Verdades Más Dignas de Saber
El testimonio de un apóstol
Boyd K. Packer
El testimonio de un apóstol es un don raro y precioso en el mundo actual. Y el testimonio del presidente Boyd K. Packer, desarrollado a lo largo de más de cincuenta años como Autoridad General, está lleno de sabiduría y entendimiento.
“No todo conocimiento tiene necesariamente el mismo valor”, nos recuerda el presidente Packer. En este oportuno libro, habla de verdades que “pueden ser cruciales tanto para la felicidad como para la exaltación”. Estas son verdades “más dignas de conocerse” y son esenciales para nuestro progreso en la mortalidad y a lo largo de la eternidad.
“La verdad más importante”, escribe el presidente Packer, “es, por supuesto, mi testimonio de Jesucristo”. Las historias, experiencias y principios que comparte en este volumen dan un poderoso testimonio de esa verdad suprema.
El libro ofrece una profunda reflexión sobre las verdades eternas y fundamentales que todo ser humano debe conocer y abrazar. A través de su testimonio personal y su vasta experiencia en el servicio dentro de la Iglesia, el Élder Packer comparte enseñanzas que han sido clave en su vida y ministerio.
En este libro, se exploran temas esenciales del Evangelio, como la naturaleza de Dios, el propósito de la vida, la importancia de la fe, el arrepentimiento, y la esperanza de la vida eterna. El Élder Packer, con su estilo claro y accesible, invita a los lectores a reflexionar sobre las verdades más profundas y cómo estas deben influir en nuestras decisiones diarias, en nuestras relaciones y en nuestra relación con Dios.
A lo largo de este testimonio apostólico, se siente una invitación constante a profundizar en la comprensión y aplicación de las doctrinas fundamentales que pueden traer paz, dirección y consuelo en medio de los desafíos de la vida. El Élder Packer no solo comparte principios doctrinales, sino también historias personales y experiencias que ilustran cómo estas verdades pueden transformar vidas.
Este libro es una excelente oportunidad para aquellos que buscan fortalecer su testimonio, comprender mejor el Evangelio de Jesucristo y aplicar sus enseñanzas en la vida cotidiana. La invitación de Boyd K. Packer en Truths Most Worth Knowing es clara: al conocer y vivir estas verdades, podemos encontrar un propósito eterno y una paz que sobrepasa todo entendimiento.
Contenido
Fe en el Señor Jesucristo y Su Expiación
1. El Testigo
2. ¿Quién es Jesucristo?
3. La Expiación
4. “No me acordaré más de tus pecados”
El Espíritu Santo y la Revelación
5. El don del Espíritu Santo
6. La oración y las impresiones
7. “Y No Lo Supieron”
8. El billete de 20 marcos
Anclados a los principios del Evangelio
9. Una Herencia Fiel
10. La Prueba
11. Las Verdades Más Dignas de Conocer
12. El Fundamento de Tu Carácter
13. El Sueño de Lehi y Tú
14. Cómo sobrevivir en territorio enemigo
Las Escrituras—La clave de la protección espiritual
15. La Clave para la Protección Espiritual
16. Guiados por el Espíritu Santo
17. Otro Testamento de Jesucristo
18. Cosas claras y preciosas
Aacerca Del Autor
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Introducción
No todo conocimiento tiene necesariamente el mismo valor. El valor del conocimiento se determina por cómo puede ser usado.
Algunas cosas pueden ser interesantes o entretenidas. Otro tipo de conocimiento puede ser perjudicial o incluso destructivo, y no vale la pena conocerlo, recordarlo ni compartirlo. El hecho de que algo sea cierto no lo hace valioso ni correcto.
Hay conocimientos que van más allá de simplemente ser valiosos. Estas verdades pueden ser cruciales tanto para la felicidad como para la exaltación. Actuar conforme a estos principios y verdades es la única manera de calificar para la exaltación. El testimonio y conocimiento personal de la existencia de Jesucristo, Su Expiación y el gran plan de felicidad, son de máximo valor para la humanidad.
A partir de mi servicio como Autoridad General por más de cincuenta años, he reunido una colección de verdades que vale la pena conocer. La verdad más importante es, por supuesto, mi testimonio de Jesucristo. En estas páginas, para presentar estas verdades, he compartido historias y experiencias que enseñan el evangelio de un modo que espero haga que los principios de la felicidad sean fáciles de comprender y recordar.
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Capítulo 1
El Testigo
Los tiempos de guerra o incertidumbre tienen la capacidad de agudizar nuestro enfoque en lo que realmente importa.
La Segunda Guerra Mundial fue un tiempo de gran agitación espiritual para mí. Había salido de mi hogar en Brigham City, Utah, con apenas unas brasas de testimonio, y sentía la necesidad de algo más. Prácticamente toda nuestra clase de último año, en cuestión de semanas, se dirigía a la zona de guerra. Mientras estaba destinado en la isla de Ie Shima, justo al norte de Okinawa, Japón, luchaba con dudas e incertidumbre. Quería un testimonio personal del evangelio. ¡Quería saber!
Durante una noche de insomnio, salí de mi tienda y entré en un búnker que se había formado alineando tambores de combustible de cincuenta galones llenos de arena, colocados unos sobre otros para formar un recinto. No tenía techo, así que me arrastré hacia adentro, miré al cielo estrellado y me arrodillé para orar.
Casi a la mitad de la oración, ocurrió. No podría describirte lo que sucedió, aun si me lo propusiera. Está más allá de mi capacidad de expresión, pero lo recuerdo con tanta claridad hoy como aquella noche, hace más de sesenta y cinco años. Supe que era una manifestación muy privada, muy personal. Al fin supe por mí mismo. Lo supe con certeza, porque me fue dado. Después de algún tiempo, salí arrastrándome del búnker y caminé —o floté— de regreso a mi cama. Pasé el resto de la noche con una sensación de gozo y asombro.
Lejos de pensar que era alguien especial, pensé que si algo así me sucedía a mí, también podría sucederle a cualquiera. Todavía lo creo. En los años que han pasado, he llegado a entender que una experiencia así es, al mismo tiempo, una luz que seguir y una carga que llevar.
Deseo compartir con ustedes aquellas verdades que son las más dignas de conocerse, las cosas que he aprendido y experimentado en casi noventa años de vida y más de cincuenta años como Autoridad General. Gran parte de lo que he llegado a saber cae en la categoría de cosas que no se pueden enseñar, pero sí se pueden aprender.
Como la mayoría de las cosas de gran valor, el conocimiento de valor eterno solo llega mediante la oración y la meditación personal. Estas, unidas al ayuno y al estudio de las Escrituras, invitan impresiones, revelaciones y susurros del Espíritu Santo. Esto nos proporciona instrucción desde lo alto, a medida que aprendemos precepto por precepto.
Las revelaciones prometen que “cualquier principio de inteligencia que logremos en esta vida, se levantará con nosotros en la resurrección” y que “el conocimiento y la inteligencia se adquieren mediante… la diligencia y la obediencia” (DyC 130:18–19).
Una verdad eterna que he llegado a conocer es que Dios vive. Él es nuestro Padre. Somos Sus hijos. “Creemos en Dios el Padre Eterno, y en Su Hijo Jesucristo, y en el Espíritu Santo” (Artículos de Fe 1:1).
De entre todos los títulos que Él pudo haber usado, eligió ser llamado “Padre”. El Salvador mandó: “Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos” (3 Nefi 13:9; véase también Mateo 6:9). Su uso del nombre “Padre” es una lección para todos al llegar a comprender qué es lo que más importa en esta vida.
La paternidad es un privilegio sagrado y, dependiendo de la fidelidad, puede ser una bendición eterna. El objetivo final de toda actividad en la Iglesia es que un hombre, su esposa y sus hijos puedan ser felices en el hogar.
Aquellos que no se casan o que no pueden tener hijos no están excluidos de las bendiciones eternas que buscan, pero que, por ahora, se hallan fuera de su alcance. No siempre sabemos cómo ni cuándo se manifestarán las bendiciones, pero la promesa del aumento eterno no se negará a ningún individuo fiel que haga y guarde convenios sagrados.
Tus anhelos secretos y súplicas con lágrimas tocarán el corazón tanto del Padre como del Hijo. Recibirás una seguridad personal de Ellos de que tu vida será plena y que ninguna bendición esencial se te perderá.
Como siervo del Señor, actuando en el oficio al cual he sido ordenado, les doy a aquellos que se hallan en tales circunstancias la promesa de que no habrá nada esencial para su salvación y exaltación que no les sea concedido a su debido tiempo. Brazos que ahora están vacíos serán llenos, y corazones que ahora duelen por sueños rotos y anhelos serán sanados.
Otra verdad que he llegado a conocer es que el Espíritu Santo es real. Él es el tercer miembro de la Trinidad. Su misión es testificar de la verdad y la rectitud. Él se manifiesta de muchas maneras, incluso con sentimientos de paz y seguridad. También puede traer consuelo, guía y corrección cuando sea necesario. La compañía del Espíritu Santo se mantiene a lo largo de nuestras vidas mediante una vida recta.
El don del Espíritu Santo se confiere mediante una ordenanza del evangelio. Alguien con autoridad impone las manos sobre la cabeza de un nuevo miembro de la Iglesia y pronuncia palabras como estas: “Recibe el Espíritu Santo”.
Esta ordenanza por sí sola no nos cambia de forma visible, pero si escuchamos y seguimos las impresiones, recibiremos la bendición del Espíritu Santo. Cada hijo o hija de nuestro Padre Celestial puede llegar a conocer la realidad de la promesa de Moroni: “Por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la verdad de todas las cosas” (Moroni 10:5; énfasis añadido).
Una verdad sublime que he adquirido en mi vida es mi testimonio del Señor Jesucristo.
Por encima de todo y como base de todo lo que hacemos, anclado en todas las revelaciones, está el nombre del Señor, que es la autoridad con la cual actuamos en la Iglesia. Cada oración que se ofrece, incluso por niños pequeños, termina en el nombre de Jesucristo. Cada bendición, cada ordenanza, cada ordenación, cada acto oficial se realiza en el nombre de Jesucristo. Es Su Iglesia, y lleva Su nombre: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (véase DyC 115:4).
Hay un gran episodio en el Libro de Mormón donde los nefitas “oraban al Padre en [el] nombre [del Señor]”. El Señor se apareció y preguntó:
“¿Qué queréis que os dé?
“Y le dijeron: Señor, deseamos que nos digas el nombre con que debemos llamar a esta iglesia; porque hay disputas entre el pueblo sobre este asunto.
“Y el Señor les dijo: De cierto, de cierto os digo que, ¿por qué debe murmurar y disputar este pueblo por causa de esto?
“¿Acaso no han leído las Escrituras, que dicen que debéis tomar sobre vosotros el nombre de Cristo, que es mi nombre? Porque por este nombre seréis llamados en el postrer día;
“Y quienquiera que tome sobre sí mi nombre, y persevere hasta el fin, ese será salvo…
“Por tanto, todo cuanto hiciereis, lo haréis en mi nombre; por tanto, llamaréis a la iglesia en mi nombre; y clamaréis al Padre en mi nombre, para que bendiga a la iglesia por mi causa” (3 Nefi 27:2–7).
Es Su nombre, Jesucristo, porque no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos (Hechos 4:12).
En la Iglesia sabemos quién es Él: Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Unigénito del Padre. Él es quien fue sacrificado y quien vive nuevamente. Él es nuestro Abogado ante el Padre. Recuerden que es sobre la roca de nuestro Redentor, que es Cristo, el Hijo de Dios, sobre la que debemos edificar [nuestra] base (Helamán 5:12). Él es el ancla que nos sostiene y protege a nosotros y a nuestras familias en las tormentas de la vida.
Cada domingo, en todo el mundo donde se reúnen congregaciones de cualquier nacionalidad o lengua, se bendice la Santa Cena con las mismas palabras. Tomamos sobre nosotros el nombre de Cristo y siempre lo recordamos. Eso queda grabado en nosotros.
Cada uno de nosotros debe llegar a tener un testimonio personal del Señor Jesucristo. Luego compartimos ese testimonio con nuestra familia y con los demás.
En todo esto, recordemos que hay un adversario que personalmente busca interrumpir la obra del Señor. Debemos escoger a quién seguir. Nuestra protección es tan sencilla como decidir individualmente seguir al Salvador, asegurándonos de permanecer fielmente de Su lado.
En el Nuevo Testamento, Juan relata que hubo algunos que no pudieron comprometerse con el Salvador y Sus enseñanzas, y “desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él.
“Entonces Jesús dijo a los doce: ¿Queréis acaso iros también vosotros?
“Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.
“Y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Juan 6:66–69).
Pedro había adquirido aquello que puede aprender todo seguidor del Salvador. Para estar fielmente consagrados a Jesucristo, lo aceptamos como nuestro Redentor y hacemos todo lo que esté en nuestro poder para vivir Sus enseñanzas.
Después de todos los años que he vivido, enseñado y servido, después de los millones de millas que he viajado alrededor del mundo, con todo lo que he experimentado, hay una gran verdad que deseo compartir. Ese es mi testimonio del Salvador Jesucristo.
José Smith y Sidney Rigdon registraron lo siguiente después de una experiencia sagrada:
“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, este es el testimonio, el último de todos, que damos de él: ¡Que vive!
¡Porque lo vimos!” (DyC 76:22–23).
Sus palabras son mis palabras.
Creo y estoy seguro de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y que Él vive. Él es el Unigénito del Padre, y “por medio de él, y de él, y en él, los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios” (DyC 76:24).
Doy testimonio de que el Salvador vive. Yo conozco al Señor. Soy Su testigo. Conozco Su gran sacrificio y Su amor eterno por todos los hijos del Padre Celestial. Doy mi testimonio especial con toda humildad, pero con absoluta certeza.
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Capítulo 2
¿Quién es Jesucristo?
En una reunión con los Doce en Cesarea de Filipo, Jesús preguntó: “¿Y vosotros, quién decís que soy yo?” Simón Pedro, el principal apóstol, respondió: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:15–16). Pedro testificó más adelante que Jesús “fue destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 Pedro 1:20). Él “estaba en el principio con el Padre, y [es] el Primogénito” (DyC 93:21).
Cuando se presentó el plan del Padre —el plan de salvación y felicidad (véase Alma 34:9)— (véase también Alma 42:5, 8), se requería que alguien efectuara la expiación para proporcionar redención y misericordia a todos los que aceptaran el plan (véase Alma 34:16; 39:18; 42:15). El Padre preguntó: “¿A quién enviaré?” Aquel que llegaría a ser conocido como Jesús eligió libre y voluntariamente responder: “Heme aquí, envíame” (Abraham 3:27). “Padre, hágase tu voluntad, y sea tuya la gloria para siempre” (Moisés 4:2).
Como preparación, se creó la tierra: “Por el Hijo creé [la tierra], que es mi Unigénito”, declaró el Padre (Moisés 1:33; véanse también Efesios 3:9; Helamán 14:12; Moisés 2:1).
Títulos de Jesucristo
Fue conocido como Jehová por los profetas del Antiguo Testamento (véanse Abraham 1:16; Éxodo 6:3). A los profetas se les mostró Su venida: “¡He aquí el Cordero de Dios, sí, el Hijo del Padre Eterno!” (1 Nefi 11:21; véase también Juan 1:14). A Su madre se le dijo: “Llamarás su nombre Jesús… será llamado Hijo del Altísimo” (Lucas 1:31–32).
Muchos títulos y nombres describen Su misión divina y ministerio. Él mismo enseñó: “Yo soy la luz y la vida del mundo. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin” (3 Nefi 9:18). “Yo soy… vuestro abogado ante el Padre” (DyC 29:5; véase también DyC 110:14). “Yo soy el buen pastor” (Juan 10:11). “Yo soy el Mesías, el Rey de Sion, la Roca del Cielo” (Moisés 7:53). “Yo soy el pan de vida; el que a mí viene nunca tendrá hambre… ni sed jamás” (Juan 6:35). “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador” (Juan 15:1). “Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11:25). “Yo soy… la estrella resplandeciente de la mañana” (Apocalipsis 22:16), “Jesucristo, vuestro Redentor, el Gran Yo Soy” (DyC 29:1).
Él es el Mediador (véase 1 Timoteo 2:5), el Salvador (véase Lucas 2:11), el Redentor (véase DyC 18:47), la Cabeza de la Iglesia (véase Efesios 5:23), su Piedra Principal del Ángulo (véase Efesios 2:20). En el día postrero, “Dios juzgará… a los hombres por Jesucristo conforme [al] evangelio” (Romanos 2:16; véase también Mormón 3:20).
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16); “por tanto, la redención viene en y por medio del Santo Mesías; porque él está lleno de gracia y de verdad” (2 Nefi 2:6).
Al profeta José Smith a menudo se le preguntaba: “¿Cuáles son los principios fundamentales de su religión?”
Su respuesta: “Los principios fundamentales de nuestra religión son el testimonio de los apóstoles y profetas, en cuanto a Jesucristo, que Él murió, fue sepultado y resucitó al tercer día, y ascendió al cielo; y todas las demás cosas que pertenecen a nuestra religión son solo añadiduras a eso” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith [2007], pág. 49).
La humildad de Jesucristo
En el momento de Su arresto antes de Su crucifixión, el Señor venía del Getsemaní. En el instante de la traición, Pedro desenvainó su espada contra Malco, un siervo del sumo sacerdote. Jesús dijo:
“Vuelve tu espada a su lugar…
¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles?” (Mateo 26:52–53).
Durante todas las burlas, abusos, azotes y la tortura final de la crucifixión, el Señor permaneció en silencio y sumiso…
excepto, eso sí, por un momento de intensa dramatización que revela la esencia misma de la doctrina cristiana. Ese momento ocurrió durante el juicio. Pilato, ya temeroso, le dijo a Jesús: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?” (Juan 19:10).
Uno solo puede imaginar la majestad silenciosa cuando el Señor respondió:
“Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuere dada de arriba” (Juan 19:11).
Lo que ocurrió después no fue porque Pilato tuviera poder para imponerlo, sino porque el Señor tuvo la voluntad de aceptarlo.
“Yo pongo mi vida, para volverla a tomar.
Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:17–18).
La Expiación de Jesucristo
Antes de la crucifixión y después, muchos han entregado sus vidas voluntariamente en actos desinteresados de heroísmo. Pero ninguno enfrentó lo que Cristo soportó. Sobre Él recayó el peso de toda transgresión humana, toda culpa humana. Y lo que estaba en juego era la Expiación. Por medio de Su acto voluntario, la misericordia y la justicia podían reconciliarse, la ley eterna ser sostenida, y alcanzarse esa mediación sin la cual los hombres y mujeres mortales no podrían ser redimidos.
Él, por elección, aceptó el castigo en nombre de toda la humanidad por la suma total de toda la maldad y depravación: por la brutalidad, inmoralidad, perversión y corrupción; por la adicción; por los asesinatos, torturas y el terror—por todo lo que alguna vez se haya cometido o se cometerá en esta tierra. Al elegirlo, enfrentó el asombroso poder del maligno, quien no estaba limitado por un cuerpo ni sujeto al dolor mortal. ¡Ese fue el Getsemaní!
Cómo se llevó a cabo la Expiación no lo sabemos. Ningún mortal fue testigo cuando el mal se alejó y se ocultó avergonzado ante la Luz de ese ser puro. Toda maldad no pudo apagar esa luz. Cuando todo se cumplió, el rescate fue pagado. La muerte y el infierno renunciaron a su reclamo sobre todos los que se arrepintieran. Por fin, los hombres eran libres. Entonces, cada alma que alguna vez vivió podría elegir tocar esa Luz y ser redimida.
Por este sacrificio infinito, “mediante [esta] expiación de Cristo, todo el género humano puede salvarse, por la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio” (Artículos de Fe 1:3).
“Expiación” en las Escrituras
La palabra inglesa atonement (“expiación”) en realidad está compuesta por tres palabras: at-one-ment, que significa llegar a ser uno; uno con Dios; reconciliar, aplacar, expiar.
¿Pero sabías que la palabra atonement aparece solo una vez en el Nuevo Testamento en inglés? ¡Solo una vez! Cito de la carta de Pablo a los Romanos:
“Cristo murió por nosotros.
…Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida.
Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación [atonement]” (Romanos 5:8, 10–11; énfasis añadido).
Solo esa vez aparece la palabra atonement en el Nuevo Testamento inglés. ¡Expiación!, entre todas las palabras. No era una palabra desconocida, ya que se había usado mucho en el Antiguo Testamento en relación con la ley de Moisés, pero solo una vez en el Nuevo Testamento. Me parece algo notable.
Solo conozco una explicación. Para ello debemos recurrir al Libro de Mormón. Nefi testificó que la Biblia alguna vez contenía la plenitud del evangelio del Señor, de quien los doce apóstoles dan testimonio, y que:
“Después que [las palabras] salgan por mano de los doce apóstoles del Cordero, de los judíos a los gentiles, ves la formación de aquella grande y abominable iglesia, la más abominable de todas las demás iglesias; porque he aquí, han quitado del evangelio del Cordero muchas partes que son claras y sumamente preciosas; y también han quitado muchos convenios del Señor” (1 Nefi 13:24, 26).
Jacob definió la grande y abominable iglesia con estas palabras:
“Por tanto, el que luche contra Sion, tanto judío como gentil, tanto esclavo como libre, tanto varón como mujer, perecerá; porque ellos son la ramera de toda la tierra; porque los que no están por mí están contra mí, dice nuestro Dios” (2 Nefi 10:16).
Nefi también dijo:
“A causa de muchas cosas claras y preciosas que han sido quitadas del libro, … un número grandísimo tropieza, sí, al grado de que Satanás tiene gran poder sobre ellos” (1 Nefi 13:29).
Y luego profetizó que las cosas preciosas serían restauradas (véase 1 Nefi 13:34–35).
Y fueron restauradas. En el Libro de Mormón, la palabra expiar (atone), en sus diferentes formas y tiempos verbales, aparece treinta y nueve veces. Cito solo un versículo de Alma:
“Y ahora bien, el plan de misericordia no podría ponerse en efecto sino por medio de una expiación; por tanto, Dios mismo expía los pecados del mundo, para llevar a cabo el plan de misericordia, para apaciguar las demandas de la justicia, a fin de que Dios sea un Dios perfecto, justo y misericordioso también” (Alma 42:15; énfasis añadido).
Expiación: usada solo una vez en el Nuevo Testamento, pero treinta y nueve veces en el Libro de Mormón. ¿Qué mejor testimonio de que el Libro de Mormón es en verdad otro testamento de Jesucristo?
Y eso no es todo. Las palabras expiar, expiará y expiación aparecen cinco veces en Doctrina y Convenios y dos veces en la Perla de Gran Precio. Cuarenta y seis referencias de importancia trascendental. ¡Y eso no es todo! Cientos de otros versículos ayudan a explicar la Expiación.
El albedrío
El precio de la Expiación fue asumido por el Señor sin compulsión, porque el albedrío es un principio soberano. Según el plan, el albedrío debe ser honrado. Así fue desde el principio, desde el Edén.
El Señor le dijo a Enoc:
“He aquí a tus hermanos; ellos son la obra de mis propias manos, y les di su conocimiento el día en que los creé; y en el Jardín de Edén, di al hombre su albedrío” (Moisés 7:32).
Cualquiera sea lo demás que haya ocurrido en el Edén, en su supremo momento de prueba, Adán hizo una elección. Después de que el Señor mandó a Adán y Eva a multiplicarse y henchir la tierra, y les prohibió comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, dijo:
“No obstante, puedes escoger según tu voluntad, porque te es dado; pero recuerda que te lo prohíbo, porque el día en que de él comieres, ciertamente morirás” (Moisés 3:17).
Había demasiado en juego como para introducir al hombre en la mortalidad por la fuerza. Eso contravendría la ley misma que es esencial para el plan. El plan preveía que cada hijo espiritual de Dios recibiría un cuerpo mortal y sería probado. Adán vio que así debía ser, y tomó su decisión:
“Adán cayó para que los hombres existiesen; y existen los hombres para que tengan gozo” (2 Nefi 2:25).
Adán y Eva salieron adelante para multiplicarse y henchir la tierra como se les había mandado. La creación de sus cuerpos a imagen de Dios, como una creación separada, fue crucial para el plan. Su posterior Caída fue esencial para que existiera la condición de la mortalidad y el plan pudiera seguir adelante.
La necesidad de la Expiación
Jacob describió lo que sucedería a nuestros cuerpos y espíritus si no se hiciera una “expiación infinita”. Nuestros espíritus, dijo él, “habrían venido a ser como [el diablo]” (véase 2 Nefi 9:7–10).
Rara vez uso la palabra “absolutamente”. Rara vez encaja. Pero la usaré ahora —dos veces—:
Debido a la Caída, la Expiación fue absolutamente esencial para que pudiera llevarse a cabo la resurrección y se superara la muerte física.
La Expiación fue absolutamente esencial para que los hombres y las mujeres pudieran limpiarse del pecado y superar la segunda muerte —la muerte espiritual— que es la separación de nuestro Padre Celestial, porque las Escrituras nos dicen al menos ocho veces que ninguna cosa impura puede entrar en la presencia de Dios (véanse 1 Nefi 10:21; 15:34; Alma 7:21; 11:37; 40:26; Helamán 8:25; 3 Nefi 27:19; Moisés 6:57).
Aquellas palabras escriturales: “Puedes escoger según tu voluntad, porque te es dado” (Moisés 3:17), introdujeron a Adán y Eva, y a su posteridad, a todos los riesgos de la mortalidad. En la mortalidad, los hombres son libres de escoger, y cada elección trae consigo una consecuencia.
La decisión que tomó Adán activó la ley de la justicia, la cual requería que la pena por desobedecer fuera la muerte.
Pero esas palabras pronunciadas en el juicio de Cristo —“No tendrías ninguna autoridad contra mí si no te fuera dada de arriba” (Juan 19:11)— demostraron que la misericordia está al mismo nivel. Se envió a un Redentor para pagar la deuda y liberar a los hombres. Ese era el plan.
El hijo de Alma, Coriantón, pensaba que era injusto que hubiera castigos por el pecado, que debiera haber un castigo. En una lección profunda, Alma enseñó el plan de redención a su hijo, y así también a nosotros. Alma habló de la Expiación y dijo:
“Ahora bien, el arrepentimiento no podría venir a los hombres si no hubiera un castigo” (Alma 42:16).
Si el castigo es el precio que el arrepentimiento exige, entonces es un precio de ganga. Las consecuencias, incluso las dolorosas, nos protegen. Algo tan simple como el llanto de un niño cuando su dedo toca el fuego puede enseñarnos eso. De no ser por el dolor, el niño podría consumirse.
Las bendiciones del arrepentimiento
Confieso abiertamente que no hallaría paz, ni felicidad ni seguridad en un mundo sin arrepentimiento. No sé qué haría si no hubiera manera de borrar mis errores. La agonía sería más de lo que podría soportar. Tal vez sea diferente para ti, pero no para mí.
Se llevó a cabo la Expiación. Siempre y para siempre ofrece amnistía del pecado y de la muerte, si tan solo nos arrepentimos. El arrepentimiento es la cláusula de escape de todo esto. El arrepentimiento es la llave con la que podemos abrir la prisión desde adentro. Sostenemos esa llave en nuestras manos, y el albedrío es nuestro para usarla.
¡Cuán sublimemente preciosa es la libertad; cuán sumamente valioso es el albedrío!
Lucifer, de maneras astutas, manipula nuestras decisiones, engañándonos acerca del pecado y sus consecuencias. Él y sus ángeles nos tientan a ser indignos, incluso malvados. Pero él no puede —en toda la eternidad no puede, con todo su poder no puede— destruirnos por completo, no sin nuestro propio consentimiento. Si el albedrío hubiera venido al hombre sin la Expiación, habría sido un don fatal.
Creados a Su imagen
Se nos enseña en Génesis, en Moisés, en Abraham, en el Libro de Mormón y en la investidura del templo que el cuerpo mortal del hombre fue creado a imagen de Dios en una creación separada. Si la Creación hubiera ocurrido de otra forma, no podría haber habido Caída.
Si los hombres fueran meramente animales, entonces la lógica favorecería la libertad sin responsabilidad.
Cuán bien sé que entre los instruidos hay quienes miran hacia abajo, a los animales y las piedras, para encontrar el origen del hombre. No miran dentro de sí mismos para hallar el espíritu que hay allí. Se entrenan para medir las cosas por el tiempo, por miles y por millones, y dicen que estos animales llamados hombres llegaron todos por casualidad. Y están en libertad de hacerlo, porque el albedrío es de ellos.
Pero el albedrío también es nuestro. Nosotros miramos hacia arriba, y en el universo vemos las obras de Dios y medimos las cosas por épocas, por eones, por dispensaciones, por eternidades. Las muchas cosas que no sabemos, las aceptamos por fe.
¡Pero esto sí lo sabemos! Todo fue planeado “antes que el mundo fuese” (DyC 38:1; véase también DyC 49:17; 76:13, 39; 93:7; Abraham 3:22–25). Los acontecimientos desde la Creación hasta la escena final de conclusión no se basan en la casualidad; ¡se basan en la elección! Así fue planeado.
¡Esto lo sabemos! ¡Esta simple verdad! Si no hubiera habido Creación ni Caída, no habría sido necesaria ninguna Expiación, ni tampoco un Redentor que mediara por nosotros. Entonces Cristo no habría sido necesario.
Símbolos de la Expiación
En Getsemaní y en el Gólgota, se derramó la sangre del Salvador. Siglos antes se había instituido la Pascua como símbolo y figura de las cosas por venir. Fue una ordenanza que debía guardarse para siempre (véase Éxodo 12).
Cuando se decretó la plaga de muerte sobre Egipto, se mandó a cada familia israelita tomar un cordero —primogénito, macho, sin defecto. Este cordero pascual se sacrificaba sin quebrarle los huesos; su sangre debía marcar el umbral de la casa. El Señor prometió que el ángel destructor pasaría de largo las casas así marcadas y no mataría a los que estuvieran dentro. Fueron salvados por la sangre del cordero.
Después de la crucifixión del Señor, la ley de sacrificios ya no requería el derramamiento de sangre. Porque eso ya se había cumplido, como Pablo enseñó a los hebreos: “una vez para siempre… una ofrenda por los pecados para siempre” (Hebreos 10:10, 12). El sacrificio, a partir de entonces, sería un corazón quebrantado y un espíritu contrito: el arrepentimiento.
Y la Pascua sería conmemorada para siempre mediante la Santa Cena, en la cual renovamos nuestro convenio del bautismo y participamos en memoria del cuerpo del Cordero de Dios y de Su sangre, que fue derramada por nosotros.
No es poca cosa que este símbolo reaparezca en la Palabra de Sabiduría. Más allá de la promesa de que los Santos de esta generación que obedezcan recibirán salud y grandes tesoros de conocimiento, está esto:
“Yo, el Señor, les doy una promesa: que el ángel destructor pasará de largo junto a ellos, como a los hijos de Israel, y no los matará” (DyC 89:21).
No puedo, sin conmoverme, decirte cómo me siento respecto a la Expiación. Toca las emociones más profundas de gratitud y compromiso. Mi alma se extiende hacia Aquel que la realizó—este Cristo, nuestro Salvador, de quien soy testigo. Testifico de Él.
Él es nuestro Señor, nuestro Redentor, nuestro Abogado ante el Padre. Él nos rescató con Su sangre.
Con humildad me acojo a la Expiación de Cristo. No siento vergüenza de arrodillarme en adoración a nuestro Padre y a Su Hijo. ¡Porque el albedrío es mío, y esto es lo que elijo hacer!
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Capítulo 3
La Expiación
Este capítulo está dirigido a aquellos entre nosotros que están sufriendo, agobiados por la culpa, la debilidad, el fracaso, el dolor y la desesperación.
En 1971, se me asignó asistir a conferencias de estaca en Samoa Occidental, incluida la organización de una nueva estaca en la isla de Upolu. Después de las entrevistas, fletamos un pequeño avión hacia la isla de Savai’i para llevar a cabo una conferencia de estaca allí. El avión aterrizó en un campo cubierto de pasto en Faala y debía regresar a la tarde siguiente para llevarnos de vuelta a la isla de Upolu.
El día en que debíamos regresar desde Savai’i, estaba lloviendo. Sabiendo que el avión no podría aterrizar en el campo mojado, conducimos hasta el extremo occidental de la isla, donde había una especie de pista encima de un banco de coral. Esperamos hasta que oscureció, pero el avión no llegó. Finalmente, supimos por radio que había una tormenta y que el avión no había podido despegar. Comunicamos por radio que regresaríamos en barco. Alguien debía esperarnos en Mulifanua.
Al zarpar desde el puerto en Savai’i, el capitán del barco de doce metros le preguntó al presidente de misión si tenía una linterna. Afortunadamente, sí tenía, y se la regaló al capitán. Hicimos la travesía de trece millas hasta la isla de Upolu en un mar muy agitado. Ninguno de nosotros sabía que una feroz tormenta tropical había golpeado la isla y que íbamos directamente hacia ella.
Llegamos al puerto de Mulifanua. Había un estrecho pasaje que debíamos atravesar entre el arrecife. Una luz en la colina, sobre la playa, y una segunda luz más baja marcaban ese pasaje estrecho. Cuando un barco se alineaba de modo que ambas luces quedaran una encima de la otra, quedaba correctamente orientado para pasar entre las rocas peligrosas que bordeaban el canal.
Pero esa noche solo había una luz. Dos élderes nos esperaban en el embarcadero, pero la travesía tomó mucho más tiempo de lo normal. Después de vigilar durante horas sin ver señales de nuestro barco, los élderes se cansaron y se quedaron dormidos, olvidando encender la segunda luz, la luz baja. Como resultado, el pasaje a través del arrecife no estaba claro.
El capitán maniobraba el barco lo mejor que podía hacia la única luz en tierra, mientras un tripulante sostenía la linterna prestada sobre la proa, buscando rocas por delante. Podíamos oír el romper de las olas sobre el arrecife. Cuando estuvimos lo suficientemente cerca para verlas con la linterna, el capitán gritó frenéticamente “¡reversa!” y retrocedió para intentar de nuevo encontrar el canal.
Después de muchos intentos, supo que sería imposible encontrar el paso. Lo único que podíamos hacer era intentar llegar al puerto de Apia, a unos sesenta y cinco kilómetros de distancia. Estábamos indefensos ante el poder feroz de los elementos. No recuerdo haber estado nunca en un lugar tan oscuro.
Durante la primera hora no avanzamos, aunque el motor estaba a toda marcha. El barco se esforzaba por subir olas montañosas y luego se detenía exhausto en la cresta, con las hélices fuera del agua. La vibración de las hélices sacudía el barco casi hasta destrozarlo antes de que descendiera por el otro lado.
Estábamos tendidos boca abajo sobre la cubierta de la bodega de carga, sujetándonos con las manos de un lado y con los dedos de los pies trabados del otro para no ser arrojados al mar. El hermano Mark Littleford perdió el agarre y fue lanzado contra la barandilla de hierro. Su cabeza se cortó, pero la barandilla evitó que fuera arrastrado por el agua.
Eventualmente avanzamos y, cerca del amanecer, por fin entramos al puerto de Apia. Los barcos estaban amarrados unos a otros para mayor seguridad. Había varios de fondo junto al muelle. Tuvimos que cruzarlos, tratando de no despertar a los que dormían en cubierta. Llegamos a Pesega, secamos nuestra ropa y partimos hacia Vailuutai para organizar la nueva estaca.
No sé quién había estado esperándonos en la playa de Mulifanua. Me negué a que me lo dijeran. Pero es cierto que sin esa luz baja, todos podríamos haber perecido.
En nuestro himnario hay un himno antiguo y pocas veces cantado que tiene un significado muy especial para mí:
Brilla siempre el faro eterno
de la gracia paternal.
Mas a ti te da el encargo
de los faros del litoral.
Haz brillar la luz del puerto,
mándala sobre el mar.
Al que lucha entre las olas,
tú podrás rescatar.
La oscuridad del pecado
reina en la tempestad.
Ojos ansiosos te miran
desde la inmensidad.
Limpia bien tu luz, mi hermano;
pues algún navegante va,
y al no hallar el fiel camino,
en las sombras se perderá.
(Philip Paul Bliss, “Brilla siempre el faro eterno”, Himnos [1985], Nº 335)
Hay quienes pueden estar perdidos y están buscando esa luz baja que los ayude a encontrar el camino de regreso. Estos pensamientos están dirigidos a ellos.
Desde el principio se entendió que, en la mortalidad, no alcanzaríamos la perfección. No se esperaba que viviéramos sin transgredir una u otra ley.
“Porque el hombre natural es enemigo de Dios, y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a menos que se someta al influjo del Espíritu Santo, y despoje del hombre natural y se haga santo por la expiación de Cristo el Señor” (Mosíah 3:19).
Gracias a la Perla de Gran Precio entendemos que “ninguna cosa impura puede morar” en el reino de Dios (Moisés 6:57), y por tanto se preparó un camino para que todos los que pequen puedan arrepentirse y volverse dignos de la presencia de nuestro Padre Celestial una vez más.
Se escogió a un Mediador, un Redentor, uno que viviría Su vida perfectamente, sin cometer pecado alguno, y ofrecería “su alma como sacrificio por el pecado, para satisfacer las exigencias de la ley, a todos los que tengan el corazón quebrantado y el espíritu contrito; y a ningún otro se pueden satisfacer las exigencias de la ley” (2 Nefi 2:7).
En cuanto a la importancia de la Expiación, leemos en Alma:
“Porque es necesario que se haga una expiación; o de lo contrario, toda la humanidad perecerá inevitablemente” (Alma 34:9).
Si no has cometido errores, entonces no necesitas la Expiación. Si los has cometido —y todos nosotros los hemos cometido, sean menores o graves—, entonces tienes una necesidad enorme de saber cómo pueden borrarse para que ya no estés en tinieblas.
“[Jesucristo] es la luz y la vida del mundo” (Mosíah 16:9).
Al fijar nuestra mirada en Sus enseñanzas, seremos guiados al puerto de seguridad espiritual.
El tercer artículo de fe declara:
“Creemos que por la Expiación de Cristo, todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio”.
El presidente Joseph F. Smith enseñó:
“Los hombres no pueden perdonarse sus propios pecados; no pueden limpiarse por sí mismos de las consecuencias de sus pecados. Los hombres pueden dejar de pecar y pueden hacer lo correcto en adelante, y en ese grado [sus actos serán aceptables ante el Señor y serán] dignos de consideración. Pero ¿quién reparará los daños que se han hecho a sí mismos y a los demás, daños que parece imposible que ellos puedan reparar por sí mismos?
Mediante la expiación de Jesucristo los pecados de los que se arrepientan serán lavados; aunque sean rojos como el carmesí, serán emblanquecidos como la lana [véase Isaías 1:18]. Esta es la promesa que se les da a ustedes” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Joseph F. Smith [1998], págs. 99–100).
No sabemos exactamente cómo llevó a cabo el Señor la Expiación. Pero sí sabemos que la cruel tortura de la crucifixión fue solo una parte del horroroso sufrimiento que comenzó en Getsemaní—ese lugar sagrado de padecimiento—y que se completó en el Gólgota.
Lucas registra:
“Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra, y puesto de rodillas oró,
diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle.
Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:41–44).
Hasta donde sé, hay solo un relato en palabras del propio Salvador que describe lo que soportó en el Jardín de Getsemaní. La revelación dice:
“Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan si se arrepienten;
mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;
lo cual padecimiento hizo que yo, Dios, el más grande de todos, temblara a causa del dolor, y sangrara por cada poro” (DyC 19:16–18).
A lo largo de tu vida puede haber momentos en los que hayas ido a lugares donde no debiste ir y hecho cosas que no debiste hacer. Si te apartas del pecado, llegará el día en que podrás conocer la paz que viene de seguir el camino del arrepentimiento completo.
No importa cuáles hayan sido nuestras transgresiones, ni cuánto daño hayamos causado a los demás con nuestras acciones, esa culpa puede ser borrada por completo. Para mí, quizás la frase más hermosa de todas las Escrituras es cuando el Señor dice:
“He aquí, el que se ha arrepentido de sus pecados, le es perdonado, y yo, el Señor, me acuerdo de ellos no más” (DyC 58:42).
Esa es la promesa del evangelio de Jesucristo y de la Expiación: tomar a cualquiera que venga, a cualquiera que se una, y llevarlo a través de una experiencia tal que, al final de su vida, pueda pasar el velo habiéndose arrepentido de sus pecados y habiendo sido lavado por la sangre de Cristo (véase Apocalipsis 1:5).
Eso es lo que hacen los Santos de los Últimos Días en todo el mundo. Esa es la Luz que ofrecemos a quienes están en tinieblas y han perdido el rumbo. Dondequiera que vayan nuestros miembros y misioneros, nuestro mensaje es de fe y esperanza en el Salvador Jesucristo.
El presidente Joseph Fielding Smith escribió la letra del himno ¿Es largo el sendero?. Fue un querido amigo mío. Concluyo con su mensaje de ánimo y promesa para todos los que procuran seguir las enseñanzas del Salvador:
¿Es largo el sendero,
muy áspero y cruel?
¿Hay espinas, hay piedras allí?
¿Te cortan los pasos
las rocas del mal
mientras luchas y tratas de huir?
¿Está débil tu alma,
cansado tu ser,
y no puedes cargar tu dolor?
¿Te abruma el pesar,
no puedes andar,
ni hallas quien comparta tu clamor?
No desmayes jamás
si el viaje empezó;
alguien aún te extiende su luz.
Mira al cielo y ve
que su mano él te da;
te conducirá a la plenitud—
A la tierra sin par
donde acaba el pesar
y tu alma hallará redención.
No habrá lágrimas más,
todo llanto cesará.
Toma su mano y entra en Sión.
(¿Es largo el sendero?, Himnos [1985], Nº 127)
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Capítulo 4
“No me acordaré más de tus pecados”
Mi mensaje trata sobre un padre y un hijo. Alma, el padre, era un profeta; su hijo, Coriantón, era misionero.
Dos de los hijos de Alma—Siblón y Coriantón, el menor—estaban en una misión entre los zoramitas. Alma se sintió profundamente decepcionado por el fracaso de su hijo Coriantón en vivir los estándares de un misionero. Coriantón abandonó su ministerio y fue a la tierra de Sirón tras la ramera Isabel (véase Alma 39:3).
“No tenías excusa, hijo mío. Debiste haber atendido al ministerio que se te había confiado” (Alma 39:4).
Alma le dijo a su hijo que el diablo lo había desviado (véase Alma 39:11). La falta de castidad es “más abominable que todos los pecados, salvo derramar sangre inocente o negar al Espíritu Santo” (Alma 39:5).
“¡Ojalá no hubieses sido culpable de tan grande crimen!” Luego le dijo: “No me detendría en tus crímenes para angustiar tu alma, si no fuera por tu bien.
“Mas he aquí, no puedes ocultar tus crímenes a Dios” (Alma 39:7–8).
Con severidad, le mandó a su hijo que aceptara el consejo de sus hermanos mayores (véase Alma 39:10).
Alma le explicó que su iniquidad era grande porque había alejado a los investigadores del evangelio:
“Cuando vieron tu conducta, no creyeron en mis palabras.
“Y ahora bien, el Espíritu del Señor me dice: Manda a tus hijos que hagan el bien, no sea que conduzcan el corazón de muchas personas a la destrucción; por tanto, te mando, hijo mío, con temor de Dios, que te abstengas de tus iniquidades” (Alma 39:11–12).
Después de esta reprensión severa, Alma el padre amoroso se convirtió en Alma el maestro. Él sabía que “la predicación de la palabra tenía una gran tendencia a inducir a los del pueblo a hacer lo que era justo—sí, tenía un efecto más poderoso en la mente de los del pueblo que la espada, o cualquier otra cosa” (Alma 31:5). Así que Alma enseñó a Coriantón.
Habló primero de Cristo:
“Hijo mío, deseo decirte algo acerca de la venida de Cristo. He aquí, te digo que ciertamente él vendrá para quitar los pecados del mundo; sí, viene a declarar buenas nuevas de salvación a su pueblo” (Alma 39:15).
Coriantón preguntó cómo podían saber acerca de la venida de Cristo con tanta anticipación.
Alma respondió:
“¿No es preciosa para Dios un alma en este tiempo, tanto como lo será en el tiempo de su venida?” (Alma 39:17).
Coriantón estaba “preocupado por la resurrección de los muertos” (Alma 40:1).
Alma había inquirido al Señor sobre la Resurrección y le explicó a Coriantón acerca de la primera resurrección y otras resurrecciones:
“Hay un tiempo señalado en que todos resucitarán de entre los muertos” (Alma 40:4).
Había preguntado también “qué sucede con las almas de los hombres desde el momento de la muerte hasta el momento señalado para la resurrección” (Alma 40:7).
Entonces Alma le dijo a Coriantón:
“Todos los hombres, sean buenos o malos, son llevados de regreso a Dios que les dio la vida” (Alma 40:11).
Los “justos son recibidos en un estado de felicidad” (Alma 40:12), y los malvados son “llevados cautivos por la voluntad del diablo” (Alma 40:13).
Los justos permanecen “en el paraíso hasta el tiempo de su resurrección” (Alma 40:14).
“No podéis decir, cuando os halléis ante esa tremenda crisis: Me arrepentiré, volveré a mi Dios. No podéis decir esto; porque ese mismo espíritu que posea vuestro cuerpo cuando salgáis de esta vida, ese mismo espíritu tendrá poder para poseer vuestro cuerpo en el mundo eterno” (Alma 34:34).
Alma le explicó a su hijo:
“Hay un espacio entre la muerte y la resurrección del cuerpo, y un estado del alma en felicidad o en miseria hasta el tiempo señalado por Dios en que los muertos resuciten, sean reunidos alma y cuerpo, y sean llevados a comparecer ante Dios y ser juzgados según sus obras” (Alma 40:21).
“El alma”—es decir, el espíritu—“será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma” (Alma 40:23).
“Esto”, dijo él, “es la restauración de que se ha hablado por boca de los profetas” (Alma 40:24).
Alma explicó que “algunos han torcido las Escrituras, y se han desviado mucho a causa de este asunto” (Alma 41:1).
Luego Alma dijo:
“Y ahora bien, hijo mío, percibo que hay algo más que turba tu mente y que no puedes entender—que tiene que ver con la justicia de Dios en el castigo del pecador; porque procuras suponer que es injusticia que el pecador sea destinado a un estado de miseria.
“Ahora bien, he aquí, hijo mío, te explicaré este asunto” (Alma 42:1–2).
Alma le habló a Coriantón sobre el Jardín de Edén y la Caída de Adán y Eva:
“Y ahora bien, vemos por esto que nuestros primeros padres fueron separados temporal y espiritualmente de la presencia del Señor; y así vemos que llegaron a ser sujetos para seguir su propia voluntad” (Alma 42:7).
“Se había designado al hombre que muriera” (Alma 42:6).
Luego le explicó por qué la muerte es absolutamente necesaria:
“Si no fuera por el plan de redención (dejándolo de lado), en cuanto murieran, sus almas serían miserables, estando separados de la presencia del Señor” (Alma 42:11).
Alma enseñó a Coriantón sobre la justicia y la misericordia:
“Según la justicia, el plan de redención no podía llevarse a efecto sino con la condición del arrepentimiento del hombre” (Alma 42:13).
Explicó que:
“El plan de misericordia no podía llevarse a efecto si no se hiciera una expiación; por tanto, Dios mismo expía los pecados del mundo, para llevar a efecto el plan de misericordia, para satisfacer las demandas de la justicia, a fin de que Dios sea un Dios perfecto, justo y misericordioso también” (Alma 42:15).
También enseñó a Coriantón sobre el inalterable estándar de la ley eterna (véase Alma 42:17–25).
Y explicó, de manera muy directa, por qué el castigo era necesario:
“Ahora bien, el arrepentimiento no podría sobrevenir al hombre si no hubiese un castigo, que fuese tan eterno como la vida del alma, y que se estableciera como opuesto al plan de felicidad, que también fue tan eterno como la vida del alma” (Alma 42:16).
Alma conocía personalmente el dolor del castigo y el gozo del arrepentimiento. Él mismo había decepcionado profundamente a su propio padre, el abuelo de Coriantón. Se rebeló y anduvo “tratando de destruir la iglesia” (Alma 36:6). Fue derribado por un ángel, no porque lo mereciera, sino por las oraciones de su padre y de otros (véase Mosíah 27:14).
Alma sintió la agonía y la culpa, y dijo:
“Mientras así me atormentaba el dolor, siendo torturado por el recuerdo de mis muchos pecados, he aquí, también me acordé de haber oído a mi padre profetizar al pueblo acerca de la venida de un Jesucristo, un Hijo de Dios, para expiar los pecados del mundo.
“Ahora bien, en cuanto mi mente captó este pensamiento, clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, tú Hijo de Dios, ten misericordia de mí, que estoy en la hiel de amargura y rodeado por las eternas cadenas de la muerte!
“Y he aquí que cuando pensé esto, ya no me pude acordar de mis dolores; sí, ya no fui atormentado por el recuerdo de mis pecados.
“¡Oh, qué gozo, y cuán maravillosa fue la luz que contemplé! Sí, mi alma se llenó de gozo tan grande como lo había sido mi dolor.
“Sí, te digo, hijo mío, que no puede haber nada tan intenso y tan amargo como lo fueron mis dolores. Sí, y otra vez te digo, hijo mío, que por otro lado, no puede haber nada tan intenso y tan dulce como lo fue mi gozo.
“Sí, y desde ese momento hasta ahora he trabajado sin cesar para traer almas al arrepentimiento; para traerlas a que gusten del gozo exquisito que yo experimenté; para que también ellas nacieran de Dios, y fuesen llenas del Espíritu Santo” (Alma 36:17–21, 24).
Alma preguntó a Coriantón:
“¿Crees tú que la misericordia puede despojar a la justicia?” (Alma 42:25).
Le explicó que, gracias a la Expiación de Cristo, ambas podían satisfacerse conforme a la ley eterna.
“Impulsado por el Espíritu Santo” (DyC 121:43; véase también Alma 39:12), Alma había reprendido a Coriantón con severidad. Luego, después de enseñar clara y pacientemente estos principios fundamentales del evangelio, vino la abundancia de amor.
El profeta José Smith recibió por revelación este principio:
“Ningún poder o influencia se puede ni se debe ejercer en virtud del sacerdocio, sino por medio de la persuasión, la longanimidad, la benignidad, la mansedumbre y por el amor sincero;
“Por la bondad y el conocimiento puro, lo cual engrandecerá mucho el alma sin hipocresía y sin engaño—
“Reprendiendo anticipadamente con severidad, cuando lo impulse el Espíritu Santo; y luego mostrando mayor amor hacia aquel a quien hayas reprendido, no sea que te considere su enemigo;
“Para que sepa que tu fidelidad es más firme que las cuerdas de la muerte” (DyC 121:41–44).
Alma dijo:
“Oh hijo mío, deseo que no niegues más la justicia de Dios. No trates de excusarte en lo más mínimo a causa de tus pecados, negando la justicia de Dios; más bien, permite que la justicia de Dios, y su misericordia, y su longanimidad ejerzan su pleno efecto en tu corazón; y deja que esto te humille hasta el polvo” (Alma 42:30).
El abuelo de Coriantón, también llamado Alma, fue uno de los sacerdotes que sirvieron al inicuo rey Noé. Escuchó al profeta Abinadí testificar de Cristo, y se convirtió. Condenado a muerte, huyó de aquella corte perversa para predicar de Cristo (véase Mosíah 17:1–4).
Ahora Alma, a su vez, era el padre que suplicaba a su hijo Coriantón que se arrepintiera.
Después de reprender con severidad a su hijo y de enseñarle pacientemente la doctrina del evangelio, Alma el amoroso padre dijo:
“Y ahora bien, hijo mío, deseo que no te inquieten más estas cosas, y solo permite que tus pecados te inquieten, con esa inquietud que te lleve al arrepentimiento” (Alma 42:29).
En su agonía y vergüenza, Coriantón fue humillado “hasta el polvo” (Alma 42:30).
Alma, que era tanto el padre de Coriantón como su líder del sacerdocio, quedó satisfecho con su arrepentimiento. Levantó la pesada carga de culpa que su hijo llevaba y lo envió de nuevo al campo misional:
“Y ahora bien, oh hijo mío, eres llamado por Dios para predicar la palabra a este pueblo. … Ve tu camino, declara la palabra con verdad y sobriedad… Y que Dios te conceda según mis palabras” (Alma 42:31).
Coriantón se unió a sus hermanos Helamán y Siblón, quienes eran líderes del sacerdocio. Veinte años después, en la tierra del norte, aún servía fielmente en el evangelio (véanse Alma 49:30; 63:10).
Vivimos en un mundo inicuo, verdaderamente inicuo, en el cual nuestros hijos deben encontrar su camino. Los desafíos de la pornografía, la confusión de género, la inmoralidad, el abuso infantil, la drogadicción, y muchos otros, están en todas partes. No hay manera de escapar por completo de su influencia.
Algunos son llevados por la curiosidad a la tentación, luego a la experimentación, y algunos quedan atrapados en la adicción. Pierden la esperanza. El adversario recoge su cosecha y los ata con cadenas.
Satanás es el engañador, el destructor, pero su victoria es temporal.
Los ángeles del diablo convencen a algunos de que nacieron para una vida de la que no pueden escapar y que están obligados a vivir en pecado. La más perversa de las mentiras es que no pueden cambiar ni arrepentirse y que no serán perdonados. Eso no puede ser verdad. Han olvidado la Expiación de Cristo.
“Porque he aquí, el Señor vuestro Redentor padeció la muerte en la carne; por lo que padeció el dolor de todos los hombres, para que todos los hombres se arrepintieran y viniesen a él” (DyC 18:11).
Cristo es el Creador, el Sanador. Lo que Él creó, Él puede reparar. El evangelio de Jesucristo es el evangelio del arrepentimiento y del perdón (véanse 2 Nefi 1:13; 2 Nefi 9:45; Jacob 3:11; Alma 26:13–14; Mormón 7:17–19).
“Recordad que el valor de las almas es grande a la vista de Dios” (DyC 18:10).
El relato de este amoroso padre y un hijo descarriado, tomado del Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo, es un tipo, un modelo, un ejemplo.
Cada uno de nosotros tiene un amoroso Padre Celestial. A través del plan redentor del Padre, aquellos que tropiecen y caigan “no son desechados para siempre” (Página del título del Libro de Mormón).
“¡Y cuán grande es su gozo por el alma que se arrepiente!” (DyC 18:13).
“El Señor no puede mirar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia; sin embargo” (DyC 1:31–32), el Señor dijo: “el que se ha arrepentido de sus pecados, le son perdonados, y yo, el Señor, no me acuerdo más de ellos” (DyC 58:42).
¿Puede haber palabras más dulces o consoladoras, más llenas de esperanza, que esas que vienen de las Escrituras?
“Yo, el Señor, no me acuerdo más de sus pecados” (DyC 58:42).
Ese es el testimonio del Libro de Mormón, y ese es mi testimonio para ti.
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Capítulo 5
El don del Espíritu Santo
Mi propósito es enseñarte, mediante doctrina y Escrituras, por qué hacemos las cosas como las hacemos. Daré algunas instrucciones y sugerencias sobre cómo podemos hacer mejor las cosas, a fin de que cada miembro de la Iglesia esté completamente convertido y nunca se aparte del camino.
José Smith dijo:
“Bautizar a un hombre sin tener en cuenta la remisión de los pecados y la recepción del Espíritu Santo es como bautizar una bolsa de arena. El bautismo por agua es solo la mitad de un bautismo, y no sirve de nada sin la otra mitad—es decir, el bautismo del Espíritu Santo”
(History of the Church of Jesus Christ of Latter-day Saints, 7 vols., 1932–51, 5:499).
Preparar a las personas para el bautismo sin enseñarles sobre el don del Espíritu Santo sería como celebrar una reunión sacramental en la que solo se bendijera y se repartiera el pan. Solo estarían recibiendo la mitad.
Hablaremos de vincular el bautismo en una relación absolutamente estrecha con la confirmación y la concesión del don del Espíritu Santo.
Confirmación y concesión del don del Espíritu Santo
La confirmación tiene dos partes: confirmar como miembro de la Iglesia y luego conferir el don del Espíritu Santo. El poseedor del sacerdocio que realiza esa ordenanza “otorga el don del Espíritu Santo diciendo: ‘Recibe el Espíritu Santo’” (Guía para la familia [folleto, 2001], pág. 20).
Hay dos ejemplos visibles de las manifestaciones del Espíritu Santo que conozco en las Escrituras. El primero fue cuando el Señor fue bautizado:
“Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí, los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma y venía sobre él” (Mateo 3:16; véase también 1 Nefi 11:27; 2 Nefi 31:8; DyC 93:15).
El otro ejemplo ocurrió en el día de Pentecostés. Los apóstoles ya habían sido ordenados, pero el Señor ya se había ido. Se preguntaban qué hacer. Recordaron que Él les había dicho que permanecieran en Jerusalén, y obedecieron. Entonces sucedió. Estaban en una casa, y hubo “un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados.
“Y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos.
“Y fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Hechos 2:2–4).
Entonces estuvieron autorizados; estaban preparados.
Entonces pudieron comenzar el ministerio al cual el Señor los había llamado y comisionado.
En Doctrina y Convenios se repite ese patrón cuando el Señor dijo:
“Tú bautizaste con agua para arrepentimiento, mas no recibieron el Espíritu Santo;
“Pero ahora te doy un mandamiento, que bautices con agua, y recibirán el Espíritu Santo por la imposición de manos, tal como los apóstoles de la antigüedad” (DyC 35:5–6).
Cuando Pablo fue a Éfeso encontró a doce hombres que habían sido bautizados, pero aún no habían recibido el Espíritu Santo. Le dijeron a Pablo: “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo” (Hechos 19:2).
Lo que sucedió después es significativo. Pablo los hizo bautizar de nuevo. Luego, por la imposición de manos, les confirió el don del Espíritu Santo (véase Hechos 19:2–7).
Recuerda el cuarto Artículo de Fe:
“Creemos que los primeros principios y ordenanzas del Evangelio son: primero, Fe en el Señor Jesucristo; segundo, Arrepentimiento; tercero, Bautismo por inmersión para la remisión de los pecados; cuarto, Imposición de manos para comunicar el don del Espíritu Santo”.
Cuando los padres enseñan a sus hijos y cuando los misioneros enseñan a los investigadores y los preparan para el bautismo con agua, también deben pensar en el don del Espíritu Santo—el bautismo de fuego. Piénsalo como una sola oración: Primero viene el bautismo de agua y luego el bautismo de fuego.
Alguien podría preguntar a los misioneros: “¿Cómo van las cosas?” o “¿Están enseñando a alguien?”
Los misioneros responden automáticamente: “Sí, tenemos una familia que se está preparando para el bautismo y la confirmación, para recibir el Espíritu Santo.”
O un padre y una madre podrían decir a un hijo: “Cuando cumplas ocho años, estarás listo para bautizarte y recibir el Espíritu Santo.”
Repito: ser bautizado y recibir el Espíritu Santo—vincula esos dos juntos.
Todo lo que digo es evidente y está delineado en la sección 20 de Doctrina y Convenios (véanse los versículos 41–43, 45, 68). También hay otras referencias donde se afirma este mensaje (véanse Hechos 8:12, 14–17; DyC 33:11, 15; 36:2; 39:23; 49:13–14; 55:1; 68:25; 76:51–52; Artículos de Fe 1:4).
José Smith dijo:
“El bautismo de agua, sin el bautismo de fuego y del Espíritu Santo que lo acompañe, no tiene valor; son necesariamente e inseparablemente unidos” (History of the Church, 6:316).
“Y aconteció que cuando todos fueron bautizados y salieron del agua, el Espíritu Santo descendió sobre ellos, y fueron llenos del Espíritu Santo y de fuego” (3 Nefi 19:13).
Un fragmento de otro versículo enseña que esto sucederá “si es que creéis en Cristo y sois bautizados, primero con agua, luego con fuego y con el Espíritu Santo, siguiendo el ejemplo de nuestro Salvador” (Mormón 7:10).
Una vez más, hay dos partes en el bautismo: el bautismo por agua y el bautismo por fuego o por el Espíritu Santo. Si se separan, como dijo el profeta José Smith, no es más que medio bautismo.
Comunicación del Espíritu Santo
¿Cómo se comunica el Espíritu Santo?
Hay un ejemplo en 1 Nefi capítulo 17, donde Lamán y Lemuel habían sido crueles con Nefi. De hecho, intentaron quitarle la vida. Finalmente, él les dijo:
“Sois diligentes para cometer iniquidad, mas perezosos para acordaros del Señor vuestro Dios. Habéis visto a un ángel, y os ha hablado; sí, habéis oído su voz de tiempo en tiempo; y él os ha hablado en una voz apacible y delicada, pero habíais perdido la sensibilidad, de modo que no pudisteis sentir sus palabras” (1 Nefi 17:45; énfasis añadido).
Esa comunicación rara vez llega de forma audible. La mayoría de las veces llega a través de tus sentimientos, como en este caso.
En otro ejemplo, el Señor enseñó este principio a José Smith y Oliver Cowdery:
“Mas he aquí, yo te digo que debes estudiarlo en tu mente [trabajar, estudiar]; entonces debes preguntarme si está bien; y si así fuere, haré que sientas que está bien en tu pecho [el fuego, el ardor]; por lo tanto, sentirás que está bien” (DyC 9:8; énfasis añadido). Esto se aplica a todos nosotros.
Hablar con la lengua de los ángeles
“Por tanto, amados hermanos míos, sé que si seguís al Hijo con pleno propósito de corazón, sin hipocresía ni engaño ante Dios, sino con verdadera intención, arrepintiéndoos de vuestros pecados, dando testimonio al Padre de que estáis dispuestos a tomar sobre vosotros el nombre de Cristo, por medio del bautismo—sí, siguiendo a vuestro Señor y Salvador al agua, conforme a su palabra, he aquí, entonces recibiréis el Espíritu Santo; sí, entonces viene el bautismo de fuego y del Espíritu Santo.” Y ahora este principio importante: “Y entonces podréis hablar con la lengua de los ángeles, y clamar alabanzas al Santo de Israel.
“Mas he aquí, amados hermanos míos, así vino la voz del Hijo a mí, diciendo: Después que os hayáis arrepentido de vuestros pecados y hayáis dado testimonio al Padre de que estáis dispuestos a guardar mis mandamientos, por medio del bautismo de agua, y hayáis recibido el bautismo de fuego [es decir, la concesión] del Espíritu Santo, [podréis] hablar con lengua nueva, sí, con la lengua de ángeles” (2 Nefi 31:13–14; énfasis añadido).
Nefi da una explicación clara de lo que sucede después del bautismo y la confirmación y la recepción del Espíritu Santo:
“Por tanto, haced las cosas que os he dicho que he visto que vuestro Señor y Redentor ha de hacer; porque por este motivo me han sido mostradas, para que sepáis la puerta por la cual habéis de entrar. Porque la puerta por la que habéis de entrar es el arrepentimiento y el bautismo por agua [lo cual es un testimonio simbólico del arrepentimiento]; y entonces viene [la promesa de purificación mediante] la remisión de vuestros pecados por fuego y por el Espíritu Santo” (2 Nefi 31:17).
A veces hablamos del bautismo para la remisión de los pecados. La remisión, si se leen cuidadosamente las Escrituras, viene a través del bautismo de fuego y del Espíritu Santo.
“Y ahora bien, amados hermanos míos, supongo que meditáis algo en vuestros corazones acerca de lo que debéis hacer después que hayáis entrado por este camino.” Aquí están personas que han sido bautizadas y han recibido el Espíritu Santo, y se preguntan qué deben hacer. Nefi responde: “Mas he aquí, ¿por qué meditáis estas cosas en vuestros corazones?
“¿No os acordáis de que os dije que después que hubierais recibido el Espíritu Santo, podríais hablar con la lengua de ángeles? ¿Y cómo podríais hablar con la lengua de ángeles sino fuera por el Espíritu Santo?
“Los ángeles hablan por el poder del Espíritu Santo; por tanto, declaran las palabras de Cristo. Por tanto, os dije: Deleitaos en las palabras de Cristo; porque he aquí, las palabras de Cristo os dirán todas las cosas que debéis hacer” (2 Nefi 32:1–3).
Todo lo que los misioneros deben saber y hacer tiene como fin ayudar a que los investigadores comprendan tanto el bautismo como la confirmación. Luego los investigadores tienen su albedrío. Considera estas palabras sencillas:
“Por tanto, ahora bien, después que he hablado estas palabras, si no las podéis entender es porque no pedís, ni tampoco llamáis; por tanto, no habéis sido llevados a la luz, sino que debéis perecer en la oscuridad”.
“Porque he aquí, una vez más os digo que si entráis por el camino y recibís el Espíritu Santo, él os mostrará todas las cosas que debéis hacer.
“He aquí, esta es la doctrina de Cristo, y no se dará otra doctrina hasta después que él se os manifieste en la carne” (2 Nefi 32:4–6; énfasis añadido).
Ahora debéis entender que el bautismo por agua, como dijo claramente el profeta José Smith, es solo la mitad del bautismo. Pablo, cuando los conversos de Éfeso no habían recibido el Espíritu Santo, empezó de nuevo (véase Hechos 19:2–7).
“Porque he aquí, una vez más os digo que si entráis por el camino y recibís el Espíritu Santo, él os mostrará todas las cosas que debéis hacer” (2 Nefi 32:5).
Puedes recibir esta gran bendición: familiarizarte con la voz apacible y delicada y aprender que esa voz te dirá todas las cosas que debes hacer. La palabra que usamos para describir esta comunicación es inspiraciones, o impresiones, la forma en que sentimos. Estas impresiones pueden llegar muchas veces, por medio de muchas experiencias. Esa es la voz del Señor hablándonos.
“Los ángeles hablan por el poder del Espíritu Santo; por tanto, declaran las palabras de Cristo” (2 Nefi 32:3).
Nefi explicó que los ángeles hablan por el poder del Espíritu Santo, y tú puedes hablar con la lengua de los ángeles, lo que simplemente significa que puedes hablar con el poder del Espíritu Santo. Será en silencio. Será invisible. No habrá una paloma. No habrá lenguas de fuego. Pero el poder estará allí.
La oposición del adversario
Una palabra de advertencia: también existe un espíritu de oposición y maldad. Esa advertencia también se encuentra en las Escrituras:
“Pero cualquier cosa que persuada a los hombres a obrar mal y a no creer en Cristo, y a negarlo, y a no servir a Dios, entonces sabréis con perfecto conocimiento que eso es del diablo; porque de esta manera obra el diablo, pues no persuade a ningún hombre a obrar bien, no, ni uno solo; ni tampoco lo hacen sus ángeles; ni tampoco los que se sujetan a él” (Moroni 7:17).
Las comunicaciones espirituales del Espíritu Santo pueden ser interrumpidas por las impresiones e influencias del maligno. Aprenderás a reconocer eso.
Para profundizar en este principio, Nefi enseñó:
“Y ahora bien, amados hermanos míos, percibo que aún meditáis en vuestros corazones, y me aflige tener que hablar concerniente a esta cosa. Porque si escucharais al Espíritu que enseña al hombre a orar, sabríais que debéis orar; porque el espíritu malo no enseña al hombre a orar, sino que le enseña que no debe orar.
“Mas he aquí, os digo que debéis orar” (2 Nefi 32:8–9).
Entonces, cuando hablamos de ángeles que se comunican por el poder del Espíritu Santo y se nos dice por los profetas que podemos hablar con la lengua de los ángeles, entonces también debemos saber que hay una influencia opuesta. Debemos poder detectarla.
Hay una palabra en el libro de Jacob que debe llamarnos la atención:
“He aquí, ¿rechazaréis estas palabras? ¿Rechazaréis las palabras de los profetas; y rechazaréis todas las palabras que se han hablado concernientes a Cristo, después que tantos hayan hablado concerniente a él; y negaréis la buena palabra de Cristo, y el poder de Dios, y el don del Espíritu Santo, y apagaréis el Espíritu Santo, y os burlaréis del gran plan de redención?” (Jacob 6:8; énfasis añadido).
¡Así que el Espíritu puede ser apagado!
Discernir experiencias espirituales
Cuando recibas estas experiencias espirituales especiales, no deben ser comentadas superficialmente. Son privadas y personales. Llegarás a saber con una convicción muy personal que el Señor sabía que ibas a pasar por ese camino.
Podrás aprender por medio del ensayo y error, y decir: “Sabía que no debía haber hecho eso. ¡Sabía que no debía!” ¿Cómo lo sabías? Porque lo sabías. Estabas siendo inspirado.
O dirás con pesar: “Sabía que debía haber hecho eso y no lo hice”. ¿Cómo lo sabrás? Estás siendo influenciado por el Espíritu.
Las impresiones pueden llegar como “golpes repentinos de ideas” (Historia de la Iglesia, 3:381).
“Sí, os hablaré en vuestra mente y en vuestro corazón, por medio del Espíritu Santo” (DyC 8:2).
“Poned vuestra confianza en ese Espíritu que conduce a obrar el bien—sí, a obrar con justicia, a andar humildemente, a juzgar rectamente; y este es mi Espíritu.
“… Yo os comunicaré de mi Espíritu, el cual iluminará vuestra mente, el cual llenará vuestra alma de gozo;
“Y entonces sabréis, o por esto sabréis, todas las cosas que deseáis de mí, que se relacionan con la rectitud, con fe creyendo en mí que las recibiréis” (DyC 11:12–14).
“¿No hablé paz a tu mente en cuanto al asunto? ¿Qué mayor testimonio puedes tener que el de Dios?” (Doctrina y Convenios 6:23).
Conversión
La conversión no siempre ocurre de inmediato. No obstante, llega de manera silenciosa, como una voz apacible y delicada. Hay versículos muy interesantes en el libro de Alma, y llegarás a entender lo que significan:
“Por tanto, bienaventurados son aquellos que se humillan sin ser compelidos a ser humildes; o más bien, en otras palabras, bienaventurado es el que cree en la palabra de Dios y es bautizado sin obstinación de corazón, sí, sin haber sido llevado a conocer la palabra, o incluso compelido a saber, antes de creer.
“Sí, hay muchos que dicen: Si nos muestras una señal del cielo, entonces sabremos con certeza; entonces creeremos” (Alma 32:16–17; énfasis añadido).
Algunos investigadores pueden decir: “Parece correcto y se siente bien. Aun no lo sé con certeza. Solo se siente bien”. La razón los está impulsando, y se bautizan sin obstinación de corazón. Así llega la conversión.
Otros pueden decir: “Hablas de este don del Espíritu Santo y del bautismo de fuego. ¡Muéstramelo! Dame el testimonio, y entonces me bautizaré”.
Para algunos, tomará tiempo. Pueden sentirse decepcionados cuando se les dice: “¡Lo sabrás después de decidirte! Requiere un ejercicio de fe. Tal vez no lo sepas al principio ni tengas esa firme convicción, pero llegará”.
La Palabra de Sabiduría
Seguramente puedes entender dónde encaja la Palabra de Sabiduría en todo esto. Qué importante es, “dada como principio con promesa, adaptada a la capacidad del débil y del más débil de todos los santos, que son o pueden ser llamados santos” (D. y C. 89:3).
Este principio viene con una promesa:
“Correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán” (D. y C. 89:20).
Eso es deseable.
Pero hay una promesa aún más importante:
“Y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos” (D. y C. 89:19).
¿Puedes ver la necesidad de la Palabra de Sabiduría? Insistimos con nuestro pueblo—casi les suplicamos—que se comporten, que mantengan su persona espiritual en sintonía, para que puedan recibir el Espíritu Santo. Tu cuerpo es el instrumento de tu mente y espíritu. Debes cuidarlo adecuadamente.
Nunca se apartarán
Si las personas son enseñadas correctamente, nunca se apartarán:
“Y tan cierto como vive el Señor [eso es un juramento], tan cierto como que todos los que creyeron, o cuantos fueron llevados al conocimiento de la verdad, por la predicación de Amón y sus hermanos, conforme al espíritu de revelación y de profecía, y el poder de Dios obrando milagros en ellos—sí, os digo, tan cierto como vive el Señor [un segundo juramento], todos los lamanitas que creyeron en su predicación y se convirtieron al Señor, jamás se apartaron” (Alma 23:6; énfasis añadido).
Aquellos que han sido enseñados y que reciben el don del Espíritu Santo, el bautismo de fuego, nunca se apartarán. Estarán conectados al Todopoderoso, quien los guiará en su vida.
El Consolador
Nunca necesitas sentirte ni estar solo:
“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre…
No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:16, 18).
“Sí, en verdad, en verdad os digo, que el campo ya está blanco para la siega; por tanto, meted vuestra hoz y segad con todo vuestro poder, mente y fuerza.
“Abrid vuestra boca y se llenará.
“Sí, abrid vuestra boca y no os detengáis, y llevaréis manojos sobre vuestra espalda, porque he aquí, yo estoy con vosotros” (Doctrina y Convenios 33:7–9).
La oración bautismal dada en el Libro de Mormón declara:
Y he aquí, estas son las palabras que diréis, llamándolos por su nombre, diciendo:
“Teniendo autoridad dada por Jesucristo, te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén” (3 Nefi 11:24–25).
Doy testimonio de estas palabras y de estos Nombres. Invoco las bendiciones del Señor sobre ustedes como Apóstol del Señor Jesucristo, para que Su Espíritu esté con ustedes, y puedan comprender y avanzar acompañados por ese poder del Espíritu Santo.
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Capítulo 6
La oración y las impresiones
Ningún Padre enviaría a Sus hijos a una tierra lejana y peligrosa para una vida de pruebas, donde se sabe que Lucifer deambula libremente, sin antes proporcionarles un poder personal de protección. También les daría medios para comunicarse con Él: de Padre a hijo y de hijo a Padre. Cada hijo de nuestro Padre enviado a la tierra recibe el Espíritu de Cristo, o la Luz de Cristo (véase D. y C. 84:46). Ninguno de nosotros ha sido dejado aquí solo, sin esperanza de guía y redención.
La Restauración comenzó con la oración de un muchacho de catorce años y una visión del Padre y del Hijo. Así se inauguró la dispensación del cumplimiento de los tiempos.
La Restauración del evangelio trajo el conocimiento de la existencia premortal. Gracias a las Escrituras, sabemos del Consejo en los cielos y de la decisión de enviar a los hijos e hijas de Dios a la mortalidad para recibir un cuerpo y ser probados (véase D. y C. 138:56; véase también Romanos 8:16). Somos hijos de Dios. Tenemos un cuerpo espiritual alojado, por ahora, en un tabernáculo terrenal de carne. Las Escrituras dicen: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16).
Como hijos de Dios, aprendemos que somos parte de Su “gran plan de felicidad” (Alma 42:8).
Sabemos que hubo una guerra en los cielos y que Lucifer y aquellos que lo siguieron fueron expulsados sin cuerpos:
“Satanás, aquel viejo serpiente, sí, el diablo… se rebeló contra Dios y procuró tomar el reino de nuestro Dios y de su Cristo.
“Por tanto, hace guerra contra los santos de Dios y los rodea por todos lados” (D. y C. 76:28–29).
Se nos dio nuestro albedrío (véase D. y C. 101:78). Debemos usarlo sabiamente y permanecer cerca del Espíritu; de lo contrario, insensatamente nos rendimos a los encantos del adversario. Sabemos que, mediante la Expiación de Jesucristo, nuestros errores pueden ser limpiados, y nuestro cuerpo mortal será restaurado a su forma perfecta.
“Porque he aquí, el Espíritu de Cristo es dado a todo hombre, para que sepa discernir el bien del mal; por tanto, os muestro la manera de juzgar; porque todo lo que invita a hacer el bien y a creer en Cristo, es enviado por el poder y don de Cristo; por lo tanto, sabréis con perfecto conocimiento que es de Dios” (Moroni 7:16).
Existe una manera perfecta de comunicación mediante el Espíritu: “Porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:10).
Después del bautismo en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, viene una segunda ordenanza: “la imposición de manos para comunicar el don del Espíritu Santo” (Artículos de Fe 1:4).
Esa dulce y apacible voz de inspiración se percibe más como un sentimiento que como un sonido. Una inteligencia pura puede ser comunicada a la mente. El Espíritu Santo se comunica con nuestro espíritu a través de la mente más que por los sentidos físicos (véanse 1 Corintios 2:14; D. y C. 8:2; 9:8–9). Esta guía viene como pensamientos, como sentimientos mediante impresiones e inspiraciones (véanse D. y C. 11:13; 100:5). Podemos sentir las palabras de la comunicación espiritual más que escucharlas, y verlas con ojos espirituales más que con los mortales (véase 1 Nefi 17:45).
Serví durante muchos años en el Cuórum de los Doce Apóstoles con el élder LeGrand Richards. Falleció a la edad de noventa y seis años. Nos contó que cuando era un niño de doce años asistió a una gran conferencia general en el Tabernáculo. Allí escuchó hablar al presidente Wilford Woodruff.
El presidente Woodruff relató una experiencia en la que fue inspirado por el Espíritu. Había sido enviado por la Primera Presidencia a “reunir a todos los santos de Dios en Nueva Inglaterra y Canadá, y llevarlos a Sion” (en Conference Report, abril de 1898, pág. 30).
Se detuvo en la casa de uno de los hermanos en Indiana y colocó su carruaje en el patio, donde él, su esposa y un hijo se acostaron, mientras el resto de la familia dormía en la casa. Poco después de haberse acostado, el Espíritu le susurró, advirtiéndole: “Levántate y mueve tu carruaje”. Se levantó y movió el carruaje a cierta distancia de donde estaba. Cuando regresaba a acostarse, el Espíritu le habló de nuevo: “Ve y mueve tus mulas lejos de ese roble”. Lo hizo y luego se acostó otra vez.
No habían pasado más de treinta minutos cuando un torbellino arrancó de raíz el árbol al que las mulas estaban atadas. El árbol fue arrastrado cien metros a través de dos cercas. El enorme árbol, cuyo tronco tenía una circunferencia de metro y medio, cayó exactamente en el lugar donde había estado el carruaje. Al seguir las impresiones del Espíritu, el élder Woodruff salvó su vida y la de su esposa e hijo (véase Wilford Woodruff, Leaves from My Journal [1881], pág. 88).
Ese mismo Espíritu puede darte impresiones y protegerte.
Cuando fui llamado como Autoridad General, vivíamos en una pequeña parcela de terreno en el Valle de Utah a la que llamábamos nuestra granja. Teníamos una vaca, un caballo, gallinas y muchos hijos.
Un sábado, debía conducir al aeropuerto para volar a una conferencia de estaca en California. Pero la vaca estaba a punto de parir y tenía dificultades. El ternero nació, pero la vaca no podía levantarse. Llamamos al veterinario, quien vino pronto. Dijo que la vaca había tragado un alambre y no sobreviviría al día.
Copié el número de teléfono de la compañía de subproductos animales para que mi esposa pudiera llamarlos en cuanto muriera la vaca.
Antes de irme, tuvimos nuestra oración familiar. Nuestro pequeño hijo dirigió la oración. Después de pedirle al Padre Celestial que “bendijera a papá en su viaje y nos bendijera a todos”, empezó a suplicar con sinceridad: “Padre Celestial, por favor bendice a la vaca Bossy para que se ponga bien”.
En California conté el incidente y dije: “Debe aprender que no siempre obtenemos lo que pedimos en la oración tan fácilmente”.
Había una lección que aprender, pero fui yo quien la aprendió, no mi hijo. Cuando regresé el domingo por la noche, Bossy se había “puesto bien”.
Este proceso no está reservado solo para los profetas. El don del Espíritu Santo opera igualmente en hombres, mujeres e incluso en niños pequeños. Es dentro de este don y poder maravilloso que puede encontrarse el remedio espiritual para cualquier problema.
“Y ahora, él imparte su palabra por medio de ángeles a los hombres, sí, no sólo a los hombres sino también a las mujeres. Ahora bien, esto no es todo; muchas veces los niños pequeños reciben palabras que confunden a los sabios y a los eruditos” (Alma 32:23).
El Señor tiene muchas formas de derramar conocimiento en nuestras mentes para guiarnos, enseñarnos, corregirnos y advertirnos. El Señor dijo:
“Te hablaré en tu mente y en tu corazón, por medio del Espíritu Santo, que vendrá sobre ti y morará en tu corazón” (D. y C. 8:2).
Y Enós escribió:
“Mientras yo así luchaba en el espíritu, he aquí, la voz del Señor vino a mi mente nuevamente” (Enós 1:10).
Puedes conocer las cosas que necesitas saber. Ora para aprender a recibir esa inspiración y mantente digno de recibirla. Mantén limpio ese canal —tu mente— y libre del desorden del mundo.
El élder Graham W. Doxey, quien sirvió en el Segundo Cuórum de los Setenta, me contó una experiencia. Su madre, quien más tarde fue consejera en la presidencia general de la Primaria, también me relató la experiencia.
Durante la Segunda Guerra Mundial, él estaba en la marina asignado a China. Él y varios otros viajaron en tren a la ciudad de Tientsin para recorrerla.
Más tarde abordaron un tren para regresar a su base, pero después de más de una hora, el tren giró hacia el norte. ¡Estaban en el tren equivocado! No hablaban chino. Tiraron del cordón de emergencia y detuvieron el tren. Los hicieron bajar en algún lugar del campo sin más opción que caminar de regreso a la ciudad.
Después de caminar un rato, encontraron un pequeño carro de palanca, como los que usan los trabajadores del ferrocarril. Lo colocaron sobre los rieles y comenzaron a impulsarlo. Bajando se deslizaba solo, pero tenían que empujarlo cuesta arriba.
Al llegar a una pendiente muy pronunciada, subieron rápidamente al carro y comenzaron a deslizarse. Graham fue el último en subir. El único lugar libre era en la parte delantera del carro. Corrió al lado y al intentar subir, resbaló y cayó. Quedó rebotando de espaldas con los pies contra el carro para evitar ser atropellado. A medida que el carro ganaba velocidad rápidamente, escuchó la voz de su madre que le decía: “¡Bud, ten cuidado!”
Llevaba pesadas botas militares. Su pie resbaló, y la gruesa suela de la bota se enganchó en un engranaje de la rueda y detuvo el carro apenas a treinta centímetros de su mano.
Sus padres, que en ese momento presidían la Misión de los Estados Centrales del Este, dormían en una habitación de hotel. Su madre se sentó en la cama alrededor de las dos de la madrugada y despertó a su esposo diciendo: “¡Bud está en problemas!” Se arrodillaron junto a la cama y oraron por la seguridad de su hijo.
La siguiente carta que él recibió decía: “Bud, ¿qué te pasa? ¿Qué te ocurrió?”
Entonces él escribió para contarles lo que había sucedido. Cuando compararon las horas, vieron que en el mismo momento en que él rebotaba sobre esos rieles, sus padres estaban de rodillas en su habitación de hotel, al otro lado del mundo, orando por su seguridad.
Estas experiencias de impresiones y oración no son poco comunes en la Iglesia. Son parte de la revelación que nuestro Padre Celestial ha provisto para nosotros.
Una de las herramientas más afiladas del adversario es convencernos de que ya no somos dignos de orar. No importa quién seas o qué hayas hecho, siempre puedes orar.
Cuando venga la tentación, puedes inventar una tecla de borrado en tu mente —quizás con las palabras de un himno favorito. Tu mente está a cargo; tu cuerpo es el instrumento de tu mente. Cuando un pensamiento indigno irrumpa en tu mente, reemplázalo con tu tecla de borrado. La música digna es poderosa y puede ayudarte a controlar tus pensamientos (véase DyC 25:12).
Cuando Oliver Cowdery fracasó en su intento de traducir, el Señor le dijo:
“He aquí, no entendiste; pensaste que te lo concedería sin más que pedírmelo.
“Mas he aquí, te digo que debes estudiarlo en tu mente; entonces debes preguntarme si está bien; y si así fuere, haré que tu pecho arda dentro de ti; por tanto, sentirás que está bien.
“Mas si no estuviere bien, no sentirás esas cosas” (DyC 9:7–9).
Ese principio se ilustra con la historia de una niña pequeña. Estaba molesta con su hermano, quien construyó una trampa para atrapar gorriones.
Sin lograr ayuda para detenerlo, pensó: “Bueno, voy a orar al respecto”.
Después de su oración, la niña le dijo a su madre: “Sé que no va a atrapar ningún gorrión en su trampa porque oré por eso. ¡Estoy segura de que no atrapará ninguno!”
Su madre le preguntó: “¿Cómo puedes estar tan segura?”
Ella respondió: “¡Porque después de orar, salí y destruí esa trampa vieja a patadas!”
Ora, aunque seas joven y rebelde como el profeta Alma, o tengas una mente cerrada como Amulek, quien “sabía acerca de estas cosas, pero… no quiso saber” (Alma 10:6).
Aprende a orar. Ora con frecuencia. Ora en tu mente, en tu corazón. Ora de rodillas. La oración es tu llave personal al cielo. La cerradura está de tu lado del velo. Y he aprendido a concluir todas mis oraciones con: “Hágase tu voluntad” (Mateo 6:10; véase también Lucas 11:2; 3 Nefi 13:10).
No esperes estar completamente libre de problemas, decepciones, dolor o desánimo, porque estas son las cosas que vinimos a la tierra a experimentar.
Alguien escribió:
Con manos impacientes y sin pensar
enredamos los planes
que el Señor ha preparado.
Y cuando lloramos de dolor, Él responde:
“Tranquilo, hombre,
mientras yo deshago el nudo”.
(Autor desconocido, en Jack M. Lyon y otros, Best-Loved Poems of the LDS People [1996], pág. 304)
Las Escrituras prometen:
“No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportarla” (1 Corintios 10:13).
Concluyo con una promesa del propio Salvador:
“Acercaos a mí, y yo me acercaré a vosotros; buscadme diligentemente, y me hallaréis; pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá” (DyC 88:63).
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Capítulo 7
“Y No Lo Supieron”
La Iglesia de Jesucristo no comenzó con la Primera Visión. Debemos retroceder siglos para conocer el origen de la Iglesia de Jesucristo. El evangelio ha existido desde toda la eternidad. En Doctrina y Convenios encontramos la expresión “desde antes que el mundo fuese” (D. y C. 124:38), refiriéndose al sacerdocio y a los principios del evangelio.
Comenzaremos en las orillas del río Jordán. Juan el Bautista, que había estado en el desierto de Judea, estaba allí bautizando. Le preguntaron: “¿Eres tú el Mesías?” Él respondió: “No soy el Mesías” (véase Juan 1:20). “Yo os bautizo con agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí… os bautizará con el Espíritu Santo y fuego” (Mateo 3:11).
Entonces vino Jesús desde Judea a Juan para ser bautizado. Juan protestó y dijo: “Yo necesito ser bautizado por ti” (Mateo 3:14). Cristo fue bautizado, y las Escrituras registran:
“Los cielos… se abrieron… y el Espíritu de Dios [descendió en forma de] paloma y [reposó] sobre él.
“Y… una voz del cielo [dijo]: ‘Este es mi Hijo Amado, en quien tengo complacencia’” (Mateo 3:16–17).
Cristo fue desde Su bautismo al desierto para ayunar, y allí Satanás vino a tentarlo (véase Mateo 4:1–2). Hay una gran lección para todos nosotros en lo que sucedió después. Cuando se enfrentó con la perdición misma, tres veces fue confrontado, y cada vez desvió el poder del adversario con versículos sencillos de las Escrituras. “No sólo de pan vivirá el hombre” (Mateo 4:4). “No tentarás al Señor tu Dios” (Mateo 4:7). “Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás” (Mateo 4:10). Esa es una gran lección.
Si lees el Nuevo Testamento, encontrarás que “está escrito” se repite a lo largo de las enseñanzas de Cristo a Sus apóstoles. Ellos le hacían preguntas, y Él decía: “¿No habéis leído las Escrituras, que dicen…” (véase Mateo 12:3, 5; 19:4; Marcos 12:10, 26; Lucas 6:3; 3 Nefi 27:5); o decía: “Fue dicho por los antiguos…” (véase Mateo 5:21, 27, 33; 3 Nefi 12:21); o en muchas ocasiones, cuando era confrontado con problemas o desafíos, simplemente decía: “Está escrito”, y citaba las Escrituras (véase Mateo 4:4, 7, 10; 21:13; 26:24, 31; Marcos 1:2; 7:6; 9:12, 13; 14:21, 27; Lucas 4:4, 8, 27; 7:27; 19:46; 24:46; Juan 6:31, 45; 3 Nefi 12:7, 33, 38, 43).
No pedimos que todos en la Iglesia sean eruditos de las Escrituras, pero todos nosotros deberíamos tener un conocimiento constante y continuo de las Escrituras y de las revelaciones. Ese conocimiento debe estar siempre creciendo.
Después de regresar de esa gran preparación purificadora, Cristo comenzó a enseñar a Sus discípulos y a quienes lo seguían. Dondequiera que iba causaba gran interés, y siempre había gran oposición. A su debido tiempo, como registra Lucas, después de pasar toda la noche en oración, llamó a Sus discípulos, y de ellos eligió a doce, a quienes también nombró Apóstoles.
Los ordenó como apóstoles, y durante Su ministerio Su esfuerzo fue enseñarles. Si lees, por ejemplo, el capítulo diez de Mateo, está dirigido a los Doce mientras Él los instruía. Es interesante también que con frecuencia los corregía y en ocasiones los reprendía. Frecuentemente era porque no parecían saber lo que debían saber o lo que parecía obvio.
Eventualmente, Su enseñanza a los Doce y Su ministerio en la tierra estaban llegando a su fin, y Él seguía dando señales de ese final a los Doce. Ya sea que no pudieran o que no quisieran enfrentar la realidad de que Él iba a dejarlos, Él habló del Consolador y del don del Espíritu Santo. “El Consolador”, dijo, “les enseñará todas las cosas, y les recordará todo lo que [Él] les ha dicho” (Juan 14:26).
Cuando era evidente que iba hacia Su muerte, los apóstoles estaban con Él, y Pedro protestó. Pedro dijo: “Iré contigo”, queriendo decir que daría su vida. Y de nuevo, el Señor lo corrigió y dijo: “No entiendes. Si no me voy, no puedo darte el don, el don del Espíritu Santo.” Ese don no podía darse hasta después de que Él fuese glorificado (véase Juan 16:7).
Y así llegó el día en que lo vieron en la cruz.
Más tarde, se les apareció en forma resucitada y les enseñó más sobre lo que debían hacer. Su desafío para ellos fue ir por todo el mundo, enseñar el evangelio a toda nación, tribu, lengua y pueblo, y bautizar en el nombre del Señor (véase Mateo 28:19).
Puedo imaginar cuán impotentes se sentían, porque entiendo cuán impotentes nos sentimos cuando miramos la tremenda responsabilidad que se coloca sobre la Iglesia.
Él había estado con ellos y los había enseñado, y luego, antes de dejarlos, les dijo que “[permanecieran] en… Jerusalén, hasta que [fueran] investidos [o vestidos] de poder desde lo alto” (Lucas 24:49). Y luego ascendió. Recuerdas que mientras lo observaban, dos hombres se pararon junto a ellos y dijeron: “¿Por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que [habéis visto ascender], vendrá [de nuevo]” (Hechos 1:11).
La promesa de que serían investidos o vestidos con poder no tardó en cumplirse. Los apóstoles estaban reunidos en una casa en el día de Pentecostés, una gran celebración judía, y de repente, en la habitación donde estaban reunidos, hubo un gran estruendo como de un viento recio. Y luego “lenguas repartidas como de fuego” (Hechos 2:3) descendieron y se posaron sobre cada uno de ellos, y recibieron el Espíritu Santo (véase Hechos 2:2–4). El don del Espíritu Santo entonces estaba con los apóstoles.
El profeta José Smith dijo que hay una diferencia entre el don del Espíritu Santo y el Espíritu Santo. El Espíritu Santo obra, y ha obrado durante los siglos, sobre muchos que no han estado en la Iglesia (véase Enseñanzas del Profeta José Smith [1976], 199); pero el don del Espíritu Santo fue el don que Él dio a los apóstoles, y Él les dijo que lo confirieran sobre todos los que creyeran y se bautizaran.
¿Puedes imaginarte a estos humildes apóstoles? Los fariseos no estaban muy impresionados con ellos. A estos doce hombres se les describía como “hombres sin letras y del vulgo” (Hechos 4:13). Pero hicieron lo que fueron llamados a hacer. Fueron por todo el mundo a predicar. Fueron, según suponemos, a la India, a lugares del oriente. Sabemos que fueron a Egipto y a todo el mundo civilizado conocido, estableciendo la Iglesia y ordenando y enseñando—ordenando obispos, según sabemos. Y siempre, supongo, temiendo por sus vidas mortales. La mayoría de ellos fueron martirizados. Pablo y Pedro murieron ambos alrededor del año 64 d. C. en Roma. Pero la Iglesia había sido establecida, y el sacerdocio estaba sobre la tierra. Los apóstoles estaban allí.
Con el paso de los años, la luz que estaba allí—la luz tipificada por las lenguas de fuego—comenzó a titilar, luego a apagarse.
Con el tiempo, hubo grandes hombres que estaban decididos a mantener viva la luz de Cristo. Atanasio fue responsable, más que ningún otro hombre, de recopilar el Nuevo Testamento tal como lo conocemos. Hubo otros grandes hombres, hombres santos, que lideraban la Iglesia.
Luego Constantino —el gran emperador romano que supuestamente salvó a la Iglesia cuando la persecución era tal que literalmente no valía la vida ser cristiano— tomó el control de la Iglesia. Él fue quien convocó los primeros concilios. Entonces, se introdujo en el círculo interno la influencia de los eruditos y de los llamados intelectuales. Entonces ocurrió lo que ahora conocemos como la Apostasía.
Mucho de lo que tenían era correcto y verdadero. Tengo gran reverencia por aquellos que vinieron un poco después y sabían que las cosas no estaban bien. Sabían que no era como debía ser: Lutero, Calvino, Zuinglio, Knox, Tyndale y otros que literalmente pagaron con sus vidas al intentar corregir las cosas. Varios de ellos también murieron como mártires—quemados en la hoguera. La Reforma había comenzado, pero reformar lo que quedaba no era suficiente.
Sabemos que el joven José entró a la Arboleda Sagrada. Había leído en el Nuevo Testamento que:
“Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.
Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra.”
(Santiago 1:5–6)
Puedo entender por qué comenzó con un muchacho de catorce años. No había sofisticación en él. Simplemente era lo suficientemente sencillo como para creerlo. Así que, evaluándose a sí mismo y diciéndose: “Bueno, si alguien necesita sabiduría, soy yo”, fue al bosque y allí se arrodilló.
Y entonces sucedió. Los poderes de la oscuridad cayeron sobre él, y explicó: “Este no era un poder imaginario, sino el poder de un ser real del mundo invisible, que tenía un poder tan maravilloso como nunca antes había sentido en ningún ser.” Estaba a punto de rendirse. Entonces utilizó una clave. Invocó el nombre de Cristo—¡el nombre, el nombre! Y cuando lo hizo, descendió una luz, y cuando cayó sobre él, la oscuridad desapareció, como debía ser (véase José Smith—Historia 1:10–17).
La oscuridad no puede persistir en presencia de la luz. Ese es otro principio que debes conocer. Puedes demostrarlo físicamente. Sé cómo conectar una habitación oscura a una fuente de poder, instalar un interruptor y encender la luz—y la oscuridad desaparecerá. No sé, y no conozco a nadie que sepa, cómo llenar una habitación de oscuridad y hacer desaparecer la luz.
Al mirar hacia atrás en la historia de la Iglesia con José Smith y su inicio, llegó la palabra Restauración—una restauración del evangelio o una presentación de la plenitud del evangelio tal como existía en la época de Cristo.
El evangelio fue revelado, y la Iglesia fue organizada, poco a poco. No recibieron todo de una vez. Estoy seguro de que estaban muy desconcertados. No sabían muy bien qué hacer con respecto al bautismo. No sabían exactamente qué hacer con respecto a la autoridad. Había habido algunas ilustraciones de cómo funcionaba eso.
Los Wesley en Inglaterra sabían que tenían que hacer algo para organizar una iglesia, así que John o Charles Wesley ordenaron a un hombre llamado Thomas Coke como obispo. Alguien escribió y publicó:
“Tan fácilmente se hacen obispos
Por capricho de hombre o mujer.
Wesley impuso sus manos sobre Coke,
Pero ¿quién las impuso sobre él?”
(John R. Tyson, ed., Charles Wesley: A Reader [1989], 429)
Y ese es el dilema.
Juan el Bautista vino y confirió a José y a Oliver las llaves del sacerdocio aarónico, que posee las llaves del ministerio de ángeles (recuerda eso), para el bautismo por inmersión para la remisión de los pecados. Pero no hubo imposición de manos para el don del Espíritu Santo, porque esa autoridad no acompaña al sacerdocio aarónico. Eso fue en 1829 (véase D. y C. 13).
Aproximadamente en la misma época, tuvo lugar la siguiente gran visitación cuando Pedro, Santiago y Juan aparecieron y confirieron sobre el profeta José Smith y otros el Sacerdocio de Melquisedec, “el sacerdocio… según el orden más santo de Dios” (D. y C. 84:18), “el santo sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios” (D. y C. 107:3; cursiva en el original).
Curiosamente, las Escrituras no dicen mucho sobre exactamente cuándo ocurrió eso ni cómo ocurrió. Solo hay un versículo que dice que ya había ocurrido, que José Smith era un apóstol (véase D. y C. 20:2).
La Iglesia fue organizada en 1830. Comenzaron a bautizar. Una revelación llegó, en realidad para Sidney Rigdon, quien estaba bautizando. El Señor hizo una corrección. Dijo: “Estás bautizando en agua”, y luego lo comparó con el bautismo de Juan y dijo que a partir de entonces, “[conferirás] el Espíritu Santo por la imposición de manos, [como lo hicieron] los apóstoles de antaño” (D. y C. 35:6; véase también vv. 4–6). Y habían aprendido algo nuevo.
El 5 de enero, aproximadamente un mes después, vino otra revelación, que afirmó que debía acompañar a cada bautismo la imposición de manos para el don del Espíritu Santo (véase D. y C. 39:23). Desde entonces hasta nuestro tiempo, ese ha sido el proceso.
Y aquí estamos en nuestros días. Se nos ha conferido el Espíritu Santo. Cito ahora la frase de la que se toma el título de este capítulo: “Y no lo supieron.”
El Señor dijo a los nefitas: “A cualquiera que venga a mí con el corazón quebrantado y el espíritu contrito [se le concederá el bautismo] con fuego y con el Espíritu Santo, así como los lamanitas… fueron bautizados con fuego y con el Espíritu Santo, y no lo supieron” (3 Nefi 9:20).
¿Puedes imaginarlo? Creo que cada uno de nosotros, en ocasiones, y muchos de nosotros todo el tiempo, no apreciamos ni entendemos el don del Espíritu Santo. Tenemos el poder y la autoridad que vienen con ese don. Al leer las revelaciones, encontrarás que al Espíritu Santo se le menciona como Consolador (piensa en eso—un Consolador) y como Maestro, y se nos dice que morará con nosotros y estará en nosotros.
En la carta de Pablo a Timoteo, profetizó: “En los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, jactanciosos, soberbios, blasfemos,… sin afecto natural,… impetuosos, infatuados” (2 Timoteo 3:1–4).
Vivimos en una época en la que los valores morales y espirituales del mundo son bastante duros. Podríamos mirar al futuro con gran anhelo y esperanza de que las cosas mejoren. Pero no van a mejorar. La tendencia que ocurre a nuestro alrededor—en la sociedad, el gobierno, la educación y todo lo demás—es una tendencia continua.
Y, sin embargo, con todo eso, me mantengo con gran esperanza y gran optimismo. No tengo miedo. El miedo es la antítesis de la fe. Con todo lo que está sucediendo y con todos los desafíos imposibles que enfrentamos, tenemos ese don supremo del Espíritu Santo conferido sobre nosotros. Y, sin embargo, en su mayor parte, no lo sabemos. Es interesante cómo en nuestras vidas actuamos, en cierto grado, como si no lo hubiéramos recibido.
Puedes tomar un foco, conectarle un par de cables, pelar los extremos de los cables, colocar el foco en un portalámparas y acercarlo a un cable de alta tensión. Solo con acercarlo al aislamiento, puede captar suficiente energía para hacer que esa luz se encienda, aunque sea levemente. Así somos nosotros. Tenemos tanto a nuestra disposición, ¡y no deberíamos temer!
Lo maravilloso es que esta luz, este don, opera con cada uno de nosotros en nuestras propias vidas. El Señor no ha requerido que todos elijamos la misma ocupación ni que tengamos el mismo tamaño, peso, edad ni ninguna otra cosa. A todo aquel que venga con espíritu contrito y corazón quebrantado se le concederá el bautismo de fuego y del Espíritu Santo (véase 3 Nefi 9:20). Se confiere por igual a hombres y mujeres.
El profeta Mormón preguntó: “¿Ha cesado el día de los milagros? ¿O han cesado los ángeles de aparecer [y ministrar] a los hijos de los hombres? … ¿Y lo harán mientras dure el tiempo, o exista la tierra, o haya un hombre sobre la faz de ella que sea salvo?” (Moroni 7:35–36).
Y la respuesta: “He aquí os digo que no; porque… si estas cosas han cesado, entonces ha cesado también la fe; y terrible es el estado del hombre, porque [serían] como si no se hubiese efectuado redención alguna” (Moroni 7:37–38).
¿Sabías que el Señor dijo a Sus Doce que no solo era su privilegio sino su responsabilidad realizar milagros cuando fuera necesario, y que esos milagros serían una de las señales? No buscamos señales, pero estas acompañan a la autoridad, y también nos acompañan en nuestra época.
Lee las Escrituras. Sé que el hecho de leer las Escrituras y hacerlo de forma sistemática se vuelve muy difícil en nuestras vidas ajetreadas, pero si estás leyendo en ellas todo el tiempo y familiarizándote con ellas, tendrás el Espíritu. ¿Qué escritura? No importa. Solo encuéntrate a ti mismo en las Escrituras—las revelaciones—leyendo. Y empieza a pedir que el Espíritu Santo te inspire y te guíe.
El mensaje que más se repite en todas las revelaciones se dice de muchas maneras, pero siempre se expresa con sencillez: “Pedid, y recibiréis.” Una vez las conté. Había más de setecientas formas distintas de decir: “Pedid, y recibiréis.”
El Señor dijo: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él” (Apocalipsis 3:20).
Seguramente conoces la famosa pintura de Cristo en la puerta con un farol en la mano. Se dice que un niño pequeño señaló: “La puerta no tiene picaporte.” Y el pintor respondió: “La pintura es precisa. Esa es la puerta del corazón. Solo se abre desde dentro.”
¡No se te forzará! Cambia tu vida y permite que la inspiración del Espíritu Santo entre. Empieza a sensibilizar tus sentimientos lo suficiente como para que puedas ser guiado. ¡No se te negará!
A medida que avancemos en la Iglesia en estos tiempos peligrosos, podemos avanzar con un corazón lleno de fe, con certeza, con poder, con sentimiento. A medida que comiences a pedir y a cultivar el Espíritu, encontrarás pequeños paquetes en el camino, pequeños fragmentos de información, pequeñas circunstancias que no son coincidencia. Y sabrás que Él sabe que estás siguiendo ese camino.
A veces será una señal que dice “no”. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te dijiste a ti mismo: “¡Sabía que no debía haber hecho eso! ¡Simplemente lo sabía!”? Bueno, ¿cuánto tiempo ha pasado desde que miraste atrás y dijiste: “¡Sabía que debía haber hecho eso!”?
Tienes en tus sentimientos la baliza y la guía, y te ayudará en todos los aspectos de la vida. Si no has estudiado, no te ayudará en un examen a recordar algo que no sabías desde el principio. Es necesario trabajar en la vida.
Sé que, ante los desafíos y dificultades que surjan, si invitas a que ese Espíritu, ese don, esté contigo y te enseñe, entonces tienes el derecho de recibir todas las bendiciones que cualquier otra persona en la Iglesia tiene, incluidos aquellos de nosotros que presidimos en la Iglesia. No poseo más sacerdocio que cualquier élder en la Iglesia. El sacerdocio no es divisible. Hay diferentes oficios y diferentes responsabilidades, pero cada uno de nosotros debería tener el espíritu de profecía y revelación en lo que concierne a nuestras propias vidas.
Deberíamos poder ver lo que está por delante. Al comenzar a probar nuestros sentimientos, se trata de un proceso de ensayo y error.
Si caes y tropiezas, te levantas, te arrepientes y sigues adelante. Descubrirás que el evangelio es verdadero, la verdad sencilla. Y lo sabrás. Lo sabrás por ti mismo, y será algo individual, y no necesitarás preocuparte.
Recuerdo haber enviado a algunos élderes a la Universidad de Harvard para reunirse con un profesor que iba a divertirse a costa de un par de nuestros misioneros. Me rogaron que fuera con ellos. Yo no quería ir. ¡No quería enfrentarme a los profesores de Harvard! Si hubiese ido, les habría robado a los élderes una experiencia importante. Lo sabía.
Les dije: “Simplemente vayan. Sé que los van a menospreciar y a ridiculizar sus creencias. Solo recuerden: testifiquen; simplemente testifiquen”.
¡Pues bien, qué interesante! Un joven en particular —que era de un pequeño pueblo del sur de Utah, apenas lo suficientemente maduro para ser misionero— fue con gran temor.
A la mañana siguiente vinieron a mi oficina. Caminaban como si flotaran sobre el suelo, en sentido figurado.
Les pregunté: “¿Qué pasó?”
Y me dijo: “¡Los dejamos confundidos! ¡Los dejamos confundidos!”
No necesitas temer. Sé un Santo de los Últimos Días.
Cuando estuve en el ejército, me asignaron con un grupo de jóvenes en la Universidad Estatal de Washington. Éramos como diez en un apartamento en Stimpson Hall. Estábamos allí para un entrenamiento especial de pilotos. Los demás comenzaron a presentarse. Yo estaba al final del círculo. A medida que avanzaban las presentaciones, yo me iba encogiendo. Todos habían asistido a la universidad, menos yo. Apenas había escapado de la secundaria. Uno mencionó que cada verano su familia había ido “al continente”. Yo no sabía que eso significaba que habían ido a Europa. Otro era hijo de un hombre que había sido gobernador de Ohio y que en ese momento formaba parte del gabinete del gobierno federal. Todos ellos, me parecía, tenían todo lo necesario para destacar, y yo no tenía nada.
Llegó mi turno, y dije: “Vengo de un pueblito en el norte de Utah que nunca han oído nombrar. Mi papá tiene un taller mecánico. Vengo de una familia numerosa, y tenemos las bendiciones de la Iglesia”. Dije un par de cosas más.
Para mi gran sorpresa, fui aceptado. No les importó que mi padre no fuera miembro del gabinete del presidente ni que nuestra familia no hubiera ido “al continente”. Aprendí algo. Desde entonces no he temido conocer personas de alta posición —ni a nadie— y he sentido la confianza que viene cuando uno tiene el don del Espíritu Santo.
Sé, porque las Escrituras lo enseñan, que cuando un hombre habla con el poder del Espíritu Santo, ese poder lleva el mensaje al corazón de quienes lo escuchan (véase 2 Nefi 33:1).
Sigue adelante sin temor. No temas al futuro. No temas lo que venga por delante. Aférrate a ese don supremo del Espíritu Santo. Aprende a dejarte enseñar por él. Aprende a invocarlo. Aprende a vivir por medio de él. Y el Espíritu del Señor te acompañará, y serás bendecido como se pretende que todos seamos bendecidos por este don.
Doy testimonio de que Dios vive, que Jesucristo es el Cristo. Esta es Su Iglesia. Lo sé. Conozco al Señor. Sé que así como enseñó en Judea y Galilea en aquellos días antiguos, Él preparó el camino para que el don del Espíritu Santo fuera establecido entonces y reclamado y restaurado en nuestra época. Nunca más será quitado de la tierra. Está en manos de cada uno de nosotros que somos miembros de la Iglesia.
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Capítulo 8
El billete de 20 marcos
Hace más de treinta años, fui asignado junto con el entonces élder Thomas S. Monson para organizar una estaca de militares en Europa. Nos reunimos en Berchtesgaden, Alemania, en lo alto de los Alpes bávaros. Originalmente, ese lugar fue una sede construida por Adolf Hitler en un sitio de incomparable belleza. Rara vez ha habido en esta tierra alguien que haya reflejado tanto, en personalidad y propósito, al adversario como lo hizo Adolf Hitler. Pensé que habíamos cerrado el círculo: en ese mismo lugar donde había ocurrido todo aquello, ahora nos reuníamos para organizar una estaca de Sion.
Después de haber apartado a los líderes y completado la organización, se nos asignó ir a Berlín para una conferencia de estaca. Necesitábamos viajar desde Berchtesgaden, en lo alto de los Alpes, hasta Múnich, al aeropuerto.
Llegamos al aeropuerto con tiempo suficiente para tomar nuestro vuelo, que estaba programado para salir alrededor de las diez de la mañana, pero había niebla. Estuvimos sentados escuchando los anuncios durante casi doce horas. Decían una y otra vez que creían que la niebla se despejaría. No se despejó.
Esa noche, cerca de las diez, dos élderes misioneros llegaron al aeropuerto. Entonces supimos que los aviones no volarían. Nos dijeron que había un tren que salía de Múnich hacia Berlín a la medianoche. Los élderes nos llevaron a la estación de tren, nos ayudaron a comprar los boletos y nos subieron al tren, el cual tardaría desde la medianoche hasta alrededor de las diez de la mañana en llegar a Berlín.
Cuando el tren comenzaba a moverse, uno de los jóvenes élderes preguntó: “¿Tienen dinero alemán?”
Moví la cabeza, indicando que no.
Él dijo: “Será mejor que tengan algo”, y, corriendo al lado del tren, sacó de su bolsillo un billete de 20 marcos. Me lo entregó.
En ese tiempo, el Telón de Acero era realmente de «acero». El tren se detuvo en Hof, en la frontera entre Alemania Occidental y Alemania Oriental, y el personal fue cambiado. Todos los miembros del equipo alemán occidental bajaron del tren, y el equipo alemán oriental subió. Luego, el tren partió cruzando Alemania Oriental en dirección a Berlín.
El gobierno de los Estados Unidos acababa de comenzar a emitir pasaportes de cinco años. Yo tenía un pasaporte nuevo, de cinco años. Antes del viaje, fuimos a renovar el pasaporte de mi esposa, pero lo devolvieron diciendo que los pasaportes de tres años eran válidos como pasaportes de cinco años. Según esa disposición, a su pasaporte aún le quedaban dos años de validez.
A eso de las dos de la madrugada, un revisor, un soldado de tipo militar, vino y pidió nuestros boletos y luego, al notar que no éramos alemanes, pidió nuestros pasaportes. No me gusta entregar mi pasaporte, especialmente en lugares poco amistosos. Pero se los llevó. Casi nunca siento antipatía por alguien, pero hice una excepción con él. Era un hombre hosco, corpulento y de aspecto desagradable.
No hablábamos alemán. En el compartimiento del tren, éramos seis personas: mi esposa y yo, un alemán sentado a su lado, y frente a nosotros, casi rodilla con rodilla, tres alemanes más. Habíamos estado conversando un poco. Cuando entró el revisor, todo quedó en silencio.
Se entabló una conversación, y supe lo que estaba diciendo. Estaba rechazando el pasaporte de mi esposa. Fue y vino dos o tres veces.
Finalmente, sin saber qué hacer, tuve una pequeña inspiración y saqué el billete de 20 marcos. Lo miró, tomó el billete y nos devolvió los pasaportes.
A la mañana siguiente, cuando llegamos a Berlín, un miembro de la Iglesia nos recibió en la estación. Le conté ligeramente nuestra experiencia. De inmediato se puso muy serio. Le pregunté: “¿Qué sucede?”
Él respondió: “No sé cómo explicar que hayan llegado aquí. Alemania Oriental, en este momento, es el único país del mundo que se niega a aceptar los pasaportes de tres años. Para ellos, el pasaporte de tu esposa no era válido”.
Dije: “Bueno, ¿qué podrían haber hecho?”
Él respondió: “Bajarte del tren.”
Dije: “¿No nos bajarían del tren, verdad?”
Él dijo: “A nosotros no. ¡A ella!”
Pude imaginarme a alguien tratando de bajar a mi esposa del tren a las dos de la madrugada, en algún lugar de Alemania Oriental. No estoy seguro de saber qué habría hecho. No supe hasta después lo peligroso que fue y cuáles eran las circunstancias, particularmente para mi esposa. Me importa mucho más ella que yo mismo. Estuvimos en un peligro muy serio. Aquellos cuyos pasaportes no aceptaban eran arrestados y detenidos.
Nuestras vidas están guiadas
Todo esto nos lleva a este punto: el élder que me entregó el billete de 20 marcos fue David A. Bednar, un joven misionero que servía en la Misión Sur de Alemania, quien ahora es miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles.
Entonces, ¿por qué fue que ese joven élder de San Leandro, California, me entregó ese billete de 20 marcos? Si entiendes eso y comprendes de qué trata la vida, realmente entenderás todo lo que necesitas saber sobre la vida como miembro de la Iglesia. Comprenderás cómo nuestras vidas en realidad no nos pertenecen. Están gobernadas, y si vivimos como debemos vivir, entonces seremos cuidados. No creo que él supiera las consecuencias de lo que estaba haciendo. Ese billete de 20 marcos valía seis dólares, ¡y seis dólares para un élder es bastante!
A medida que avances en la vida, descubrirás que estas cosas suceden cuando estás viviendo como debes vivir.
Si puedes aprender qué es el Espíritu, entonces nunca necesitas estar solo. En Doctrina y Convenios 46:2 dice: “No obstante las cosas que están escritas, siempre les ha sido dado a los élderes de mi iglesia, desde el principio, y lo será hasta el fin, conducir todas las reuniones según sean guiados y dirigidos por el Espíritu Santo.”
Tu cuerpo espiritual
La doctrina explicada en las Escrituras, las revelaciones, nos enseña que somos seres duales. Sabemos que hay un espíritu y un cuerpo. “El espíritu y el cuerpo son el alma del hombre” (D. y C. 88:15). Así que hay dos partes en ti. Hay un espíritu dentro de un cuerpo.
Tienes un cuerpo espiritual; tu inteligencia ha existido para siempre (véase D. y C. 93:29). Eso es difícil de comprender. Vamos a vivir para siempre. ¿Tú crees eso, verdad? En la Resurrección, viviremos eternamente. Eso no puede ser a menos que también sea cierto respecto al pasado, que hayamos vivido eternamente en el pasado. Estamos en medio de algo eterno aquí.
Me he preguntado qué pasará el día en que mi espíritu deje mi cuerpo. Cuando ocurra ese “desenvolvimiento” y tu cuerpo quede a un lado y estemos viendo tu espíritu, ¿cómo te verás? ¿Cómo será tu espíritu?
Algunos de ustedes podrían describirse como atletas perfectos: perfectamente coordinados, ¡capaces de hacer cualquier cosa! Tienen cuerpos físicos hermosos. Pero si separáramos tu cuerpo de tu espíritu, ¿cómo se vería tu espíritu? Aprenderás, si estudias, oras y sientes, que podrías tener un cuerpo hermoso y un espíritu encogido, débil. Por otro lado, puedes tener un cuerpo limitado de muchas maneras, y sin embargo, en el plan eterno, puedes entrenar y enseñar a tu espíritu hasta que se convierta en algo de valor imperecedero.
Puedes esperar con ansias el día en que seas “desenvuelto” y tu espíritu se separe del cuerpo. Tu espíritu es joven, vibrante y hermoso. Incluso si tu cuerpo está viejo, enfermo, lisiado o incapacitado de alguna manera, cuando el espíritu y el cuerpo se reúnan en la Resurrección, entonces serás glorioso; entonces serás glorificado.
Un hombre que conocí—uno de los grandes hombres que he conocido—en su niñez formaba parte de un grupo de muchachos traviesos. Siempre estaban donde no debían estar y nunca donde debían. Finalmente, un líder sabio y lleno de recursos logró hacerlos asistir a una clase de la Escuela Dominical. El maestro era un hombre viejo—simplemente un anciano común, de aspecto poco notable. Más aún, era un converso europeo y no hablaba bien el inglés. Ellos se rieron: “¿Nuestro maestro? ¿Él?” Supongo que esos muchachos tenían fama de hacer que cualquier maestro renunciara.
Entonces mi amigo dijo que algo sucedió. El maestro comenzó a hablar, y todos empezaron a escuchar. Este amigo dijo: “Podías calentar tus manos con el fuego de su fe.” Eso significaba que en ese cuerpo viejo, gastado, que no parecía poder deshacerse de su acento, había un espíritu poderoso.
En la Resurrección, el cuerpo—el polvo de la tierra, la parte carnal de nosotros—puede ser renovado y hecho poderoso, si ha de igualar al espíritu.
El Espíritu Santo te guiará
Si puedes comprender cómo opera el Espíritu, estarás bien. No hay suficiente maldad reunida—aunque se concentrara toda como un rayo láser oscuro y espantoso y se enfocara sobre ti—que pudiera destruirte, a menos que tú, de algún modo, lo permitieras.
En el transcurso de tu aprendizaje, “sabiduría ante todo; adquiere sabiduría; y con todos tus bienes adquiere inteligencia” (Proverbios 4:7).
Asegúrate de aprender las cosas que no se enseñan de manera abierta. Si todo lo que sabes es lo que lees o lo que puedes oír, no sabrás mucho. Los momentos de reverencia son tan valiosos cuando piensas y sientes. Por eso los templos son tan importantes. Puedes ir al templo y salir del mundo.
La promesa del Señor es que cuando recibas el Espíritu Santo, “él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:26).
Harás ciertas cosas automáticamente, casi sin darte cuenta. Sin pensarlo, descubrirás que has sido inspirado y guiado por el Espíritu Santo. Por eso ese joven élder, sin saber por qué, sacó un billete de 20 marcos de su billetera mientras trotaba junto al tren y me lo entregó justo cuando el tren partía. Nos salvó de un gran peligro.
Así es como harás ciertas cosas y luego, al mirar atrás, sabrás que fuiste guiado. Y también así es como recibirás advertencias. Se te advertirá: “¡No vayas allí! ¡No hagas eso!” Se te advertirá: “¡No vayas con él! ¡No vayas con ella! ¡No estés con ellos!” Y también: “¡Sí, quédate con esta compañía!” Serás guiado, y el Señor velará por ti.
Sé que el evangelio es verdadero, que Jesucristo es el Cristo, que Él vive, que esta es Su Iglesia. Encuentra un lugar en el mundo donde puedas, sin vergüenza ni duda alguna, declarar ante ti mismo: primero, que aceptas el evangelio de Jesucristo; y segundo, que lo que eres es más importante que lo que haces. Lo que haces, si está guiado, te convertirá en lo que eres y en lo que puedes llegar a ser.
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Capítulo 9
Una Herencia Fiel
Hace algunos años, me reuní con un grupo de Santos en Iowa que se habían congregado para honrar a los pioneros de los carritos de mano que se detuvieron en esa zona para abastecerse de carritos y provisiones—harina, sal, azúcar y otros artículos—para sostenerse mientras cruzaban 1,200 millas de territorio salvaje. Ya venían abundantemente provistos de fe, determinación y un fuego espiritual profundo que ardía en su interior.
¿Por qué vinieron? Primero déjenme contarles algunas de las cosas que hicieron, y luego concluiré con el por qué. Les hablaré de mi bisabuela, Christena Olsen Wight.
En junio de 1851, una turba destruyó la casa de reuniones de una pequeña rama de la Iglesia en Aalborg, Dinamarca, y luego fueron de casa en casa de los miembros, destruyendo cada una de ellas. El alcalde del pueblo dijo que no podía protegerlos; que debían irse (véase el diario inédito de Christena Olsen Wight, 1; transcripción en posesión del autor).
En su mayoría, vinieron al Valle del Lago Salado como familias. El padre, Christen Olsen, y la madre, Anne, no pudieron reunir suficiente dinero para traer a toda la familia. Enviaron a James, de catorce años, por adelantado en 1853, y en 1854, con tres hijos más pequeños, los padres dejaron Dinamarca, dejando atrás a tres adolescentes—Christena, Nicoline y Caroline—para que vinieran cuando pudieran. A las muchachas les tomó tres años reunir el dinero. En 1857, las hermanas embarcaron en el vapor Westmoreland, que tardó cinco semanas en cruzar el océano hasta Filadelfia, y luego continuaron hacia Iowa City (véase Wight, 1–2; véase también C. C. A. Christensen, “By Handcart to Utah: The Account of C. C. A. Christensen,” Nebraska History, invierno de 1985, p. 336).
Allí compraron provisiones y un carrito de mano. El registro dice: “Sólo se nos permitió llevar con nosotros quince libras por persona para viajar con los carritos de mano, e incluía nuestros utensilios de lata para comer, ropa de cama y cualquier ropa que no quisiéramos cargar por separado” (Christensen, “By Handcart to Utah,” p. 337).
Caroline estaba tan feliz de estar en la seguridad de este país que compró un prendedor metálico con la bandera estadounidense. Lo usó con orgullo toda su vida. Partieron hacia el oeste con la séptima compañía de carritos de mano (véase Wight, 2, 6).
Permítanme citar el diario de mi bisabuela: “Por la noche se armaban las tiendas. Cocinábamos nuestra comida en la fogata… Teníamos que recoger estiércol de búfalo como leña. Horneábamos galletas [cada noche] para el día siguiente. Nuestra comida se estaba acabando. Sólo teníamos tres galletas por día… una para cada comida. Antes de llegar a Fort Laramie ya no nos quedaba harina. Entonces teníamos sólo una galleta al día y aún así teníamos que caminar todo el día y tirar del carrito… Cosí la galleta en el dobladillo de mi vestido para no tener que cargarla” (Wight, 3–4).
La comida era muy escasa. Un anciano danés, que había perdido el sentido del olfato, regresó al campamento con lo que creyó que haría una buena sopa. Lo había matado con su bastón. ¡Era una mofeta! Tuvieron que evacuar el campamento por un tiempo (véase Christensen, “By Handcart to Utah,” p. 342).
Una cuarta joven fue asignada al carrito de mano de las hermanas Olsen. Esa muchacha contrajo fiebre tifoidea y tuvo que ser empujada y jalada la mayor parte del trayecto (véase Wight, 3).
En Iowa City, Christena compró tres pares de zapatos—pensó que serían suficientes para cruzar las llanuras. Dos pares se gastaron mucho antes de llegar a Fort Laramie. El último par lo ató con un cordón alrededor del cuello. No iba a entrar al valle descalza (véase Wight, 3, 5).
En esa compañía viajaba una mujer de sesenta años, oriunda de Noruega. Totalmente ciega, caminó 1,200 millas a través de las praderas y las Rocallosas del brazo de su hija. “Siempre estaba alegre… A menudo podíamos oír su risa alegre cuando inesperadamente se encontraba vadeando uno… de los muchos arroyos… ‘Ahora, madre, estamos por cruzar un poco de agua’, oíamos advertirle su hija. ‘¿Está profunda?’ o ‘¿Qué tan profunda es?’, escuchábamos en respuesta de la mujer ciega; y cuando la explicación era satisfactoria, ella caminaba alegremente dentro del agua” (Christensen, “By Handcart to Utah,” pp. 338–39).
Luego Christena escribió:
“Tres veces en un solo día cruzamos a pie el río Platte. La segunda vez que tuvimos que cruzarlo, Nicoline y yo empujábamos y tirábamos de nuestro carrito de mano, llorando para poder cruzar. Empujé con todas las fuerzas que tenía y dije: ‘Si tengo que cruzar ese río otra vez hoy, no lo lograré. No tengo fuerzas para hacerlo de nuevo.’ Oré y oré para no tener que cruzar ese río otra vez ese día. Justo antes del anochecer, llegamos nuevamente al río Platte. Cuando llegamos, algunas personas ya estaban del otro lado. Metimos nuestro carrito al río. Cuando llegamos al centro de la corriente, nuestras fuerzas nos fallaron porque el agua remolinaba con fuerza. Nosotros y nuestro carrito comenzamos a flotar río abajo. No me quedaban fuerzas para luchar contra la corriente ni contra el carrito. Me dije mientras flotaba por el río: ‘Esta es una sensación celestial, tan pacífica… podría simplemente flotar hasta el cielo. Ahora ya no tendré que empujar y jalar este pesado carrito.’ Había pozos profundos y arenas movedizas en el agua turbulenta. Estábamos a punto de ahogarnos cuando un joven, Christiensen Anus (quien era nuestro capitán de diez carritos), vino a rescatarnos y nos ayudó a cruzar el río. Él nos salvó la vida.” (Wight, 4).
“Después de 70 días en el sendero… todos sufríamos mucho por la falta de agua. Nuestra sed se volvió insoportable… Uno de cada diez de nuestra compañía murió… y nunca llegó al Valle del Lago Salado.” (Wight, 5).
Una mañana, al levantar el campamento, una mujer apareció sosteniendo algo en su delantal. Era un bebé que había nacido durante la noche. Había caminado todo el día anterior bajo el sol, y planeaba caminar ese día también. En lugar de eso, la hicieron viajar montada. Por cierto, tanto la madre como el bebé sobrevivieron (véase Christensen, “By Handcart to Utah”, p. 340).
Al levantar el campamento “temprano en la mañana, por lo general, los niños que podían caminar —algunos incluso menores de cuatro años— eran enviados adelante, acompañados por [algunas de las] hermanas, en parte para evitar el polvo y en parte para caminar lo más posible antes de que el sol abrasador y el agotamiento hicieran necesario meterlos en el carrito de mano.” (Christensen, “By Handcart to Utah”, p. 339).
Algunos de los momentos más conmovedores y trágicos de la historia de la Iglesia acompañaron a estos pioneros de los carritos de mano. Una compañía fue dirigida por un hermano McArthur.
Archer Walters, un converso inglés que iba con la compañía, escribió en su diario: “El pequeño hijo de seis años del hermano Parker se perdió. El padre regresó para buscarlo.” (En LeRoy R. Hafen y Ann W. Hafen, Handcarts to Zion: The Story of a Unique Western Migration, 1856–1860 [1960], p. 61).
El niño, Arthur, era el penúltimo de cuatro hijos de Robert y Ann Parker. Tres días antes, la compañía había acampado apresuradamente ante una repentina tormenta. Fue entonces cuando se notó la ausencia del niño. Los padres creyeron que estaba jugando con otros niños. Alguien recordó que, más temprano ese día, cuando se detuvieron, habían visto al pequeño acomodarse para descansar bajo la sombra de unos arbustos.
Quienes tienen hijos pequeños saben cuán rápido puede quedarse dormido un niño de seis años en un caluroso día de verano, tan profundamente que ni el bullicio del campamento partiendo podría despertarlo.
La compañía permaneció dos días en el lugar y todos los hombres lo buscaron. Finalmente, a regañadientes, el 2 de julio, sin otra opción, se ordenó a la compañía que siguiera hacia el oeste.
Robert Parker, según relata el diario, regresó solo para buscar a su pequeño hijo. Al despedirse, su esposa le colocó un brillante chal rojo sobre los hombros y le dijo: “Si lo encuentras muerto, envuélvelo en el chal para enterrarlo. Si lo encuentras con vida, puedes usar esto como bandera para señalarnos.” Ella, con los otros niños pequeños, tomó el carrito y siguió esforzadamente con la compañía (véase Hafen y Hafen, Handcarts to Zion, p. 64).
Cada noche en el sendero, Ann Parker mantenía la vigilancia. Al atardecer del 5 de julio, vio una figura acercándose desde el este. Entonces, a la luz del sol poniente, vio el destello del brillante chal rojo.
Bajo la fecha del 5 de julio, el hermano Walters escribió: “El hermano Parker trae al campamento a su pequeño hijo que se había perdido. Gran alegría en todo el campamento. No puedo describir la alegría de la madre.” (Hafen y Hafen, Handcarts to Zion, p. 61).
Otro diario registró: “La valiente madre se desplomó, hecha un montón de dolor sobre la arena”, y esa noche, por primera vez en seis noches, durmió (Hafen y Hafen, Handcarts to Zion, p. 64).
No conocemos todos los detalles. Un leñador sin nombre —siempre me he preguntado cuán improbable era que un leñador estuviera allí— encontró al niño y lo describió como enfermo por la fiebre y el terror, y lo cuidó hasta que su padre lo halló.
Los pioneros de los carritos de mano cantaban “Venid, santos” mientras marchaban. Era un himno para ellos. Una de las estrofas dice, con esperanza:
“Hallaremos el lugar que Dios nos preparó,
Lejos, en el gran Oeste.
Allí nunca habrá quien nos pueda dañar;
El Señor nos bendecirá.”
(Himnos [1985], N.º 30)
Y mientras cantaban, podían ver al otro lado del río Platte el sol reflejándose en las armas del Ejército de Johnston—2,000 hombres que marchaban hacia el Territorio de Utah para sofocar una rebelión inexistente (véase Christensen, “By Handcart to Utah”, pp. 342–343). El envío de ese ejército fue conocido posteriormente como el “error de Buchanan”.
Aunque los pioneros de los carritos de mano sufrieron terriblemente, no perdieron la esperanza. Cuando estaban casi sin provisiones, llegaron a Fort Laramie, a 400 millas al este de Salt Lake City. “Nos encontramos con carretas cargadas de harina y fruta, lo cual nos benefició enormemente… especialmente porque esas carretas recogieron a los más débiles y enfermos entre nosotros, aliviando considerablemente la responsabilidad para el resto” (Christensen, “By Handcart to Utah”, p. 343).
Christena escribió:
“En la última jornada, al despertar por la mañana, había algo de nieve en el suelo. Me senté en una roca para quitarme los zapatos que había llevado colgando del cuello durante casi todo el camino. Intenté ponérmelos, pero mis pies estaban tan hinchados y cortados que los zapatos no me entraban. Tuve que caminar hacia el Valle del Lago Salado aún cargando mis zapatos, como lo había hecho por tantas centenas de millas. Entré al Valle descalza y con cada paso que daba, dejaba huellas de sangre en la nieve. Llegamos al Valle el 13 de septiembre de 1857.
Nuestro viaje, muy largo, había terminado; me costó todo lo que tenía poder soportarlo. Descansamos unos días en Salt Lake y luego fuimos a Brigham City para ver a nuestros padres y estar con ellos.”
(Wight, p. 5)
Más adelante en su vida, Christena escribió:
“Sufrí de debilidad corporal debido al esfuerzo de tirar del carrito. Padecí por el resto de mi vida con problemas… Mi estómago siempre estuvo mal y siempre tuve que cuidar lo que comía… pero nunca me quejé de ello… Nicoline también sufrió de mala salud.”
(Wight, p. 5; énfasis añadido)
C. C. A. Christensen, quien dirigía esa compañía, escribió:
“Sólo aquellos que han pasado por semejante prueba de paciencia, fe y resistencia pueden formarse una idea de lo que significaba tirar de un carrito de mano, que con frecuencia amenazaba con colapsar debido al calor extremo y la falta de humedad, lo cual podía hacer que [la madera del] carrito se partiera y así perder el último medio que poseían para traer con ellos sus necesidades más absolutas.”
(Christensen, “By Handcart to Utah”, p. 344)
C. C. A. Christensen se hizo famoso como pintor. Pintó grandes lienzos con escenas de la vida de los pioneros con carritos de mano. Los montó en un rodillo. Viajaba por los asentamientos y realizaba reuniones. El rollo se suspendía, y mientras desenrollaba el lienzo bajo la luz de un farol, relataba las experiencias ilustradas en sus pinturas. Esas pinturas de los pioneros de los carritos de mano son uno de los tesoros del arte estadounidense.
Años después, un visitante al Valle del Lago Salado se disculpó ante el presidente de la Iglesia, George Albert Smith, por el hecho de que los Santos hubieran sido expulsados de los agradables paisajes de Europa y del Este hacia el desierto occidental de Utah.
El presidente Smith respondió: “¡No, no! Usted no lo entiende. Vinimos aquí de buena gana… ¡porque teníamos que hacerlo!” (véase Conference Report, abril de 1948, págs. 11–17).
Ese “teníamos que hacerlo” no se debía a persecuciones, ni a turbas, ni siquiera a los 2,000 soldados enviados tras ellos. El “teníamos que hacerlo” se debía a lo que llevaban dentro. Ellos sabían por qué venían.
Sabían que había ocurrido una restauración de la plenitud del evangelio de Jesucristo. Sabían por las revelaciones que debían esperar ese tipo de trato. Tenían testimonios firmes, inquebrantables e individuales sobre la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Sabían que la autoridad del sacerdocio había sido restaurada a la tierra por mensajeros angélicos. Con ella vino “la misma organización que existía en la Iglesia primitiva, es decir, apóstoles, profetas…” (Artículos de Fe 1:6).
Sabían que estaban cumpliendo la profecía de Isaías:
“Y acontecerá en los postreros días que será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él todas las naciones.
Y vendrán muchos pueblos y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová.”
(Isaías 2:2–3)
Nada podía detenerlos. Tenían entonces, como nosotros tenemos ahora, testimonios individuales, testigos de la verdad del evangelio de Jesucristo.
Ahora la plenitud del evangelio se ha extendido por toda la tierra.
Hoy, decenas de miles de mensajeros—misioneros—llevan el mensaje del evangelio. Representan a millones de miembros con autoridad para bautizar, ordenar y sellar. ¡Por eso vinieron!
En ciertos aspectos, nuestro viaje hoy es más difícil que el de ellos, e infinitamente más peligroso. Hay nubes oscuras y ominosas en el horizonte. Cada uno de nosotros necesita, y cada uno puede tener, el mismo valor, la misma seguridad proveniente de la misma fuente, el mismo testimonio del Señor Resucitado. Sabemos por qué estamos aquí y hacia dónde vamos.
Que Dios bendiga a los pioneros por lo que ganaron para nosotros.
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Capítulo 10
La Prueba
Mi propósito es mostrar que en tiempos difíciles el Señor siempre ha preparado un camino seguro hacia adelante. Vivimos en esos “tiempos peligrosos” que el apóstol Pablo profetizó que vendrían en los últimos días (véase 2 Timoteo 3:1–7). Si queremos estar seguros como individuos y como familias, y estar protegidos como Iglesia, será mediante “la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio” (Artículos de Fe 1:3).
El 24 de julio de 1849, los Santos llevaban exactamente dos años en el valle. Finalmente estaban libres de años de hostigamiento y persecución. Eso merecía una gran celebración.
Tan solo unos años antes, en condiciones terribles, el profeta José Smith sufrió durante meses en la cárcel de Liberty mientras las turbas expulsaban a los Santos de sus hogares. (Las palabras libertad y cárcel no combinan muy bien).
José exclamó:
“Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿Y dónde está el pabellón que cubre tu morada oculta? ¿Hasta cuándo se detendrá tu mano, y tu ojo, sí, tu ojo puro, contemplará desde los eternos cielos las injusticias de tu pueblo y de tus siervos, y tu oído se verá penetrado con sus clamores?” (D. y C. 121:1–2).
El profeta José Smith ya había buscado dirección, y el Señor dijo a los Santos que buscaran resarcimiento ante los jueces, el gobernador y luego el presidente (véase D. y C. 101:86–88).
Sus apelaciones ante los jueces fracasaron. Durante su vida, José Smith fue citado a los tribunales más de doscientas veces por todo tipo de cargos falsos. Nunca fue condenado.
Cuando buscaron justicia del gobernador Boggs de Misuri, él emitió una proclama:
“Los mormones deben ser tratados como enemigos y deben ser exterminados o expulsados del estado, si es necesario para el bien público” (citado en History of the Church of Jesus Christ of Latter-day Saints, 7 vols. [1932–51], 3:175).
Eso desató una brutalidad y maldad indescriptibles.
Apelaron al presidente Martin Van Buren de los Estados Unidos, quien les dijo:
“Vuestra causa es justa, pero no puedo hacer nada por ustedes” (citado en Eliza R. Snow Smith, Biography and Family Record of Lorenzo Snow [1884], 77).
Leeré los párrafos finales de su tercera petición dirigida al Congreso de los Estados Unidos:
“Las aflicciones de vuestros memorialistas ya han sido abrumadoras, demasiado para la humanidad, demasiado para que los ciudadanos estadounidenses las soporten sin quejarse. Hemos gemido bajo la mano de hierro de la tiranía y la opresión durante muchos años.
Hemos sido despojados de nuestra propiedad por un monto de dos millones de dólares. Hemos sido cazados como fieras salvajes del bosque. Hemos visto a nuestros padres ancianos que lucharon en la Revolución, y a nuestros hijos inocentes, ser igualmente masacrados por nuestros perseguidores. Hemos visto a las virtuosas hijas de ciudadanos estadounidenses ser insultadas y abusadas de la manera más inhumana, y finalmente, hemos visto a quince mil almas, hombres, mujeres y niños, ser expulsados por la fuerza de las armas, en plena crudeza del invierno, de sus hogares sagrados y fuegos del hogar, hacia una tierra de desconocidos, sin dinero ni protección.
Bajo todas estas circunstancias aflictivas, extendemos suplicantes nuestras manos hacia los más altos consejos de nuestra nación, y apelamos humildemente a los ilustres Senadores y Representantes de un pueblo grande y libre por reparación y protección.
¡Oíd! ¡Oh, oíd la voz suplicante de muchos miles de ciudadanos estadounidenses que ahora gimen en el exilio! … ¡Oíd! ¡Oh, oíd los llantos y lamentos amargos de viudas y huérfanos, cuyos esposos y padres han sido cruelmente martirizados en la tierra donde ondea el orgulloso águila!… Que no se registre en los archivos de las naciones que… los exiliados buscaron protección y reparación de sus manos, pero lo buscaron en vano. Está en vuestro poder salvarnos a nosotros, a nuestras esposas y a nuestros hijos, de una repetición de las escenas sedientas de sangre de Misuri, y así aliviar en gran medida los temores de un pueblo perseguido e injuriado, y vuestros peticionarios orarán por siempre.” (citado en Snow, Biography, 152–153).
No hubo piedad, y fueron rechazados.
En 1844, mientras estaban bajo la supuesta protección del gobernador Thomas Ford de Illinois, el profeta José Smith y su hermano Hyrum fueron asesinados a tiros en la cárcel de Carthage. No hay palabras que puedan expresar la brutalidad y el sufrimiento que los Santos habían soportado.
Ahora, en este 24 de julio de 1849, por fin libres de los atropellos de las turbas, planearon celebrar (véase Snow, Biography, 95–107).
Todo lo que los Santos poseían había cruzado mil millas de desierto en carretillas de mano o carretas cubiertas. Faltaban aún veinte años para que el ferrocarril llegara hasta Salt Lake City. Incluso sin casi nada con qué trabajar, decidieron que la celebración sería una gran expresión de sus sentimientos.
Construyeron un cobertizo en la Manzana del Templo. Erigieron un asta de bandera de 104 pies de altura. Hicieron una enorme bandera nacional de sesenta y cinco pies de longitud y la desplegaron en la cima de este palo de la libertad.
Puede parecer desconcertante, increíble casi hasta lo inimaginable, que el tema de esta primera celebración fuera el patriotismo y la lealtad al mismo gobierno que los había rechazado y no les había prestado ayuda. ¿En qué podrían haber estado pensando? Si puedes entender por qué, entenderás el poder de las enseñanzas de Cristo.
Su banda de música tocaba mientras el presidente Brigham Young encabezaba una gran procesión hacia la Manzana del Templo. Lo seguían los Doce Apóstoles y los Setenta.
Después venían veinticuatro jóvenes vestidos con pantalones blancos, sacos negros, pañuelos blancos sobre el hombro derecho, coronas en la cabeza y espadas envainadas al costado izquierdo. En su mano derecha, curiosamente, cada uno llevaba una copia de la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos. La Declaración de Independencia fue leída en voz alta por uno de esos jóvenes.
A continuación venían veinticuatro jovencitas vestidas de blanco, con pañuelos azules sobre el hombro derecho y rosas blancas en la cabeza. Cada una llevaba una Biblia y un Libro de Mormón.
Casi tan sorprendente como su elección del patriotismo como tema fue lo que vino después: veinticuatro ancianos (como se los llamaba), encabezados por el patriarca Isaac Morley. Se les conocía como los “Silver Greys”—todos de sesenta años o más. Cada uno portaba un bastón pintado de rojo con una cinta blanca ondeando en la parte superior. Uno de ellos llevaba la bandera de las barras y las estrellas. Estos hombres simbolizaban el sacerdocio, que existía “desde antes de la fundación del mundo” (D. y C. 84:13) y que había sido restaurado en esta dispensación.
Los Santos sabían que el Señor les había dicho que debían estar “sujetos a reyes, presidentes, gobernantes y magistrados; que deben obedecer, honrar y sostener la ley” (Artículos de Fe 1:12). Ese mandamiento, revelado entonces, sigue siendo cierto hoy para nuestros miembros en toda nación. Debemos ser ciudadanos respetuosos de la ley y dignos.
El Señor les dijo: “Yo establecí la Constitución de esta tierra, por medio de sabios que levanté para tal propósito” (D. y C. 101:80).
Y en otro versículo, el Señor les dijo que “no es justo que el hombre esté en servidumbre uno para con otro” (D. y C. 101:79). Por lo tanto, eran contrarios a la esclavitud. Este era un tema muy delicado entre los colonos de Misuri.
Y así, en aquel día de celebración en 1849, “el élder Phineas Richards se adelantó en nombre de los veinticuatro ancianos, y leyó su declaración leal y patriótica” (Snow, Biography, 100). Habló de la necesidad de enseñar el patriotismo a sus hijos y de amar y honrar la libertad. Después de relatar brevemente los peligros por los que habían pasado, dijo:
“Hermanos y amigos, nosotros, que hemos vivido hasta los sesenta años, hemos contemplado al gobierno de los Estados Unidos en su gloria, y sabemos que las atrocidades que hemos sufrido provinieron de una administración corrupta y degenerada, mientras que los principios puros de nuestra tan alabada Constitución permanecen inalterados…
…Así como hemos heredado el espíritu de libertad y el fuego del patriotismo de nuestros padres, así también deben descender [inalterados] a nuestra posteridad” (citado en Snow, Biography, 102–104).
Uno pensaría que, impulsados por la naturaleza humana, los Santos buscarían venganza, pero algo mucho más fuerte que la naturaleza humana prevaleció.
El apóstol Pablo explicó: “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente… Nosotros tenemos la mente de Cristo” (1 Corintios 2:14, 16).
Ese Espíritu definía a aquellos primeros miembros de la Iglesia como seguidores de Cristo.
Si puedes entender a un pueblo tan paciente, tan tolerante, tan perdonador, tan cristiano después de lo que habían sufrido, habrás descubierto la clave de lo que significa ser un Santo de los Últimos Días. En lugar de estar consumidos por la venganza, estaban anclados en la revelación. Su rumbo estaba guiado por las enseñanzas que aún se encuentran hoy en el Antiguo y el Nuevo Testamento, el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios y la Perla de Gran Precio.
Si puedes entender por qué ellos celebraron como lo hicieron, entonces puedes entender por qué nosotros tenemos fe en el Señor Jesucristo y en los principios del Evangelio.
El Libro de Mormón enseña: “Hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo, y escribimos conforme a nuestras profecías, para que nuestros hijos sepan a qué fuente deben acudir para la remisión de sus pecados” (2 Nefi 25:26).
Y así, hoy en estos tiempos extrañamente peligrosos, en la verdadera Iglesia de Jesucristo enseñamos y vivimos los principios de Su Evangelio.
Tres elementos de aquella conmemoración de 1849 fueron a la vez simbólicos y proféticos: primero, que los jóvenes llevaban la Constitución y la Declaración de Independencia; segundo, que cada joven llevaba la Biblia y el Libro de Mormón; y por último, que los ancianos —los “Silver Greys”— fueron honrados en el desfile.
Después del programa, celebraron un banquete en mesas improvisadas. Se invitó a varios cientos de viajeros que iban rumbo a la fiebre del oro, así como a sesenta nativos americanos, para que se unieran a ellos.
Luego, volvieron al trabajo.
El presidente Young había dicho: “Si el pueblo de los Estados Unidos nos deja tranquilos durante diez años, no les pediremos nada” (“Remarks”, Deseret News, 23 de septiembre de 1857, p. 228).
Ocho años, hasta el día exacto después de la celebración de 1849, los Santos estaban en el Cañón Big Cottonwood celebrando otro 24 de julio. Cuatro jinetes llegaron para informar que un ejército de 2,500 soldados se encontraba en las llanuras. El ejército de los Estados Unidos, comandado por el coronel Albert Sidney Johnston, había sido enviado por el presidente James Buchanan para aplastar una rebelión mormona inexistente.
Los Santos desmontaron su campamento y regresaron a casa para preparar sus defensas. En lugar de huir, esta vez el presidente Young declaró: “No hemos transgredido ninguna ley, ni tenemos razón para hacerlo, ni tampoco tenemos intención de hacerlo; pero en cuanto a que una nación venga a destruir a este pueblo, con la ayuda del Dios Todopoderoso, no podrán venir aquí” (“Remarks”, p. 228).
Estos acontecimientos forman parte de mi propia herencia personal. Mis tatarabuelos enterraron a un hijo en el camino desde Far West cuando fueron expulsados hacia Nauvoo, y a otro en Winter Quarters cuando fueron forzados a ir hacia el oeste.
Otra tatarabuela, que era adolescente, empujaba una carretilla de mano a lo largo de la ribera sur del río Platte. Los miembros de su compañía cantaban:
“Hallaremos el sitio que Dios nos preparó
Muy lejano en el oeste,
Donde nadie venga a herir ni a atemorizar;
Allí los Santos serán bendecidos.”
(Venid, Santos, Himnos [1985], n.º 30)
Al otro lado del río, podían ver el sol brillando sobre las armas de los soldados del ejército (véase “By Handcart to Utah: The Account of C. C. A. Christensen”, Nebraska History, invierno de 1985, p. 342).
En St. Louis, mi tatarabuela compró un pequeño broche esmaltado con la bandera estadounidense. Lo llevó en su vestido por el resto de su vida.
Ni las turbas ni el ejército pudieron desviar a los Santos de lo que sabían que era verdadero. Se negoció un acuerdo, y la Guerra de Utah (que más tarde se llamó el Error de Buchanan) terminó.
Nosotros somos guiados por las mismas revelaciones que nuestros antepasados, y somos dirigidos por un profeta, tal como ellos lo fueron. Cuando el profeta José Smith murió, otro tomó su lugar. El orden de sucesión continúa hasta hoy.
Ese mismo Lucifer que fue expulsado de la presencia de nuestro Padre todavía está obrando. Él, junto con los ángeles que lo siguieron, perturbará la obra del Señor y tratará de destruirla si puede.
Pero nosotros nos mantendremos en el rumbo. Nos anclaremos como familias y como Iglesia a estos principios y ordenanzas. “El estandarte de la verdad se ha erigido; ninguna mano impía podrá detener el progreso de la obra” (History of the Church, 4:540). Cualesquiera que sean las pruebas que nos esperen —y serán muchas— debemos permanecer fieles y verdaderos.
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Capítulo 11
Las Verdades Más Dignas de Conocer
He visto a mis hermanos mayores avanzar en el círculo y luego graduarse al otro lado del velo—tantos grandes hombres. El presidente Harold B. Lee me dijo que debía asociarme con los hermanos mayores y aprender de sus experiencias. Seguí ese consejo. De Henry Wadsworth Longfellow:
“Las vidas de los grandes hombres nos recuerdan
Que podemos hacer sublimes nuestras vidas,
Y, al partir, dejar tras nosotros
Huellas en las arenas del tiempo;
Huellas que tal vez otro,
Navegando sobre el solemne mar de la vida,
Un hermano desamparado y naufragado,
Al verlas, recobrará el ánimo.”
(“A Psalm of Life”, The Complete Poetical Works of Longfellow [1883], p. 3)
Estas “huellas en las arenas del tiempo” siempre permanecerán visibles para ayudarte a encontrar el camino.
Cuando era un joven miembro del Cuórum de los Doce, caminábamos de nuestras reuniones semanales en el templo de regreso a nuestras oficinas. Yo solía quedarme atrás y caminar con el élder LeGrand Richards. Había quedado algo lisiado en un accidente en su juventud y caminaba más lentamente que los demás.
Los otros hermanos decían: “Eres tan amable por cuidar del élder Richards”, y yo respondía: “¡No saben por qué lo hago!”
Mientras caminábamos, yo escuchaba. Él recordaba al presidente Wilford Woodruff. Tenía doce años la última vez que escuchó hablar al presidente Woodruff. El élder Richards era un vínculo con esa generación. Absorbía cada palabra que decía.
Hay una encomienda dada a los Doce en Doctrina y Convenios:
“Los doce consejeros viajantes son llamados a ser los Doce Apóstoles, o testigos especiales del nombre de Cristo en todo el mundo” (D. y C. 107:23).
He tenido un deseo insaciable de testificar del Padre y de Jesucristo. Cristo dijo: “Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais” (Juan 14:7). He anhelado decir lo que sé sobre lo que hizo Cristo y sobre quiénes son el Padre y el Hijo.
Sé que las palabras transmitidas por el don del Espíritu Santo pueden traer a tu entendimiento “la verdad de todas las cosas” (Moroni 10:5). Toda verdad vale la pena conocerla. Algunas verdades son más útiles, pero hay verdades que son las más dignas de conocer.
La Experiencia Nos Ayuda a Comprender el Amor de Nuestro Padre Celestial por Sus Hijos
He preguntado a misioneros jóvenes: “¿Saben lo que significa la palabra padre?” Ellos dicen, por supuesto, que sí lo saben. Respeto su respuesta, pero en el fondo pienso: “Sabes tan poco.” Saben lo que significa la palabra padre, pero su conocimiento es inmaduro.
Para ustedes que están casados y tienen un hijo, la palabra padre adquiere un nuevo significado; la palabra padre cobra un enfoque más claro.
Quizás llegará el día en que un médico les diga: “Creo que no van a poder quedarse con este.” Finalmente, aprenderán acerca del Padre y sobre ustedes mismos.
Habíamos estado casados durante nueve años cuando oímos por primera vez esas palabras del médico: “Me temo que no van a poder quedarse con este.” Como padres, miramos a nuestro pequeño hijo recién nacido e hicimos lo único que podíamos hacer. Fue nombrado y recibió una bendición paterna en el hospital. Oramos, tuvimos fe y dijimos en voz alta: “Hágase tu voluntad.”
Pasaron las horas, y luego los días. Los médicos y enfermeras continuaban atendiendo a nuestro hijo.
Por fin escuchamos las palabras del médico: “Creo que sí podrán quedarse con este.”
Como padres, crecimos en comprensión y fortaleza, y nos acercamos más el uno al otro y al Padre.
Trece años después, en un hospital mucho más grande, esa experiencia se repitió con nuestro décimo hijo. Se le dio un nombre y una bendición paterna en el hospital. Oramos, tuvimos fe y una vez más dijimos en voz alta: “Hágase tu voluntad.”
Las horas pasaban lentamente. Una vez más fuimos grandemente bendecidos. Él viviría. Las lecciones aprendidas años antes se repitieron.
Algún día te encontrarás en circunstancias que te hagan comprender que darías tu vida si tu pequeño pudiera vivir y experimentar la mortalidad. Entonces podrás empezar a comprender a nuestro Padre Celestial. Entonces realmente sabrás lo que significan las palabras padre y madre.
Muchas veces he deseado aliviar el sufrimiento de un hijo o borrar el dolor o la pena de alguien a quien amo, solo para darme cuenta de que no podía hacerlo. Pero he aprendido que el hecho de que yo lo haría si pudiera tiene gran valor en mi relación con el Señor.
Nuestra Necesidad de un Mediador
Existe un enigma en las Escrituras respecto a la justicia y la misericordia. Son dos principios aparentemente en conflicto, que traté en otra ocasión al enseñar una especie de parábola (véase “El Mediador”, Liahona, mayo de 1977, págs. 54–56). La historia dice así:
Había una vez un hombre que deseaba algo con mucha intensidad. Le parecía más importante que cualquier otra cosa en su vida. Para obtener su deseo, contrajo una gran deuda.
Se le había advertido acerca de endeudarse tanto, y especialmente acerca de su acreedor. Pero le parecía tan importante hacer lo que quería y tener lo que deseaba en ese momento, que estaba seguro de que podría pagar después. Así que firmó un contrato con un prestamista. Lo pagaría en algún momento más adelante. No se preocupó mucho, pues la fecha de vencimiento parecía muy lejana. Tenía lo que quería en ese instante, y eso era lo que le parecía importante.
El prestamista o acreedor estaba siempre en el fondo de su mente, y él hacía pagos simbólicos de vez en cuando, pensando que de alguna forma el día del ajuste de cuentas nunca llegaría realmente. Pero como siempre sucede, ese día llegó, y el contrato venció. La deuda no había sido pagada.
El acreedor apareció y exigió el pago completo. Solo entonces comprendió el deudor que su acreedor no solo tenía el poder de embargar todo lo que poseía, sino también de enviarlo a prisión por deudas.
“No puedo pagarte, porque no tengo el poder para hacerlo”, confesó.
“Entonces”, dijo el acreedor, “haremos valer el contrato, tomaremos tus posesiones y tú irás a prisión. Así lo acordaste. Fue tu elección. Firmaste el contrato, y ahora debe cumplirse”.
“¿No puedes mostrar misericordia? ¿No puedes extender el plazo o perdonar la deuda?”, suplicó el deudor. “Haz algún arreglo para que pueda conservar lo que tengo y no ir a prisión. ¿No serás misericordioso? ¿Acaso no crees en la misericordia?”
El acreedor respondió: “La misericordia siempre es unilateral. Solo te beneficiaría a ti. Si muestro misericordia contigo, quedaré sin recibir pago. Yo exijo justicia. ¿Crees tú en la justicia?”
“Creía en la justicia cuando firmé el contrato”, dijo el deudor. “En ese momento estaba de mi lado, porque pensaba que me protegería. No necesitaba misericordia entonces, ni creía que alguna vez la necesitaría. Pensé que la justicia nos serviría a ambos por igual”.
“La justicia exige que pagues el contrato o sufras la penalidad”, replicó el acreedor. “Esa es la ley. Lo acordaste, y así debe cumplirse.”
Allí estaban: uno exigiendo justicia, el otro suplicando misericordia. Ninguno podía prevalecer sin perjudicar al otro.
“Si no perdonas la deuda, no habrá misericordia”, suplicó el deudor.
“Si lo hago, no habrá justicia”, fue la respuesta.
Parecía que ambas leyes no podían cumplirse. La misericordia no puede robar a la justicia (véase Alma 42:25). Cada una es un ideal eterno que parece contradecir al otro. ¿No hay forma de que se cumpla plenamente la justicia y también la misericordia?
¡Sí, hay una manera! La ley de la justicia puede satisfacerse completamente y la misericordia puede extenderse plenamente, pero se necesita alguien más. Y así ocurrió en esta historia.
El deudor tenía un amigo. Vino a ayudar. Conocía bien al deudor. Sabía que era corto de vista. Le parecía necio haberse metido en semejante aprieto. Sin embargo, quería ayudarle porque lo amaba. Se interpuso entre ellos como mediador y le hizo esta oferta al acreedor: “Yo pagaré la deuda si tú liberas al deudor de su contrato, de modo que pueda conservar sus posesiones y no ir a prisión.”
Mientras el acreedor consideraba la oferta, el mediador añadió: “Tú exiges justicia. Aunque él no puede pagarte, yo lo haré. Habrás sido tratado con justicia y no podrás exigir más. Eso no sería justo.”
Luego el mediador se dirigió al deudor: “Si yo pago tu deuda, ¿me aceptarás como tu acreedor?”
“Oh, sí,” exclamó el deudor. “Tú me salvas de la prisión y me muestras misericordia.”
“Entonces,” dijo el mediador, “me pagarás a mí la deuda, y yo estableceré las condiciones. No será fácil, pero será posible. Yo proveeré el modo. No tienes que ir a prisión.”
Y así fue como el acreedor recibió el pago completo. Había sido tratado con justicia. No se había quebrantado ningún contrato. El deudor, a su vez, recibió misericordia. Ambas leyes se cumplieron plenamente. Porque había un mediador, la justicia recibió su justa parte y la misericordia quedó plenamente satisfecha.
A menos que haya un mediador, a menos que tengamos un amigo, todo el peso de la justicia —sin suavidad ni compasión— debe, positiva y completamente, recaer sobre nosotros. Se nos exigirá hasta el último centavo por cada transgresión, por pequeña o profunda que sea.
Existe un Mediador, un Redentor que está dispuesto y capacitado para satisfacer las demandas de la justicia y extender misericordia a quienes son penitentes, porque “se ofrece a sí mismo en sacrificio por el pecado, para cumplir los fines de la ley a todos aquellos que tengan el corazón quebrantado y el espíritu contrito; y a ninguno más se pueden cumplir los fines de la ley” (2 Nefi 2:7). Todos compareceremos un día ante Él “para ser juzgados en el día final… según sus obras” (Alma 33:22), “porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5).
Por medio de Él, la misericordia puede extenderse plenamente a cada uno de nosotros sin violar la ley eterna de la justicia. La extensión de la misericordia no será automática. Vendrá mediante convenio con Él. Será bajo Sus condiciones—Sus generosas condiciones.
Para activar Su misericordia, debemos arrepentirnos. Nuestras transgresiones se suman a nuestra cuenta, y un día, si no está debidamente saldada, si no nos hemos arrepentido, cada uno de nosotros será hallado en falta y quedará condenado.
El Arrepentimiento Borra la Culpa y la Decepción
Todos vivimos con crédito espiritual. De un modo u otro, la cuenta se acumula cada vez más. Si la pagas conforme avanzas, tendrás poco de qué preocuparte. Pronto aprenderás la disciplina y sabrás que llegará un día de ajuste de cuentas. Aprende a mantener tu cuenta espiritual saldada a intervalos regulares en lugar de permitir que acumule intereses y penalidades.
Como estás siendo probado, se espera que cometas errores. Supongo que has hecho cosas en tu vida que lamentas, cosas por las que ni siquiera puedes disculparte, mucho menos corregir: por lo tanto, cargas con un peso. Es tiempo de usar ahora la palabra culpa, que puede manchar como tinta imborrable y no puede eliminarse fácilmente. Una consecuencia secundaria de la culpa es la decepción, el pesar por bendiciones y oportunidades perdidas.
Si estás luchando con la culpa, no eres diferente del pueblo del Libro de Mormón, del cual dijo el profeta: “A causa de su iniquidad, la iglesia había empezado a decaer; y comenzaron a no creer en el espíritu de profecía y en el espíritu de revelación; y los juicios de Dios los contemplaban de frente” (Helamán 4:23).
A menudo intentamos resolver el problema de la culpa diciéndonos unos a otros y diciéndonos a nosotros mismos que no importa. Pero en el fondo, no lo creemos. Tampoco nos creemos si lo decimos. Sabemos mejor. ¡Sí importa!
Los profetas siempre han enseñado el arrepentimiento. Alma dijo: “He aquí, él viene a redimir a los que serán bautizados para arrepentimiento, mediante la fe en su nombre” (Alma 9:27).
Alma dijo con franqueza a su hijo descarriado: “Ahora bien, el arrepentimiento no podría venir a los hombres a menos que hubiera un castigo, que también sería eterno como la vida del alma, y fijado en oposición al plan de felicidad” (Alma 42:16).
Hay dos propósitos fundamentales para la vida mortal. El primero es recibir un cuerpo, que puede, si lo deseamos, ser purificado y exaltado y vivir para siempre. El segundo propósito es ser probados. En esa prueba, ciertamente cometeremos errores. Pero si queremos, podemos aprender de nuestros errores. “Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros” (1 Juan 1:10).
Tal vez te sientas inferior en mente y cuerpo, atribulado o cargado con el peso de una cuenta espiritual marcada como “vencida”. Cuando te enfrentes cara a cara contigo mismo en esos momentos de contemplación silenciosa (que muchos de nosotros tratamos de evitar), ¿hay cosas pendientes que te incomodan? ¿Tienes algo en la conciencia? ¿Sigues, en algún grado, siendo culpable de algo—sea pequeño o grande?
Con demasiada frecuencia recibimos cartas de quienes han cometido errores trágicos y están agobiados. Suplican: “¿Puedo alguna vez ser perdonado? ¿Puedo cambiar?” La respuesta es: ¡Sí!
Pablo enseñó a los corintios: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportarla” (1 Corintios 10:13).
El evangelio nos enseña que el alivio del tormento y la culpa puede obtenerse mediante el arrepentimiento. Salvo por aquellos pocos—muy pocos—que se desvían hacia la perdición después de haber conocido la plenitud, no hay hábito, ni adicción, ni rebelión, ni transgresión, ni ofensa, pequeña o grande, que esté exenta de la promesa del perdón completo. No importa lo que haya ocurrido en tu vida, el Señor ha preparado una manera para que regreses, si prestas atención a los susurros del Espíritu Santo.
Algunos están llenos de un impulso poderoso, una tentación que se repite en la mente, que tal vez se convierte en hábito, y luego en adicción. Somos propensos a la transgresión y al pecado, y también a racionalizar que no sentimos culpa porque “nacimos así”. Quedamos atrapados, y de ahí surge el dolor y tormento que solo el Salvador puede sanar. Tú tienes el poder para detenerte y ser redimido.
Satanás Ataca a la Familia
El presidente Marion G. Romney me dijo una vez: “No solo les digas algo para que lo entiendan, díselo de tal manera que no lo puedan malentender.”
Nefi dijo:
“Porque mi alma se deleita en la claridad; porque de esta manera obra el Señor Dios entre los hijos de los hombres. Porque el Señor Dios da luz al entendimiento” (2 Nefi 31:3).
Así que hablaré con claridad, como alguien llamado y bajo obligación de hacerlo.
Tú sabes que hay un adversario. Las Escrituras lo definen con estas palabras: “Aquel viejo serpiente, que es el diablo… el padre de todas las mentiras” (2 Nefi 2:18). Fue expulsado desde el principio (véase D. y C. 29:36–38) y se le negó un cuerpo mortal. Ahora ha jurado interrumpir “el gran plan de felicidad” (Alma 42:8) y se ha convertido en enemigo de toda rectitud. Dirige sus ataques a la familia.
Vives en una época en que la plaga de la pornografía se extiende por el mundo. Es difícil escapar de ella. La pornografía se dirige a esa parte de tu naturaleza mediante la cual tienes el poder de engendrar vida.
Indulgirse en la pornografía conduce a dificultades, divorcio, enfermedades y problemas de toda clase. No hay nada en ella que sea inocente. Coleccionarla, verla o llevarla contigo en cualquier forma es semejante a llevar una serpiente de cascabel en tu mochila. Te expone al equivalente espiritual inevitable de la mordida de la serpiente, con su inyección de veneno mortal. Uno puede comprender fácilmente que, dado cómo es el mundo, puedes ser expuesto casi inocentemente a ella, leerla o verla sin darte cuenta de las terribles consecuencias. Si eso te describe, te advierto: ¡detente! ¡Detente ahora!
El Libro de Mormón enseña que todos “los hombres son instruidos suficientemente para saber el bien del mal” (2 Nefi 2:5).
Eso te incluye a ti. Tú sabes lo que está bien y lo que está mal. Ten mucho cuidado de no cruzar esa línea.
Aunque la mayoría de los errores pueden confesarse en privado al Señor, hay algunas transgresiones que requieren más que eso para obtener el perdón. Si tus errores han sido graves, consulta con tu obispo. De lo contrario, una confesión común, tranquila y personal, bastará. Pero recuerda que esa gran mañana del perdón puede no llegar de inmediato. Si al principio tropiezas, no te des por vencido. Superar el desánimo es parte de la prueba. No te rindas. Y como ya he aconsejado antes, una vez que hayas confesado y abandonado tus pecados, no mires atrás.
El Señor siempre está allí. Él ha sufrido y pagado la penalidad si estás dispuesto a aceptarlo como tu Redentor.
El Sufrimiento del Salvador Fue por Nuestros Pecados
Como mortales, tal vez no podamos—en verdad, no podemos—comprender del todo cómo Él cumplió Su sacrificio expiatorio. Pero por ahora, el cómo no es tan importante como el por qué de Su sufrimiento. ¿Por qué lo hizo por ti, por mí, por toda la humanidad? Lo hizo por el amor de Dios el Padre y de toda la humanidad.
“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13).
En Getsemaní, Cristo se apartó de Sus Apóstoles para orar. ¡Lo que allí sucedió está más allá de nuestra capacidad de saber! Pero sí sabemos que completó la Expiación. Estuvo dispuesto a tomar sobre Sí los errores, los pecados y la culpa, las dudas y los temores de todo el mundo. Sufrió por nosotros para que nosotros no tuviéramos que sufrir. Muchos mortales han sufrido tormento y han muerto una muerte dolorosa y terrible. Pero Su agonía superó a todas.
A mi edad, ya sé lo que es el dolor físico, ¡y no es nada agradable! Nadie escapa de esta vida sin aprender algo sobre el sufrimiento. Pero el tormento personal que no puedo soportar es cuando he llegado a saber que he hecho sufrir a otro. Es entonces cuando vislumbro la agonía que el Salvador experimentó en el Jardín de Getsemaní.
Su sufrimiento fue distinto de todos los que alguien haya experimentado antes o después, porque Él tomó sobre Sí todas las penalidades que alguna vez se han impuesto a la familia humana. ¡Imagínalo! Él no tenía ninguna deuda que pagar. No había cometido ningún error. No obstante, la acumulación de toda la culpa, el dolor y la tristeza, el sufrimiento y la humillación, todas las aflicciones mentales, emocionales y físicas conocidas por el hombre—Él las experimentó todas. Solo ha habido Uno, en todos los anales de la historia humana, que fue completamente sin pecado, calificado para responder por los pecados y transgresiones de toda la humanidad y sobrevivir al dolor que acompañaba el pagar por ellos.
Presentó Su vida y, en esencia, dijo: “Yo soy el que toma sobre sí los pecados del mundo” (Mosíah 26:23). Fue crucificado; murió. No pudieron quitarle la vida. Él consintió morir.
El Perdón Completo es Posible
Si has tropezado o incluso te has perdido por un tiempo, si sientes que el adversario ahora te tiene cautivo, puedes avanzar con fe y ya no vagar errante por el mundo. Hay quienes están preparados para guiarte de regreso a la paz y la seguridad. Aun la gracia de Dios, como se promete en las Escrituras, viene “después de todo lo que podamos hacer” (2 Nefi 25:23). La posibilidad de esto, para mí, es la verdad más digna de conocer.
Prometo que puede llegar esa brillante mañana del perdón. Entonces, “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7), entrará nuevamente en tu vida, algo semejante a un amanecer, y Él “nunca más se acordará de [tu] pecado” (Jeremías 31:34). ¿Cómo lo sabrás? ¡Lo sabrás! (véase Mosíah 4:1–3).
Esto es lo que deseo enseñarles a ustedes que están en dificultades. Él intervendrá y resolverá el problema que ustedes no pueden resolver, pero tendrán que pagar el precio. No llega sin hacer eso. Él es un gobernante muy bondadoso en el sentido de que ha pagado el precio necesario, pero quiere que tú hagas lo que debes, incluso si es doloroso.
Amo al Señor, y amo al Padre que lo envió. Nuestras cargas de desilusión, pecado y culpa pueden depositarse ante Él, y bajo Sus generosas condiciones, cada elemento de la cuenta puede quedar marcado como “pagado en su totalidad”.
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Capítulo 12
El Fundamento de Tu Carácter
Cuando tenía cinco años, me enfermé gravemente. Más tarde se supo que tenía polio. El médico del pequeño pueblo no lo diagnosticó. Estuve varias semanas acostado en una cama de campaña de la Primera Guerra Mundial, en nuestra sala, junto a una estufa de carbón. Después de esas semanas, el doctor dijo que podía levantarme, ya que me había curado de una “neumonía”. Descubrí que no podía caminar. Recuerdo claramente arrastrarme por el piso de linóleo, sosteniéndome de las sillas y aprendiendo a caminar de nuevo.
Cuando pasé a la escuela primaria, luego a la secundaria y posteriormente a la preparatoria, descubrí que mis músculos eran muy débiles. Me sentía muy acomplejado. No podía ser un atleta.
Y no ayudó mucho cuando leí acerca de un hombre que fue al médico para ver si podía ayudarle con su complejo de inferioridad. El médico lo observó un rato y le dijo: “Usted no tiene un complejo. ¡Usted es inferior!”
Con ese aliento, me lancé a la vida y traté de compensar en otras áreas.
Justo cuando estábamos a punto de graduarnos de la escuela secundaria, estalló la Segunda Guerra Mundial. Como estudiantes del último año, todos lamentábamos que la guerra terminaría antes de que nos graduáramos en junio. ¡Poco sabíamos!
Mi hermano mayor era piloto, y pensé: “Bueno, voy a ser reclutado. Creo que al menos intentaré alistarme en el programa de entrenamiento de pilotos del cuerpo de cadetes del aire.” Para mi sorpresa, pasé el examen físico. Al mirar hacia atrás, veo dos razones para ello: una, que habían aprendido que no era necesario ser un atleta musculoso para volar un avión. La otra razón, quizás más importante: necesitaban decenas de miles de pilotos, bombarderos y navegantes.
Así que fui al entrenamiento básico—campamento militar—y allí el entrenamiento físico era muy riguroso.
Pronto me encontré en el programa de Cadetes del Aire, donde la parte física también era muy exigente. Así que estaba de nuevo en la cama de campaña, acostado por la noche con dolor en los músculos, las extremidades hinchadas, y con el pensamiento de que por la mañana volveríamos a comenzar. En realidad, ¡fue la mejor terapia posible!
En ese tiempo, aprendí a orar. Aprendí la diferencia entre decir oraciones y orar, orar sinceramente por salud, fortaleza y sabiduría.
Y entonces ocurrió algo que cambió por completo mi vida de una manera notable: recibí mi bendición patriarcal. Por lo general, estas son muy, muy privadas, y no hablamos de ellas ni las leemos con otros. Pero voy a compartir contigo uno o dos párrafos. El patriarca, a quien nunca antes había conocido, me bendijo de esta manera, en parte:
“Tú tuviste la oportunidad antes de venir aquí de expresar tu deseo de tener este privilegio de la vida terrenal en el concilio del mundo de los espíritus. Fuiste valiente en la defensa de la verdad y la rectitud. Tomaste una decisión libre y voluntaria de obedecer las leyes del Progreso Eterno tal como las expuso nuestro Hermano Mayor, el Señor Jesucristo. Fuiste fiel en tu primer estado y se te añadió al nacer en este mundo y recibir un cuerpo físico con el cual pudieras experimentar la vida terrenal. Se te ha dado un cuerpo con proporciones físicas y aptitud tales que permitan a tu espíritu funcionar por medio de él sin impedimentos físicos. Debes valorar esto como una gran herencia. Cuídalo y protégelo—no introduzcas en él nada que dañe sus órganos, porque es sagrado. Es el instrumento de tu mente y el fundamento de tu carácter.”
(Bendición patriarcal de Boyd K. Packer, 15 de enero de 1944, p. 1)
De inmediato, ya no me importaba qué clase de cuerpo tenía. Tenía un cuerpo con la capacidad suficiente para permitir que mi espíritu funcionara por medio de él. Había aprendido que el cuerpo es sagrado.
Descubrí que, en realidad, no importa qué tipo de cuerpo tengamos, mientras entendamos que nuestro espíritu y nuestro cuerpo están combinados de tal manera que el cuerpo se convierte en el instrumento de la mente y el fundamento del carácter.
Desde entonces, ya no vi propósito ni ganancia alguna en hablar con los demás sobre mis dolencias o padecimientos. Simplemente seguí adelante en la vida.
José Smith enseñó:
“Vinimos a esta tierra para obtener un cuerpo y presentarlo puro ante Dios en el reino celestial. El gran principio de la felicidad consiste en tener un cuerpo. El diablo no tiene un cuerpo, y ahí radica su castigo… Todos los seres que tienen cuerpo tienen poder sobre los que no lo tienen. El diablo no tiene poder sobre nosotros a menos que nosotros se lo permitamos. En el momento en que nos rebelamos contra algo que proviene de Dios, el diablo toma poder”
(Enseñanzas del Profeta José Smith, selección de Joseph Fielding Smith [1976], pág. 181).
Permíteme reiterar esto: el castigo del adversario fue que no recibió un cuerpo. Todos los seres que tienen cuerpo, como dijo el Profeta, tendrán poder sobre los que no lo tienen. El diablo no tiene poder sobre nosotros, salvo que nosotros se lo permitamos.
Ese fue un gran momento de iluminación cuando leí mi bendición patriarcal. Y luego, al comenzar a estudiar y aprender, vino el conocimiento y la comprensión de quiénes somos y de dónde venimos.
Yo estaba en el ejército—no había servido una misión, no había asistido a la universidad, y a menudo estaba solo. Todos nosotros, en algún momento de nuestras vidas, estamos solos. Me convertí en un producto del Libro de Mormón.
Conocimiento del Bien y del Mal
Del Libro de Mormón aprendí algo muy importante. Mormón enseñó:
“Porque he aquí, el Espíritu de Cristo es dado a todo hombre, para que sepa discernir el bien del mal; por tanto, os muestro la manera de juzgar; porque todo lo que invita a hacer el bien, y a persuadir a creer en Cristo, es enviado por el poder y el don de Cristo; por tanto, sabréis con pleno conocimiento que es de Dios”
(Moroni 7:16).
Ya había leído antes, al llegar a ese pasaje, la declaración de Nefi en 2 Nefi de que todos “los hombres son instruidos suficientemente para saber el bien del mal” (2 Nefi 2:5).
Eso está incorporado en nosotros. Sabemos lo que está bien y lo que está mal. Todos lo sabemos. Eso es algo muy importante de entender. A medida que avanzamos por la vida, comenzamos a entender otras cosas también.
Vivimos en tiempos muy difíciles—el comienzo de tiempos aún más difíciles. Lo que enfrentamos en la Segunda Guerra Mundial, el peligro y el desafío, no se compara con lo que enfrentan hoy los jóvenes. Es una época terrible y desafiante y, a la vez, quizá la mejor época en toda la historia de la humanidad para estar vivo.
Quiero dejar en claro lo siguiente: en la existencia premortal se nos dio un cuerpo espiritual, y se nos dio albedrío. Por tanto, somos libres. En Doctrina y Convenios leemos:
“Y nadie recibe la plenitud sino aquel que guarda sus mandamientos.
El que guarda sus mandamientos recibe verdad y luz, hasta que es glorificado en la verdad y sabe todas las cosas.
El hombre también estaba en el principio con Dios. La inteligencia, o sea, la luz de verdad, no fue creada ni hecha, ni tampoco lo puede ser.
Toda verdad es independiente en aquella esfera en la que Dios la ha colocado, para obrar por sí misma”
(D. y C. 93:27–30).
Así que ahí lo tienes. Tenemos albedrío. Lo que ocurra en nuestras vidas y en nuestro patrón de progreso eterno será exactamente lo que decidamos que sea.
“Toda verdad es independiente en la esfera en que Dios la ha colocado, para actuar por sí misma, como también toda inteligencia; de lo contrario, no hay existencia.
He aquí, ésta es la libertad del hombre”
(D. y C. 93:30–31).
El Gran Plan de Redención y la Palabra de Sabiduría
A medida que aprendemos sobre nosotros mismos y sobre el gran plan de redención, sabemos que en la existencia premortal la inteligencia existía desde siempre. No fue creada. Existirá por siempre. En su debido momento, se nos dio un cuerpo espiritual (véanse Hechos 17:29; D. y C. 93:33–35; Abraham 3:22–23; 5:7). Entonces llegamos a ser hijos e hijas de Dios. Teníamos género desde entonces. Éramos varones o mujeres (véanse Génesis 1:27; Mateo 19:4; Marcos 10:6; D. y C. 20:17–18; 132:63; Moisés 2:27; 6:9; Abraham 4:27). Mientras estábamos en esa existencia, fuimos valientes y elegimos el bien, como registró Alma (véase Alma 13:3).
Alma dijo que “Dios dio mandamientos a los hombres, después de haberles dado a conocer el plan de redención” (Alma 12:32; énfasis añadido).
Ese gran plan es llamado el gran plan de redención y recibe seis o siete títulos diferentes (véase 2 Nefi 11:5; Alma 12:25; 17:16; 34:9; 41:2; 42:5, 11–13, 15, 31; D. y C. 101:22; Moisés 6:62). Alma lo llamó “el plan de felicidad” (Alma 42:8).
Luego, al haber escogido lo bueno, se nos preparó un cuerpo por medio de padres mortales, y nacimos a la mortalidad. Con ello vino el poder para crear vida, para seguir el plan de redención, el plan de felicidad. La manera en que empleemos ese poder y comprendamos su valor supremo es uno de los factores principales que determinarán hacia dónde iremos en la vida.
Ese párrafo de mi bendición patriarcal fue una revelación para mí. El patriarca, que es un profeta, dijo: “No introduzcas nada [en el cuerpo] que dañe sus órganos.”
Al leer las Escrituras, llegué a la sección 89 y aprendí que era “una Palabra de Sabiduría… dada por revelación como principio con promesa, adaptada a la capacidad de los débiles y de los más débiles de todos los santos que son o pueden ser llamados santos” (D. y C. 89:1, 3). Y “los más débiles de todos los santos” me incluían a mí.
Había otro punto esencial. El Señor dijo: “A causa de las maldades y designios que existen y existirán en el corazón de hombres conspiradores en los últimos días, os he amonestado y os prevengo, por medio de esta palabra de sabiduría que os doy por revelación” (D. y C. 89:4).
Las Escrituras dicen en otra parte que “éste es un día de amonestación, y no un día de muchas palabras” (D. y C. 63:58).
La “Palabra de Sabiduría [fue] dada como principio con promesa” (D. y C. 89:1, 3). ¿Pero cuál es la promesa? La promesa, por supuesto, es revelación personal.
“[Aquellos que recuerden hacer estas cosas recibirán] salud en el ombligo y médula en los huesos…
Correrán y no se cansarán, y caminarán y no se fatigarán.” (Y eso significa que tendremos cierta medida de salud, lo cual, he aprendido, es de importancia secundaria).
“Y yo, el Señor, les doy la promesa de que el ángel destructor pasará de largo, como pasó de los hijos de Israel, y no los matará” (D. y C. 89:18, 20–21).
Y también:
“[Recibirán] grandes tesoros de conocimiento, aun tesoros escondidos” (D. y C. 89:19).
Ahora bien, creo que la Palabra de Sabiduría es solo incidentalmente para mantenernos sanos, si la observamos. Pero ese asunto de la salud física es una batalla que se pierde con el tiempo. Sabes, no importa lo que hagas para cuidar tu cuerpo, con el tiempo empieza a debilitarse. No vamos a vivir para siempre en esta vida. Podemos vivir con nuestras enfermedades.
Recuerdo una vez en que estábamos en una reunión sacramental en el templo. El élder Marion D. Hanks estaba pasando la Santa Cena. Tenía un tirón en el hombro, y no podía levantar la mano para alcanzar la bandeja del pan. Fue muy incómodo. Me sentí muy avergonzado. Finalmente, lo logramos, y más tarde le pedí disculpas y le dije: “Simplemente no pude; mi hombro no se movía.”
Y él dijo: “¡Mi hombro tampoco se movía! ¡No podía bajarte la bandeja!” Así que eso fue algo reconfortante.
Hemos aceptado como norma de la Iglesia la Palabra de Sabiduría, y no la cambiaremos. No vas a servir una misión a menos que la observes. No vas a ir al templo a recibir las ordenanzas más sagradas a menos que la observes.
Recibimos cartas extrañas preguntando si esto o aquello forma parte de la Palabra de Sabiduría. La marihuana no está listada en la sección 89. Tampoco lo están la estricnina ni el arsénico. Pero, claro, esas no causan adicción.
El punto es que, si deseas avanzar espiritualmente y hacer lo que debes en esta vida, el principio que se enseña en la Palabra de Sabiduría te muestra los requisitos. No puedes jugar con ella.
Un día, antes de que comenzara una clase de seminario, algunos estudiantes estaban parados al fondo del salón. Era lunes. Una nueva alumna escuchó su conversación. Estos jóvenes, muy imprudentes, hablaban sobre su fin de semana y qué bebidas habían tomado. Uno de ellos se volvió hacia ella y le preguntó: “¿Cuál es tu bebida favorita?”
Ella dijo: “¡El agua, tonto!”
Y así, te guste o no, si estás probando, si hay alguna travesura, ¡debes dejarla! No se trata de que vayas a ser un atleta saludable toda tu vida, ni de que vayas a evitar la vejez. Se trata de que tendrás la clave para recibir revelación. Cuando tu cuerpo comience a deteriorarse, los patrones de revelación se incrementarán y se magnificarán.
Dos Influencias Contrapuestas
Otra cosa importante que recordar es que el Espíritu Santo se nos confiere en el momento del bautismo. Recuerda: “Primero: fe en el Señor Jesucristo; segundo: arrepentimiento; tercero: bautismo por inmersión para la remisión de pecados; cuarto: la imposición de manos para el don del Espíritu Santo” (Artículos de Fe 1:4).
Y otra vez en el Libro de Mormón:
“Los ángeles hablan por el poder del Espíritu Santo; por lo que declaran las palabras de Cristo. Por tanto, os dije: deleitaos en las palabras de Cristo; porque he aquí, las palabras de Cristo os dirán todas las cosas que debéis hacer” (2 Nefi 32:3).
Si mantienes tu cuerpo en un estado digno y receptivo, recibirás impresiones; incluso los ángeles podrán atenderte.
Los ángeles te atenderán y te hablarán “por el poder del Espíritu Santo”.
Pero también debes saber, como dijo Mormón:
“[El diablo] no persuade a ningún hombre a hacer el bien, no, ni uno solo; ni tampoco lo hacen sus ángeles, ni tampoco aquellos que se sujetan a él” (Moroni 7:17).
Así que tú eres el centro de dos patrones opuestos que intentan influenciarte en tu vida, tratando de llevarte por un camino o por otro (véase Mateo 6:24; Lucas 16:13; Santiago 1:8). Tú eres quien toma la decisión.
Como dijo un sabio anciano hace una generación:
“El Señor vota por mí, y el diablo vota en contra de mí, ¡pero mi voto es el que cuenta!”
Y esa es una buena y sólida doctrina.
Tendrás exactamente lo que desees. Por un lado, tienes la inspiración del Espíritu Santo, y por el otro, lo que el presidente Ezra Taft Benson llamó “inspiración” de parte de los ángeles del diablo. Están contigo todo el tiempo.
Una vez di un discurso en el que comparé la mente con un escenario. Siempre hay algo ocurriendo en ese escenario. Cualquiera sea el pensamiento que ocupe el escenario, ideas, impresiones y tentaciones vendrán desde los costados. ¿Qué hacer con ello? Deberías tener una tecla de eliminar.
Sé un poco sobre computadoras porque mis nietos me han enseñado. Sé que cada teclado tiene una tecla de eliminar. Si hay algo en tu documento que no deseas, algo que hiciste y de lo que te quieres deshacer, lo seleccionas y lo eliminas.
Puedes tener una tecla de eliminar en tu mente. Tu mente está al mando, y tu cuerpo es el instrumento de tu mente. Ahora tendrás que descubrir una tecla de eliminar por ti mismo.
Un hombre me mostró una vez que él usaba su anillo de bodas. Dijo que cada vez que un pensamiento indigno trataba de entrar en su mente —y esas influencias están por todas partes— simplemente frotaba su pulgar contra su anillo. Esa era su tecla de eliminar: “¡Fuera de mi mente! ¡Yo estoy al mando!”
Tú estás al mando. No puedes decir que no sabes lo que está bien. ¡Sí lo sabes!
Hay otras maneras de presionar una tecla de eliminar para pensamientos no deseados. La música es poderosa. Mi hermano mayor me enseñó eso.
Cuando volaba en la Octava Fuerza Aérea, fue terrible. Lo derribaron dos veces. Pero dijo que finalmente llegó al punto en que no tenía miedo. No tenía miedo porque, cuando sentía temor, encendía una pequeña orquesta en su mente. Tomaba su himno favorito y lo reproducía una y otra vez en su mente.
Aprendí algo, y desde entonces he vivido de esa manera. Cuando algún pensamiento feo del reino de abajo intenta entrar en mi mente, lo expulso con buena música, con himnos (véase D. y C. 25:12).
Esa es una de las razones por las cuales es tan insensato participar en música oscura y ruidosa: la inspiración digna no puede alcanzarte en ese estado. No importa cuán populares sean esas cosas o cuánto desees encajar, recuerda que hay ángeles del diablo usándote.
Recuerda el incidente cuando Cristo cruzó las aguas y llegó a una cueva donde había dos hombres salvajes poseídos por demonios. Esos espíritus le dijeron: “¿Qué tienes con nosotros?” (Mateo 8:29). Sabían lo que iba a suceder.
Le rogaron: “Si nos echas fuera, permítenos ir a aquel hato de cerdos” (Mateo 8:31). Había allí un hato de cerdos que pastaban. Preferían irse allí. No tenían cuerpo, no podían obtener uno, y nunca lo tendrían, y temporalmente estaban poseyendo los cuerpos de esos pobres hombres. Cristo lo hizo. Luego se registra que los cerdos se lanzaron al mar y se ahogaron (véase Mateo 8:28–32).
Aprende de las Escrituras. Te están enseñando—enseñando sobre la vida diaria.
El Matrimonio y los Sagrados Poderes de la Creación
Hace dos décadas, la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce emitieron una proclamación sobre la familia. Puedo contarte cómo surgió. Hubo una conferencia mundial sobre la familia auspiciada por las Naciones Unidas en Beijing, China. Enviamos representantes. Lo que escucharon no fue agradable. Leí las actas de esa conferencia. La palabra matrimonio no se mencionó. Era una conferencia sobre la familia, pero ni siquiera se mencionó el matrimonio.
Luego vino el anuncio de que se realizaría una conferencia similar aquí en Salt Lake City. Algunos de nosotros hicimos la recomendación: “Ya que vienen aquí, será mejor que proclamemos nuestra posición”.
Tú lees la proclamación sobre la familia. Léela con atención. Este es el primer párrafo:
“Nosotros, la Primera Presidencia y el Consejo de los Doce
Apóstoles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, proclamamos solemnemente que el matrimonio entre el hombre y la mujer es ordenado por Dios, y que la familia es esencial en el plan del Creador para el destino eterno de Sus hijos.”
(La Familia: Una Proclamación para el Mundo, Liahona, noviembre de 1995, pág. 102)
Aquí es donde el cuerpo físico entra en juego. Dentro de nosotros está el sagrado poder de la creación. El adversario está ocupado con todos sus ángeles apuntando directamente al blanco de lo que podría destruirnos más rápidamente.
Aquí está el asunto de la pornografía. Se ha convertido en un mundo prácticamente pornográfico. ¡Aléjate de eso! Si tienes algo, ¡destrúyelo! Y si conoces a alguien que tenga, ¡ayúdalo a destruirlo! ¡Y no lo mires, nunca! Es destructivo y te llevará por un camino que no es coherente con quién eres ni con lo que puedes llegar a ser. ¡No lo veas, nunca!
Hablando con franqueza, nunca dejes que alguien toque tu cuerpo para estimular en forma alguna esos poderes sagrados de la creación. ¡Nadie! Ni de tu mismo género ni de ningún género. Ese poder debe expresarse únicamente y exclusivamente con tu esposo o esposa, con quien estés legal y legítimamente casado (véase D. y C. 42:22). Entonces toda la felicidad posible estará a tu disposición. Debes proteger ese poder sagrado con tu vida.
Si tú, jovencita, estás saliendo con un joven que quiere llevarte a lugares donde no deberías estar, por más atractivos que sean, a esos lugares oscuros y ruidosos, y hay alguna intención de que hagas algo que sabes que no deberías hacer, ¡córtalo! ¡Termina la relación! ¡Mándale una carta! Y estampa sobre ella: “Varón de segunda clase”.
Es así de serio. ¡Nada de pornografía! ¡Nada de juegos indebidos! Guarda esos poderes de creación hasta que los uses con el propósito para el cual fueron dados: para crear una familia.
Existen impulsos naturales, y son muy fuertes; tienen que serlo. ¡Y son buenos! También hay deseos y tentaciones. Puede haber estimulación personal habitual y muchas otras cosas que simplemente no son dignas de ti.
Los jóvenes no son los únicos. Estamos viendo ahora que las jovencitas, antes inusualmente tímidas, se están volviendo agresivas. Jóvenes, protéjanse. Hagan saber que tienen por delante el cumplimiento de las bendiciones que vienen con el gran plan de felicidad. No conozco a ningún hombre que no pueda rechazar a una mujer con esas intenciones con solo una mirada o un gesto y un simple: “¡No!”. Y lo mismo va para las jovencitas ante jóvenes con tales intenciones.
Puedes sentirte solo. Muchas veces lo estarás. Pero eso es parte de la vida.
Reparando lo Que Está Roto
A lo largo de los años, como distracción, he tallado pájaros de madera. A veces me llevaba un año terminar uno. Conseguía ejemplares, medía las plumas, estudiaba los colores y luego los tallaba. También tallaba un entorno para ellos. Era algo muy relajante. A veces, cuando me sentía inquieto, mi esposa me decía: “¿Por qué no vas a tallar un pájaro?” Era una actividad que calmaba mi vida.
Un día, el élder A. Theodore Tuttle y yo íbamos al centro. Llevaba una de mis tallas. La iba a mostrar a alguien. La habíamos colocado en el asiento trasero. En una intersección, él frenó de golpe, y la talla cayó al suelo y se hizo pedazos. Se orilló y la miró. Estaba devastado. Yo no.
Sin pensarlo, dije: “No te preocupes. Yo lo hice. Yo puedo arreglarlo.” Y así lo hice. Lo dejé más fuerte de lo que era. Lo mejoré un poco.
Ahora bien, ¿quién te hizo a ti? ¿Quién es tu Creador? No hay nada en tu vida que esté torcido o roto que Él no pueda arreglar y que no arregle. Tú tienes que decidir. Si has cometido errores y crees que estás roto y que no puedes volver a ser entero, entonces no conoces la doctrina de la Iglesia. No comprendes lo que fue la Expiación, quién es el Señor ni el poder que Él tiene en tu vida.
Esta es Su Iglesia. Somos Sus siervos. Nosotros, los que poseemos el sacerdocio, tenemos Su autoridad y Su poder. Podemos realizar milagros. No hablamos mucho de ellos. Muchos de esos milagros tienen que ver con la sanación del cuerpo. Pero los milagros más grandes son los milagros del crecimiento espiritual y la sanación en la vida de cada uno de nosotros.
Así que si estás en el camino equivocado, entonces debes decidir. Tienes el albedrío. Tienes las impresiones del Espíritu Santo para guiarte. Existe esa gran verdad: el Evangelio es un evangelio de arrepentimiento. El arrepentimiento es como una ecuación matemática. El arrepentimiento conduce al perdón.
Una Época Maravillosa para Estar Vivo
Es una época maravillosa para estar vivo. El mundo no se va a acabar pronto. Vas a tener tiempo para estar de pie, como yo lo estoy ahora, hablando sobre tus hijos, tus nietos y tus bisnietos. ¡Tú decides!
Naciste como hijo o hija espiritual de Dios en la existencia premortal. Naciste de padres terrenales en esta vida. “El espíritu y el cuerpo [eternamente unidos, dijo el Señor] reciben una plenitud de gozo” (D. y C. 138:17; véase también D. y C. 93:33–34). “Y el espíritu y el cuerpo [unidos] son el alma del hombre” (D. y C. 88:15).
Eres infinitamente precioso para el Señor, para la Iglesia, para tus padres y para los demás. Ahora debes decidir lo que es correcto—tú sabes lo que es correcto—y luego tener el valor de hacerlo. Serás bendecido, redimido y exaltado.
Doy testimonio de que Jesucristo es el Salvador. Él vive. Lo conocemos. Él dirige esta Iglesia. El evangelio es verdadero. El plan es un gran plan de felicidad. Que puedas mirar hacia el futuro con esperanza a una vida maravillosa, en la obra más grandiosa que jamás haya existido sobre la faz de esta tierra.
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Capítulo 13
El Sueño de Lehi y Tú
Mi vida universitaria comenzó en Weber College, en Ogden, Utah, que en ese entonces era un pequeño colegio universitario de dos años. La Segunda Guerra Mundial acababa de terminar. La mayoría de los hombres en nuestra clase habían regresado recientemente del servicio militar. Éramos, en general, más maduros que los estudiantes universitarios de hoy. Habíamos pasado por la guerra y llevábamos con nosotros muchos recuerdos. Algunos los conservamos; otros nos alegramos de que se desvanecieran. Queríamos seguir adelante con nuestras vidas y sabíamos que la educación era la clave.
Quitamos las insignias, las etiquetas e incluso, a veces, los botones de nuestros uniformes, los mezclamos con prendas civiles de todo tipo y los usamos para ir a clases. Eso era todo lo que teníamos para vestir.
En los campamentos de entrenamiento militar, habíamos marchado de un lugar a otro en formación. A menudo cantábamos canciones de marcha. En la universidad, asistí a las clases del instituto de religión. Teníamos nuestras propias canciones de marcha. Recuerdo una de ellas:
A root-tee-toot, a root-tee-toot,
Oh, we are boys of the institute.
We don’t smoke, and we don’t chew,
And we don’t go with girls that do.
Some folks say we don’t have fun.
We don’t!
Algunos se reían con nosotros; otros se burlaban de nosotros. Pero cualquiera que fuera la intención de su burla, no nos importaba. Habíamos obtenido testimonios personales del Evangelio. Hacía mucho tiempo que habíamos decidido vivir el Evangelio y no avergonzarnos de la Iglesia, ni de su historia, ni de ninguna parte de ella (véase Romanos 1:16).
No serví en una misión durante aquellos años. El mantenerme cerca del Libro de Mormón, creo, ha compensado eso. Ese testimonio llegó poco a poco.
Todo el enfoque de nuestras vidas en el ejército había sido la destrucción. De eso se trata la guerra. Nos inspiraba la noble virtud del patriotismo. Estar dedicados a la destrucción sin ser destruidos espiritualmente o moralmente era la prueba de la vida.
Tú también vives en una época de guerra, una guerra espiritual que nunca terminará. La guerra ahora domina los asuntos de la humanidad. Tu mundo en guerra ha perdido su inocencia. No hay nada, por grosero o indigno que sea, que no se considere aceptable en películas, obras de teatro, música o conversaciones. El mundo parece estar al revés (véase 2 Pedro 2:1–22).
La formalidad, el respeto a la autoridad, la dignidad y la nobleza son objeto de burla. La modestia y la pulcritud han dado paso a la dejadez y al descuido en el vestir y el aseo. Las reglas de honestidad, integridad y moralidad básica ahora se ignoran. Las conversaciones están llenas de vulgaridades. Lo ves en el arte y la literatura, en el teatro y el entretenimiento. En lugar de ser refinados, se han vuelto vulgares (véase 1 Timoteo 4:1–3; 2 Timoteo 3:1–9).
Tienes decisiones que tomar casi todos los días sobre si seguirás esas tendencias. Te esperan muchas pruebas.
Cuando era niño, el presidente Joseph F. Smith, hijo de Hyrum, vino al oeste en 1848 con su madre viuda. Fue llamado como misionero a Hawái cuando tenía solo quince años. Pasó la mayor parte de los siguientes cuatro años solo. Fue relevado en 1857 a los diecinueve años. Sin un centavo, se detuvo en California para ganar dinero y comprar ropa de abrigo.
“Con otro hombre, … [Joseph] tomó pasaje en un coche del correo. Viajaron toda la noche y, al amanecer, se detuvieron cerca de un rancho para desayunar. El pasajero y el conductor del correo comenzaron a preparar el desayuno, mientras Joseph se alejó un poco del campamento para [recolectar leña y] cuidar a los caballos. … Un carro lleno de hombres borrachos de Monte apareció, en camino a San Bernardino para matar a los ‘mormones’, según se jactaban.
“Las blasfemias y el lenguaje vulgar que pronunciaban, entre disparos y el ondear de sus pistolas, eran casi indescriptibles. … Todos maldecían a los ‘mormones’ y se jactaban de lo que harían cuando los encontraran. … Vieron el coche del correo. … [Su compañero] y el conductor del correo, temiendo por su seguridad, se habían escondido entre los arbustos, dejando todo el equipaje y los suministros expuestos y sin protección.
Justo cuando uno de los borrachos se acercaba, [el joven Joseph F.] apareció … demasiado tarde para esconderse. … El rufián agitaba su arma y pronunciaba las amenazas más espantosas jamás escuchadas contra los ‘mormones’. ‘No me atreví a correr’ —dijo [Joseph F. Smith]— ‘aunque temblaba de miedo, el cual no podía mostrar. Así que caminé directamente hacia la fogata y llegué apenas uno o dos minutos antes que el rufián borracho, quien vino directamente hacia mí y, agitando su revólver en mi cara, con una maldición gritó: “¿Eres mormón?”’
[El joven Joseph] lo miró directamente a los ojos y respondió con énfasis: “¡Sí, señor; hasta la médula; fiel y verdadero, por dentro y por fuera!”
“Los brazos del rufián cayeron a sus costados, como paralizados, con la pistola en una mano, y dijo con voz atenuada … ofreciéndole la mano: ‘¡Pues, eres el hombre más agradable que he conocido! Da la mano. Me alegra ver a alguien que defiende sus convicciones.’ Luego se dio vuelta y [se marchó]” (Joseph F. Smith, Gospel Doctrine: Sermons and Writings of Joseph F. Smith [1986], 531–32).
Probablemente tú no enfrentes una prueba como la que enfrentó Joseph F. Smith. En muchos sentidos, tus pruebas serán más difíciles.
En el capítulo 8 de 1 Nefi, leemos sobre el sueño de Lehi. Él le dijo a su familia: “He aquí, he soñado un sueño; o, en otras palabras, he visto una visión” (1 Nefi 8:2).
Puede que pienses que el sueño o visión de Lehi no tiene un significado especial para ti, pero sí lo tiene. Tú estás en él; todos nosotros estamos en él. Nefi dijo: “[Toda escritura se aplica] a nosotros, para que sea para nuestro provecho y aprendizaje” (1 Nefi 19:23).
El sueño o visión de Lehi del hierro tiene en sí todo lo que un santo de los últimos días necesita para entender la prueba de la vida.
Lehi vio:
- Un edificio grande y espacioso (véase 1 Nefi 11:35–36; 12:18),
- Un sendero que seguía un río (véase 1 Nefi 8:19–22),
- Una niebla de oscuridad (véase 1 Nefi 12:16–17),
- Una barra de hierro que conducía a través de la niebla de oscuridad (véase 1 Nefi 11:24–25),
- El árbol de la vida, “cuyo fruto era deseable para hacer feliz al hombre” (1 Nefi 8:10; véase también 1 Nefi 11:8–9, 21–24).
Lee detenidamente el relato de este sueño; luego léelo de nuevo.
El hijo de Lehi, Nefi, escribió: “Yo, Nefi, también deseaba ver, oír y saber estas cosas, por el poder del Espíritu Santo, que es el don de Dios para todos aquellos que diligentemente le buscan. …
“Porque el que busca diligentemente, hallará; y los misterios de Dios les serán revelados por el poder del Espíritu Santo, así como en tiempos antiguos como en los modernos; por tanto, el curso del Señor es un eterno girar” (1 Nefi 10:17, 19).
Todo el simbolismo del sueño de Lehi fue explicado a su hijo Nefi, y Nefi escribió al respecto.
Incrustada en ese sueño o visión está la “perla de gran precio” (Mateo 13:46). Lehi y Nefi vieron:
- A una virgen llevando un niño en brazos,
- A uno que prepararía el camino: Juan el Bautista,
- El ministerio del Hijo de Dios,
- A doce más que seguían al Mesías,
- Los cielos abiertos y ángeles ministrándoles,
- Las multitudes bendecidas y sanadas,
- Y la Crucifixión de Cristo.
Todo eso lo vieron en sueños o visiones. Y vieron cómo la sabiduría y el orgullo del mundo se oponían a Su obra (véase 1 Nefi 11:14–36; véase también 1 Nefi 1:9–14).
Y eso es precisamente lo que enfrentamos hoy.
Lehi vio grandes multitudes de personas avanzando (1 Nefi 8:21) hacia el árbol.
El edificio grande y espacioso “estaba lleno de gente, tanto vieja como joven, hombres y mujeres; y su modo de vestir era sumamente fino; y se hallaban en actitud de escarnio, señalando con el dedo a los que habían llegado y estaban participando del fruto” (1 Nefi 8:27).
Una palabra en este sueño o visión debería tener un significado especial para nosotros como Santos de los Últimos Días. Esa palabra es después. Fue después de que la gente halló el árbol que sintieron vergüenza, y a causa de la burla del mundo, se desviaron.
“Y después que hubieron gustado del fruto, se avergonzaron a causa de los que se burlaban de ellos; y se desviaron a senderos prohibidos y se perdieron…
“Y grande fue la multitud que entró en aquel edificio extraño. Y después que entraron en aquel edificio, señalaban con el dedo de escarnio a mí y también a los que estaban comiendo del fruto”—ése fue el examen, y entonces Lehi dijo—“pero a ellos no les hicimos caso”—y ésa fue la respuesta (1 Nefi 8:28, 33; cursiva añadida).
En tu bautismo y confirmación, tomaste la barra de hierro. Pero nunca estás completamente a salvo. Es después de haber participado del fruto que vendrá tu prueba.
A veces pienso en uno de nuestros compañeros de clase—muy brillante, bien parecido, fiel en la Iglesia y lleno de talento y habilidad. Se casó bien y ascendió rápidamente a la prominencia. Comenzó a ceder para agradar al mundo y a quienes lo rodeaban. Lo halagaron para que siguiera sus caminos, que eran los caminos del mundo.
En algún punto, en cosas pequeñas, el agarre de mi compañero sobre la barra de hierro se aflojó un poco. Su esposa sostenía la barra con una mano y a él con la otra. Finalmente, él se deslizó lejos de ella y soltó la barra. Tal como lo predijo el sueño o visión de Lehi, se desvió por senderos prohibidos y se perdió.
Si te aferras a la barra, podrás avanzar guiado por el don del Espíritu Santo, que se te confirió cuando fuiste confirmado miembro de la Iglesia. El Espíritu Santo te consolará. Podrás sentir la influencia de los ángeles, como lo hizo Nefi, y abrirte camino por la vida.
Estarás seguro si luces como, te arreglas como y actúas como un Santo de los Últimos Días común y corriente: vístete con modestia, asiste a tus reuniones, paga tus diezmos, toma la Santa Cena, honra el sacerdocio, honra a tus padres, sigue a tus líderes, lee las Escrituras, estudia el Libro de Mormón y ora, ora siempre. Un poder invisible tomará tu mano mientras tú te aferras a la barra de hierro.
¿Resolverá esto todos tus problemas? ¡Por supuesto que no! Eso iría en contra del propósito de tu venida a la mortalidad. Sin embargo, te dará una base sólida sobre la cual edificar tu vida (véase Helamán 5:12).
La niebla de oscuridad te cubrirá a veces tanto que no podrás ver ni siquiera un corto trecho hacia adelante. No podrás ver con claridad. Pero podrás avanzar por el tacto. Aférrate a la barra de hierro y no la sueltes. Por el poder del Espíritu Santo, podrás abrirte camino por la vida (véase 3 Nefi 18:25; D. y C. 9:8).
Vivimos en una época de guerra, esa guerra espiritual que nunca terminará. Moroni nos advirtió que las combinaciones secretas iniciadas por Gadiantón “se hallan entre todos los pueblos…
“Por tanto, oh gentiles”—y el término gentiles en ese pasaje del Libro de Mormón se refiere a nosotros en nuestra generación—“es prudente en Dios que se os muestre estas cosas, para que así os arrepintáis de vuestros pecados y no permitáis que estas combinaciones asesinas prevalezcan sobre vosotros…
“Por tanto, el Señor os manda, cuando veáis que estas cosas se presenten entre vosotros, que despertéis al conocimiento de vuestra terrible situación, por causa de esta combinación secreta que existirá entre vosotros” (Éter 8:20, 23–24).
Los ateos y agnósticos hacen de la incredulidad su religión y hoy se organizan de maneras sin precedentes para atacar la fe y las creencias. Están ahora organizados y buscan poder político. Oirás mucho acerca de ellos y de parte de ellos. Los tipos de Sherem, Nehor y Corihor viven entre nosotros hoy en día (véanse Jacob 7:1–21; Alma 1:1–15; Alma 30:6–60). Sus argumentos no son tan diferentes de los que aparecen en el Libro de Mormón. Gran parte de su ataque es indirecto, burlándose de los fieles, burlándose de la religión.
Pero no toda la burla proviene de fuera de la Iglesia. Permíteme repetirlo: no toda la burla proviene de fuera de la Iglesia. Ten cuidado de no caer en la categoría de los que se burlan.
Incluso Moroni enfrentó ese mismo desafío. Él dijo que, debido a su debilidad en la escritura, “temo… que los gentiles se burlen de nuestras palabras”.
Y el Señor le respondió:
“Los necios se burlan, pero llorarán; y mi gracia es suficiente para los mansos, para que no saquen ventaja de tu debilidad;
“Y si los hombres vienen a mí, les mostraré su debilidad. Doy a los hombres debilidad para que sean humildes; y mi gracia es suficiente para todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos” (Éter 12:25–27).
Vives en una generación interesante, en la que las pruebas serán constantes en tu vida. Aprende a seguir las impresiones del Espíritu Santo. Él será para ti un escudo, una protección y un maestro. Nunca te avergüences ni te sientas incómodo por las doctrinas del evangelio ni por las normas que enseñamos en la Iglesia. Siempre, si eres fiel en la Iglesia, serás algo distinto del mundo en general. Tienes la ventaja de saber que puedes ser inspirado en todas tus decisiones.
Todas las cosas que necesitas saber están en el Libro de Mormón, el cual puede ser tu barra de hierro, como siempre lo ha sido para mí. Léelo, y hazlo parte de tu vida. Entonces, las críticas o burlas del mundo, e incluso las burlas de quienes están dentro de la Iglesia, no te afectarán, tal como no nos afectan a nosotros como líderes de la Iglesia (véase 1 Nefi 8:33). Simplemente seguimos adelante, haciendo las cosas que se nos ha llamado a hacer, y sabiendo que el Señor nos guía.
Ruego que las bendiciones del Señor estén contigo en tu labor. Ruego que las bendiciones del Señor te acompañen al avanzar desde la mañana de tu vida hasta el atardecer, donde yo me encuentro ahora—para que sepas que el evangelio de Jesucristo es verdadero.
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Capítulo 14
Cómo sobrevivir en territorio enemigo
Deseo dirigir estas palabras a los jóvenes de la Iglesia. Escribo como alguien que ha visto el pasado y desea prepararlos para el futuro. Quiero decirles aquello que será de mayor valor y lo más deseable. Las Escrituras dicen: “Sabiduría ante todo; adquiere sabiduría”, y yo añadiría: “y con todos tus bienes, adquiere acción” (Proverbios 4:7). No tengo tiempo que perder, y ustedes tampoco.
Nuestras bendiciones actuales provienen de sacrificios pasados
El momento en que decidí ser maestro está muy claro en mi mente. Durante la Segunda Guerra Mundial, tenía poco más de veinte años y era piloto de la Fuerza Aérea. Estaba destinado en la pequeña isla de Ie Shima, una isla pequeña y solitaria, del tamaño de un sello postal, justo al norte de Okinawa.
Una tarde solitaria de verano me senté en un acantilado para ver la puesta del sol. Recuerdo que miré la luna y pensé: “Esa es la misma luna que brilla sobre mi hogar en Utah”. Estaba reflexionando sobre lo que haría con mi vida después de la guerra, si tenía la fortuna de sobrevivir. ¿Qué quería ser? Esa noche decidí que quería ser maestro.
Razoné que los maestros están siempre aprendiendo. Aprender es un propósito fundamental de la vida.
Comencé a enseñar seminario en 1949 en Brigham City. Había sido alumno de ese seminario en mis años de escuela secundaria. Éramos tres maestros: el director, Abel S. Rich, el hermano A. Theodore Tuttle y yo. El hermano Rich había inaugurado ese seminario como el segundo seminario de tiempo liberado de la Iglesia. El primero fue establecido en 1912: el Seminario Granite, en Salt Lake City.
Aprendí mucho del hermano Rich. Era un líder destacado y exitoso tanto en la comunidad como en la Iglesia. Nunca vacilaba. Me enseñó a considerar un problema, determinar qué principio del evangelio estaba involucrado, y luego tomar una decisión. Su filosofía era simplemente: “Haz lo justo; deja que el resultado siga” (“Haz lo justo”, Himnos [1985], Nº 237).
El hermano Rich había vivido la historia del seminario y hablaba libremente sobre ella. A través de él conocí a los “viejos veteranos”, como él los llamaba.
Al recordar, afluyen muchas memorias. Recuerdo a William K. Berrett, quien abrió el seminario en la cuenca de Uintah. Durante el verano, caminó de pueblo en pueblo reclutando alumnos para su clase. Su primer hijo nació y fue sepultado allí. El hermano y la hermana Berrett viajaron al cementerio en el asiento trasero de un automóvil. Sobre su regazo llevaba el pequeño ataúd de madera sin pintar que había construido para su hijo.
El hermano A. Theodore Tuttle y yo también servimos juntos como supervisores de seminarios e institutos, y luego juntos como Autoridades Generales.
El hermano Tuttle había sido teniente de los marines. En la batalla de Iwo Jima, regresó al barco para conseguir una gran bandera. En tierra se la entregó a un mensajero que la llevó a la cima del monte Suribachi y a las páginas de la historia. Tal vez recuerden la famosa foto de esa bandera siendo izada por los soldados. Ese acontecimiento fue luego esculpido en bronce como monumento en Washington, D. C.
Otro maestro pionero fue Elijah Hicken, quien fue enviado a la cuenca del Big Horn en Wyoming para abrir un seminario. No fue bien recibido. Habían expulsado al maestro anterior: ¡era una clase muy ruda! No lo querían allí y pensaban echarlo como a los anteriores. Su vida fue realmente amenazada. El patriarca vino a él con una bendición y una promesa de que su vida sería protegida. Con la fuerza de esa bendición, el hermano Hicken se quitó el revólver que había llevado cada día a clase, y el seminario echó raíces allí.
También recuerdo a J. Wiley Sessions, alto y sonriente, quien inauguró el primer instituto de religión en Moscow, Idaho, en 1926.
Los líderes de la Iglesia están al tanto de ustedes y su potencial
En mis primeros años como maestro, tuve un contacto personal con el élder Harold B. Lee. Recuerdo estar con mi esposa afuera de la casa de un consejero de nuestra presidencia de estaca, Eberhardt Zundel. Yo servía como secretario auxiliar de estaca. Estábamos allí para almorzar entre sesiones de conferencia de estaca. El élder Lee salió de la casa y se acercó directamente a mí. Me quedé sin palabras. ¡Estaba hablando con un Apóstol! (¡He hablado con algunos otros Apóstoles desde entonces!)
El élder Lee dijo, señalando la casa de los Zundel: “Hay grandes hombres allí”—refiriéndose a la presidencia de estaca. “Aprende a sus pies, y nunca te desviarás.” Me emocioné un poco, y el élder Lee dijo: “Dios te bendiga, hijo mío. Algún día llevarás gran responsabilidad en esta Iglesia”. Supongo que se lo decía a muchos jóvenes, pero tuvo un profundo efecto en mí. Recuerdo la sensación que tuve en su presencia.
Unos años más tarde, estaba dando un discurso a maestros de seminario en Salt Lake City. Recibí una llamada indicándome que debía ir de inmediato a la oficina del presidente David O. McKay. Era sábado por la mañana y la conferencia general estaba por comenzar. Fui rápidamente a la oficina del presidente McKay.
Había un asistente allí y me dijo: “¿Qué haces aquí?”
Dije: “El presidente McKay me mandó llamar”.
Él dijo: “¡Eso dicen todos! Siéntate allí mismo.”
Y me senté justo allí.
Pronto el presidente Hugh B. Brown, consejero en la Primera Presidencia, pasó por el pasillo y dijo: “¿Qué haces aquí? ¿Por qué estás sentado aquí?”
Y le dije: “No me dejan entrar”.
Él dijo: “Yo lo arreglo”.
Me llevó a la oficina del presidente David O. McKay.
Fui a sentarme al otro lado de su escritorio, pero él me hizo señas para que me acercara. Había una silla detrás de su escritorio, de frente a él. El presidente McKay tomó ambas de mis manos y me llamó para ser Asistente del Quórum de los Doce Apóstoles. Esa fue la vez que más cerca había estado del presidente de la Iglesia.
Unos minutos después miró su reloj y dijo: “Debemos ir ahora al Tabernáculo. La hermana Packer tendrá que enterarse de esto cuando salga al aire.” ¡Y así fue!
Cincuenta años y más de 2.5 millones de millas de viajes por todo el mundo después, tengo un interés cada vez más profundo en los programas de seminarios e institutos y, más particularmente, en los jóvenes.
El don del Espíritu Santo te protegerá en territorio enemigo
Se te ha enseñado durante toda tu vida acerca del don del Espíritu Santo, pero la enseñanza solo puede llegar hasta cierto punto. Tú puedes, y de hecho debes, recorrer el resto del camino por ti mismo para descubrir cómo el Espíritu Santo puede ser una influencia que te guía y protege.
Para los jóvenes y las jovencitas, el proceso es el mismo. Descubrir cómo opera el Espíritu Santo en tu vida es la búsqueda de toda una vida. Una vez que hayas hecho ese descubrimiento por ti mismo, podrás vivir en territorio enemigo sin ser engañado ni destruido. Ningún miembro de esta Iglesia —y eso significa cada uno de ustedes— cometerá jamás un error serio sin haber sido advertido previamente por las impresiones del Espíritu Santo.
A veces, cuando has cometido un error, puedes haber dicho después: “Sabía que no debía haber hecho eso. No se sentía bien”, o quizás: “Sabía que debía haberlo hecho. ¡Simplemente no tuve el valor de actuar!” Esas impresiones son el Espíritu Santo tratando de guiarte hacia el bien o de advertirte sobre el peligro.
El Espíritu Santo se retirará si participas en prácticas inmorales o llenas tu mente con cosas que provienen de ver pornografía.
Puedes aprender rápidamente a seguir las impresiones del Espíritu Santo. Este poder de revelación que viene por el don del Espíritu Santo opera bajo principios de rectitud.
Hay ciertas cosas que no debes hacer si quieres que las líneas de comunicación permanezcan abiertas. No puedes mentir, hacer trampa, robar o actuar de forma inmoral y esperar que esos canales permanezcan sin interrupción. No vayas a lugares donde el ambiente resista la comunicación espiritual. Debes aprender a buscar el poder y la dirección que están disponibles para ti, y luego seguir ese camino sin importar qué.
La oración es una línea de comunicación importante
Lo primero en tu lista de cosas por hacer debe ser la palabra oración. La mayoría del tiempo tus oraciones serán silenciosas. Puedes pensar una oración.
A los padres y maestros les preocupa el día en que sus hijos o alumnos se queden solos. Pero nunca estás fuera de la influencia de un Padre Celestial. Él es nuestro Padre, y siempre está allí.
A veces es difícil para los jóvenes confiar en sus padres. Siempre puedes tener una línea directa de comunicación con tu Padre Celestial. No permitas que el adversario te convenza de que no hay nadie escuchando al otro lado. Tus oraciones siempre son escuchadas. ¡Nunca estás solo!
Mantén fuertes tus receptores espirituales
Cuida tu cuerpo. Sé limpio. “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16).
El profeta José Smith recibió la Palabra de Sabiduría por revelación. En términos simples: nada de té, café, alcohol ni tabaco (véase D. y C. 89:5-9). En aquel entonces no se sabía que estas cosas eran perjudiciales para la salud ni que podían ser adictivas. La terrible plaga de la adicción a las drogas no se entendía en ese tiempo.
Lee con cuidado las promesas que se encuentran en la sección 89 de Doctrina y Convenios:
“Todos los santos que se acuerden de guardar y hacer estas cosas, obedeciendo los mandamientos, recibirán salud en el ombligo y médula en los huesos;
“Y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos;
“Y correrán sin fatigarse, y andarán sin desmayar” (D. y C. 89:18-20).
La Palabra de Sabiduría no promete salud perfecta, sino que los receptores espirituales dentro de ti pueden fortalecerse. La certeza es que tu cuerpo, a su debido tiempo, envejecerá y eventualmente se volverá inhabitable, y el espíritu tendrá que partir. A eso lo llamamos muerte.
Mantente alejado de los tatuajes y de cosas similares que desfiguren tu cuerpo. No hagas aquello que deshonre a ti mismo, a tus padres o a tu Padre Celestial. Tu cuerpo fue creado a Su imagen.
Las personas indignas pueden sentirse incómodas en presencia de alguien virtuoso. No te avergüences por las burlas que puedas recibir de quienes te rodean. Al final, muchos entenderán y respetarán tus valores.
El consejo profético enseña lo que es verdadero
Una cosa que he aprendido sobre los jóvenes a lo largo de todos estos años es: no solo pueden aceptar la verdad, sino que desean conocer la verdad.
Sabemos que el género fue establecido en la vida premortal (véase “La familia: Una proclamación para el mundo”, Liahona, noviembre de 2010, pág. 129). “Y el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre” (D. y C. 88:15). Este asunto del género es de gran preocupación para los Hermanos, como lo son todos los asuntos de moralidad.
Algunos de ustedes tal vez hayan sentido o les hayan dicho que nacieron con sentimientos conflictivos y que no tienen culpa si actúan según esas tentaciones. Doctrinalmente sabemos que si eso fuera cierto, su albedrío habría sido anulado, y eso no puede suceder. Siempre tienes la opción de seguir las impresiones del Espíritu Santo y vivir una vida moralmente pura y casta, una vida llena de virtud.
El presidente Gordon B. Hinckley anunció lo siguiente en una conferencia general:
“Las personas preguntan cuál es nuestra posición respecto a quienes se consideran… gays y lesbianas. Mi respuesta es que los amamos como hijos e hijas de Dios. Pueden tener ciertas inclinaciones que sean poderosas y difíciles de controlar. La mayoría de las personas tiene inclinaciones de algún tipo en diferentes momentos. Si no actúan conforme a esas inclinaciones, entonces pueden seguir adelante como lo hacen todos los demás miembros de la Iglesia. Si violan la ley de castidad y las normas morales de la Iglesia, entonces están sujetos a la disciplina de la Iglesia, como lo están los demás.
“Queremos ayudar… fortalecerlos, asistirlos con sus problemas y ayudarlos con sus dificultades. Pero no podemos quedarnos sin hacer nada si se entregan a la inmoralidad, si intentan defender o vivir en lo que se llama un matrimonio entre personas del mismo sexo. Permitir eso sería tomar a la ligera el fundamento muy serio y sagrado del matrimonio aprobado por Dios y su propósito mismo: la crianza de familias” (“¿Qué preguntan las personas sobre nosotros?”, Liahona, noviembre de 1998, pág. 71).
El presidente Hinckley hablaba en nombre de la Iglesia.
Usa tu albedrío para mantenerte o volver a terreno seguro
El primer don que Adán y Eva recibieron fue el albedrío: “Tú puedes elegir por ti mismo, porque te es dado” (Moisés 3:17).
Tú tienes ese mismo albedrío. Úsalo sabiamente para negarte a actuar conforme a cualquier impulso impuro o tentación no santa que entre en tu mente. Simplemente, no vayas por ese camino; y si ya estás allí, sal de allí. “Negarse a toda impiedad” (Moroni 10:32).
No juegues con los poderes procreadores de tu cuerpo ni en soledad ni con personas de cualquier género. Ese es el estándar de la Iglesia, y no cambiará. A medida que madures, habrá la tentación de experimentar o explorar actividades inmorales. ¡No lo hagas!
Es natural resistir las restricciones de cualquier tipo. Entiendo que no te gusta que te digan qué hacer. Pero si la conducta inmoral es una tentación para ti, te ruego que hagas todo lo que esté en tu poder para superarla, por difícil que sea.
La palabra clave es disciplina —autodisciplina. La palabra disciplina proviene de la palabra discípulo o seguidor. Sé un discípulo o seguidor del Salvador, y estarás a salvo.
Uno o dos de ustedes tal vez estén pensando: “Ya soy culpable de este o aquel error grave. Ya es demasiado tarde para mí.” Nunca es demasiado tarde.
Se te ha enseñado en casa y en el seminario sobre la expiación de Jesucristo. La Expiación es como un borrador. Puede borrar la culpa y el efecto de aquello que te hace sentir culpable.
La culpa es dolor espiritual. No sufras de dolor crónico. Deshazte de él. Déjalo atrás. Arrepiéntete y, si es necesario, arrepiéntete otra vez, y otra vez, y otra vez, y otra vez, hasta que tú —no el enemigo— tengas el control de ti mismo.
La paz duradera viene al arrepentirse con frecuencia
La vida resulta ser una sucesión de pruebas y errores. Agrega “arrepiéntete con frecuencia” a tu lista de cosas por hacer. Esto traerá paz duradera que no se puede comprar con ningún precio terrenal.
Entender la Expiación puede ser la verdad más importante que aprendas en tu juventud.
Si te estás juntando con personas que te arrastran hacia abajo en vez de elevarte, detente y cambia de compañía. Puede que estés solo y te sientas solo en algunos momentos. Entonces se puede plantear una pregunta importante: “Cuando estás solo, ¿estás en buena compañía?” Si estás haciendo algo que sabes que está mal, detente. Detente ahora.
Desenredar un mal hábito en el que te hayas enredado puede ser muy difícil. Pero tienes el poder dentro de ti para hacerlo. No desesperes.
Es poco probable que alguna vez tengas un encuentro personal con el adversario; él no se presenta de esa forma. Pero incluso si viniera personalmente a ti para probarte y tentarte, tú tienes una ventaja: puedes ejercer tu albedrío, y él tendrá que dejarte en paz.
No es fácil. La vida no está garantizada como fácil ni justa. Esa es la prueba.
Cuando elijas arrepentirte, recibirás un testimonio y sabrás que el evangelio es verdadero. Sabrás lo que el Señor quiso decir cuando prometió: “Aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque sean rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18). Y también esta gran escritura: “Y no me acordaré más de [tus pecados]” (Jeremías 31:34). Así que, ¿por qué no haces tú lo mismo y no te acuerdas más de ellos?
Aprovecha las bendiciones del seminario
Tú no eres común. Eres muy especial. Eres excepcional. ¿Cómo lo sé? Lo sé porque naciste en un tiempo y lugar donde el evangelio de Jesucristo puede llegar a tu vida mediante las enseñanzas y actividades de tu hogar y de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Es, como el mismo Señor lo ha dicho, “la única iglesia verdadera y viviente sobre la faz de toda la tierra” (D. y C. 1:30).
Hay otras cosas que podríamos agregar a la lista, pero tú sabes lo que deberías y no deberías estar haciendo en tu vida. Conoces el bien y el mal y no necesitas que se te mande en todas las cosas.
No desperdicies tus años de instrucción en el seminario. Aprovecha la gran bendición que tienes de aprender las doctrinas de la Iglesia y las enseñanzas de los profetas. Aprende lo que es de más valor. Te bendecirá a ti y a tu posteridad por muchas generaciones.
Alma le mandó a su hijo Helamán: “Oh, recuerda, hijo mío, y aprende sabiduría en tu juventud; sí, aprende en tu juventud a guardar los mandamientos de Dios” (Alma 37:35).
Hoy en día, en gran medida, las personas son tentadas a ceder su albedrío o independencia y reemplazarlo con la palabra derecho adquirido (entitlement). Esperan que todo les sea dado libremente. Si ese patrón está en tu manera de pensar, deshazte de él. Si deseas ser feliz, debes pagar el precio mediante la obediencia. Las restricciones que enfrentas contra lo incorrecto son una protección enorme para ti.
Cuando nuestros hijos eran pequeños, a veces decían: “¿Tengo que hacer eso?” La respuesta es: “No, no tienes que hacerlo. ¡Tienes el privilegio de hacerlo!”
Una vez que tengas ese dominio propio en tu vida, no necesitarás que te digan lo que debes hacer todo el tiempo. Encontrarás tu camino y sabrás dónde encajas.
Algunos de ustedes están dando tumbos y luchando por encontrar qué harán en la vida. En realidad no importa tanto lo que elijas como ocupación. Lo que importa es quién serás. Ya tienes las pautas para saberlo. Recuerda que el Espíritu siempre está contigo para enseñarte.
No pasarán muchos años hasta que estés casado y tengas hijos, un matrimonio que debería ser sellado en el templo. Nuestra oración es que te encuentres, a su debido tiempo, establecido con seguridad en un barrio o rama familiar. Descubrirás que aprenderás más de tus hijos que lo que ellos aprenderán de ti.
Sigue adelante con esperanza y fe
No temas al futuro. No temas lo que está por venir. Sigue adelante con esperanza y fe. Recuerda ese don sublime del Espíritu Santo. Aprende a ser enseñado por él. Aprende a buscarlo. Aprende a vivir por medio de él. Aprende a orar siempre en el nombre de Jesucristo (véase 3 Nefi 18:19-20). El Espíritu del Señor te acompañará y serás bendecido.
El poeta escribió:
Tan cerca está la grandeza del polvo,
Tan cerca está Dios del hombre.
Cuando el deber susurra en voz baja: “Debes”,
El joven responde: “¡Puedo!”
(Ralph Waldo Emerson, “Voluntaries”, en The Complete Writings of Ralph Waldo Emerson [1929], pág. 895)
Tenemos una fe profunda y sincera en ustedes.
Doy testimonio a ustedes —un testimonio que me llegó en mi juventud. Y ustedes no son diferentes de nadie más ni de mí. Tienen tanto derecho a ese testimonio y testigo como cualquier otra persona. Les llegará si lo merecen. Invoco las bendiciones del Señor sobre ustedes—las bendiciones de ese testimonio para que esté en su vida y los guíe mientras construyen un futuro feliz.
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Capítulo 15
La Clave para la Protección Espiritual
Hace poco tiempo, sellé a una joven pareja en el templo.
Esta pareja se había mantenido digna para llegar a ese día maravilloso cuando un hijo y una hija dejan los hogares de su juventud y se convierten en esposo y esposa. En esa ocasión sagrada, estaban puros y limpios. A su debido tiempo, comenzarán a criar hijos propios, en armonía con el modelo establecido por nuestro Padre Celestial. Su felicidad, y la felicidad de las generaciones futuras, depende de que vivan conforme a los estándares establecidos por el Salvador y expuestos en Sus escrituras.
Hoy, los padres se preguntan si hay un lugar seguro para criar hijos. Sí existe un lugar seguro. Ese lugar es un hogar centrado en el evangelio. En la Iglesia nos enfocamos en la familia y aconsejamos a los padres en todas partes que críen a sus hijos en rectitud.
El apóstol Pablo profetizó y advirtió que en los últimos días vendrían tiempos peligrosos:
“Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos,
“Sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno,
“Traidores, impetuosos, envanecidos, amadores de los deleites más que de Dios;
“Que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella; a estos evita” (2 Timoteo 3:1–5).
Pablo también profetizó: “Mas los hombres malos y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2 Timoteo 3:13).
Estos versículos sirven como advertencia, mostrando qué patrones debemos evitar. Debemos estar siempre atentos y ser diligentes. Podemos repasar cada una de estas profecías y marcar con una señal de verificación aquellas que están presentes y son motivo de preocupación en el mundo de hoy:
Tiempos peligrosos — presentes. Vivimos en tiempos muy precarios.
Avaricia, jactancia, orgullo — todos están presentes y entre nosotros.
Blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural — todos estos están bien documentados.
Traidores, calumniadores, etc. — todos pueden marcarse como presentes a la luz de la evidencia predominante que nos rodea.
Moroni también habló de la maldad de nuestros días cuando advirtió:
“Cuando veáis aparecer estas cosas entre vosotros… despertaréis al conocimiento de vuestra espantosa situación…
“Por tanto, yo, Moroni, estoy mandado a escribir estas cosas a fin de que se destruya el mal, y para que llegue el tiempo en que Satanás no tenga poder sobre el corazón de los hijos de los hombres, sino que sean persuadidos a obrar continuamente el bien, a fin de que vengan a la fuente de toda rectitud y sean salvos” (Éter 8:24, 26).
Las descripciones que Pablo y Moroni hacen de nuestra época son tan precisas que no pueden ignorarse. Para muchos puede ser algo perturbador, incluso desalentador. Sin embargo, cuando pienso en el futuro, me embargan sentimientos de profundo optimismo.
En la revelación de Pablo, además de enumerar los desafíos y problemas, también nos dice qué podemos hacer para protegernos:
“Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién lo has aprendido;
“y que desde la niñez has sabido las sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3:14-15).
Las Escrituras contienen las llaves para la protección espiritual. Contienen la doctrina, las leyes y las ordenanzas que llevarán a cada hijo de Dios a un testimonio de Jesucristo como el Salvador y Redentor.
Con años de preparación, se ha hecho un esfuerzo enorme para producir las Escrituras en todos los idiomas, con notas al pie y referencias cruzadas. Procuramos hacerlas accesibles para todos los que deseen aprender. Nos enseñan a dónde ir y qué hacer. Ofrecen esperanza y conocimiento.
Hace años, el élder S. Dilworth Young de los Setenta me enseñó una lección sobre la lectura de las Escrituras. Un barrio estaba luchando con tensiones y dificultades entre los miembros, y era necesario dar consejo.
Le pregunté al presidente Young: “¿Qué debo decir?”
Él respondió sencillamente: “Diles que lean las Escrituras”.
Pregunté: “¿Qué escrituras?”
Él dijo: “Realmente no importa. Diles que abran el Libro de Mormón, por ejemplo, y empiecen a leer. Pronto vendrá el sentimiento de paz e inspiración, y una solución se presentará”.
Haz de la lectura de las Escrituras parte de tu rutina regular, y las bendiciones seguirán. Hay en las Escrituras una voz de advertencia, pero también un gran alimento espiritual.
Si el lenguaje de las Escrituras te parece extraño al principio, sigue leyendo. Pronto reconocerás la belleza y el poder que se hallan en esas páginas.
Pablo dijo: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:16).
Puedes poner a prueba esta promesa tú mismo.
Vivimos en tiempos peligrosos; sin embargo, podemos hallar esperanza y paz para nosotros y nuestras familias. Aquellos que viven con tristeza, desesperados ante la posibilidad de rescatar a sus hijos del lugar a donde el mundo los ha llevado, jamás deben rendirse. “No temas, cree solamente” (Marcos 5:36). La rectitud es más poderosa que la iniquidad.
Los niños que reciben una comprensión de las Escrituras desde temprana edad llegarán a conocer el camino que deben seguir y estarán más inclinados a permanecer en él. Aquellos que se desvíen tendrán la capacidad de regresar y, con ayuda, podrán encontrar nuevamente su camino.
Los hijos de Mosíah lucharon contra la Iglesia por un tiempo, pero luego se arrepintieron y experimentaron un cambio profundo. En Alma leemos:
“Estos hijos de Mosíah… se habían fortalecido en el conocimiento de la verdad; porque eran hombres de sano entendimiento, y habían escudriñado diligentemente las Escrituras para conocer la palabra de Dios” (Alma 17:2).
El presidente Joseph F. Smith tenía cinco años cuando su padre, Hyrum, fue asesinado en la cárcel de Carthage. Más tarde, Joseph cruzó las planicies con su madre viuda.
A los quince años fue llamado a una misión en Hawái. Se sentía perdido y solo, y dijo:
“Estaba muy angustiado… Me sentía tan humillado en mi condición de pobreza, falta de inteligencia y conocimiento, siendo solo un muchacho, que apenas me atrevía a mirar a alguien a la cara”.
Mientras meditaba en su situación una noche, el joven Joseph soñó que estaba en un viaje, corriendo tan rápido como podía. Llevaba consigo un pequeño bulto. Finalmente llegó a una mansión maravillosa, su destino. Al acercarse, vio un letrero que decía “Baño”. Entró rápidamente y se lavó. Abrió su pequeño bulto y encontró ropa limpia y blanca —“algo”, dijo, “que no había visto en mucho tiempo”. Se la puso y corrió hacia la puerta de la mansión.
“Toqué”, dijo, “y la puerta se abrió, y el hombre que estaba allí era el profeta José Smith. Me miró con un poco de reproche, y las primeras palabras que dijo fueron: ‘Joseph, has llegado tarde’. Sin embargo, me llené de confianza y dije:
‘Sí, pero estoy limpio. ¡Estoy limpio!’”
(Joseph F. Smith, Gospel Doctrine, 5.ª ed. [1939], pág. 542).
Y así puede ser para cada uno de nosotros.
Si estás en un camino de fe y actividad en la Iglesia, permanece en él y guarda tus convenios. Sigue adelante hasta el momento en que las bendiciones del Señor lleguen a ti y el Espíritu Santo se manifieste como una fuerza que guía tu vida.
Si actualmente estás siguiendo un camino que se aparta del que se describe en las Escrituras, permíteme asegurarte que hay una forma de regresar.
Jesucristo ha prescrito un método muy claro para que nos arrepintamos y encontremos sanación en nuestras vidas. El remedio para la mayoría de los errores se encuentra al buscar el perdón mediante la oración personal. Sin embargo, hay ciertas enfermedades espirituales, especialmente aquellas que implican violaciones a la ley moral, que absolutamente requieren la ayuda y el tratamiento de un médico espiritual calificado.
Hace años, llegaron a mi oficina una joven y su anciano padre. Ella lo había llevado varios cientos de kilómetros en busca de un remedio para la culpa que él sentía. De joven, había cometido un error serio, y ya en su vejez, el recuerdo volvió a él. No podía liberarse del sentimiento de culpa. No podía volver atrás y deshacer el problema de su juventud por sí solo, pero podía comenzar desde donde estaba y, con ayuda, borrar la culpa que lo había acompañado todos esos años.
Estuve agradecido de que, al enseñarle principios del Libro de Mormón, fue como si se le quitara un peso tremendo de los hombros. Cuando él y su hija regresaron a casa, después de esos muchos kilómetros, el anciano había dejado atrás la culpa de su transgresión pasada.
Si “despertáis al conocimiento de vuestra espantosa situación” (Éter 8:24) y deseas regresar a una salud espiritual plena, ve a ver a tu obispo. Él posee las llaves y puede ayudarte en el sendero del arrepentimiento.
Así como la tiza se puede borrar de una pizarra, con un arrepentimiento sincero, los efectos de nuestra transgresión pueden ser borrados mediante la expiación de Jesucristo. Esa promesa se aplica en cada caso.
El evangelio nos enseña a ser felices, a tener fe en lugar de temor, a encontrar esperanza y vencer la desesperación, a dejar las tinieblas y volvernos hacia la luz del evangelio eterno.
Pablo y otros advirtieron sobre las pruebas de nuestro tiempo y de los días por venir. Pero la paz puede asentarse en el corazón de cada uno que acuda a las Escrituras y desbloquee las promesas de protección y redención que se enseñan allí. Invitamos a todos a volverse hacia el Salvador Jesucristo, a Sus enseñanzas que se hallan en el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios y La Perla de Gran Precio.
Doy un testimonio seguro de las Escrituras como una clave para nuestra protección espiritual. También doy testimonio del poder sanador de la expiación de Jesucristo, “para que por medio de él todos sean salvos” (DyC 76:42) los que quieran ser salvos. La Iglesia del Señor ha sido establecida nuevamente sobre la tierra. Testifico de la veracidad del evangelio. De Él soy testigo.
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Capítulo 16
Guiados por el Espíritu Santo
Han pasado cuatrocientos años desde la publicación de la Biblia del Rey Santiago, con importantes contribuciones de William Tyndale, un gran héroe en mi opinión.
El clero no quería que se publicara la Biblia en inglés común. Persiguieron a Tyndale de un lugar a otro. Él les dijo: “Si Dios me da vida, no pasarán muchos años antes de que un muchacho que maneje el arado sepa más de las Escrituras que tú” (en David Daniell, introducción al Nuevo Testamento de Tyndale [1989], viii).
Tyndale fue traicionado y confinado en una prisión oscura y helada en Bruselas durante más de un año. Su ropa estaba hecha jirones. Rogó a sus captores por su abrigo, su gorro y una vela, diciendo: “Es realmente agotador sentarse solo en la oscuridad” (en Daniell, introducción, ix). Le negaron todo.
Finalmente, fue sacado de la prisión y, ante una gran multitud, fue estrangulado y quemado en la hoguera. Pero la obra y la muerte como mártir de William Tyndale no fueron en vano.
Dado que los niños Santos de los Últimos Días son enseñados desde la infancia a conocer las Escrituras, en cierta medida cumplen la profecía hecha cuatro siglos antes por William Tyndale.
Nuestras Escrituras hoy en día consisten en la Biblia, el Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo, La Perla de Gran Precio y Doctrina y Convenios.
A causa del Libro de Mormón, a menudo se nos llama la Iglesia Mormona, un título que no resentimos, pero que realmente no es exacto.
En el Libro de Mormón, el Señor visitó nuevamente a los nefitas porque ellos oraban al Padre en Su nombre. Y el Señor dijo:
“¿Qué es lo que queréis que os dé?”
“Y le dijeron: Señor, deseamos que nos digas el nombre con que llamaremos esta iglesia; porque hay disputas entre el pueblo sobre este asunto”.
“Y el Señor dijo… ¿por qué es que el pueblo murmura y disputa por causa de esto?
¿Acaso no han leído las Escrituras, que dicen que debéis tomar sobre vosotros el nombre de Cristo? Porque por este nombre seréis llamados en el postrer día…
Por tanto, todo cuanto hiciereis, lo haréis en mi nombre; por tanto, llamaréis a la iglesia por mi nombre; y pediréis al Padre en mi nombre que bendiga a la iglesia por causa mía.
¿Y cómo será mi iglesia si no es llamada por mi nombre?
Porque si una iglesia es llamada con el nombre de Moisés, entonces es la iglesia de Moisés; o si es llamada con el nombre de un hombre, entonces es la iglesia de un hombre; pero si es llamada con mi nombre, entonces es mi iglesia, si es que están edificados sobre mi evangelio” (3 Nefi 27:2–5, 7–8).
Obedientes a la revelación, nos llamamos a nosotros mismos La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, en lugar de «la Iglesia Mormona». Una cosa es que otros se refieran a la Iglesia como «la Iglesia Mormona» o a nosotros como «mormones»; pero es algo muy distinto que nosotros mismos lo hagamos.
La Primera Presidencia declaró:
“El uso del nombre revelado, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (D. y C. 115:4), es cada vez más importante en nuestra responsabilidad de proclamar el nombre del Salvador en todo el mundo. Por consiguiente, pedimos que al referirnos a la Iglesia, utilicemos su nombre completo siempre que sea posible…
“Al referirse a los miembros de la Iglesia, sugerimos ‘miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días’. Como referencia abreviada, se prefiere ‘Santos de los Últimos Días’” (Carta de la Primera Presidencia, 23 de febrero de 2001).
Como Santos de los Últimos Días, “hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo, y escribimos conforme a nuestras profecías, para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados” (2 Nefi 25:26).
El mundo nos llamará como quiera, pero en nuestro lenguaje, recordemos siempre que pertenecemos a la Iglesia de Jesucristo.
Algunos afirman que no somos cristianos. O no nos conocen en absoluto o nos malinterpretan.
En la Iglesia, toda ordenanza se realiza por la autoridad y en el nombre de Jesucristo. Tenemos la misma organización que tenía la Iglesia primitiva, con apóstoles y profetas (véase Artículos de Fe 1:6).
Antiguamente, el Señor llamó y ordenó a Doce Apóstoles. Fue traicionado y crucificado. Después de Su resurrección, el Salvador enseñó a Sus discípulos durante cuarenta días y luego ascendió al cielo (véase Hechos 1:3–11).
Pero faltaba algo. Pocos días después, los Doce se reunieron en una casa y:
“De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa…
Y se les aparecieron lenguas repartidas como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Hechos 2:2–4).
Sus Apóstoles estaban ahora empoderados. Comprendieron que la autoridad dada por el Salvador y el don del Espíritu Santo eran esenciales para el establecimiento de Su Iglesia. Se les mandó bautizar y conferir el don del Espíritu Santo (véase Hechos 2:38).
Con el tiempo, los apóstoles y el sacerdocio que poseían desaparecieron. La autoridad y el poder para administrar tuvieron que ser restaurados. Durante siglos, los hombres esperaron el regreso de la autoridad y el restablecimiento de la Iglesia del Señor.
En 1829, el sacerdocio fue restaurado a José Smith y a Oliver Cowdery por Juan el Bautista y los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Ahora, los miembros varones dignos de la Iglesia son ordenados al sacerdocio. Esta autoridad, junto con el don del Espíritu Santo, que se confiere a todos los miembros de la Iglesia después del bautismo, nos distingue de otras iglesias.
Una revelación temprana declara:
“Para que todo hombre hable en el nombre de Dios el Señor, el Salvador del mundo” (D. y C. 1:20).
La obra en la Iglesia hoy día la realizan hombres y mujeres comunes que son llamados y sostenidos para presidir, enseñar y administrar. Es por el poder de la revelación y el don del Espíritu Santo que quienes son llamados reciben guía para conocer la voluntad del Señor. Otros pueden no aceptar cosas como la profecía, la revelación y el don del Espíritu Santo, pero si desean entendernos, deben comprender que aceptamos estas cosas como verdaderas.
El Señor reveló a José Smith un código de salud, la Palabra de Sabiduría, mucho antes de que se conocieran sus peligros en el mundo. Todos son enseñados a evitar el té, el café, el licor, el tabaco y, por supuesto, las drogas y sustancias adictivas, que están constantemente ante nuestros jóvenes. Aquellos que obedecen esta revelación reciben la promesa de que:
“Recibirán salud en el ombligo y médula en los huesos;
Y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos;
Y correrán sin fatigarse, y andarán sin desmayar” (D. y C. 89:18–20).
En otra revelación, la norma del Señor sobre la moralidad ordena que los poderes sagrados para engendrar vida sean protegidos y empleados únicamente entre el hombre y la mujer, esposo y esposa (véase “La familia: Una proclamación para el mundo”, Liahona, noviembre de 2010, pág. 129). El mal uso de este poder solo es superado en gravedad por el derramamiento de sangre inocente y la negación del Espíritu Santo (véase Alma 39:4–6). Si alguien transgrede esa ley, la doctrina del arrepentimiento enseña cómo borrar los efectos de esa transgresión.
Todos son probados. Alguien podría pensar que es injusto ser señalado y sometido a una tentación en particular, pero ese es el propósito de la vida mortal: ser probados. Y la respuesta es la misma para todos: debemos, y podemos, resistir cualquier clase de tentación.
“El gran plan de felicidad” (Alma 42:8) se centra en la vida familiar. El esposo es la cabeza del hogar y la esposa el corazón del hogar. El matrimonio es una asociación igualitaria. Un hombre Santo de los Últimos Días es un padre de familia responsable, fiel en el evangelio. Es un esposo y padre cariñoso y devoto. Reverencia la femineidad. La esposa sostiene a su esposo. Ambos padres nutren el crecimiento espiritual de sus hijos.
A los Santos de los Últimos Días se les enseña a amarse unos a otros y a perdonar sinceramente las ofensas.
Mi vida fue cambiada por un patriarca santo. Se casó con la mujer que amaba. Estaban profundamente enamorados, y pronto esperaban a su primer hijo.
La noche en que nació el bebé hubo complicaciones. El único médico estaba en el campo atendiendo a otros enfermos. Tras muchas horas de trabajo de parto, la condición de la futura madre se volvió desesperada. Finalmente, localizaron al médico. En la emergencia, actuó con rapidez, y pronto nació el bebé. La crisis, al parecer, había terminado. Pero días después, la joven madre murió a causa de la misma infección que el médico había estado tratando esa noche en otro hogar.
El mundo del joven quedó destrozado. A medida que pasaban las semanas, su pena se volvió más amarga. No pensaba en otra cosa, y en su amargura se tornó agresivo. Hoy, sin duda, se le habría presionado para que presentara una demanda por mala praxis, como si el dinero pudiera solucionar algo.
Una noche tocaron a su puerta. Una niña dijo simplemente: “Mi papá quiere que venga. Quiere hablar con usted”.
“Papá” era el presidente de estaca. El consejo de ese sabio líder fue simplemente: “John, déjalo estar. Nada de lo que hagas traerá de vuelta a tu esposa. Cualquier cosa que hagas solo lo empeorará. John, déjalo estar”.
Esa fue la prueba de mi amigo. ¿Cómo podía “dejarlo estar”? Se había cometido una terrible injusticia. Luchó por controlarse y finalmente decidió que debía ser obediente y seguir el consejo de ese sabio presidente de estaca. Decidió dejarlo estar.
Dijo: “Fui un hombre viejo antes de entender y poder ver finalmente a un pobre médico rural —sobrecargado de trabajo, mal pagado, corriendo de un paciente a otro, con pocos medicamentos, sin hospital, con pocos instrumentos, luchando por salvar vidas— y teniendo éxito en su mayor parte. Llegó en un momento de crisis, cuando dos vidas pendían de un hilo, y actuó sin demora. ¡Por fin entendí!”. Y añadió: “Habría arruinado mi vida y la de otros”.
Muchas veces agradeció al Señor de rodillas por un líder poseedor del sacerdocio que lo aconsejó sencillamente: “John, déjalo estar”.
A nuestro alrededor vemos miembros de la Iglesia que se han sentido ofendidos. Algunos se ofenden por incidentes en la historia de la Iglesia o por errores de sus líderes, y sufren toda la vida, incapaces de superar las faltas de los demás. No lo dejan estar. Caen en la inactividad.
Esa actitud es parecida a la de un hombre que es golpeado por un garrote. Ofendido, toma el garrote y se golpea la cabeza con él todos los días de su vida. ¡Qué necedad! ¡Qué tristeza! Ese tipo de venganza es autodestructiva. Si has sido ofendido, perdona, olvídalo y déjalo estar.
El Libro de Mormón nos advierte: “Y ahora bien, si hay errores, son errores de los hombres; por tanto, no condenéis las cosas de Dios, para que seáis hallados sin mancha ante el tribunal de Cristo” (Portada del Libro de Mormón).
Un Santo de los Últimos Días es una persona bastante común. Hoy estamos por todo el mundo, millones de nosotros, y esto es solo el comienzo. Se nos enseña a estar en el mundo pero no ser del mundo (véase Juan 17:14–19). Por lo tanto, llevamos vidas comunes en familias comunes, mezclados con la población general.
Se nos enseña a no mentir, no robar ni hacer trampa (véase Éxodo 20:15–16). No usamos lenguaje vulgar. Somos positivos y felices, y no le tememos a la vida.
Estamos dispuestos a “llorar con los que lloran…, consolar a los que necesitan consuelo y a ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar” (Mosíah 18:9).
Si alguien está buscando una iglesia que requiera muy poco, esta no es la indicada. No es fácil ser un Santo de los Últimos Días, pero a la larga es el único camino verdadero.
Independientemente de la oposición o de “guerras, rumores de guerras y terremotos en diversos lugares” (Mormón 8:30), ningún poder ni influencia puede detener esta obra. Cada uno de nosotros puede ser guiado por el espíritu de revelación y el don del Espíritu Santo.
“Así como el hombre podría extender su débil brazo para detener el curso decretado del río Misuri, o hacerlo fluir hacia arriba, así también podría intentar impedir que el Todopoderoso derrame conocimiento desde el cielo sobre la cabeza de los Santos de los Últimos Días” (D. y C. 121:33).
Si llevas alguna carga, olvídala, déjala estar. Perdona mucho y arrepiéntete un poco, y serás visitado por el Espíritu Santo y confirmado por un testimonio que no sabías que existía. Serás vigilado y bendecido—tú y los tuyos. Esta es una invitación a venir a Él.
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Capítulo 17
Otro Testamento de Jesucristo
He tenido el privilegio de sostener en mis manos un ejemplar de la primera edición del Libro de Mormón. Fue impreso en 1830 en una prensa tipográfica manual en la imprenta de E. B. Grandin en el pueblo de Palmyra, Nueva York.
En junio de 1829, José Smith, que entonces tenía veintitrés años, visitó al señor Grandin, también de veintitrés años, en compañía de Martin Harris, un agricultor local. Tres meses antes, el Sr. Grandin había anunciado su intención de publicar libros. José Smith le entregó páginas de un manuscrito escrito a mano.
Si el contenido del libro no bastaba para condenarlo al olvido, sin duda lo haría la historia de su procedencia. Imaginemos a un ángel que dirige a un joven adolescente al bosque, donde encuentra enterrada una bóveda de piedra con un conjunto de planchas de oro.
Los escritos de las planchas fueron traducidos mediante el uso de un Urim y Tumim, instrumento mencionado varias veces en el Antiguo Testamento (véase Éxodo 28:30; Levítico 8:8; Números 27:21; Deuteronomio 33:8; 1 Samuel 28:6; Esdras 2:63; Nehemías 7:65) y descrito por eruditos hebreos como un instrumento “por medio del cual se daba la revelación y se declaraba la verdad” (John McClintock y James Strong, Cyclopedia of Biblical, Theological, and Ecclesiastical Literature [1867–1881], voz “Urim and Thummim”).
Antes de que el libro saliera de la imprenta, se robaron páginas del mismo y se publicaron en el periódico local, acompañadas de burlas. La oposición incitaría a las turbas a matar al profeta José Smith y a expulsar al desierto a quienes creían en él.
Desde ese comienzo tan improbable hasta el día de hoy, se han impreso más de 100 millones de ejemplares del Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo. Se ha publicado en sesenta y dos idiomas, con selecciones en otros treinta y siete idiomas, y hay veintidós traducciones en proceso.
Actualmente, decenas de miles de misioneros de tiempo completo en 162 países pagan sus propios gastos para dedicar hasta dos años de su vida a testificar que el Libro de Mormón es verdadero.
Por generaciones ha inspirado a quienes lo han leído. Herbert Schreiter había leído su traducción alemana del Libro de Mormón. En ella leyó:
“Y cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios, el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si preguntáis con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo.
“Y por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la verdad de todas las cosas” (Moroni 10:4–5).
Herbert Schreiter puso a prueba la promesa y se unió a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
En 1946, al ser liberado como prisionero de guerra, Herbert regresó con su esposa y sus tres pequeñas hijas a Leipzig, Alemania. Poco después, fue como misionero a Bernburg, Alemania. Solo, sin compañero, se sentó en una habitación frío y hambriento, preguntándose cómo debía empezar.
Pensó en lo que podía ofrecer a la gente devastada por la guerra. Escribió a mano un cartel que decía: “¿Habrá una vida después de la muerte?” y lo colocó en una pared.
Por esa misma época, una familia de un pequeño pueblo de Polonia llegó a Bernburg.
Manfred Schütze tenía cuatro años. Su padre había muerto en la guerra. Su madre, con sus abuelos y la hermana de su madre (también viuda) y sus dos hijitas, se vieron obligados a evacuar su pueblo con solo treinta minutos de aviso. Tomaron lo que pudieron y se dirigieron al oeste. Manfred y su madre empujaban y jalaban un pequeño carro. En ocasiones, el abuelo enfermo iba en el carro. Un oficial polaco vio al pequeño y desamparado Manfred y comenzó a llorar.
En la frontera, los soldados saquearon sus pertenencias y arrojaron su ropa de cama al río. Manfred y su madre fueron entonces separados del resto de la familia. Su madre pensó que tal vez habían ido a Bernburg, donde había nacido su abuela, quizá en busca de parientes. Tras semanas de sufrimiento increíble, llegaron a Bernburg y encontraron a la familia.
Los siete vivían juntos en una sola habitación. Pero sus problemas no habían terminado. La madre de las dos niñas pequeñas murió. La abuela, afligida, clamó por un predicador y preguntó: “¿Volveré a ver a mi familia?”
El predicador respondió: “Querida señora, no existe tal cosa como la resurrección. ¡Los muertos están muertos!”
Envolvieron el cuerpo en una bolsa de papel para enterrarlo.
De regreso del cementerio, el abuelo habló de quitarse la vida, como ya lo habían hecho muchos otros. Justo en ese momento vieron el cartel que el élder Schreiter había colocado en un edificio: “¿Habrá una vida después de la muerte?”, con una invitación de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. En una reunión, conocieron el Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo.
El libro explica:
- El propósito de la vida mortal y la muerte (véase 2 Nefi 2:21; 33:9; Alma 12:24; 34:32; 42:4),
- La certeza de la vida después de la muerte (véase 2 Nefi 9:3–7; Mosíah 16:8; 3 Nefi 11),
- Lo que sucede cuando el espíritu deja el cuerpo (véase Alma 34:34; 40:11–14, 21),
- La descripción de la resurrección (véase 2 Nefi 9:12; Alma 40:23; 41:2; 3 Nefi 11:1–16),
- Cómo recibir y conservar la remisión de los pecados (véase Mosíah 4:1–3, 12, 26; Alma 4:14),
- El efecto de la justicia o la misericordia sobre uno (véase Alma 34:15–16; 41:14; 42:15–16, 22–25),
- Por qué y por qué cosas orar (véase 2 Nefi 4:35; 32:8–9; Enós 1:9; Alma 13:28; 34:17–27; 37:36–37; 3 Nefi 18:19–21; Moroni 7:26),
- El sacerdocio (véase 2 Nefi 6:2; Mosíah 18:18; Alma 6:1; 13; 3 Nefi 11:21; 18:37; Moroni 2:2; 3:4),
- Los convenios y las ordenanzas (véase 2 Nefi 11:5; Mosíah 5:5; 18:13; Alma 13:8, 16),
- El oficio y ministerio de los ángeles (véase 2 Nefi 32:2–3; Omni 1:25; Moroni 7:25, 37),
- La voz apacible y delicada de la revelación personal (véase 1 Nefi 16:9; 17:44–45; Enós 1:10; Alma 32:23; Helamán 5:30; 3 Nefi 11:3),
- Y, por sobre todo, la misión de Jesucristo (véase 1 Nefi 11:13–33; 2 Nefi 2:6–10; Mosíah 3:5–12; Alma 7:7–13; 3 Nefi 27:13–16),
- Y muchas otras joyas que constituyen la plenitud del evangelio de Jesucristo.
Ellos se unieron a la Iglesia. Pronto sus vidas cambiaron. El abuelo encontró trabajo como panadero y pudo proveer pan para su familia y también para el élder Schreiter, quien les había dado “el pan de vida” (Juan 6:35).
Luego llegó ayuda de la Iglesia en los Estados Unidos. Manfred creció comiendo grano de pequeños sacos que tenían la imagen de una colmena y duraznos de California. Usaba ropa proveniente del almacén de bienestar de la Iglesia.
Poco después de que fui relevado de la Fuerza Aérea, fui al molino de bienestar en Kaysville, Utah, para ayudar a llenar sacos de trigo destinados a las personas que se morían de hambre en Europa. Me gusta pensar que uno de los sacos de grano que yo mismo llené fue para Manfred Schütze y su madre. Y si no fue así, fue para otros con igual necesidad.
El presidente Dieter F. Uchtdorf recuerda hasta el día de hoy el olor del grano y la sensación de tenerlo entre sus pequeñas manos de niño. Tal vez uno de los sacos que yo llené llegó a su familia.
Cuando tenía alrededor de diez años, hice mi primer intento de leer el Libro de Mormón. La primera parte tenía un lenguaje fluido similar al del Nuevo Testamento. Luego llegué a los escritos del profeta Isaías del Antiguo Testamento. No podía entenderlos; me resultaban difíciles de leer. Dejé el libro de lado.
Hice otros intentos de leer el Libro de Mormón. No lo leí completo hasta que estuve en un barco militar junto con otros miembros de la tripulación de bombarderos, rumbo a la guerra en el Pacífico. Me propuse leer el Libro de Mormón y descubrir por mí mismo si era verdadero o no. Leí el libro con cuidado, una y otra vez. Puse a prueba la promesa que contenía. Fue un acontecimiento que cambió mi vida. Después de eso, nunca volví a dejarlo de lado.
Muchos jóvenes han hecho algo mejor de lo que yo hice.
El hijo de quince años de un presidente de misión asistía a una secundaria donde había muy pocos miembros de la Iglesia. Un día, en clase, se les dio un examen de verdadero o falso. Matthew estaba seguro de todas las respuestas excepto de la pregunta número 15. Esta decía: “José Smith, el supuesto profeta mormón, escribió el Libro de Mormón. ¿Verdadero o falso?”
No podía responderla de ninguna de las dos formas, así que, siendo un adolescente ingenioso, reescribió la pregunta. Tachó la palabra supuesto y reemplazó escribió por tradujo. Así, la pregunta decía: “José Smith, el profeta mormón, tradujo el Libro de Mormón.” La marcó como verdadera y la entregó.
Al día siguiente, el maestro le preguntó severamente por qué había cambiado la pregunta. Él sonrió y dijo: “Porque José Smith no escribió el Libro de Mormón, lo tradujo, y no fue un supuesto profeta, fue un profeta”.
Entonces lo invitaron a contarle a la clase cómo lo sabía (véase George D. Durrant, “Helping Your Children Be Missionaries”, Liahona, octubre de 1977, pág. 67).
En Inglaterra, mi esposa y yo conocimos a Dorothy James, viuda de un clérigo que vivía en el recinto de la Catedral de Winchester. Ella sacó una Biblia familiar que había estado perdida durante muchos años.
Años antes, las pertenencias de un miembro de la familia habían sido vendidas. El nuevo propietario encontró la Biblia en un pequeño escritorio que había permanecido cerrado por más de veinte años. También había algunas cartas escritas por un niño llamado Beaumont James. Logró encontrar a la familia James y devolver la Biblia familiar perdida hacía tanto tiempo.
En la página del título, mi esposa leyó la siguiente nota escrita a mano:
“Esta Biblia ha estado en nuestra familia desde la época de Thomas James, en 1683, quien fue un descendiente directo de Thomas James, primer bibliotecario de la Biblioteca Bodleian en Oxford, quien fue sepultado en la Capilla del New College en agosto de 1629. [Firmado] C. T. C. James, 1880.”
Los márgenes y las páginas abiertas estaban completamente llenos de anotaciones escritas en inglés, latín, griego y hebreo. Una entrada la conmovió especialmente. En la parte inferior de la página del título leyó:
“La más bella impresión de la Biblia es tenerla bien impresa en el corazón del lector.”
Y luego esta cita de Corintios:
“Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres; siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón.” (2 Corintios 3:2–3, como se cita en Donna Smith Packer, On Footing from the Past: The Packers in England [1988], pág. 329).
Mi ejemplar del Libro de Mormón también tiene muchas anotaciones en los márgenes y está intensamente subrayado. Una vez estuve en Florida con el presidente Gordon B. Hinckley. Se volvió desde el púlpito y pidió un ejemplar de las Escrituras. Le pasé el mío. Lo hojeó por unos segundos, se volvió y me lo devolvió diciendo:
“No puedo leer esto. ¡Tienes todo tachado!”
Amós profetizó sobre “hambre en la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová” (Amós 8:11).
En un mundo cada vez más peligroso que aquel en el que vivieron el pequeño Manfred Schütze y Dieter Uchtdorf, el Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo tiene el poder nutritivo de sanar los espíritus hambrientos del mundo.
Con el élder Walter F. González, nuevo miembro del Quórum de los Setenta, de Uruguay, asistí a una conferencia en Moroni, Utah, un pueblo con un nombre del Libro de Mormón. No hay médico ni dentista en Moroni. Tienen que salir del pueblo para comprar víveres. Los estudiantes son transportados en autobús a una secundaria unificada al otro lado del valle.
Tuvimos una reunión con 236 asistentes. Para que el élder González no viera solo a agricultores rurales comunes, pronuncié esta frase de testimonio:
“Sé que el evangelio es verdadero y que Jesucristo es el Salvador.”
Pregunté si alguien podía repetirla en español. Varias manos se levantaron.
¿Podía alguien repetirla en otro idioma? Se repitió en:
- Japonés
- Español
- Alemán
- Portugués
- Ruso
- Chino
- Tongano
- Italiano
- Tagalo
- Neerlandés
- Finés
- Maorí
- Polaco
- Coreano
- Francés
¡Fueron quince idiomas!
Una vez más en inglés: I know the gospel is true and that Jesus is the Christ.
(Sé que el evangelio es verdadero y que Jesucristo es el Salvador.)
Amo este Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo. Estudiarlo permite comprender tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento de la Biblia. Sé que es verdadero.
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Capítulo 18
Cosas claras y preciosas
José Smith dijo: “Declaré a los hermanos que el Libro de Mormón era el más correcto de todos los libros sobre la tierra, y la piedra angular de nuestra religión, y que un hombre se acercaría más a Dios siguiendo sus preceptos, que los de cualquier otro libro” (Introducción al Libro de Mormón).
La primera edición del Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo salió de la imprenta en Palmyra, Nueva York, en marzo de 1830. José Smith —un muchacho campesino sin educación— acababa de cumplir veinticuatro años. El año anterior había pasado un total de unos sesenta y cinco días traduciendo las planchas. Casi la mitad de la traducción fue después de haber recibido el sacerdocio. La impresión tomó siete meses.
Cuando leí por primera vez el Libro de Mormón de principio a fin, encontré la promesa de que si yo “pregunt[aba] a Dios, el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si [las cosas que había leído eran] verdaderas; y si [preguntaba] con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él [me manifestaría] la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo” (Moroni 10:4). Traté de seguir esas instrucciones, tal como las entendía.
Si esperaba que una manifestación gloriosa llegara de inmediato como una experiencia abrumadora, eso no ocurrió. Sin embargo, me sentí bien, y comencé a creer.
El siguiente versículo contiene una promesa aún mayor:
“Y por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la verdad de todas las cosas” (Moroni 10:5; cursiva agregada).
Yo no sabía cómo obraba el Espíritu Santo, aunque el Libro de Mormón lo explica en varias ocasiones y de distintas maneras.
También leí: “Si entráis por el camino y recibís el Espíritu Santo, él os mostrará todas las cosas que debéis hacer” (2 Nefi 32:5). Ya había hecho eso cuando fui confirmado miembro de la Iglesia por la “imposición de manos para recibir el don del Espíritu Santo” (Artículos de Fe 1:4).
Si en mi inocencia infantil había esperado alguna experiencia espiritual especial, esta no había ocurrido. Con los años, al escuchar sermones y lecciones, y al leer el Libro de Mormón, comencé a entender.
Nefi había sido maltratado por sus hermanos y les recordó que un ángel les había hablado: “Mas estabais endurecidos, de modo que no pudisteis sentir sus palabras” (1 Nefi 17:45). Cuando comprendí que el Espíritu Santo podía comunicarse por medio de nuestros sentimientos, entendí por qué las palabras de Cristo —ya provinieran del Nuevo Testamento, del Libro de Mormón o de otras Escrituras— producían un sentimiento tan bueno.
Con el tiempo descubrí que las Escrituras tenían respuestas a cosas que yo necesitaba saber.
Leí: “Estas son las palabras… y podéis aplicarlas a vosotros mismos y a todos los hombres” (2 Nefi 11:8; véase también 1 Nefi 19:23–24; 2 Nefi 6:3; 11:2). Entendí que las Escrituras se pueden aplicar personalmente a mí, y lo mismo es cierto para todos los demás.
Cuando un versículo que había pasado por alto varias veces cobró un significado personal, pensé que quien lo escribió tenía un conocimiento profundo y maduro de mi vida y de cómo me sentía.
Por ejemplo, leí que el profeta Lehi participó del fruto del árbol de la vida y dijo:
“Por tanto, empecé a desear que mi familia también lo comiera; porque sabía que era más deseable que todo otro fruto” (1 Nefi 8:12).
Ya lo había leído más de una vez. No significaba mucho para mí.
El profeta Nefi también dijo que había escrito “las cosas de mi alma… para la instrucción y el provecho de mis hijos” (2 Nefi 4:15). También lo había leído antes, y tampoco significaba demasiado para mí. Pero más tarde, cuando tuvimos hijos, entendí que tanto Lehi como Nefi sentían por sus hijos lo mismo que nosotros sentimos por nuestros hijos y nietos.
Descubrí que estas Escrituras eran claras y preciosas. Me preguntaba cómo un joven como José Smith podía tener tales percepciones. La verdad es que no creo que él tuviera tales percepciones penetrantes. No necesitaba tenerlas. Simplemente tradujo lo que estaba escrito en las planchas.
Tales percepciones claras y preciosas se encuentran por todo el Libro de Mormón. Reflejan una profundidad de sabiduría y experiencia que ciertamente no es característica de un joven de veintitrés años.
Aprendí que cualquier persona, en cualquier lugar, podía leer el Libro de Mormón y recibir inspiración.
Algunos conocimientos surgieron después de una segunda o incluso una tercera lectura, y parecían aplicarse directamente a lo que yo enfrentaba en la vida diaria.
Mencionaré otra percepción clara y preciosa que no obtuve en mi primera lectura del Libro de Mormón. Cuando tenía dieciocho años, fui reclutado por el ejército. Aunque antes no me lo había planteado, comencé a preocuparme mucho por saber si era correcto ir a la guerra. Con el tiempo, encontré mi respuesta en el Libro de Mormón:
“[Los nefitas] no combatían por causa de la monarquía ni del poder, sino que luchaban por sus hogares y sus libertades, sus esposas y sus hijos, y por todo lo que poseían, sí, por sus ritos de adoración y su iglesia.
“Y estaban haciendo aquello que consideraban que era su deber para con su Dios; porque el Señor les había dicho, y también a sus padres: Si no sois culpables del primer delito, ni del segundo, no dejaréis que vosotros mismos seáis muertos por manos de vuestros enemigos.
“Y además, el Señor ha dicho: Defenderéis a vuestras familias aun hasta derramar la sangre. Por tanto, por esta causa luchaban los nefitas contra los lamanitas, para defenderse a sí mismos, y a sus familias, y sus tierras, su país y sus derechos, y su religión” (Alma 43:45–47).
Sabiendo esto, pude servir con voluntad y honor.
Otro ejemplo: en una ocasión tuvimos que tomar una decisión importante. Como nuestras oraciones no nos daban certeza, fui a ver al élder Harold B. Lee. Él nos aconsejó proceder. Al notar que aún me sentía muy inquieto, me dijo:
“El problema contigo es que quieres ver el final desde el principio.” Luego citó este versículo del Libro de Mormón:
“No disputéis porque no veis, porque no recibís testimonio sino hasta después de la prueba de vuestra fe” (Éter 12:6).
Y añadió: “Debes aprender a caminar unos pasos dentro de la oscuridad, y entonces la luz se encenderá y te guiará”. Esa fue una experiencia que cambió mi vida, y todo por un solo versículo del Libro de Mormón.
La vida avanza con demasiada rapidez. Cuando te sientas débil, desanimado, deprimido o con miedo, abre el Libro de Mormón y lee. No dejes que pase demasiado tiempo sin leer un versículo, una idea o un capítulo.
Mi experiencia ha sido que el testimonio no surge de repente. Más bien, crece, como dijo Alma, a partir de una semilla de fe:
“Esto fortalecerá vuestra fe; porque diréis: Sé que esta es una semilla buena, porque he aquí que brota y empieza a crecer” (Alma 32:30). Si la nutres, crecerá; y si no la nutres, se marchitará (véase Alma 32:37–41).
No te sientas decepcionado si has leído y releído y aún no has recibido un poderoso testimonio. Puede que seas como los discípulos mencionados en el Libro de Mormón, quienes fueron llenos del poder de Dios con gran gloria, “y no lo supieron” (3 Nefi 9:20).
Haz lo mejor que puedas. Piensa en este versículo:
“Mirad que todas estas cosas se hagan con prudencia y orden; porque no es necesario que un hombre corra más aprisa de lo que tiene fuerzas. Y además, es conveniente que sea diligente, para que de esta manera gane el premio; por tanto, todas las cosas han de hacerse en orden” (Mosíah 4:27).
Los dones espirituales descritos en el Libro de Mormón están presentes hoy en la Iglesia: impresiones, inspiraciones, revelaciones, sueños, visiones, visitaciones, milagros. Puedes tener la certeza de que el Señor puede, y en ocasiones lo hace, manifestarse con poder y gran gloria. Los milagros pueden ocurrir.
Mormón dijo:
“¿Ha cesado el día de los milagros?
“¿O han cesado los ángeles de aparecer a los hijos de los hombres? ¿O ha retenido él el poder del Espíritu Santo? ¿O lo hará mientras dure el tiempo, o la tierra exista, o haya un hombre sobre la faz de la tierra para ser salvado?
“He aquí os digo que no; porque es por la fe que se obran milagros” (Moroni 7:35–37).
Ora siempre—en privado y con tu familia. Las respuestas vendrán de muchas maneras.
Unas pocas palabras o una frase en un versículo, como “la maldad nunca fue felicidad” (Alma 41:10), te enseñarán sobre la realidad del maligno y cómo actúa.
“Porque de esta manera obra el diablo; porque no persuade a ningún hombre a que haga lo bueno, no, ni uno solo; ni tampoco lo hacen sus ángeles; ni los que se sujetan a él” (Moroni 7:17).
Generaciones de profetas enseñaron las doctrinas del evangelio eterno para proteger a “los pacíficos seguidores de Cristo” (Moroni 7:3).
Mormón vio nuestra época. Emitió esta advertencia:
“Sí, y si el Señor no castiga a su pueblo con muchas aflicciones; sí, si no los visita con muerte, y con terror, y con hambre, y con toda clase de pestilencias, no se acordarán de él” (Helamán 12:3).
El propósito central del Libro de Mormón es su testimonio de Jesucristo. De los más de seis mil versículos que contiene el Libro de Mormón, más de la mitad se refieren directamente a Él.
El Libro de Mormón es un tesoro inagotable de sabiduría e inspiración, de consejo y corrección, “adaptado a la capacidad del débil y del más débil entre los santos” (D. y C. 89:3). Al mismo tiempo, es rico en alimento espiritual para los más instruidos, si se humillan (véase 2 Nefi 9:28–29).
El Libro de Mormón confirma las enseñanzas del Antiguo Testamento. Confirma las enseñanzas del Nuevo Testamento. Restaura “muchas partes claras y preciosas” (1 Nefi 13:28) que se perdieron o fueron quitadas (véase también 1 Nefi 13:20–42; 14:23). En verdad, es otro testamento de Jesucristo.
Durante los últimos años, se ha escrito y dicho mucho para intentar desacreditar a José Smith. Siempre ha habido, hay ahora, y siempre habrá quienes escarben en el polvo de hace 200 años con la esperanza de encontrar algo que supuestamente José dijo o hizo para menospreciarlo.
Las revelaciones nos hablan de “aquellos que alzarán el calcañar contra mi ungido, dice el Señor, y clamarán que ha pecado cuando no ha pecado delante de mí, dice el Señor, sino que ha hecho lo que era conveniente a mis ojos y lo que le mandé” (D. y C. 121:16). Ellos enfrentan ciertamente penas muy severas.
No tenemos que defender al profeta José Smith. El Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo lo defenderá por nosotros. Aquellos que rechazan a José Smith como profeta y revelador, se ven obligados a buscar alguna otra explicación para el Libro de Mormón.
Y como segunda defensa poderosa: Doctrina y Convenios, y una tercera: La Perla de Gran Precio. Publicadas en conjunto, estas Escrituras forman un testimonio inquebrantable de que Jesús es el Cristo y un testimonio de que José Smith es un profeta.
Y yo me uno a los millones de personas que tienen ese testimonio, y lo comparto contigo en el nombre de Jesucristo.
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Aacerca del Autor
Boyd K. Packer, presidente del Cuórum de los Doce Apóstoles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, fue miembro de ese cuórum desde 1970 y Autoridad General desde 1961. Inmediatamente antes de eso, fue supervisor de seminarios e institutos de la Iglesia. Fue presidente de la Misión de los Estados de Nueva Inglaterra.
El presidente Packer nació en Brigham City, Utah. Sirvió como piloto en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y posteriormente obtuvo su doctorado en educación de la Universidad Brigham Young. Es autor de varios libros exitosos, entre ellos El Santo Templo, Enseñad Diligentemente y Refugio de la Tormenta.
Él y su esposa, Donna Edith Smith Packer, son padres de diez hijos.

























