Enseñar con el Ejemplo
Élder S. Dilworth Young
Del Primer Consejo de los Setenta
Informe de la Conferencia, octubre de 1956, págs. 66–69
Ayer, el élder Clifford E. Young les leyó una historia acerca de Pedro y Juan en el atrio del templo, sanando a un hombre cojo que pedía limosna. Permítanme terminar la historia para ustedes:
“Entonces viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús.
Y viendo al hombre que había sido sanado, que estaba en pie con ellos, no podían decir nada en contra.
Entonces les ordenaron que saliesen del concilio; y conferenciaban entre sí, diciendo: ¿Qué haremos con estos hombres? Porque de cierto, señal manifiesta ha sido hecha por ellos, notoria a todos los que moran en Jerusalén, y no lo podemos negar.
Sin embargo, para que no se divulgue más entre el pueblo, amenacémoslos para que no hablen de aquí en adelante a hombre alguno en este nombre.
Y llamándolos, les intimaron que en ninguna manera hablasen ni enseñasen en el nombre de Jesús. Mas Pedro y Juan respondieron diciéndoles: Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído.” (Hechos 4:13–20)
Es sobre esta última frase que deseo hablar. Me gustaría aplicarla a los niños. Es la responsabilidad de la Iglesia —si es que tal cosa puede llamarse una carga— testificar de las cosas “vistas y oídas.” ¿Cómo hemos de enseñar a los niños? Ellos no saben todo lo que un adulto debe saber, pero no deberían tener duda alguna respecto a dónde se sitúan los adultos.
Todo niño tiene el derecho de sentir que su padre y su madre, su maestro del sacerdocio, su maestro de la Escuela Dominical, su líder Scout, o cualquiera con quien se relacione en la Iglesia, sabe con certeza acerca de las cosas “vistas y oídas.” Toda niña tiene el mismo derecho a tener la seguridad de que sus padres y líderes conocen las cosas “vistas y oídas.” Los jóvenes aún no lo saben por sí mismos, pero la confianza que deben desarrollar proviene del testimonio constante que les dan quienes están cerca de ellos —por medio de actos, hechos y palabras— de que saben acerca de las cosas “vistas y oídas”: las cosas mencionadas por Pedro y Juan; las cosas mencionadas por Nefi en el primer capítulo del Libro de Mormón al hablar de su padre Lehi, de las cosas que vio y oyó (1 Nefi 1:6, 14–16): las glorias del evangelio y de Jesucristo, y todas las cosas “vistas y oídas” por él, así como las cosas que José Smith “vio y oyó.”
Los niños no son bien enseñados simplemente al ser instruidos con palabras. Cuando era joven, trabajé en un rancho en Idaho que pertenecía a una gran compañía ganadera. Las cercas eran más una curiosidad en ese tiempo de lo que son ahora. La primera mañana que fui a trabajar (y yo era un novato), el jefe envió al hombre encargado del remuda (el grupo de caballos) a traer los animales antes del amanecer. Yo tenía curiosidad por saber cómo iban a enlazar y ensillar los cowboys a sus caballos, porque no veía ningún corral. Supuse que los vaqueros iban a tener que perseguirlos por todo el campo.
Pero al romper el alba, aparecieron los caballos —cincuenta o sesenta— al galope, y vinieron a un corral que yo no había notado. Estacas habían sido clavadas en un gran círculo sobre la pradera, cada una sobresaliendo unos cuarenta y cinco centímetros del suelo. En la parte superior de cada estaca había un ojal, y a través de esos ojales se pasaba una cuerda; las alas del corral se extendían desde una entrada de unos seis metros, hacia ambos lados por unos treinta metros más. Estos caballos entraban al recinto a todo galope. La cuerda no les llegaba ni a las rodillas, y sin embargo, ningún caballo la cruzaba. Los vaqueros entraban a ese corral improvisado, enlazaban a sus animales, los ensillaban, les ponían la brida, montaban y les sacaban el ímpetu, y ni un solo caballo saltaba la cuerda para salir del corral.
Le pregunté al capataz por qué era eso, y me dijo: “Ellos saben que no deben.” No supe hasta más tarde qué quería decir con “saben que no deben”, pero los caballos, primero por miedo y luego por costumbre, habían aprendido hacía mucho tiempo dónde podían ir y dónde no, y qué podían hacer y qué no debían hacer respecto a cruzar esa cuerda.
Bueno, los niños no son caballos, ni siquiera son como caballos, y no podemos enseñarles por medio del miedo, porque eso tiene un efecto negativo sobre ellos; pero enseñarles sí podemos, y enseñarles debemos.
¿Puedo darles media docena de sugerencias sencillas y caseras que, en mi opinión, son simples respecto a cómo enseñar a los niños? Antes de dárselas, permítanme decir que enseñar es una actitud. Uno no aprende por las palabras pronunciadas, sino más bien por la actitud y el espíritu con que se dicen. Uno no siempre aprende mediante la acción, sino por la alegría con que se realiza la acción. Y la lección debe repetirse una y otra vez durante todo el tiempo en que el niño va creciendo. Seguramente el Señor sabía lo que hacía cuando dijo, en efecto: “Voy a darles estos hijos por unos veinte años antes de que maduren, y durante esos veinte años repitan con ellos lo que deben saber bien.” Veinte años es mucho tiempo para un niño. Tienen tiempo de sobra para darles el hábito de no cruzar la cuerda, sin necesidad de que la teman.
Primero, revivamos esa feliz costumbre de comer juntos. Abolamos las barras de refrigerios en nuestras cocinas y establezcamos una mesa alrededor de la cual todos puedan sentarse. Que el padre desayune con sus hijos, así como cene con ellos, y que permanezcan allí unos minutos después de cada comida para conversar sobre cosas que el padre y la madre deseen comentar. Esa costumbre está desapareciendo rápidamente de nuestras vidas. Es algo poderoso; puede obrar maravillas en los niños.
Segundo, cuando el padre llegue a casa por la noche, le sugiero que resista la tentación de tomar el periódico y que lo esconda hasta que los niños se hayan acostado. El periódico no tiene lugar en el hogar mientras los hijos estén despiertos, hasta que el padre haya pasado la velada con ellos. Y es como leer durante quince minutos al día—si uno dedica quince o veinte minutos con cada hijo, según su edad, haciendo cosas que a él le interesen y siendo su compañero, uno habrá cumplido más cabalmente su deber como padre. Si se lo deja todo a la madre y se esconde detrás del periódico, creo que ha cometido un pecado, porque el niño es descuidado, y usted no ha hecho su deber. Así que sea firme; guarde el periódico bajo el tapete hasta que los niños estén en la cama.
Tercero, asegúrese de pasar tiempo con cada hijo, conforme a su edad e intereses. Con una niña de tres años, si hace falta, bájese al suelo y juegue con muñecas de papel. Con un hijo de diecisiete años que quiere ir al partido de BYU contra la Universidad de Utah, allí es donde usted debería estar (a menos que tenga que asistir a esta reunión del sacerdocio).
La idea es que, para cuando el hijo tenga veinte años, debería tener tal grado de compañerismo con su padre que pueda hablar con él de cualquier cosa que desee. La forma de lograrlo es siendo un compañero a cada etapa de su vida, desde el principio. Por eso es importante, padres, aprender a cuidar de un bebé y hacer todo lo que un bebé requiere.
Cuarto, es un mal padre aquel que no está despierto cuando los hijos regresan de fiestas o citas nocturnas. Ese es el momento para invitarles a conversar sobre lo que ocurrió; para disfrutar juntos de las cosas buenas y aconsejarles con sabiduría respecto a evitar las que pudieron ser tristes; para darles guía sobre las cosas que quizá hicieron mal. Esta práctica, mantenida durante toda su niñez, será un gran freno para el hijo que quiera quedarse fuera más tiempo del debido. Mi madre se quedaba despierta esperándome, y nunca tuve el valor de hacerla esperar demasiado. Sabía que ella estaba allí. Eso me ayudó. Ayudará a todos los hijos.
Quinto, ningún padre en esta Iglesia está cumpliendo con su deber si no hace que el día de reposo sea lo que debe ser. Debe ser un día feliz en familia, con la participación de todos. Lo primero en la mañana: el padre y Juanito van a la reunión del sacerdocio, y debe ser el padre quien lleve a Juanito, no al revés. Deberían conversar en el camino de ida y de regreso. Cada uno debe sentir que el otro es su igual, y el padre debe cuidar especialmente de que Juanito entienda su sacerdocio. El Sacerdocio Aarónico es vital. Esto tiene éxito no tanto por lo que se dice, sino por los sentimientos y emociones no expresadas que se generan.
Y luego, los padres deben animar a los hijos, y también a sí mismos en la medida posible, a asistir a la Escuela Dominical y a las organizaciones auxiliares. Pero por sobre todo, toda la familia, si ha de hacer lo que debe hacer, debe asistir a la reunión sacramental. El padre y la madre deben encabezar el camino, los hijos seguirles de cerca, y quedarse allí hasta que la reunión concluya. Si un niño es muy pequeño, uno puede salir con él, pasearlo hasta que se le pasen las ganas de moverse, o si un niño llora, puede que haya que llevarlo a casa; pero la familia entiende que, a la hora indicada, todos deben estar juntos en la reunión sacramental.
Si estas sugerencias se siguen cuidadosamente y con esmero, traerán consigo muchas otras. No he hablado de muchas cosas que deberían suceder en el hogar, pero sucederán: la oración, el amor, y todas las cosas que las acompañan.
Permítanme concluir recordándoles lo primero que mencioné: las cosas “vistas y oídas.” ¡Qué necesario es que los padres den ese testimonio! Tengo una bisabuela, ya fallecida hace mucho, que en su año número noventa y siete fue abordada por alguien que había perdido la fe, y quien, pensando que quizá ella también habría perdido algo, le preguntó: “Usted conoció al Profeta. ¿Qué pensaba de él?” Esta anciana había soportado las vicisitudes del éxodo de los años setenta, desde Kirtland hasta Misuri; había sufrido en Haun’s Mill con su bebé en brazos; había contado las largas millas cruzando las planicies, y luego había vivido largos años de pobreza en Utah. Ella sonrió al mirar a esta persona, y creo que la decepcionó, porque esto fue lo que dijo: “Todos sabíamos que él era un profeta.”
Así que todos sí sabemos que él fue un profeta, pero, ¿lo saben nuestros hijos? ¿Saben nuestros hijos que nosotros lo sabemos? Creo que esa es nuestra mayor obligación al enfrentar la vida con estos pequeños que se nos han dado para criarlos hasta la adultez.
Mi testimonio es como el de mi bisabuela: Sé que José Smith fue un profeta y que vio y oyó cosas gloriosas. Sé que tenía las llaves, y sé que las transmitió a sus sucesores, incluso hasta el presidente McKay y aquellos que lo asisten. Ese es mi testimonio para ustedes, en el nombre de Cristo. Amén.

























