La Voz del Espíritu
Élder Marion G. Romney
Del Cuórum de los Doce Apóstoles
Hermanos adoradores en la Iglesia del Aire de Columbia: Lo que tengo en mente decir sobre “La Voz del Espíritu”, nuestro tema de esta mañana, parte de la premisa de que la doctrina bíblica de la revelación —es decir, la manifestación de la verdad divina mediante comunicación desde los cielos— es, de hecho, una realidad.
Las grandes verdades universales y fundamentales respecto a Dios y los hombres, y su relación entre sí, han sido reveladas y registradas en las escrituras en cada dispensación. La identidad de Dios y el origen del hombre fueron revelados por el mismo Padre:
“…Yo, Dios, creé al hombre a mi imagen, a imagen de mi Unigénito lo creé; varón y hembra los creé.” (Moisés 2:27)
“…Subo a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17), dijo Jesús a la afligida María.
El apóstol Pablo declaró: “…en él [Dios] vivimos, y nos movemos, y somos… Porque linaje suyo somos también” (Hechos 17:28).
El destino del hombre —el resucitar del sepulcro para vivir eternamente— también ha sido revelado, así como el hecho de que, como hijo de Dios, posee el potencial para alcanzar la perfección de su Padre Celestial, siempre que supere con éxito la prueba de la mortalidad.
Las escrituras revelan, además, que Dios, habiéndonos puesto en la mortalidad para enfrentar dicha prueba, no nos dejó en ignorancia, confusión y desesperación para encontrar el camino por casualidad, sino que, desde el principio, ha dado a conocer para nuestro beneficio el evangelio de Jesucristo: Su plan divino para nuestra salvación y exaltación. Estas grandes verdades fundamentales fueron dadas por revelación que vino:
“…no por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21).
Ahora bien, soy dolorosamente consciente de que el cristianismo hoy en día no muestra una comprensión uniforme de las doctrinas fundamentales anteriores. Las decenas de iglesias con sus variados credos e interpretaciones diferentes parecen alejarse, más que acercarse, a aquella gloriosa consumación prevista por Pablo, cuando todos: “…lleguemos a la unidad de la fe” (Efesios 4:13).
Esta confusión, por trágica que sea, no refuta la tesis de que las doctrinas vinieron por revelación ni que declaran la palabra de Dios. Lo que demuestra es que las interpretaciones conflictivas de estas revelaciones básicas se están haciendo a la luz débil y vacilante de la sabiduría del hombre. Esto naturalmente produce confusión, porque las cosas de Dios no pueden entenderse mediante el aprendizaje humano. Recordarán cómo Pablo insistió en este punto:
“…Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman.”
Es decir, las cosas de Dios no pueden comprenderse por los sentidos naturales del hombre.
“Pero,” continúa, “Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios.
Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Corintios 2:9–11).
Ahora bien, si esta doctrina de Pablo es verdadera —y testificamos que lo es— debe haber revelación personal, es decir, revelación a individuos, por la cual puedan comprender las revelaciones básicas y recibir una confirmación que satisfaga el alma respecto a su divinidad. Que existe tal “Voz del Espíritu” lo afirman claramente las escrituras.
Por ejemplo:
“Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas.
Él les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.” (Mateo 16:13–17)
Aquí, el mismo Redentor declara que Pedro recibió por revelación del Padre Celestial el conocimiento de que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios viviente. ¿Por qué los otros no sabían quién era Él? Aquellos que decían que era Juan el Bautista, Elías, Jeremías, u otro de los profetas, ¿por qué no sabían la identidad de Jesús? Obviamente, porque Su identidad no les había sido revelada por “la Voz del Espíritu” como lo fue a Pedro. Hasta que les fuera revelado, no podían conocerlo, porque:
“…nadie puede… [saber] que Jesús es el Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Corintios 12:3).
Que esta “Voz del Espíritu” está disponible para todos los que la reciban es evidente por el llamamiento y la promesa universal de Jesús.
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados,” dijo Él, “y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).
Y también:
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6),
“con el Espíritu Santo” (3 Nefi 12:6).
Dado que Dios ha revelado todas las cosas esenciales para guiar al hombre a través de la mortalidad hacia su destino glorioso, y ha provisto para que los hombres individualmente, mediante “la Voz del Espíritu”, puedan recibir revelación personal que ilumine su entendimiento y les confirme la verdad de la palabra revelada de Dios, surge la pregunta más importante:
¿Cómo podemos afinar individualmente nuestros oídos para oír esa Voz, tan indispensable para comprender y apreciar estas cosas tan vitales para nuestra vida eterna?
De las Escrituras extraemos la respuesta:
Primero, escudriñar las Escrituras con oración; y segundo, obedecer los mandamientos allí escritos.
No hay principio del Evangelio que se enseñe más claramente que el hecho de que Dios recompensará al buscador sincero. Fue el mismo Jesús quien, con las siguientes palabras, dio la seguridad específica de que esa recompensa incluye el don del Espíritu:
“Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.
Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.”
Para enfatizar esta importante verdad, Él planteó la siguiente pregunta y añadió la conclusión:
“¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente?
Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11:9–11,13).
En cuanto a escudriñar las Escrituras, recordarán que a aquellos que buscaban matarlo porque decía que “Dios era su Padre”, Jesús les declaró:
“Nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su aspecto. Ni tenéis su palabra morando en vosotros; porque a quien él envió, a éste vosotros no creéis.”
Entonces les dijo que si querían aprender de Él debían:
“Escudriñar las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí.”
Y luego les señaló que una búsqueda sincera en las Escrituras les revelaría que el mismo Moisés, en quien profesaban creer, los condenaría por rechazarle, concluyendo:
“Porque de mí escribió él” (Juan 5:1–47).
Lucas elogia a los judíos de Berea por ser:
“…más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así.”
Como resultado, “muchos de ellos creyeron” (Hechos 17:10–12).
Si además de escudriñar las Escrituras con oración, obedecemos los mandamientos revelados en ellas, con toda certeza obtendremos “la Voz del Espíritu”. Porque Jesús dijo:
“Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió.
El que quiera hacer la voluntad de él, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 17:16–17).
Ahora bien, sólo hay una fuente de donde puede venir tal conocimiento, y esa fuente es Dios. Y sólo hay una forma en que puede venir: mediante “la Voz del Espíritu”.
A los hombres de Judea y a otros que moraban en Jerusalén, que fueron compungidos en sus corazones por el poderoso testimonio de los apóstoles de que Jesús era el Cristo y clamaron:
“…Varones hermanos, ¿qué haremos?”
Pedro respondió:
“Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados;
y recibiréis el don del Espíritu Santo.
Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2:37–39).
En estos dos breves párrafos, Pedro abarcó tres aspectos de este importante tema. Especificó dos mandamientos que deben ser obedecidos: el arrepentimiento y el bautismo; nombró al principal agente de “la Voz del Espíritu”: el Espíritu Santo; y declaró que la promesa es universal.
Jamás ha requerido el Señor que uno de nosotros dependa únicamente del testimonio de otro.
Esta voz del Espíritu, que permite a cada individuo saber por sí mismo, es tan parte del plan de salvación de Dios como el principio del albedrío. Él ha dotado a Sus hijos tanto del albedrío como de “la Voz del Espíritu”, y pone sobre cada uno de ellos la responsabilidad del uso correcto de esos dones. El Señor siempre ha instado a Sus hijos a obtener conocimiento y testimonio de la verdad por sí mismos.
Para concluir, les doy mi propio testimonio.
Por medio de “la Voz del Espíritu” he aprendido y sé que las cosas que he dicho hoy son verdaderas.
Sé que Dios es un ser personal, a cuya imagen fue hecho el hombre.
Sé que Él es nuestro Padre, que nosotros somos Sus hijos y que, como tales, estamos dotados con el potencial de volver a Él algún día.
Sé que la mortalidad es una fase necesaria de nuestro desarrollo, que según el plan divino del Padre la tierra fue creada para nuestra habitación, que fuimos enviados aquí para recibir cuerpos físicos y ser probados, para ver si, andando por fe, guardaríamos Sus mandamientos.
Sé, además, que mediante el escudriñar con oración las Escrituras y mediante la obediencia a los mandamientos de Dios revelados en ellas, podemos ser guiados individualmente de manera segura a través de la vida por “la Voz del Espíritu”, conforme a la divina y gloriosa promesa que satisface el alma:
“…el Espíritu da luz a todo hombre que viene al mundo;
y el Espíritu alumbra a todo hombre por el mundo, que escucha la voz del Espíritu.
Y todo aquel que escucha la voz del Espíritu viene a Dios, sí, al Padre” (D. y C. 84:46–47).
Ruego humildemente que Dios nos conceda a todos escuchar así y ser iluminados por el mundo.

























