Conferencia General, abril de 1957

La Plenitud de la Salvación

Élder Bruce R. McConkie
Del Primer Consejo de los Setenta


El presidente McKay habló esta mañana con claridad y con gran fuerza y poder, diciendo que debemos guardar los mandamientos de Dios; que debemos ser hacedores de la palabra y no tan solo oidores; que debemos ocuparnos en nuestra salvación con temor y temblor ante Dios; todo de acuerdo con el principio de que no es el que dice: “Señor, Señor”, sino el que hace la voluntad del Padre (Mateo 7:21) el que obtendrá la salvación eterna.

Ahora quisiera llamar la atención a un mandamiento en particular —un mandamiento dado en aquella revelación que se conoce como la ley de la Iglesia—, un mandamiento que, si se guarda, nos dará gozo, paz y felicidad en esta vida, y nos asegurará aquella plenitud de salvación a la que nuestro Presidente se refirió esta mañana. El Señor dijo:
“Amarás a tu esposa con todo tu corazón, y te allegarás a ella y a ninguna otra” (D. y C. 42:22).
Y de manera similar podríamos decir: “Amarás a tu esposo con todo tu corazón, y te allegarás a él y a ninguno otro”.

Volvámonos hacia nosotros mismos con introspección. ¿Cuánto amamos a nuestros esposos y esposas? ¿Cuánto amamos a nuestros hijos? ¿Qué tan ferviente y realista es nuestro deseo de que la unidad familiar continúe por la eternidad? Permítanme decir algo en cuanto a la relación entre la continuación de la familia en la eternidad y el recibir la plenitud de la salvación —la plenitud que significa vida eterna o exaltación en el reino de Dios.

Toda persona reflexiva sabe que habrá diferentes grados de recompensa en la vida venidera. El simple hecho de que los hombres serán juzgados según sus obras indica que se les darán recompensas diversas. Nuestro Señor dijo:

“En la casa de mi Padre muchas moradas hay”; y luego, para enfatizar lo evidente de esa gran verdad, añadió: “Si así no fuera, yo os lo hubiera dicho” (Juan 14:2).

Sabemos de reinos de gloria comparados respectivamente con las estrellas, la luna y el sol, según su gloria. Estos reinos son el telestial, el terrestre y el celestial. El celestial es el reino de Dios, el reino al que podemos llegar mediante la Iglesia, mediante el evangelio y mediante la rectitud personal. Teniendo esa perspectiva, notemos las palabras de esta revelación:

“En la gloria celestial hay tres cielos o grados;
Y para obtener el más alto, el hombre debe entrar en este orden del sacerdocio [es decir, el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio];
Y si no lo hace, no puede obtenerlo.
Puede entrar en el otro, pero ese es el fin de su reino; no puede tener aumento” (D. y C. 131:1–4).

Del mismo modo en que el arrepentimiento y el bautismo son la puerta que nos pone en el camino hacia la salvación en el reino celestial, así también este orden de matrimonio, llamado matrimonio celestial, abre la puerta y nos pone en el camino por el cual podemos avanzar hacia la vida eterna y la exaltación en el más alto cielo del mundo celestial. La revelación sobre el matrimonio, hablando de las personas que tienen la oportunidad en esta vida de aceptar los términos y condiciones de este convenio eterno de matrimonio y no lo hacen, dice que en el mundo venidero no hay para ellos ni casamiento ni entrega en casamiento. Los que no aprovechan la oportunidad en esta vida de entrar en la ley celestial del matrimonio se convierten en “siervos ministrantes, para ministrar a aquellos que sean dignos de una gloria mucho más excelente y eterna.” El Señor dice:

“Porque estos ángeles no guardaron mi ley; por tanto, no pueden engrandecerse, sino que permanecen separados y solos, sin exaltación, en su estado de salvación, por toda la eternidad; y desde ahora en adelante no son dioses, sino ángeles de Dios por los siglos de los siglos” (D. y C. 132:16–17).

En la eternidad habrá, por un lado, inmortalidad, que significa vivir para siempre como un ser resucitado; y por otro lado, habrá vida eterna, que es el mayor de todos los dones de Dios (D. y C. 14:7). Habrá, por un lado, siervos y ángeles ministrantes; y por otro lado, personas exaltadas y glorificadas. La diferencia entre estas dos categorías —entre los unos por un lado, y los otros por el otro— es la continuación de la unidad familiar en la eternidad. Por definición y por su naturaleza, la exaltación consiste en la continuación de la familia por todas las edades venideras. Si la unidad familiar continúa, si el esposo y la esposa van al mundo de los espíritus como pareja casada y resucitan continuando como esposo y esposa, entonces la exaltación está asegurada. Si van allí separados y solos —ya sea por no haber entrado en esta orden celestial o, habiéndolo hecho, por no haber guardado los términos, condiciones y leyes correspondientes—, solo tendrán inmortalidad y no vida eterna.

Todos los hombres recibirán todo lo que sean capaces de recibir, todo lo que un Padre misericordioso y lleno de gracia pueda darles, pero la plenitud está reservada para aquellos que obedecen toda la ley del evangelio, que guardan todos los términos y condiciones del nuevo y sempiterno convenio del matrimonio.

Ahora bien, ¿cuánto amas a tu esposo o a tu esposa? ¿Con qué deseo buscas la exaltación eterna en las mansiones del más allá? Recordemos que el amor se mide en términos de obediencia y de servicio, de acuerdo con el principio:
“Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15).
Así pues, si en nuestro corazón hay un amor, nacido del Espíritu de Cristo, por nuestras familias —y en realidad, por nuestra propia salvación—, procuraremos hacer aquellas cosas que nos califiquen para obtener recomendaciones para el templo, a fin de ser allí sellados en la unión eterna del matrimonio; y luego, habiendo sido así sellados, desearemos con todo nuestro corazón andar en la luz, guardar el convenio que hemos hecho, de modo que tenga plena vigencia y validez en el mundo eterno, habiendo sido atado en la tierra y sellado en los cielos, ratificado por el Espíritu aquí, y hecho plenamente válido en las mansiones del más allá.

No hay ningún acto o desempeño individual que algún Santo de los Últimos Días realice en este mundo que sea más importante que casarse con la persona correcta, en el lugar correcto, por la autoridad correcta, porque ese tipo de matrimonio es la puerta hacia la paz, la satisfacción y la felicidad en esta vida, y abre la puerta para alcanzar la plenitud del reino del Padre en la vida venidera.

En el nombre de Jesucristo. Amén.

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