que, mediante la revelación del Espíritu Santo, llegamos a comprender la profundidad y el poder de la expiación del Salvador.

Si usted y yo pudiéramos entender lo que ocurrió en Getsemaní, y si eso llegara a nosotros de tal manera que sintiéramos su significado, que penetrara en nuestra alma como lo hizo en la de Él, nuestras vidas nunca serían las mismas.

Si llegamos a apreciar realmente Su expiación, encontraremos la motivación y el poder para guardar Sus mandamientos. Porque cuando hablamos de tener fe en Jesucristo, esencialmente estamos hablando de tener fe en Su expiación. Por tanto, saber por revelación el significado de Getsemaní es estar en condiciones de ejercer una gran fe en el poder redentor de Cristo.

Estoy agradecido de poder testificar que sé que, por medio de los susurros del Espíritu Santo, es posible recibir en nuestros corazones un conocimiento y entendimiento glorioso de la majestuosidad de ese gran acontecimiento. Que, de hecho, podemos estar espiritualmente, como si fuera, en Getsemaní, y ser testigos del dolor y la agonía del Salvador; y probar del amor supremo que lo impulsó a sufrir de tal forma, para que nosotros, por medio de Él, pudiéramos recibir el perdón de nuestros pecados.

Muchos años atrás, leí la extraordinaria experiencia de Orson F. Whitney, quien, mientras servía en el campo misional, fue reprendido por su compañero por no haber estado trabajando con la diligencia debida. Poco después, tuvo un sueño que lo llevó directamente a presenciar —en visión— la experiencia del Salvador en el jardín de Getsemaní.

Desde su posición, de pie detrás de un árbol, vio al Salvador entrar en el jardín con Sus apóstoles; observó Su agonía mientras se inclinaba delante de la piedra, y presenció todo el sufrimiento. Vio las lágrimas correr por el rostro del Salvador y sintió, con todo su corazón, el deseo de abrazarlo, de consolarlo, de fortalecerlo. Al tener esa experiencia, ¡cuánto valoró y apreció lo que el Señor había hecho por él de forma personal!

En 2 Nefi 2:7, Lehi pronuncia un poderoso sermón sobre la oposición en todas las cosas, y declara:

“He aquí, Él se ofrece a sí mismo en sacrificio por el pecado, para satisfacer las demandas de la ley por todos los quebrantados de corazón y contritos de espíritu; y por nadie más se responde a los requerimientos de la ley.”

En otras palabras, las experiencias de la vida y la misión del Salvador solo pueden ser implementadas verdaderamente en nuestras vidas cuando entran en un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Debemos recordar la necesidad de tener un corazón dependiente de Él, y abrir nuestra vida a Su servicio.
El desafío es adquirir ese corazón quebrantado y recibir Su sacrificio redentor. El desafío es ser contritos, humildes y enseñables.

Imagine esta clase de experiencia espiritual:

Usted se dedica a estudiar las Escrituras con sinceridad y total entrega del corazón, y al hacerlo, descubre que tal vez no está tan limpio como desearía estar. Se da cuenta de que posiblemente la razón por la que no recibe más revelación, más gozo espiritual, o por la que no está cumpliendo su mayordomía como debería, es porque le falta el poder y la orientación constantes del Espíritu Santo. Tal vez concluye que no está tan limpio como necesita estar.

En ese momento, empieza a tener hambre y sed de justicia, como nunca antes. Siente un profundo deseo de una remisión completa de sus pecados. Y sí, eso es posible —aunque ya haya sido bautizado. Porque el bautismo por agua y la recepción del don del Espíritu Santo pueden no haber producido aún lo que las Escrituras llaman el bautismo del Espíritu.

Este bautismo del Espíritu puede envolver mucho más de lo que jamás se había dado cuenta. Durante varias semanas, usted va al Señor en oración humilde, rogando sinceramente que pueda recibir una remisión de sus pecados.

Entonces, en una ocasión especial, mientras ora con todo su corazón, una luz brillante lo envuelve. Al alzar la vista, ve al Señor.

Y Él dice:

“He venido para ponerte en una posición donde puedas recibir una remisión de tus pecados.”

Usted se siente completamente encantado, porque eso es justamente lo que ha estado anhelando y suplicando. Pero entonces, el Señor añade algo que lo inquieta:

“Para que puedas recibir la remisión de tus pecados, será necesario que tú y Yo repasemos tu vida. Caminaremos por los pasillos de tu historia y presenciaremos juntos esos momentos en los que, conscientemente, transgrediste mis leyes.”

De repente, usted empieza a dudar si realmente desea recibir esa remisión.
—“¿Quieres decir,” pregunta, “que tengo que repasar mi vida contigo a mi lado y ver juntos las cosas que hice… esas de las que me avergüenzo tanto?”
Y el Señor responde:

“Sí. Eso es parte del precio que debes pagar.”

Esta representación poderosa y simbólica nos lleva a una verdad profunda: conocer al Señor y recibir una remisión completa de nuestros pecados requiere humildad, sinceridad y el valor de confrontar nuestra alma bajo Su luz redentora.

¿Te gustaría que a partir de todas estas secciones que has compartido prepare una versión compilada del discurso entero, lista para presentación o impresión? También puedo crear un índice temático, una reflexión final doctrinal o una versión devocional condensada. ¿Cómo deseas proceder?

Usted casi siente que no quiere hacerlo, pero su valor regresa. Entonces, le toma de la mano, y ambos comienzan a caminar por los corredores de su vida. Al acercarse a ciertas experiencias, se da cuenta de que los dos las van a presenciar juntos. Eso le causa una tristeza real, y una vergüenza profunda lo invade.

Al detenerse allí, contemplando sus pecados junto a este Ser puro, libre de toda mancha, que refleja un amor tan perfecto, su corazón duele. Se siente tan avergonzado, y su corazón, completamente quebrantado por la experiencia, parece que va a romperse en pedazos.

Pero, mientras su enfoque está en su propia tristeza y vergüenza, no ha notado lo que está ocurriendo en Él. Mientras antes Su semblante reflejaba paz y gozo, ahora está visiblemente cargado de pesar. Ese pesar crece hasta el punto en que, de manera real y conmovedora, Él comienza a sudar gotas de sangre. Usted queda asombrado al comprender que lo que Él está experimentando es consecuencia directa de su transgresión. Él ha asumido, de forma personal e individual, el peso de sus pecados sobre Sus hombros.

Gradualmente, su corazón empieza a aligerarse; su tristeza se transforma en alivio; su gozo aumenta. Algo profundo está ocurriendo dentro de usted. Un tipo de paz y gozo nuevo se refleja ahora en su rostro. Usted se siente limpio. Está cambiado. Tiene un corazón completamente nuevo. Su gozo ha nacido del quebranto de su corazón.

Cuando regresa a casa, una nueva luz parece envolverlo. Sus amigos notan algo diferente y le dicen:

“¡Te ves maravilloso!”

Su disposición para servir y amar a los demás ha aumentado. Usted es un hombre nuevo. Ha sido transformado. Su corazón se ha ablandado. Sus pecados han sido perdonados.

Al concluir esta experiencia, usted queda maravillado. Se asombra por la dimensión del amor que llevó al Salvador a pagar semejante precio en su favor, y se regocija por la bendición inmensa que ha entrado en su vida.

Conocer al Señor es saber que Él realmente sufrió no solo por nosotros, sino a causa de nosotros. Fuimos implicados individualmente. Podemos cambiar cuando reconocemos personalmente el dolor que le causamos al Salvador, y ese conocimiento nos impulsa a buscar una remisión real de nuestros pecados.

El hijo del presidente Joseph F. Smith compartió con nosotros una experiencia vivida por su padre:

“Cuando éramos niños, solíamos escucharle decir con frecuencia:
‘¡Si tan solo la gente del mundo pudiera entender las pruebas, las tribulaciones y los pecados que el Señor asumió en nuestro beneficio!’
Siempre que hablaba de ello, sus ojos se llenaban de lágrimas.”

Y relató:

“Hace algunos años, mientras estaba sentado a solas con mi padre en su estudio, lo observé en una meditación profunda. Dudé en interrumpir el silencio, pero finalmente él habló:
‘Oh, hijo mío, ¡cómo quisiera que hubieras estado conmigo el jueves pasado cuando me reuní con los hermanos en el templo! Si hubieras podido escucharles testificar de su amor por su Señor y Salvador Jesucristo…’
Luego, bajó la cabeza, y las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro y cayeron sobre su camisa.
Después de unos momentos, sin levantar la cabeza, pero moviéndola suavemente de un lado a otro, dijo con voz entrecortada:
‘¡Cuánto amo a mi Señor y Salvador, Jesucristo!’”

Cuarto: Conocer al Señor es saber que podemos llegar a ser como Él.

Este es el mensaje fundamental del Evangelio. El propósito entero de la misión de Jesucristo es poner a hombres y mujeres en una posición en la que puedan nacer de nuevo y llegar a ser Sus hijos e hijas.

¿Te gustaría que compile ahora todas las secciones corregidas en un único documento listo para estudio, presentación, devocional o publicación? También puedo ayudarte a elaborar un resumen temático por puntos, una reflexión final, o incluso una versión en estilo devocional o artículo doctrinal para compartir. ¿Cómo deseas proceder?

Cuarto: Conocer al Señor es saber que podemos llegar a ser como Él.

Mientras más estudio el evangelio, más me convenzo de que el proceso de nacer de nuevo consiste en recibir, literalmente, Su naturaleza en nuestro ser.
(Véase 2 Pedro 1:4)

Es un proceso mediante el cual absorbemos Sus cualidades y características a través de la influencia del Espíritu Santo, de modo que, gradualmente, a medida que el Espíritu Santo se hace más intenso en nuestra vida, podemos llegar a ser cada día más semejantes a Él.

Somos rehacidos a Su imagen; Su rostro queda grabado en nosotros.
Recibimos un corazón nuevo, una nueva capacidad de amar, de gozar, de sacrificarnos; un sentido renovado del valor del bien, del mal y de su contraste. En otras palabras, conocer al Señor es saber que dentro de nosotros están plantadas las semillas fundamentales de Su ser. Estas semillas de Su carácter son alimentadas por la luz del evangelio restaurado, y al germinar, crecen, se desarrollan y finalmente nos transforman en semejanza del Salvador.

Tenemos que superar nuestras debilidades y peculiaridades, y, a pesar de que algunos de nosotros venimos de hogares difíciles, debemos reconocer que, por medio del poder del Espíritu Santo y del conocimiento del evangelio, podemos ser rehechos. Todos nosotros necesitamos aceptar que somos completamente cambiables.
No tenemos que pasar años cargando traumas psicológicos creyendo que la naturaleza humana solo puede cambiarse mediante técnicas psicológicas. El poder para llegar a ser como Cristo se encuentra en el Salvador y está disponible mediante una fe viva y dinámica en Él.

Conocer al Señor, entonces, es saber que podemos llegar a ser como Él.

El presidente David O. McKay enseñó:

“La espiritualidad —nuestra meta verdadera— es la percepción de la victoria sobre uno mismo y una comunión con lo infinito.
La espiritualidad nos impulsa a conquistar dificultades y a adquirir cada vez más fe.
La fe en Dios eleva nuestras facultades, las expande, y la verdad que se despliega en esa experiencia es una de las más sublimes de la vida.”

Esa es la experiencia a la que estamos llamados a aspirar.

Cinco: Conocer al Señor es saber que, por medio de Él, todos los problemas de la vida pueden ser resueltos.

En su poderoso testimonio, Nefi declaró:

“Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da ningún mandamiento a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que puedan cumplir lo que les ha mandado.”
(1 Nefi 3:7)

Vivir el evangelio en nuestra generación (como en todas) es un gran desafío. Vivimos en una época en la que las filosofías del hombre han influido tanto en nuestra manera de vivir, que muchos Santos han empezado a dudar de que el evangelio tenga el poder de hacer posible lo que de otro modo sería imposible.

Y, sin embargo, el evangelio está diseñado precisamente para eso: para que el Señor nos pida hacer cosas que parecen imposibles —a menos que las hagamos con Su ayuda. Y en términos sencillos, ese es el propósito de nuestra experiencia mortal: ver si, cuando el Señor nos pide algo que parece imposible, confiaremos en Él tan plenamente que haremos lo que Él nos requiere, porque Su poder está con nosotros.

Cuando llegue el momento en que hagamos cosas imposibles por medio de Él, sabremos quién es Él, y que verdaderamente es un Dios de gran poder.

Permítanme ilustrar esto con una experiencia personal:

Cuando mi esposa y yo nos casamos, yo tenía 25 años y estaba por terminar el cuarto semestre de mi segundo año universitario. Queríamos tener una familia. Al ser entrevistados por el presidente de rama de la Universidad Brigham Young, la primera pregunta que nos hizo fue:

“Jorge y Diana, ¿están planeando tener una familia tan pronto como se casen, si el Señor así lo quiere?”

Sin pensarlo, respondí:
“Sí.”

—“Bien, aprecio su respuesta,” dijo el presidente de rama,
“porque no les daría una recomendación hoy si no estuvieran planeando tener una familia inmediatamente. Es el Señor quien desea eso.”

Descubrimos que el Señor deseaba fervientemente que tuviéramos una familia. En un período de tres años tuvimos todos los hijos que se pueden tener sin tener mellizos o trillizos. Después de nuestro cuarto hijo, recuerdo lo que decía la abuela:
“Jorge y Diane, el Señor nos ha mandado a multiplicarnos y llenar la tierra… ¡pero no necesariamente esta parte de la tierra!”

Estoy seguro de que nosotros, como cualquier pareja joven e idealista, nos sentimos bastante abrumados por los desafíos que se nos presentaban. Había tres grandes desafíos:

  1. La responsabilidad de una familia numerosa.
  2. La clara inspiración de que debía obtener toda la educación posible.
  3. La confirmación espiritual de que debía continuar enseñando en el Sistema Educativo de la Iglesia.

Al combinar estos tres desafíos, descubrimos —en términos pioneros— que nos estaban pidiendo empujar una carreta tan gigantesca que solo con la ayuda de un poder sobrehumano, el Salvador mismo, podríamos lograrlo con éxito.

A veces, cuando el trabajo se volvía demasiado pesado, sentía el deseo de desistir, de dejar de enfrentar tantas dificultades. Pero, a medida que acudíamos al Señor mediante el ayuno y la oración constantes, recibimos muchas veces la seguridad de que, no importaba cuán difícil fuera el camino, podríamos lograrlo, y que en el proceso desarrollaríamos capacidades que de ningún otro modo podrían cultivarse.

Eventualmente, nos encontramos viviendo en el barrio alto de Palo Alto, California, donde yo dirigía el instituto junto a la Universidad de Stanford. Teníamos siete hijos y manejábamos nuestro dinero con mucha cautela: cumplíamos con nuestros compromisos con la Iglesia, pagábamos poco a poco mis deudas universitarias, cubríamos el arriendo y los gastos básicos del hogar, y comíamos muy poco.

A pesar de todos nuestros esfuerzos, la situación económica empeoraba y yo sentía que no podíamos continuar. Fue entonces cuando el Señor hizo algo interesante: me indicó que debíamos trasladarnos a Provo y trabajar con más empeño para terminar mi doctorado.

Por supuesto, eso implicaba tomar un año de ausencia. Afortunadamente, el programa del instituto, en acuerdo con el Colegio de Religión, permitía a quienes estaban cursando estudios de posgrado aumentar sus ingresos enseñando dos clases, lo que representaba el 75% del salario habitual.

En efecto, el Señor me estaba diciendo:
“Agradecería que regresaras a la universidad a tiempo completo.”

Y yo, algo desconcertado, respondí:
“¿Sabes lo que eso significa financieramente?”

—“Sí, creo que lo sé,” respondió Él.

—“¡Si no podemos vivir con el sueldo completo, ¿cómo se supone que viviremos con solo el 75%? ¿Tienes alguna sugerencia de cómo lograrlo?”**

—“No. Solo hazlo.”

Y bueno, para resumir una larga historia, cargamos un camión de mudanzas U-Haul con todas nuestras pertenencias (aún hoy, cuando veo uno de esos camiones, me entra un escalofrío) y nos trasladamos con todo lo que teníamos de regreso a Utah.

Nos trasladamos a Provo, empecé a trabajar en mi doctorado y sentí que estábamos haciendo lo que el Señor quería que hiciéramos, pero los fondos comenzaron a agotarse. (¡Podía imaginarme escribiendo mi disertación en la cárcel del condado debido a tantas deudas!)

Durante nuestro primer verano en Provo, me comprometí a participar en un programa de la Semana de la Educación en Texas. El día antes de salir para la clase, recibí una nota especial de la oficina de un administrador elegido, a quien habíamos conocido años atrás. Abrí la carta y, en efecto, decía:

“Jorge y Diana, hemos apreciado lo que ustedes están tratando de hacer. Sabemos cuán difícil es continuar con la educación, tener una familia numerosa y seguir enseñando clases en el Programa Educativo de la Iglesia. Hace mucho tiempo le dijimos al Señor que, si Él nos bendecía temporalmente, compartiríamos nuestras bendiciones con ustedes. El Señor nos ha bendecido, y aquí tienen una porción de esas bendiciones.”

Apenas podía creer lo que veían mis ojos al mirar la cantidad de esta bendición. Corrí hacia la casa. Mi esposa estaba hablando por teléfono con una querida amiga, mientras yo, haciendo movimientos extraños como Don Quijote en la montaña, intentaba llamar su atención. Poco a poco se dio cuenta de que tal vez quería decirle algo importante, y colgó el teléfono. La abracé y le conté lo que había pasado.

Mientras estábamos juntos, abrazándonos y llorando, nuestros corazones coincidieron en una sola verdad:
“¡Sabemos que el Señor Dios nunca da ningún mandamiento a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que puedan cumplir lo que les ha mandado!”

Sabemos que Jehová es un Dios de poder, y que está dispuesto a manifestar ese poder en bendiciones tanto temporales como espirituales. En Alma 26, Ammón alaba el poder de su Redentor. Yo siento lo mismo: me maravillo de Su poder y de Su capacidad para bendecirnos en cada aspecto de nuestras vidas, cuando buscamos esas bendiciones con todo nuestro esfuerzo.

Permítanme compartir una experiencia más, que ilustra lo que estoy diciendo.

Después de enseñar durante dos años en BYU, fui invitado a incorporarme oficialmente al profesorado de la universidad. Con esa invitación vino la posibilidad de que finalmente pudiéramos comprar una casa propia. Muchas veces —y pienso que esto es un derecho especial de las mujeres— mi esposa me impulsaba a salir a buscar una casa. Entonces salía, pero frustrado, regresaba diciendo:
“Creo que cuando llegue el momento, se nos abrirá la oportunidad de comprar una casa.”

Una joven que había estado en dos de mis clases me presentó a sus padres durante una Semana de la Educación en California. Un día, después de un examen final, me comentó que sus padres estaban vendiendo su casa en Provo y me preguntó si estaba interesado. Le pregunté dónde estaba ubicada la casa y, al escuchar la respuesta, dije:
“No.”
Sabía que, en ese sector de Provo, una casa sería demasiado cara para nosotros.

Sin embargo, ella insistió y sugirió que al menos fuéramos a verla. Así que una mañana propuse a mi esposa:
“Vamos en auto a mirar esa casa. De todos modos, tenemos un amigo que está buscando casa y esta será una buena excusa para verla.”

Llamamos al agente de bienes raíces y fuimos. Al entrar en la casa, ambos nos sentimos conmovidos. Pensamos:
“Esto es tan irónico… dadas nuestras circunstancias, simplemente estamos mirando esta casa.”
Pero a medida que recorríamos las habitaciones, pensé:
“No sé quién construyó esta casa, pero debió haber estado pensando en nosotros.”
¡Parecía hecha a nuestra medida!

Mientras estábamos mirando la casa, el agente de bienes raíces descubrió quién era yo, y que el dueño era uno de los hombres que profesaban la misma fe. Me dijo:
“Hermano Pace, ¿cree que querría hacer una oferta?”

Nos reímos, pero ella insistió. Entonces le dije:
“Bueno, vamos a hacer una propuesta.”
Cuando lo hice, ella puso una cara extrañada, como diciendo:
“¿Quiere hacer otra propuesta?”

Hubo un momento incómodo y entonces continuó:
“Bueno, he hecho muchas cosas locas. Voy a llamar al dueño para informarle de lo que usted ha ofrecido.”

Cuando salimos, mi esposa, quien había estado dispuesta a soportar muchas experiencias difíciles —viviendo en casas insuficientes sin quejarse— me dijo:
“Jorge, ¿crees que hay alguna posibilidad?”

Le respondí:
“Diana, creo con todo mi corazón que hemos encontrado nuestro hogar.”

La llamada fue hecha, la oferta aceptada, y ¡oh, cuán gozosos estábamos! Dos días después llevamos a todos los niños a ver la casa. Mientras estábamos allí, la hija del dueño llamó a sus padres y Diana habló con ellos por un rato. Apenas podíamos creer que dos personas pudieran estar tan entusiasmadas por ayudarnos. Nos regalaron el sofá del salón y ofrecieron vendernos cualquiera de los muebles que quisiéramos comprar.

Los dueños vinieron en junio para cerrar la transacción y, después de invitarnos a almorzar, el dueño me dijo:
“Jorge, quiero saber qué clase de judío eres… ¿Cuánto vas a pagarnos por todos estos muebles?”
(Les habíamos indicado que teníamos interés en todos los muebles, ya que los nuestros no eran apropiados para una casa así.)

A la mañana siguiente, estábamos los cuatro en el dormitorio y él preguntó nuevamente cuánto pagaríamos por los muebles.
Le respondí:
“Si nos dan dos años, les pagaremos mil dólares.”

No sabíamos por qué, pero ambos se echaron a reír. Finalmente él dijo:
“¡Mil dólares y trescientos cincuenta será perfecto!”

Nos abrazamos y lloramos, sabíamos que:
“El Señor Dios no da ningún mandamiento a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que puedan cumplir lo que les ha mandado.”

Brigham Young dijo en una ocasión:
“Nunca cuento el costo de nada. Si sé que el Señor quiere que haga algo, lo hago.”

¡Qué maravilloso sería si respondiéramos a los mandamientos del Señor diciendo:
‘Viviré los mandamientos del Señor, aun si parece que voy a patinar sobre hielo muy delgado’”!

Y el Señor responde:
“Sí, es verdad. Estarás sobre hielo delgado. El hielo por sí mismo no podría sostenerte, pero cuando parezca que va a quebrarse y que te hundirás, yo estaré allí y me conocerás. Descubrirás que cuando te pido hacer algo, también te daré la capacidad para hacerlo.”

Esa es una enseñanza profunda del evangelio.

Estuve hablando de esto en Spokane el verano pasado y una mujer se me acercó y me dijo:
“Hermano Pace, mi esposo y yo tenemos once hijos. Yo estaba esperando al séptimo, y debido a mi condición fisiológica, me costaba mucho dar a luz. Cada parto casi me costaba la vida, y el dolor era tan intenso… que, bajo consejo médico, decidimos que el número siete sería el último.”

Cuando se acercó el momento del nacimiento, les dio mucha fuerza recordar que sería la última vez que ella pasaría por tanto dolor. Su esposo la sostenía de la mano antes de entrar al pabellón de maternidad y le decía:
“Aguanta, recuerda… esta es la última vez.”

Ella entró. El doctor fue muy tierno, y justo en el momento del nacimiento, su espíritu salió de su cuerpo. En ese estado, vio el nacimiento de uno de sus hijos… y también de muchos otros hijos.
De todos los presentes, solo los «desconocidos» hablaron, y lo único que dijeron fue:
“¡Mami, mami!”

El Señor le hizo saber en esa ocasión que ella y su esposo aún tenían hijos en camino. Después del nacimiento de su hijo, su espíritu volvió a su cuerpo. La llevaron a la sala de recuperación y su esposo vino y dijo: “¡Qué te parece! Se terminó todo y nunca tendrás que sufrir así de nuevo”.

“¡Oh sí, lo haré de nuevo!”, respondió ella.

Asombrado, él le preguntó: “¿Qué quieres decir con eso?”. Luego, ella le explicó lo que le había ocurrido.

Al contarme todo esto, su marido llegó y abrazó a su bella esposa, y los dos dijeron: “Yo sé que el Señor Dios no da ningún mandamiento…”

Sexto: Conocer al Señor es saber que nos ama como un Padre amoroso.

La realidad más grande de mi vida es saber que Jesucristo nos ama como un Padre amoroso, y que Él está ansioso por tener una relación así con nosotros. A través de las Escrituras, Él habla de su relación con nosotros de una manera cálida y personal. En el Monte de los Olivos dijo:

“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¿Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37)

Yo creo que Él quería decir lo siguiente: le gustaría abrazarnos, consolarnos y fortalecernos. Le gustaría penetrar en nuestros corazones, eliminar la ansiedad, la tristeza y la preocupación, e implantar en su lugar una gran paz, gozo y la comprensión de que somos sumamente preciosos a sus ojos.

Estoy agradecido de haber tenido esa clase de relación con mi padre terrenal. En muchas ocasiones, cuando era niño, él me tomaba en sus brazos y me apretaba contra su pecho. Con el paso de los años, encontré gran consuelo y fortaleza al regresar a mi hogar para abrazar y besar a mi padre. Aunque muchas veces no decíamos nada, había una gran expresión de amor entre nosotros.

He descubierto en mi relación con mi esposa e hijos que nada es más importante que, regularmente, cada día, tomarles en brazos y hacerles saber, de la mejor manera posible, cuán preciosos son para mí.

Una mañana, antes de la Escuela Dominical, hubo una pequeña explosión de personalidades entre nuestros hijos, y todos estábamos en el auto esperando a nuestra hija de 14 años. Cuando ella llegó, yo dije en voz alta para que me oyera: “¡Oh, tuvimos una mañana difícil!” Y los otros hijos dijeron: “¡Sí!” Estábamos listos para salir, y como típicamente estábamos 15 minutos tarde, regresé a la casa a buscar algo. Ella, siendo muy sensible, se sintió muy herida. La cosa más significativa que pude hacer por ella fue abrazarla y dejarle saber cuánto la amaba, y que todo estaría bien.

¡Cuán convencido estoy de que eso es verdad! Harold B. Lee dijo:

“Si el amor de un padre por sus hijos es fuerte, y desde su infancia los ha tenido en sus brazos y los ha besado tiernamente, los hijos reconocerán en la vida el amor de su Padre Celestial, porque sabrán lo que es tener un padre que entiende.”
(Church News, 17 de junio de 1971)

El otro día, una joven entró a mi oficina, bien vestida y ordenada, pero sin una belleza natural. Me fue fácil ver que andaba bastante desanimada y que se sentía muy sola. Al entrar, vio las fotos de mis hijos colgadas en la pared y preguntó:

—“Hermano Pace, ¿esos son sus hijos?”

—“Sí, son los míos” —le respondí.

—“¿Los quiere?”

—“¡Por supuesto que sí!”

Entonces ella dijo algo muy interesante:

—“¿Saben ellos que usted los ama?”

—“Yo creo que sí. Los tomo en brazos cada día y les cuento cuánto los amo.”

Al escuchar eso, pude ver en sus ojos que quería decir: “Hermano Pace, ¿sabe lo que significaría para mí estar segura de que alguien realmente me amara? ¿Sabe lo que significaría?” Tenía una lágrima en el ojo, y me dio mucha pena ver a alguien sufrir tanto por falta de amor. Le invité a sentarse y le dije:

—“Hermanita, quiero que sepa que el Salvador la ama con un amor infinito. ¿Sabe por qué se lo digo? Porque siento un amor profundo por usted, y sé que ese amor viene de Él.”

El don del Espíritu que es el más grande, después de la vida eterna, es el don de caridad: el amor puro de Cristo. Conocer al Señor es saber que Él nos ama a cada uno con un amor infinito. Sentir ese amor es amar a otros, aún como Él nos ama. Brigham Young dijo en una ocasión: “La persona más insignificante, más indigna que fue mientras el Señor estuvo en la tierra, vale mundos para Él.” Conocer al Señor, entonces, es comprender cuán preciosas son nuestras vidas, y las vidas de cada persona, y hacer todo lo que esté en nuestro poder para llevar a los individuos al Padre por medio de Su Hijo Amado.

Si tuviera más tiempo, desarrollaría varios otros aspectos de lo que significa conocer al Señor. Permítanme mencionarlos brevemente:

  • Conocer al Señor es reconocer la autoridad divina conferida a los siervos escogidos del Señor. Ningún hombre puede ser bendecido con una maravillosa revelación del Señor sin captar la divinidad del llamamiento de los profetas, ni sin estar sinceramente dispuesto a obedecer todo lo que Él le pida.
  • Conocer al Señor es saber que llegar a ser como Él requiere trabajar fervientemente en Su reino. Ninguna persona escalará exitosamente una montaña espiritual a menos que esté dispuesta a llevar una gran carga de responsabilidad dentro del reino de Dios.

Estoy profundamente agradecido por esta oportunidad de compartir con ustedes mis sentimientos sobre el Señor. Sé que Él vive y que Él es un Dios de gran poder y amor. Lo sé no simplemente por lo que he leído o lo que otros me han dicho (aunque esas cosas me han ayudado mucho), sino por lo que he experimentado personalmente mediante las manifestaciones del Espíritu Santo.

Estoy muy agradecido por los dones del Espíritu y por el plan maravilloso que la Iglesia me ha proporcionado para ayudarme a conocerle. Ha sido una verdadera bendición caminar con el Salvador, y tengo la esperanza de que algún día podré llegar a ser perfecto en Cristo.

Que las ricas bendiciones del Señor estén con ustedes, para que puedan continuar con hambre y sed de justicia, porque sé que si buscan diligentemente, hallarán. Y el conocimiento más grande que obtendrán será que Jesús es verdaderamente el Cristo, el Hijo del Dios viviente; que Él realmente se apareció al profeta José Smith, y que actualmente está guiando y dirigiendo Su Iglesia por medio de profetas vivientes.

Vuelvo a expresar mi gratitud por haber podido estar en su presencia. Ustedes son un buen grupo de personas, y para mí ha sido una experiencia sagrada caminar, por decirlo así, por los rincones de sus corazones y compartir con ustedes el conocimiento más preciado que poseo.

Expreso esta gratitud y les doy mi testimonio, en el nombre de Jesucristo. Amén.

Resumen:

En su discurso, el profesor George W. Pace comparte una reflexión profunda y conmovedora sobre lo que realmente significa conocer a Jesucristo. Desde el principio, habla con humildad y con un fuerte deseo de no solo enseñar, sino tocar el corazón de quienes lo escuchan. Reconoce que asistir a la Iglesia y participar en sus programas es importante, pero no suficiente si no hemos tenido una experiencia personal y viva con el Salvador.

Pace explica que muchas personas pueden ser miembros activos de la Iglesia, pero aún no conocer a Cristo. Podemos convertirnos a la Iglesia, dice, pero no necesariamente al Señor. Conocerlo implica mucho más que asistir a reuniones o tener conocimiento doctrinal: significa tener un cambio en el corazón, una transformación profunda que solo Él puede producir.

Relata varias experiencias personales, incluyendo momentos en los que, a través de la oración ferviente, el estudio sincero de las escrituras y la obediencia, él y su familia fueron guiados, sostenidos y bendecidos de maneras inesperadas. Habla del poder de arrodillarse en oración cada mañana, de hablar con el Señor como un amigo, y de cómo esas conversaciones lo han llevado a conocer verdaderamente al Salvador.

Uno de los momentos más conmovedores del discurso ocurre cuando describe lo que significa recibir una remisión personal de los pecados. Habla de cómo el Salvador camina con nosotros a través de los pasillos de nuestra vida, viendo nuestras caídas y errores, no con desprecio, sino con un amor tan puro que toma sobre sí nuestro dolor. Y cuando entendemos eso, nuestro corazón se rompe de gratitud y somos cambiados para siempre.

Conocer a Cristo, continúa Pace, es también entender que podemos llegar a ser como Él. Que podemos, mediante el Espíritu Santo, recibir su naturaleza divina y reflejar su amor y carácter en nuestras propias vidas. Esto requiere trabajo, fe, y una disposición a dejar que el Salvador transforme todo en nosotros.

Finalmente, testifica que Jesucristo nos ama con un amor profundo y paternal, y que ese amor puede sanar cualquier herida. Él quiere abrazarnos, consolarnos y darnos paz. Como un padre amoroso, quiere que sepamos lo valiosos que somos para Él.

Al cerrar, Pace invita a todos a seguir buscando, orando y obedeciendo, porque si lo hacemos, llegaremos a conocer al Salvador no solo como una figura divina, sino como nuestro Redentor, nuestro amigo, nuestro guía, y el amor más grande de nuestras vidas.

 

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada , , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario