Conferencia General Octubre 1956

El origen del hombre

Élder George Q. Morris
Del Cuórum de los Doce Apóstoles
Informe de la Conferencia, octubre de 1956, págs. 45–48


Mis queridos hermanos y hermanas, dependo enteramente del Espíritu del Señor para que me dirija, y ruego que el mismo dulce espíritu que ha prevalecido continúe con nosotros para guiarme a decir lo que debo decir. Estoy muy agradecido al Señor de que esta, su Iglesia, esté edificada sobre la roca de la revelación, de modo que no seamos arrastrados en todas direcciones por toda clase de opiniones y doctrinas. Pero así como esta es nuestra bendición, también tenemos la obligación de conocer la verdad, vivir la verdad y hablar la verdad. ¡Qué bendición suprema es la verdad en este mundo atribulado!

En una reunión a la que asistí recientemente, donde se hizo referencia a una revelación sobre el origen y la naturaleza del hombre y la creación del mundo, un joven se me acercó —un excelente y fiel joven Santo de los Últimos Días— y me dijo que se sentía tan desanimado y deprimido por las enseñanzas que recibía en la universidad, que eso lo preocupaba, así como el hecho de cómo podría aprobar sus exámenes, pues no podía aceptar tales enseñanzas. Por supuesto, sólo pude decirle que debía aferrarse a la verdad sin importar cuál fuera la situación. Esa es una obligación que tenemos como pueblo. ¿Quién más tiene las revelaciones de Dios? ¿Qué otra iglesia en el mundo está basada en esas revelaciones? Al tenerlas, debemos serles fieles.

Así como el Señor edificó su Iglesia sobre la roca de la revelación (Mateo 16:18) para que perdurara, creo que nosotros mismos, como individuos, debemos permanecer sobre esa misma roca de revelación en nuestra conducta, nuestro pensamiento y nuestras vidas, para que podamos perdurar; de lo contrario, caeremos.

Espero que este joven pueda mantenerse fiel a ese principio, y me preocupan todos nuestros jóvenes cuando entran al ámbito de la educación superior y se enfrentan a todas las ideas tan comunes que están en marcado conflicto con las revelaciones de Dios que sabemos que son verdaderas. Supongo que se le enseñó algo sobre el origen del hombre según la teoría de la evolución orgánica. Presumo que se le habrá dicho, como recuerdo haber leído en los escritos de algún hombre, que tendríamos que buscar nuestro origen en alguna forma de vida diminuta del océano, tal vez, o en algún organismo tipo ameba —la forma de vida más simple. Eso, decía él, era el comienzo del hombre.

Pero nosotros sabemos algo mejor que eso. El Señor dice que estábamos con Él desde el principio: “Vosotros también estabais en el principio con el Padre; aquello que es Espíritu, es decir, el Espíritu de verdad; El hombre también estaba en el principio con Dios. La inteligencia, o sea, la luz de la verdad, no fue creada ni hecha, ni lo puede ser” (Doctrina y Convenios 93:23, 29).

Sabemos más allá de toda duda que existimos con Dios en las eternidades y que existimos con Él en los cielos como sus hijos e hijas.

“Y llamó a nuestro padre Adán con su propia voz, diciendo: Yo soy Dios; yo hice el mundo, y los hombres antes que existieran en la carne” (Moisés 6:51).

Ahora bien, sin importar lo que piensen los hombres, sin importar cuáles sean sus teorías, no necesitamos preocuparnos en lo más mínimo, porque conocemos la verdad; espero que nuestros hijos puedan tener la seguridad, por parte de sus padres, de que no necesitan inquietarse, porque estas revelaciones son verdaderas. El hombre no vino del fondo del océano, sino del cielo, y Dios es su Padre. El Salvador lo dijo de forma tan hermosa a María: “…ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17).

El Hijo vino al mundo para redimirlo, para revelarnos a nuestro Padre y para dar su verdad al mundo; además, para demostrar su origen y su venida al mundo, que son los mismos que los nuestros. Él dijo: “Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez, dejo el mundo, y voy al Padre” (Juan 16:28).

Esto es cierto para todos nosotros.

En el mundo de los espíritus Él era perfecto, el Primogénito del Padre. Nuestro Padre lo elevó a la Divinidad. Llegó a ser el Hijo y se le dio el poder para crear al hombre y la tierra. Tal como se declara en el Libro de Mormón, Él era: “…el Dios de Israel, y el Dios de toda la tierra” (3 Nefi 11:14).

¿Cuál era su condición corporal antes de nacer en el mundo, mientras era el Hijo en la Divinidad, y Jehová para los judíos, y el Dios de todo el mundo? Era un espíritu que moraba en un cuerpo espiritual de materia refinada, con la misma forma que nuestros cuerpos terrenales. El profeta José Smith nos ha dicho que todo espíritu es materia. Él dijo:

“No hay tal cosa como la materia inmaterial. Todo espíritu es materia, pero es más fina o pura, y sólo puede ser discernida por ojos más puros” (Doctrina y Convenios 131:7).

El Señor Jesucristo, entonces, como espíritu, tenía un cuerpo espiritual de esa materia pura. Cuando se manifestó al hermano de Jared, dijo: “He aquí, este cuerpo que ahora veis es el cuerpo de mi espíritu; y al hombre lo he creado conforme al cuerpo de mi espíritu; y así como me veis ahora, en espíritu, así me veréis en la carne” (Éter 3:16).

Todos fuimos hombres y mujeres en los cielos, tal como lo somos aquí. No éramos sombras vagas. Aunque éramos espíritus, teníamos forma; teníamos sustancia. El Señor dijo que había creado al hombre conforme a la imagen de su cuerpo espiritual, el cual era la misma forma con la que habría de aparecer en la tierra. “…lo espiritual a semejanza de lo temporal, y lo temporal a semejanza de lo espiritual; el espíritu del hombre a semejanza de su persona, como también el espíritu del animal y de toda otra criatura que Dios ha creado” (D. y C. 77:2).

Los profetas declararon que el Salvador vendría y tomaría sobre sí un tabernáculo de carne; y así vino en su cuerpo espiritual y tomó de la tierra los elementos necesarios para obtener un tabernáculo de carne y sangre (Mosíah 7:27; Éter 3:9). Sabemos cómo lo hizo. Nosotros hemos hecho lo mismo; y vinimos aquí en la misma forma en que lo hizo Él. Así como su cuerpo espiritual se revistió de un tabernáculo de carne y sangre, también lo hizo el nuestro.

Cuando se presentó ante Pilato para ser juzgado, Pilato dijo: “¡He aquí el hombre!” (Juan 19:5). Cuando calmó el viento y las olas, la gente exclamó: “¿Quién es este, que aun el viento y el mar le obedecen?” (Marcos 4:41). Así que Él era un hombre, como nosotros somos hombres. También era una Deidad, debido a su perfección, y porque su Padre lo elevó a esa posición por investidura divina. Mientras estuvo en la tierra, seguía siendo quien había creado la tierra, como también lo fue cuando se sometió a sacerdotes apóstatas y a un gobernador romano pagano para ser juzgado y crucificado.

Entonces, ¿qué clase de criaturas somos nosotros? Su Padre fue nuestro Padre. La descendencia es como el progenitor. Esa ley no puede cambiarse. En el libro de Moisés, hablando del Padre, se dice: “…en el idioma de Adán, el Hombre de Santidad es su nombre, y el nombre de su Unigénito es el Hijo del Hombre, sí, Jesucristo, un justo Juez, que vendrá en la meridiana del tiempo” (Moisés 6:57).

Estas son, pues, las verdades acerca de nosotros mismos. Reconozcamos quiénes somos, qué somos y cómo debemos vivir. Y cuando nos encontremos con esas enseñanzas contrarias a la palabra de Dios, que nos llegan a nosotros y a nuestros hijos, sepamos lo que son: no son más que opiniones de hombres. ¡Qué fantástico es pensar que un hombre, siendo hijo de Dios, niegue a Dios e insista en que vino de una forma inferior de vida, pasando por figuras de animales inferiores, hasta llegar a la imagen de Dios! ¡Qué absurdo es eso! Pero nuestro concepto se basa en el principio que estableció el apóstol Pablo. El primer versículo de la Biblia dice que Dios creó la tierra (Génesis 1:1), y en el primer capítulo también se dice que Dios creó al hombre a su imagen (Génesis 1:27). En todas las Escrituras se proclama que el hombre es hijo de Dios.

Cuando los hombres no creen en la verdad, ¿qué les queda por creer? ¡Nada más que ilusiones, engaños y errores! Así que Pablo dijo: “…no recibieron el amor de la verdad para ser salvos.
Por esto Dios les enviará un poder engañoso, para que crean la mentira” (2 Tesalonicenses 2:10–11).

Cuando a nuestros hijos se les hable del “eslabón perdido” o del “hombre prehistórico”, ¿qué podemos decir? A la luz de la palabra revelada de Dios, ¿qué debemos concluir? El Señor Jesucristo, quien creó al hombre y la tierra, ha declarado desde la creación que todos nosotros tuvimos nuestro origen en los cielos. Sus enseñanzas son que fuimos seres perfectamente organizados con cuerpos espirituales, semejantes en forma a nuestros cuerpos mortales, pero de una materia más refinada; que fuimos hijos e hijas de Dios, y vinimos a la tierra en esos cuerpos espirituales modelados según el cuerpo espiritual del Señor Jesucristo; que cada uno tomamos de la tierra un cuerpo de carne y sangre para albergar nuestro cuerpo espiritual, como lo hizo Él; que éramos hombres y mujeres con cuerpos espirituales (materiales), en la misma forma que ahora tenemos, mucho antes de que esta tierra fuera formada; que en eternidades pasadas, hombres como nosotros, con cuerpos de carne y sangre, han vivido en mundos como el nuestro, muchos de los cuales han desaparecido, y que otros han sido creados para que hombres como nosotros los habiten:

“Y mundos sin número he creado… Y así como una tierra pasará, con sus cielos, así vendrá otra… Porque he aquí, esta es mi obra y mi gloria: llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:33, 38–39).

Siendo esto así, el hombre no se originó aquí, ni en espíritu ni en cuerpo. El hombre, con cuerpo de carne y hueso, ha vivido a través de las eternidades. ¡Qué necio es buscar el origen del cuerpo humano en este mundo en este tiempo tan tardío! La teoría de que el hombre llegó a su forma actual por un proceso evolutivo es falsa: una mera ilusión. Siendo esto así, y declarado por el divino Creador de todos estos mundos —el nuestro incluido—, se deduce que nunca ha habido un “eslabón perdido” en la tierra. Nunca ha existido un “hombre prehistórico” en el sentido de ser parte hombre y parte otra cosa. Tal criatura nunca existió ni en este mundo ni en ningún otro. Sólo existe en la mente de los hombres que rechazan la verdad y se aferran a una teoría propia completamente falsa, contraria a la palabra revelada de Dios. Tal idea solo pudo surgir después de rechazar la palabra de Dios. Aquella criatura que los hombres visualizan en sus mentes debido a esa falsa teoría, la dibujan en ilustraciones y la modelan en arcilla, y dicen que una cosa así existió alguna vez en la tierra. Tal criatura jamás existió, ni en la tierra ni fuera de ella. Dios envió al hombre como un ser perfecto, su descendencia, a su imagen, con un cuerpo material (espiritual) en la misma forma que ahora tenemos, para nacer en la tierra, obtener un tabernáculo de carne y tener una experiencia terrenal. Todos somos hombres preterrenales, pero ninguno de nosotros es un “hombre prehistórico”. La tierra no originó al hombre. “El Hombre”, “el Hijo del Hombre”, creó la tierra y todo lo que hay en ella.

“Y aconteció que el Señor habló a Moisés, diciendo: He aquí, te revelo concerniente a este cielo y a esta tierra; escribe las palabras que yo hablo. Yo soy el Principio y el Fin, el Dios Todopoderoso; por medio de mi Unigénito creé estas cosas; sí, en el principio creé los cielos y la tierra sobre la cual estás” (Moisés 2:1).

Que Dios nos ayude a vivir conforme a esta gran verdad. Testifico humildemente que esto es verdad; que esta es la Iglesia viviente de Dios restaurada a la tierra, fundada sobre la revelación, y que la revelación está vigente ahora y continuará siéndolo; que José Smith fue un profeta del Dios viviente, que se relacionó con Dios y seres celestiales, y fue instruido por ellos durante muchos años; y doy testimonio de que las llaves del Santo Sacerdocio, el poder para la salvación de la familia humana, permanecen en el presidente de esta Iglesia hoy en día, y que ningún hombre puede prescindir de esta Iglesia y encontrar la salvación. Ningún hombre puede prescindir de José Smith y recibir la salvación. Dios honra a sus siervos. Doy este humilde testimonio en el nombre de Jesucristo. Amén.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario